17
Aquella mañana, Amanda abrió su portátil y comenzó a leer titulares de prensa mientras mordisqueaba una manzana. De repente, su mano se detuvo en el aire y su rostro comenzó a sentir un calor repentino y explosivo provocado por una ola de indignación: Allí, en la pantalla, en la sección de sociedad del Washington Post, estaba el hombre superficial, frívolo y egoísta que la había humillado hasta decir basta, el hombre en quien confió ciegamente y que la dejó tirada, el hombre que defraudó por completo la confianza y el afecto que la familia Coleman había depositado en él.
La imagen mostraba a una pareja sobre un escenario; ambos sonreían, unidos los brazos a sus cinturas y saludando al público. El pie de foto anunciaba la inminente boda del candidato a senador por el partido republicano, Thomas Wieck, con Michelle Ridley, la heredera de Industrias Farmacéuticas Ridley. El anuncio del compromiso se había celebrado durante una cena para recaudar fondos para la campaña electoral en uno de los hoteles más lujosos de la ciudad, y había congregado a un numeroso grupo de influyentes empresarios, políticos y artistas. Todo un acontecimiento social que había llegado a las páginas de la prensa nacional. La foto que había elegido aquel medio mostraba una exultante y espectacular mujer de unos treinta años, rubia, con un vestido largo y ceñido de color champán muy elegante y un collar de perlas de gran tamaño rodeando su cuello. Él vestía de frac y sonreía satisfecho ciñendo por la cintura a su gran trofeo: una mujer bonita y aparentemente nada complicada, seguramente con un pasado impecable y una buena cuenta corriente. El pie de foto hacía referencia a su religión judía, como la de él. Sí, definitivamente, encajaba en el estándar de esposa de político trepa y ambicioso que ayudaría a Tom a conseguir su ansiado escaño en el Senado de Estados Unidos. Amanda trataba de imaginar cómo sería ella y qué sentimientos albergaría cuando descubriera la auténtica personalidad del hombre con quien iba a casarse. Aunque, ¿y si no le importaba demasiado? Quizá ambos habrían acordado unirse para alcanzar un objetivo común: el poder. Conociendo a Tom, aquella palabra era más importante que cualquier otra cosa, incluida su pareja.
Amanda salió a tomar el aire, su pulso estaba acelerado y resolvió dar un paseo por los alrededores. Sí. Tom era un ser indigno, vil y traicionero. El recuerdo de su imagen en aquel escenario prometiéndose con otra hacía que la sangre se agolpara de nuevo a sus mejillas y se pusiera furiosa. Sólo habían pasado seis meses de su divorcio. «¡Seis meses….!», se dijo llena de rabia. Estaba sentada sobre una roca junto al faro, absorta y mirando al mar. Pensaba en su abuela Eva y en la seguridad que perdió cuando abandonó el hogar de Berlín, donde había vivido con su familia. También en las veces que le leyó su historia preferida: la Odisea, diciéndole que aquel libro había sido un regalo de Dios para ella. De pequeña no entendía por qué aquella historia de Ulises perdido en las costas del Mediterráneo y de su esposa tejiendo una tela que nunca llegaba a terminar era tan importante para ella. Era un libro viejo, con guardas de piel marrón desgastadas por los años y hojas amarillas y ásperas. Hasta que un día leyó aquellos diarios y lo entendió todo.
De repente, una sombra se posó en la espalda de Amanda y le hizo volverse. Detrás de ella se había detenido un anciano de pelo canoso y cejas blancas y pobladas. Debía de ser un turista, pues su cara no le era familiar, y vestía una chaqueta de verano y tenía un porte elegante. El hombre la miró con unos ojos marrones y apagados y esbozó una sonrisa educada de saludo, haciendo un gesto con la cabeza y continuando su marcha. Amanda regresó a sus reflexiones. Pensaba en Martin y en la historia que le había ocultado sobre el verdadero origen de la fortuna de los Coleman…
Martin había salido temprano con una idea en su mente: visitar el cementerio del pueblo. Se dirigió a un operario que se afanaba en aquel momento en sellar con yeso el muro que cubría una tumba. Por su avanzada edad, Martin supuso que debió de conocer a muchos de los vecinos del pueblo cuyos restos reposaban allí.
Al preguntarle por la familia O’Connor, el hombre le indicó varias calles donde había tumbas con aquellos apellidos, eran antiguas y estaban excavadas en el suelo, la mayoría cubiertas con una humilde lápida. Martin las examinó y comprobó, decepcionado, que ni los años de sus fallecimientos ni los nombres coincidían con los de Nora, Deirdre o Kearan O’Connor. Tras una larga inspección entre las sepulturas, se dirigió a uno de los muros que rodeaban el recinto donde se ubicaban los panteones. Descubrió entonces que no estaba solo: un anciano alto y delgado de pelo abundante y grisáceo estaba de pie junto a uno de ellos. Martin paseó despacio estudiando los nombres de las familias propietarias de aquellas criptas. De repente se detuvo al leer el apellido Osborn y los nombres de Seamus, Barbara y Aidan, precisamente en el mismo lugar done el anciano estaba detenido. El escritor sintió curiosidad y se colocó a su lado.
—Perdone, ¿es usted de por aquí…? —preguntó el anciano, volviéndose hacia él.
—Sí…, bueno…, no exactamente… Pero vivo cerca…
—¿Conoció usted a esta familia, los Osborn? —señaló hacia el frente.
Martin advirtió que aquel hombre tenía un claro acento estadounidense.
—No, lo siento. Llevo poco tiempo residiendo en el pueblo. ¿Y usted, era amigo de esa familia?
—Solo de Barbara Osborn. —Suspiró con nostalgia—. Ha sido un placer —dijo haciendo una pequeña reverencia para despedirse.
Martin se quedó unos minutos más frente al panteón, contemplando el andar cansado y lento del anciano en su camino hacia la salida. Después se dirigió al pueblo a comprar provisiones para llenar la despensa. Accedía al porche de la cabaña cargado con una gran caja de cartón cuando reparó en una silueta sentada en el balancín de madera. Era Amanda.
—Hola… —saludó Martin agradablemente sorprendido—. No esperaba que me visitaras a estas horas, deberías estar trabajando…
—Hoy he decidido tomarme el día libre. Mi padre se ha ido a Cobh, y desde que acabaron las regatas tenemos menos trabajo.
—¿Por qué no me has esperado dentro?
—Has cerrado con llave. Te has vuelto más prudente desde el robo.
—Tienes razón, lo había olvidado. —Sonrió mientras abría—. Vamos, adentro.
Martin colocó la caja sobre el mostrador de la cocina, pero advirtió que ella no le había seguido y salió al exterior para sentarse a su lado en el balancín. Durante unos instantes permanecieron en silencio, dirigiendo su vista hacia el lago. En aquel momento el sol estaba en su máximo esplendor y se reflejaba en sus oscuras aguas.
—¿Te ocurre algo? —sugirió el escritor al advertir la expresión de amargura que reflejaba la mirada de Amanda.
—No…, bueno… No lo sé… Hoy he comenzado el día con el pie cambiado. He leído una noticia que me ha puesto de mal humor…
—¿Problemas en el trabajo?
—No. Es… personal. Estoy… no sé cómo explicarlo. Dolida, resentida…
—Tengo un remedio para eso: hay que sacar fuera lo que nos atormenta, ya sea escribiéndolo o contándoselo a alguien. En mi caso, lo escribo. Tú puedes hacer ambas cosas: me lo puedes contar, y, si quieres, lo escribiré.
Amanda se volvió para mirarle y después sonrió.
—Acabo de enterarme de que mi ex marido va a casarse con otra…
—¿Te ha llamado para contártelo?
—No. No he vuelto a tener contacto con él desde el divorcio. Lo he leído en la prensa.
—¿Aún le quieres?
—No. Le odio.
—De amor al odio sólo hay un paso. Si sientes eso por él es porque aún queda algo.
—No entiendes nada —replicó irritada—. No soy una mujer despechada ni abandonada; yo solicité el divorcio para deshacerme de él.
De nuevo volvieron al silencio.
—Tienes razón —continuó Amanda—, queda algo: rencor, ira, dolor. Dejé de quererle cuando le conocí a fondo, y comencé a odiarle cuando se comportó como un indeseable. Él nunca me quiso…
—Compruebo que te ha hecho mucho daño. No ha sido sólo Eva la que se ha topado con gente indigna a lo largo de su vida. Tú también has debido de pasar un infierno con tu Müller particular.
—Hoy he sabido que va a casarse con otra rica heredera, y que está preparando su candidatura para entrar en el Senado en Estados Unidos.
—Y te sientes traicionada…
—Ésa no es la palabra. Humillada tal vez. Ultrajada. Atropellada. Pisoteada. Necesito perdonar. Eva dice que hay que hacerlo para seguir adelante. Pero me cuesta tanto… —Su voz se quebró y unas lágrimas escaparon, rebeldes, por sus mejillas.
Martin colocó el brazo sobre sus hombros y la atrajo hacia él, besó su frente con ternura y advirtió que ella se acurrucaba entre sus brazos.
—Confía en mí, Amanda.
—Mi vida no ha sido un camino de rosas. He recibido golpes que me han hecho madurar y me han convertido en una persona desconfiada. No soy demasiado expresiva y me cuesta dejar escapar mis sentimientos.
—Lo entiendo. Déjame ser tu apoyo en estos duros momentos, como Kearan lo fue para Eva —dijo con ternura, mostrándole una delicadeza que era desconocida para ella.
—Gracias. De verdad. Necesitaba oír esto.
—Pues ahora libera tu rabia y cuéntame qué te hizo ese sinvergüenza.
—Es… una historia muy larga. Afecta a mi familia y… a Eva.
—Es la parte del diario que no puede salir a la luz, ¿verdad? —Amanda respondió con un gesto afirmativo—. Tranquila. No voy a escribir nada de lo que me cuentes.
—Verás, hay algo que te oculté en el último capítulo. Cuando Eva regresó a Holanda a visitar a su tío, mantuvo también un encuentro con alguien que sería clave en el futuro: Erich Wieck. En el relato omití ese personaje porque jugó un papel esencial en el devenir de mi familia. Lo hice por respeto a la amistad que le unió a Eva durante las décadas posteriores a la guerra.
Ámsterdam, 1946
Después de despedirse de su tío Gabriel van der Waals, Eva regresó al hotel cargando con los libros, los cuales habían sobrevivido, olvidados bajo una espesa capa de polvo, en un estante del dormitorio que ocupó en el hogar de los Van der Waals.
Al día siguiente se dispuso a recorrer las casas de los hombres de negocios que confiadamente le entregaron aquellos ejemplares, en cuyas guardas habían ocultado documentación importante para sus herederos. La suerte no le acompañó con los cinco primeros: ninguno de ellos vivía ya en las casas que ella había visitado cinco años antes. Todos habían sido detenidos y deportados a campos de concentración de donde nunca regresaron. Resolvió entonces entregarlos al rabino de la Sinagoga Portuguesa del barrio judío, indicándole los nombres de sus propietarios y el secreto que se escondía en el interior.
Reservó la Odisea de Homero para el final y se dirigió a la mansión situada al principio de Jodenbreestraat, donde el entrañable amigo de su tío, Otto Wieck, le regaló aquel primer libro con documentos secretos en su interior. Su sonrisa se iluminó al recibir la confirmación por parte de la criada de que el señor Wieck la recibiría en seguida.
Accedió a la misma estancia donde fue sorprendida leyendo el salmo número 13 por el dueño de la casa cinco años antes. Ahora le parecía que había pasado una eternidad. De repente, la puerta se abrió y un hombre moreno de gran estatura apareció ante ella. Era joven y vestía con elegancia; Eva calculó, mientras se acercaba dedicándole una mirada llena de curiosidad, que tenía más o menos la misma edad que ella.
—Buenos días. Mi nombre es Erich Wieck. Me han informado de que desea hablar conmigo.
—Es usted el hijo de Otto Wieck… Yo buscaba a su padre…
—Mi padre murió durante la guerra. Fue detenido y falleció de tifus en un campo de concentración unos meses antes de la liberación.
—Ya…, entiendo… Y lo siento de veras… Yo le conocí… era un buen hombre…
—¿Puedo conocer el motivo de su visita?
—Por supuesto —dijo mostrándole el libro de Homero—. Verá, yo… Mi tío era muy amigo de su padre, le compró valiosos libros durante la ocupación de los alemanes.
—¿Quién era su tío?
—Gabriel van der Waals, tenía una librería en…
—¿Gabriel? —la interrumpió desconcertado—. Entonces… ¡Tú eres la chica de Albert!
—¿Me conoces? —Esta vez fue Eva quien mostró su sorpresa.
—¡Claro! Yo pertenecía a la Resistencia y contribuí a tu liberación cuando te arrestaron los oficiales de la Gestapo. Era el ciclista que se puso delante del coche y se dejó atropellar aquel día en Kalverstraat.
—¡Vaya! Esto sí que es una maravillosa casualidad.
—Os dimos por desaparecidos. Nos dijeron que el barco que os transportaba había sido hundido y que nunca llegó a su destino… ¿Y Albert? ¿Cómo está? Nos aseguró que se quedaría en Holanda, pero se marchó contigo.
—Albert murió, jamás tuvo intención de abandonaros.
—Pero… desapareció de repente. Aquella noche tuvimos muchas bajas y recuperamos los cuerpos de todos. Sin embargo, él no apareció.
—Yo le vi caer al mar, recibió un disparo. Jamás volví a verle.
—Lo siento. Todos creímos que se había marchado contigo y que murió en el naufragio… ¿Y tú? ¿Cómo sobreviviste?
—Aparecí flotando sobre unas tablas cerca de las costas de Irlanda. Ahora vivo allí.
—Esta guerra nos ha trastornado a todos. Jamás volveremos a ser los mismos. ¿Has hablado con tu tío? —Su mirada era diferente, y el tono de voz, también.
—¡Claro! Le visité ayer. Fue un encuentro muy emotivo. Él también pensó, al verme viva, que Albert estaba conmigo. —Esbozó una triste sonrisa.
—¿Te contó algo más…?
—Sí, me habló la muerte de mi tía Andrea, y de su estancia en el campo de prisioneros. Fue una dura prueba para él… y para todos. Les trataron con mucha dureza. —Durante unos segundos se quedaron callados—. Bueno —continuó Eva—, he aquí el motivo de mi visita. Tu padre me entregó este libro con el encargo de guardarlo y entregártelo cuando tuviera ocasión. Y la ocasión ha llegado hoy, cinco años después…
—¿Qué tiene de especial este libro? —preguntó, cogiéndolo para examinarlo.
—En el interior guardó documentos personales para ti.
—En el interior… —repitió despacio con el libro entre sus manos—. Mi padre fue un buen hombre… jamás me perdonaré… —Ahora su voz se quebró y se quedó en silencio, embargado por la emoción—. Eva…, ¿Gabriel te ha contado lo que pasó en Westerbork?
—Me contó que Andrea, su esposa, fue deportada a Polonia y murió allí. Él sobrevivió gracias a su trabajo en la imprenta.
—¿Nada más?
—¿Hay algo más?
De nuevo un incómodo silencio se instaló entre ellos.
—Yo también estuve allí… y me destinaron al Servicio de Seguridad Judío…
—El responsable de seleccionar a los prisioneros que serían deportados a Auschwitz… —le interrumpió la joven—. Gabriel me habló de ese grupo, me dijo que conocía a algunos de sus miembros.
—Si no lo hacía yo, me habría tocado a mí.
—¿Elegiste a Andrea?
—A Andrea, y a Klaus, y a Raquel… Fueron muchos amigos y conocidos a los que tuve que enviar hacia…
—… hacia la muerte…
—Hacia la muerte… —repitió Erich—. Acabo de salir de la cárcel… aunque considero que aún no he purgado mis faltas… Todos me miran con recelo, me siento un apestado entre mi propia gente… Es como si ya no perteneciera a este lugar. Mi padre puso el negocio a nombre de un empleado de confianza, el cual se comprometió a devolverlo en cuanto acabara todo… pero ahora ha cambiado de opinión, y no le culpo por ello. Éste ya ni siquiera es mi hogar… pronto tendré que dejarlo todo e iniciar una nueva vida…
Eva se levantó, se dirigió hacia el atril donde estaba el Tanaj y comenzó a recitar el salmo número 51, compuesto por el rey David:
¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado siempre está ante mí.
Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo para tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia
y tu juicio será irreprochable;
yo soy culpable desde que nací;
pecador me concibió mi madre.
—Has seleccionado un salmo muy acertado. Es así como me siento… un pecador.
—Todos tuvimos que renunciar a algo para sobrevivir a aquella pesadilla: a nuestra familia, a nuestra religión, a nuestro gran amor. Tú sacrificaste tus escrúpulos y sé que debió de ser una dura decisión. No me habría gustado estar en tu lugar…
—Es algo con lo que tendré que vivir el resto de mi vida —dijo aferrándose al libro de Homero.
—Me salvaste la vida. Yo no voy a juzgarte —dijo ya en la puerta—. Espero que algún día puedas perdonarte a ti mismo.
—Este pasaje es… muy duro… —musitó Martin pensativo—. Eva conoció a muchos asesinos a lo largo de su vida. El dilema es que en aquellos años tan convulsos no tenían la conciencia de serlo tal y como les vemos ahora…
—Pero el resto sí. El asesinato masivo se convirtió en algo habitual, y también las delaciones a judíos que se encontraban escondidos, las traiciones entre los mismos miembros de la Resistencia a cambio de favores o simplemente para salvar su vida, como fue el caso de Erich Wieck. Pero no dejaron de ser unos criminales a los ojos de sus víctimas. Él fue consciente de sus actos y vivió con ese remordimiento el resto de su vida.
—¿Llegó a conocer Eva el contenido del libro que entregó a Erich Wieck?
—Sí, esa parte pertenece a años posteriores.
Irlanda, 1946-1965
Meses después de regresar de Alemania y Holanda, Eva recibió noticias desde Ámsterdam de la muerte de su tío Gabriel y quedó sumida en una profunda tristeza. Aquella pérdida la hizo reaccionar y aceptar el presente. Se propuso dar carpetazo a su pasado para concentrarse en el nuevo horizonte que se abría ante ella. Su sitio estaba en Irlanda junto a Kearan y cerca del hijo que le habían arrebatado injustamente. El solar donde antes estuvo su casa familiar en Berlín pertenecía al Gobierno soviético y no podía reclamar la propiedad; no obstante, la fábrica quedó bajo la dirección de personas de su total confianza, las cuales le hacían llegar puntualmente el estado de las cuentas y una buena suma al final de cada ejercicio.
Con el dinero obtenido tras la demanda contra Müller, los O’Connor dejaron de explotar el negocio de huéspedes y realizaron una remodelación en el inmueble para convertirlo en un confortable hogar. Adquirieron también dos barcos, y Kearan se dedicó al único trabajo que sabía hacer: la pesca. La vida les sonreía al fin, y durante los años que siguieron disfrutaron de una holgada y estable posición económica. Kearan siguió comprando barcos y llegó a gestionar una importante flota, ofreciendo trabajo y sueldos justos a los marinos y ganándose la consideración y el respeto de la comunidad.
El año 1951 se inició con la desagradable noticia de la puesta en libertad en Berlín de Franz Müller; poco después, Eva recibió otro duro golpe al conocer la noticia de que la fábrica había sido pasto de un feroz incendio y quedado totalmente destruida. Fue doloroso perder de esa forma el negocio que durante generaciones había pertenecido a su familia y el único vínculo que le unía a su país de origen. Las autoridades alemanas no pudieron probar que fuera obra de Müller, pues sólo unas semanas después del incendio el cadáver del miembro de la Gestapo apareció violentamente desfigurado en un suburbio de Berlín. Aunque Eva tuvo siempre la certeza de que él fue el autor de aquel atentado, el caso también quedó cerrado para ella, que volvió a dejar atrás otro episodio del pasado.
En 1953 los O’Connor recibieron un duro golpe: Nora falleció de forma repentina debido a un problema cardíaco y les dejó sumidos en una profunda soledad. Deirdre estaba muy unida a ella y acusó su pérdida con un fuerte abatimiento. Nora fue una mujer noble que supo adaptarse y compartir con ellos las tragedias y alegrías que les tocó vivir. Eva añoró la serena bondad que la acompañó en los momentos difíciles, llenos de incertidumbre.
Pasaron los años, y Deirdre se convirtió en una joven llena de vida y belleza, aunque con un carácter sensible e impresionable. Eva y Kearan decidieron enviarla a un internado en Dublín para que recibiera una buena educación. Pero Deirdre no soportó aquella soledad y la lejanía de su familia, decidiendo a los pocos meses regresar de improviso. Necesitaba la seguridad de su hogar, estaba muy unida a su madre y pidió a Kearan que la dejara trabajar con él en la gestión administrativa del negocio familiar.
Mientras tanto, durante aquellos años, Eva no dejó un solo día de pensar en su hijo; en numerosas ocasiones visitó Redmondtown a escondidas, acercándose al palacio del acantilado y esperando durante horas en el interior del coche para verle unos segundos a lo lejos. Sabía por algunos vecinos del pueblo que William sólo regresaba al palacio en vacaciones. Había estudiado en un elitista colegio de Dublín y después fue a la universidad en Inglaterra. Eva también estaba al corriente de la existencia de otro inquilino en la gran mansión: Aidan Osborn, el hijo del difunto y pendenciero Derry Osborn, el sobrino de Seamus.
Sin embargo, Eva ignoraba lo desgraciado que era William en aquel hogar. Vivía acosado por un joven menor que él, de rostro pecoso y cabello rojizo, y despreciado por la mujer que, aunque no era su auténtica madre —ella se encargó de hacérselo saber desde que tuvo uso de razón—, no malgastó ni un instante en ejercer como tal ni le ofreció un gesto amable a lo largo de su vida. En cuanto a su padre, Seamus, era un hombre frío y distante y nunca se prodigó en muestras de calor familiar.
Aquella mañana del verano de 1964, Eva divisó a lo lejos a Seamus acompañado por William. Tenía veintidós años, era un joven alto y espigado con los mismos ojos y cabellos castaños que su padre, pensó Eva. Había madurado considerablemente desde el año anterior cuando le vio durante las vacaciones de Navidad. Ahora caminaba encorvado mirando al suelo, al contrario que Seamus, que lo hacía a su lado con la espalda erguida y mirando al frente. Eva estaba en lo alto del pueblo y esperó a que se dirigieran a las escaleras excavadas en la roca en dirección al puerto. De repente cambiaron de dirección y se encaminaron directamente hacia la esquina donde ella se encontraba observándoles.
Eva apenas tuvo tiempo de reaccionar, y antes de que pudiera dar un paso, se topó con los ojos azules casi transparentes de Seamus Osborn. Éste se detuvo en seco y ordenó a su hijo que se dirigiera al puerto. Eva comenzó a temblar y quiso huir, pero Osborn la agarró por un brazo y le apretó hasta hacerle daño.
—¿Qué diablos haces aquí? ¿A qué has venido? —gritó.
—Quería verle… —replicó amedrentada.
—Como se te ocurra acercarte a él…
—¿Qué vas a hacerme? —Eva sacó su coraje y le plantó cara—. No te tengo miedo, la guerra terminó hace décadas y fuiste tú a la cárcel, no yo. ¡Es mi hijo, me lo arrebataste por la fuerza…!
—¡Escúchame bien! —gritó señalándola con su dedo índice—. Para él su madre está muerta, y si te atreves a cruzar una palabra con William, si te atreves a acercarte a un metro, le diré que eres una ramera, una mujer de la calle que vendió a su hijo a cambio de un puñado de libras.
—¡Eso no es cierto! —se rebeló Eva.
—¡Deja en paz a mi hijo o sabrás de lo que soy capaz! —vociferó fuera de control—. ¡Tú no eres nadie! ¡Desaparece de su vida de una vez! ¡Te aseguro que éste es mi último aviso! Si llego a verte otra vez cerca de él, te arrepentirás —sentenció en tono amenazador.
Eva estaba a punto de perder el control y gritar a aquel tirano que William no era hijo suyo, que él no era su padre; pero una voz interrumpió aquella violenta escena.
—¿Ocurre algo, tío Seamus?
Era Aidan Osborn, que se había quedado rezagado tras Seamus y William y se acercó intrigado al presenciar aquella desagradable escena.
—Nada —dijo mirándola aún con fiereza—. No ocurre nada. ¡Vámonos! —dijo tomando de los hombros al joven y continuando el camino hacia el puerto.
El chico del cabello rojo giró su cara para mirar por última vez a aquella mujer.
Eva regresó derrotada, y entre lágrimas se juró a sí misma que algún día recuperaría a su hijo para contarle toda la verdad, para hablarle de su padre y de la maravillosa historia de amor que vivieron durante la cual él fue concebido.
Semanas después el infortunio les visitó de nuevo. Era de madrugada, Eva tenía el sueño muy ligero y despertó al oír un inusual murmullo por la calle, cerca del puerto. De repente, unos fuertes golpes en la puerta principal de la casa provocaron la alarma de la familia O’Connor al completo.
Kearan se vistió rápidamente para abrir la puerta y enfrentarse al demudado rostro del patrón de uno de sus barcos y hombre de confianza.
—¡Kearan! ¡Los barcos! ¡El puerto!
—¿Qué ocurre en el puerto?
El estridente ruido de las sirenas y los gritos de bomberos y policías rompieron el silencio de la noche, acercando a los curiosos del lugar y desalojando las dependencias del muelle donde los barcos propiedad de los O’Connor estaban atracados. En aquellos instantes una lengua vertical de fuego subía desde el agua hacia el cielo, iluminando el puerto natural y los embarcaderos repletos de redes y aparejos marinos, que también ardían junto a los barcos. Eva y Kearan accedieron al puerto cuando agentes de la policía local organizaban los trabajos de los bomberos.
—¿Sabe a quién pertenecen esos barcos? —preguntó uno de ellos al matrimonio.
—Son nuestros —respondió Eva.
De repente, una tremenda explosión se dejó sentir en el interior de una barcaza situada en el extremo más alejado del embarcadero, y otra en el siguiente. En pocos segundos advirtieron con angustia cómo el fuego se propagaba entre toda la hilera de barcos con violentas y refulgentes llamaradas, arrasándolos por completo. Aquella noche, las cenizas caían del cielo como si fueran copos de nieve, pero era una nieve espesa que dejaba su negra huella en el suelo y en el agua. El grupo de marinos y vecinos que habían abandonado sus casas aún seguía allí, intentando ayudar para evitar el desastre. El puerto era pasto de las llamas, y todos luchaban con obstinación para evitar que se extendiera por los embarcaderos colindantes.
Kearan miró a Eva. Sus ojos azules estaban fijos en el fuego y el brillo se reflejaba en ellos y en sus lágrimas; apoyó una mano en su hombro y la atrajo hacia él. Eva descubrió también lágrimas en los suyos. Ante ellos tenían otra vez el estigma de la tragedia; de nuevo la destrucción les perseguía, despojándoles de todo aquello por lo que habían luchado.
Al amanecer, el fuego quedó extinguido y mostró la huella de la devastación: las embarcaciones habían desaparecido y en su lugar había una mancha negruzca en los embarcaderos y un puñado de maderas humeantes en el agua. Eva recordó su regreso a Berlín dieciocho años antes y revivió la impresión que le causó hallar la ciudad destruida. Nadie durmió aquella noche en el puerto ni en el hogar de los O’Connor.
—¿Qué pasará ahora, madre? ¿Vamos a ser pobres? —preguntó Deirdre con una fuerte congoja al amanecer.
—No, querida —dijo acariciando su melena cobriza—. Tenemos dinero, y aún nos queda un barco que se ha salvado. Es pequeño, pero papá podrá salir a pescar con él. No debes preocuparte —le dijo tomando también la mano de Kearan—. Saldremos adelante.
Kearan la contemplaba admirado. Eva tenía cuarenta y cuatro años, y las duras experiencias que le había tocado vivir habían ido añadiendo sobre ella una espesa capa de entereza que ponía a prueba cualquier muestra de desánimo o debilidad. La vio llorar la noche anterior, pero ahora consolaba a Deirdre y tomaba la mano de él para transmitirle ánimos.
Sin embargo, nadie la oyó llorar a solas, ni rezar pidiendo fuerzas a Dios para superar la dura prueba que le había enviado. De nuevo habían perdido su medio de vida, y le atormentaba el pensar que quizá no debió ir a Redmondtown aquel día; cometió una imprudencia impulsada por el deseo de ver a su hijo; un hijo que le fue arrebatado por un tirano; un tirano que era capaz de hacer cualquier fechoría y que —estaba segura— había ordenado aquel atentado.
De nuevo se encontraba ante un futuro sin salida, hacia un destino que la enviaba a la pobreza, a pesar de haber recibido a lo largo de su vida muchos bienes de los que apenas pudo disfrutar: los diamantes que su padre le entregó le fueron robados por Seamus Osborn, la fábrica, incendiada por Müller, el dinero recuperado del préstamo de su padre, invertido en unos barcos que ahora habían desaparecido. Eva se negaba a aceptar aquel desastre, no quería pensar que aquél era su destino, y en soledad rezaba implorando un rayo de luz entre tantas tinieblas.
El de 1965 fue un invierno duro, con grandes temporales que obligaron a amarrar los barcos de pesca durante demasiados días. Los O’Connor comenzaron a acusar la falta de liquidez para pagar las deudas generadas por la compra de unos barcos que ahora ya no tenían. Solo se salvó del incendio un viejo bote donde apenas había espacio para un hombre, el cual se convirtió en el único medio de subsistencia de la familia. Eva y Kearan lucharon mano a mano para salir adelante, agotaron todos sus ahorros y se vieron obligados a vender la casa y alquilar una más modesta con dos habitaciones. Pero las desgracias seguían cebándose con ellos.
Kearan llegó una mañana con aire demudado.
—¿No has salido a faenar hoy? —preguntó Eva desde la cocina al oír su voz en la casa.
Al no recibir respuesta, salió a la pequeña sala que hacía las veces de comedor y recibidor y halló a Kearan sentado en un sillón, con el rostro oculto entre las manos, inclinado sobre las rodillas.
—¿Qué ocurre, Kearan? —preguntó alarmada, acercándose hacia él.
—El bote… ha aparecido hundido en el puerto… Alguien lo ha hecho a propósito, el suelo estaba perforado por varios sitios…
Eva se derrumbó en el sillón a su lado.
—¿Por qué, Dios mío? ¿Qué hemos hecho para merecer tanto castigo?
—Debemos marcharnos para siempre. A América, a Australia… Aún nos queda un poco de dinero con el que podremos comenzar una nueva vida.
—¿Y mi hijo? No puedo dejarle aquí solo, en manos de ese hombre… —suplicó Eva.
—Tu hijo tiene un padre y una madre —sentenció con gravedad.
—No, Kearan. Yo soy su madre y quiero estar cerca de él.
—¿Para qué? ¿Acaso has conseguido quitárselo a Osborn? Ya lo intentaste una vez legalmente y recuerda lo que te dijeron. Y ahora esto… ¿Qué podrías ofrecerle ahora? —Se levantó con un gesto de desesperación.
—No tienes la certeza de que haya sido él.
—¿Quién podría obrar con tanta maldad? ¿Acaso crees que el incendio de los otros barcos fue fruto de la casualidad? Él nos vigila, y cuando comprueba que tenemos medios para vivir bien, llega y nos asesta otro golpe para que volvamos al principio, a la miseria. Ésa es la forma que tiene de advertirte de que no te atrevas a reclamarle a su hijo.
Eva bajó los ojos. Él tenía razón. Aunque no había pruebas, todo apuntaba a la larga y siniestra sombra de maldad de aquel tirano.
—Debemos quedarnos. Éste es tu país, tu tierra, aquí están tus raíces. Y las mías también. No podemos hacerle esto a Deirdre. Ella es feliz aquí…
De repente, Eva cayó en la cuenta de que estaba repitiendo unas palabras que había oído antes en su adolescencia, parapetada tras la baranda de la escalera. Era su madre quien las pronunciaba en una acalorada discusión con su padre sobre la conveniencia de dejar Alemania. Concluyó entonces que si Leopold Rosenberg hubiera ignorado la testarudez de su esposa y se hubieran marchado, ahora su vida sería diferente. Quizá estuvieran vivos y ella jamás habría vivido aquellas amargas experiencias.
Una decisión: sí o no, quedarse o irse. Estaba al borde de un abismo, un salto al vacío que supondría empezar desde cero en otro lugar, en una tierra desconocida. Una decisión que supondría renunciar para siempre a la posibilidad de conocer, hablar, o simplemente contemplar desde lejos a su hijo.
—No podemos continuar así… No conseguiremos salir de la miseria mientras ese hombre esté acechándonos y enviando matones para arruinar todo lo que construimos. Quiero una vida mejor para Deirdre y para ti.
—Pagará por lo que ha hecho. Algún día mi hijo sabrá toda la verdad —sentenció Eva manifestando así su intención de quedarse.
Kearan no deseaba hurgar demasiado en la herida que sabía que siempre permanecería abierta para Eva y guardó un prudente silencio.
—Hace unos días hablé con la esposa de Eduard Sheridan, el dueño de la fábrica de conservas, y me propuso dar clases de piano a su hija. Hay en el pueblo y en los alrededores varias familias a quienes podría enseñar música… —Eva habló con aparente naturalidad, dando por zanjada aquella conversación.
—¿De verdad deseas quedarte, Eva?
—Sí —afirmó con rotundidad.
—De acuerdo. Buscaré trabajo en el puerto.
Habían pasado unos meses tras la decisión de los O’Connor de no abandonar Irlanda y la situación empeoraba por momentos. Kearan se lanzó a buscar trabajo como marino, pero los patrones se negaban a contratarle, arguyendo que no necesitaban mano de obra. Kearan estaba desesperado, apenas obtenían ingresos, a excepción de las clases de piano de Eva y el sueldo de Deirdre, que se había empleado en un comercio cerca del puerto. Pero aquel dinero no era suficiente para sobrevivir con dignidad.
—Esto no puede continuar así, Eva. Tenemos que marcharnos.
—Espera un poco más, estoy segura de que encontrarás algo. Eres un buen trabajador, pronto hallarás un barco.
—No habrá más barcos —sentenció solemne—. Hoy por fin me he enterado del motivo por el que nadie me quiere a bordo.
—¿Seamus…? ¿Ha sido él quien te ha vetado con los patrones?
—No, es aún peor: se ha corrido la voz entre los marinos de que traigo mala suerte. Ardió tu fábrica, después los barcos, y perdimos el pequeño bote. Los pescadores no quieren embarcar conmigo, y los patrones no quieren que me acerque al puerto.
—Pero eso es absurdo. ¿Quién puede creer esa majadería?
—Eva, sabes que hay muchas supersticiones entre los hombres del mar, y temo que se corra la voz en el pueblo y también la tomen contigo y con Deirdre. Esto es el final. Tenemos que marcharnos antes de que agotemos el poco dinero que nos queda.
—¿Adónde?
—A América. Tenemos aún para los pasajes y algunas libras para sobrevivir unos meses. Eva… lo siento… No hay otra salida… —Movió la cabeza con angustia.
Eva clavó sus ojos en él y halló un hombre hundido. Jamás hasta ese instante había visto aquella mirada en su marido. Decidió entonces que había llegado la hora de partir. No podía someter a su familia a aquella penuria en la que se encontraban; debía demasiado a Kearan y bastante se había sacrificado por ella como para negarle ahora la esperanza de una nueva vida.
—¿Estás seguro, Kearan?
—Lo estoy. Eva, sé lo que sientes pero…
—Nos vamos —le interrumpió con decisión—. Debimos haberlo hecho cuando me lo pediste hace meses. Compra los pasajes.
Aquella tarde alguien llamó con los nudillos en la puerta de la casa de los O’Connor. Eva estaba sola, llevaba dos días empaquetando sus enseres y haciendo las maletas para dejar Irlanda para siempre. Al abrir la puerta topó con una penetrante mirada perteneciente a un hombre vestido con elegancia. Era alto, de piel muy blanca y cabello castaño y abundante.
—¿Eva Beckmann? —preguntó con acento extranjero aquel desconocido.
Beckmann. Eva se estremeció al oír el apellido que utilizó durante el tiempo que vivió en Ámsterdam.
—¿Quién es usted?
—¿No te acuerdas de mí? —preguntó en holandés.
Por más que estudiaba su rostro, no conseguía ubicarlo en su memoria…
—Soy Erich Wieck, el hijo de Otto Wieck, de Ámsterdam; mi padre era muy amigo de tu tío Gabriel…
—Erich Wieck… —repitió Eva, aún conmocionada con aquella visión. Ella sólo le había visto una vez en su viaje de regreso a Holanda en el 46, y advirtió que su rostro había acusado el paso del tiempo más de lo que podría imaginar. Tenía apenas un par de años más que ella, la misma edad que Albert, y sin embargo parecía tan mayor…
El desconocido abrió su elegante abrigo de lana en color oscuro y extrajo de un bolsillo interior un libro encuadernado en piel algo ajado.
—Vengo a devolverte esto.
Eva reconoció en seguida el libro de Homero, la Odisea, que Otto Wieck le entregó antes de la guerra para que algún día se lo devolviera a su hijo.
—Ese libro es tuyo —replicó más relajada e invitándole a entrar en su humilde casa—. Tu padre me lo confió para que te lo devolviera.
—Tienes razón, el libro era para mí, tú me lo guardaste durante la guerra y me lo entregaste hace casi veinte años. Ahora he venido a pedirte que lo guardes tú —dijo alargando su mano.
Eva lo tomó con indecisión y ojeó sus guardas.
—¿Hallaste algo interesante de tu padre en su interior?
—Por supuesto. Y también soy portador de un mensaje de agradecimiento desde la comunidad judía de Ámsterdam. La mayoría de los libros que depositaste en la Sinagoga contenían códigos secretos de cuentas en bancos suizos pertenecientes a familias que jamás regresaron. Con ese dinero se creó una fundación de ayuda para los repatriados por la guerra. Desde entonces contribuye a auxiliar a muchos judíos que quedaron sin hogar y sin familia. Se han construido residencias para ancianos y numerosas viviendas para gente sin recursos, incluso un taller de joyería donde se enseña el oficio.
—¡Eso es estupendo! Al menos sirvió para algo haber guardado aquellos libros.
—Ayudaste a mucha gente, Eva, entre ellos a mí.
Eva se alzó de hombros con modestia
—No hice nada, sólo guardar unos libros y devolverlos cuando tuve ocasión…
—Fue mucho más que eso. Me salvaste la vida, me ofreciste una luz en aquel túnel de oscuridad donde estaba cuando llegaste a mi casa con este libro. Por esa razón estoy aquí ahora, para agradecértelo personalmente. Mi padre presintió lo que se avecinaba y consiguió salvar buena parte de su patrimonio; sobre todo, en dinero y diamantes. Alquiló una caja de seguridad en un banco suizo a mi nombre y los guardó allí. Entre las guardas del libro escondió la llave y las claves para que yo pudiera recuperarlo.
—Tú tuviste más suerte que yo. Mi padre me entregó también un buen puñado de diamantes cuando salí de Alemania, pero al llegar aquí alguien me los robó.
—Sé que estás pasando una mala racha. Perdiste la fábrica de tu padre y he sabido que los barcos de tu marido ardieron en un incendio…
—Bueno, estoy viva. Tengo una familia maravillosa y un hogar; modesto, pero hogar al fin y al cabo. En estos momentos estaba haciendo las maletas para dejar Irlanda.
—Cuando me visitaste en Ámsterdam, yo estaba en la más completa ruina, acababa de salir de la cárcel y el negocio de mi padre había quedado en otras manos.
—Sí, lo recuerdo, me dijiste que ibas a marcharte para siempre…
—Estaba hundido, lo había perdido todo, incluso mi dignidad… Y de repente apareciste tú con este libro, el día anterior a mi proyectada marcha del país, y me pusiste en las manos una fortuna… —Ladeó la cabeza como si aún no creyera lo que estaba contando—. Fuiste providencial en mi vida, Eva.
—Fue el destino, nuestro Dios. Él me llevó aquel día a tu casa.
—Sí, tienes razón. Aquello fue una señal. Con aquel dinero me instalé en Estados Unidos y realicé grandes inversiones que multiplicaron el capital que mi padre me dejó. Pero no he olvidado el pasado… —Bajó los ojos, apesadumbrado—. Llevo todos estos años intentando resarcir todo el daño que hice a mucha gente, y ahora vengo a saldar mis cuentas contigo.
—¿Qué quieres decir?
—Vengo a devolverte lo que te corresponde. Gracias a ti soy un hombre muy rico y me siento en la obligación de compartir mis bienes contigo.
Eva abrió los ojos con incredulidad.
—No me debes nada, Erich…
—Claro que sí. Voy a hacer por ti lo que tú hiciste por mí: ayudarte a salir adelante para que tengas la vida digna que mereces, la que tú me diste cuando más lo necesitaba. También se lo debo a tu tío Gabriel, y a Andrea, y a Albert… Quiero saldar esta deuda con tu familia.
—Pero…
Eva no entendía nada. Su atolondramiento no le dejaba ver con claridad.
—Dentro de las guardas de ese libro hay un cheque. Pero te ruego que no lo abras hasta que yo me haya marchado… —dijo iniciando el camino hacia la puerta.
—Erich, no puedo…, quiero decir…, no debo… No lo merezco… No puedes hacer esto… —Eva trataba inútilmente de devolverle el libro.
—Puedo, y lo estoy haciendo. Toma mi tarjeta. Quiero que estemos en contacto a partir de ahora. Me costó mucho encontrarte, hay muchos O’Connor en Irlanda… —terminó con una sonrisa.
—¿Sabes?, esta misma semana mi familia y yo habíamos decidido marcharnos a América para probar suerte y comenzar una nueva vida.
—Ahora tendrás una nueva vida y podrás vivirla donde quieras —dijo besando su mejilla a modo de despedida.
—Gracias, Erich…
Eva quedó sola con el libro entre sus manos. Examinó las guardas y comprobó que habían sido pegadas recientemente, pero no se atrevió a abrirlas. Lo colocó sobre la chimenea y se dispuso a preparar la cena. Esperó la llegada de Kearan y, cuando al fin estuvieron solos, Eva le contó la desconcertante visita que había tenido por la mañana y los pormenores de la conversación con Erich Wieck.
—¿Has abierto ya el libro?
—No me atreví. Te esperaba para hacerlo…
Kearan tomó un cuchillo afilado y despegó cuidadosamente la hoja unida a la pasta del libro. Apareció ante ellos un documento bancario, y en una esquina un número con siete ceros.
—Aquí pone… ¡diez millones de dólares…! Kearan… ¿tú sabes cuánto dinero es eso en libras irlandesas?
Kearan tenía los ojos fijos en el documento, aún incrédulo, escéptico y confuso.
—No tengo ni la más remota idea…
Aquel 30 de mayo de 1965 quedaría marcado a fuego en la memoria del matrimonio O’Connor. De repente su vida había dado otro inesperado vuelco que ofrecería al fin una estabilidad económica para el resto de sus días.
—Así que Erich Wieck fue el benefactor de Eva. Me mentiste el otro día… —Martin sonrió sin rencor—. ¿Fue ella quien te prohibió hablarme de él?
—No. Lo hice por respeto a su memoria, aunque te confieso que me ha costado mucho mantener este secreto. Te dije que esta historia estaba relacionada con mi ex marido: Tom era el nieto de Erich Wieck. Nos conocíamos desde pequeños, pues Erich visitaba a menudo Irlanda con su familia, y yo también acompañaba a mi abuela cuando viajaba a Nueva York y nos alojábamos en su casa. Cuando acompañé a Eva al funeral de Erich volvimos a encontrarnos. Ya no éramos dos niños que compartían juegos. Algo surgió entre nosotros e iniciamos una relación. Las dos familias acogieron la noticia del noviazgo con placer, haciendo honor a la vieja amistad de los patriarcas. Nos casamos cuatro meses después en una ceremonia de cuento de hadas y nos instalamos en Nueva York, donde él dirigía las empresas familiares. Al principio vivimos un hermoso romance. Después supe que los negocios de Tom tenían grandes problemas. De hecho, iban mal antes de que nos conociéramos. El padre de Tom padecía una grave enfermedad y había delegado la responsabilidad en su hijo. Pero éste no era un buen gestor, estaba obsesionado con su imagen pública y pocos meses después de nuestra boda pidió ayuda a mi padre para que reflotara la compañía. Papá acudió en su ayuda y, cuando conoció el estado de las cuentas, resolvió invertir un buen capital en ella. A cambio, la Irish Star Line sería la máxima accionista de la corporación Wieck y tomaría el mando. Tom tuvo que aceptarlo, aunque a regañadientes. Mi padre advirtió su escasa capacidad como gestor y decidió que no ostentaría un cargo de responsabilidad dentro del nuevo consejo de administración, así que le propuso dirigir una delegación de la compañía en Washington, lejos de la central de Nueva York, y le asignó un buen sueldo. Tom recibió encantado el destino, la lujosa mansión que nos regaló mi familia y el abultado sueldo como director ejecutivo.
—¿Y lo aceptó sin más? —preguntó contrariado Martin.
—Sí. Y ahora viene lo peor: la inclinación de Tom por el lujo comenzó a hacer estragos en nuestro matrimonio, llegando incluso a quebrantar la economía familiar. En repetidas ocasiones tuve que pedir ayuda económica a mi padre, pues el derroche desmedido que él realizaba era inversamente proporcional a la responsabilidad que le habían encomendado en la compañía. Nos mudamos a una casa más grande y suntuosa en el exclusivo barrio de Georgetown, Tom compró varios coches de alta gama, todo a cuenta de la empresa; incluso tuvo el descaro de pedirle a mi padre que nos regalara un velero de cuarenta metros de eslora.
—¿Y tu padre aceptaba todas las peticiones de Tom?
—Mi familia me había educado en la austeridad y la responsabilidad, pero el mundo que me mostró Tom era nuevo para mí. En esos años la relación con mi familia se resintió un poco. Yo estaba cegada con aquella vida de cuento de hadas donde él me había introducido y, cuando mi padre me llamaba al orden, me ponía del lado de mi marido. Creía que al fin había conseguido la vida perfecta: casa perfecta, marido perfecto y vida perfecta. Después, todo empezó a fallar. Lejos de realizar la labor que mi padre le había encomendado en el negocio, Tom hizo del hedonismo nuestro modo de vida. Quería brillar con luz propia. Me regalaba joyas y diseños de alta costura, le gustaba rodearse de gente importante y celebrábamos suntuosas fiestas en casa que eran objeto de comentarios en las revistas de sociedad; organizábamos cruceros con millonarios, políticos, actores. Tom presumía de conocer a influyentes amigos en todo el mundo.
»Sin embargo, aquella imagen de matrimonio feliz comenzó a tener una doble cara, como las estrellas que adornan los árboles de navidad. La cara bonita y brillante de la pareja perfecta tenía un reverso que se fue tornando oscuro y conflictivo. Yo comencé a cansarme de aquella vida disipada; a veces le reprendía por la ligereza con la que gastaba el dinero —un dinero que no era suyo— y por la desfachatez con que justificaba aquel derroche. Pero él recibía aquellos reproches en un silencio impasible, con tal cinismo que a menudo herían mi amor propio. Después empezó a perderse, a realizar viajes sin justificación laboral alguna y a pasar todo el día y parte de la noche fuera de casa. Supe que se citaba con otra mujer, incluso desaparecía algunos fines de semana sin darme una explicación. Quizá era a su nueva prometida a quien veía a mis espaldas… —Amanda se alzó de hombros, resignada—. Después comenzó a realizar operaciones extrañas que perjudicaron considerablemente el negocio y de nuevo pusieron en peligro la liquidez de la compañía.
»Yo ya no era feliz a su lado y me di cuenta, aunque tarde, de que sólo fui un complemento más para él, una parte del atrezo: chica joven, preparada y procedente de una de las familias más ricas de Irlanda, propietaria de una importante naviera que pagaba todos aquellos caprichos. Empezamos a ser dos extraños que apenas se dirigían la palabra, aunque manteníamos la compostura y aparentábamos ser un matrimonio feliz ante nuestros amigos y familiares. Cansada de sus excesos, caí en la cuenta de mi error, y concluí, después de dos años de vida en común, que nada me unía ya a él. Aquel matrimonio fue una trampa, y los últimos desplantes de Tom me humillaban continuamente. Había sido una estúpida por haber estado tan ciega y no percatarme antes de que él nunca me quiso, de que las verdaderas razones para hacerme su esposa… bueno, más bien para convertirse él en mi marido, fueron simple y llanamente por dinero.
»Nuestro final vino marcado por el último viaje que realizamos a Irlanda a bordo de nuestro velero en compañía de unos invitados. Nos alojamos en el palacio, y fue entonces, durante la cena, cuando Eva hizo alusión a la vieja amistad que le unió durante décadas al abuelo de Tom, Erich Wieck, a su común amistad con Albert van der Waals, su primer amor, y a los acontecimientos que ocurrieron durante la guerra. Tom y yo conocimos después, a solas, que el origen de la fortuna de mi familia provenía de una donación de Erich Wieck cuarenta años atrás. Eva nos habló de su encuentro en Ámsterdam después de la guerra, de la entrega del libro y de su posterior devolución con el cheque casi veinte años después, pero no nos contó la confesión que le hizo Erich Wieck sobre su estancia en el campo de concentración y lo que había hecho para salvar su vida. Sin embargo, la revelación de aquel detalle por parte de Eva supuso una conmoción en el seno de nuestro matrimonio, sobre todo para Tom. Yo no entendía por qué era tan importante para él aquel suceso. Pertenecía al pasado, y existió siempre una excelente relación entre las dos familias, gracias a la cual nos habíamos conocido. Sin embargo sí lo fue para Tom, que a partir de ese día actuó con una cobardía digna de un soldado desertor.
»Cuando regresamos a Washington tras aquel crucero, nuestra relación empeoró aún más. La compañía de los Wieck llevaba años con problemas y Tom consideró que su abuelo la había perjudicado al hacer aquella donación a Eva, de manera que se arrogó el derecho de exigir ahora la devolución, alegando que los Coleman habían recibido aquel dinero en un momento económicamente delicado, parecido al que estaba pasando ahora su familia. Aquello fue la gota que colmó el vaso. El montante de nuestras deudas había crecido de manera irracional y mi padre decidió cerrarnos el grifo de la financiación, resuelto a acabar con aquella insostenible situación. Todo había terminado también por mi parte y solicité el divorcio. Necesitaba recuperar mi vida y mi independencia, y para ello tenía que deshacerme de aquella carga en la que se había convertido mi caprichoso marido.
Durante unos instantes, Amanda guardó silencio.
—Decirle al hombre con el que estaba casada que se marchara de mi casa y de mi vida podría parecer duro. Pero él era un ser mezquino y miserable, por eso no experimenté remordimiento al humillarle. Al contrario, me sentí bien. Aliviada. Satisfecha. Por una vez había sido yo quien tomaba la iniciativa después de aquellos últimos meses de discusiones, escenas de reproches e insultos. Creí que le había vencido y me preparé para un nuevo combate, pero me equivoqué de nuevo, y Tom volvió a sorprenderme poniendo precio al divorcio, el mismo que Erich donó a Eva: diez millones de dólares, y por los intereses de devolución, la mansión de Georgetown, los coches y el barco, todos pagados por mi familia. No le dio vergüenza, al contrario: se creía con ese derecho después de conocer el origen del patrimonio de Eva. Entonces amenazó con hacer pública aquella donación y ofrecer una versión que podría perjudicar la imagen de nuestra compañía a través de mi abuela.
—¿No le hablaste de lo que hizo Erich Wieck a la familia de Albert y a muchas otras, de su comportamiento en el campo de concentración? —Martin escuchaba perplejo aquel relato.
—No. Mi padre aceptó su demanda sin regatear ni un penique, pero no en efectivo, como él exigió, sino convertido en acciones de la corporación Wieck que previamente había comprado cuando me casé con Tom. Le devolvió una empresa saneada y bien gestionada, aunque sé que desde que él volvió a tomar el control han bajado de valor. Después regresé a Irlanda, derrotada, pero libre al fin de aquel miserable.
—Es paradójico que tu padre no utilizara la información de Erich Wieck como arma arrojadiza contra él, para plantarle cara y rechazar las pretensiones económicas que al final consiguió…
—Hace poco, cuando Eva consideró que me había recuperado de esta dura experiencia, me entregó su diario y conocí la historia completa. Yo pensé lo mismo que tú y les pedí una aclaración. Entonces Eva me confesó que prefirió pagar aquel rescate porque quiso respetar la memoria de Erich. Aquello quedó entre ellos para siempre. Me dijo que a veces los pecados de los padres los heredan los hijos, pero los pecados de los nietos no tenían que pagarlo los abuelos. No en este caso, pues Erich Wieck expió los suyos en vida y se esforzó por remediar el mal que había infligido a sus semejantes. Él empleó parte de su fortuna en ayudar a muchos judíos en Holanda después de la guerra. Incluso creó una fundación en Israel para ayudar a los supervivientes del Holocausto. Eva le perdonó y guardó su secreto, por eso yo no puedo ahora remover esa parte del pasado. Yo también tengo que perdonar, a pesar de lo mucho que me cuesta…
—Los Coleman habéis sido demasiado generosos con ese miserable.
—Ahora él está en su mejor momento, a punto de conseguir su ansiado escaño en el Senado y una imagen prefabricada del prototipo de político ejemplar norteamericano: joven, atractivo y con una prometida rica y bonita, a quien probablemente habrá utilizado para sufragar la campaña electoral.
—Si ese tipo es como dices, seguro que debe de tener muchos cadáveres en el armario.
—¿Qué quieres decir?
—Que él mismo, con sus actuaciones, se pondrá la soga al cuello. Es cuestión de tiempo. No creo que llegue muy lejos. —Se levantó y le ofreció la mano—. Y ahora vamos a olvidarnos de ese imbécil. Te invito a comer. He comprado unos canelones precocinados excelentes, ¿te apetecen?
—De acuerdo. —Ella asintió con una sonrisa.