22
Amanda llegó pasadas las ocho de la tarde a la cabaña tras haber recibido una llamada de Martin invitándola a cenar.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Martin mientras la ayudaba a deshacerse del impermeable.
—Bien. Tiene una contractura en el cuello, pero con unos días de reposo irá remitiendo. He estado hablando esta tarde con él. Ha sufrido un shock cuando le he dado la noticia de la muerte de Aidan Osborn. Pero aún más cuando le he contado todo lo que hemos averiguado sobre Quinn. Él no tiene ni idea de quién podría estar relacionado con este misterio y no cree que sea Müller…
—Sí. De eso cada vez estoy más convencido. Müller está muerto. Hay todavía muchos puntos oscuros.
—¿Has cambiado de opinión? Esta pasada madrugada le señalabas como el principal sospechoso.
—Ahora tengo nuevos datos. Pero tengo que confirmarlos.
—¿Con mi abuela?
—No. Por cierto, hay novedades: el destinatario del fax que el investigador norteamericano envió una semana antes de morir era la industria EAN Technologies.
—¡Me lo temía! —exclamó Amanda como si la hubieran golpeado—. Presentía que el presidente de esa compañía, Arnold Martelli, debía de estar implicado en esto.
—Amanda, esto es más serio de lo que habíamos pensado.
—Lo sé, Martin. Cada vez estoy más confundida. Yo sólo quería que escribieras la vida de Eva, pero parece que hay personajes que han resucitado y están participando activamente en ella.
—Sí. Creo que el final de esta historia está aún sin resolver. Háblame de Kearan. ¿Cómo murió?
—Se cayó por las escaleras del palacio y se rompió el cuello. Fue antes de que yo naciera. Sé que fue un buen hombre. Le fui conociendo a través del diario de Eva y de las anécdotas que ella aún me cuenta. Eva me confesó una vez que, aunque no sintió hacia él la pasión de juventud que le inspiró Albert, fue muy feliz a su lado. Kearan la protegió y se consagró a ella a lo largo de toda su vida en común.
—Hasta el mismo día de su muerte… —murmuró Martin.
—Sí, hasta que la muerte los separó… —Amanda guardó silencio, pensativa.
—¿Y de tu madre, qué sabes?
—Ya te dije que apenas me han contado nada de ella, excepto lo que Eva escribió en su diario…
—¿Qué día naciste?
—El 4 de mayo de 1971.
—Entonces, Kearan Coleman había muerto ya, ¿no?
—Sí, murió casi un año antes.
—Exactamente, nueve meses antes —murmuró Martin.
—¿Por qué me haces estas preguntas? ¿Qué estás tramando?
—Solo divagaba. —Sonrió—. Te dije que quería contrastar la historia que me has contado. Estuve esta mañana en el cementerio y he tomado nota de las fechas de fallecimiento de todos los Coleman para ponerlas correctamente en la novela. Eso es todo.
Después de la cena, Martin preparó unos vasos con whisky e invitó a Amanda a sentarse en su lugar preferido, sobre la alfombra, frente a la chimenea.
—¿Y tú, cómo estás? —dijo Martin tratando de desviar la conversación.
—Bien. Aunque algo inquieta con estos acontecimientos.
—Me refiero a tu situación emocional.
—Estoy bien. Lo de ayer sólo fue una pataleta con Tom. La última, te lo aseguro. He decidido que no vale la pena seguir guardando rencor. Él ya sólo me inspira indiferencia y no pienso dedicarle ni un minuto más de mis pensamientos.
—Me alegra escuchar eso. —Martin acarició su mejilla con el dorso de la mano—. Cuando hayas superado este bache, me gustaría… —De repente quedó en silencio.
—Martin… yo… No sé cómo ha ocurrido, ni cuándo me di cuenta…
—¿De qué?
—Cuando ayer supe lo del compromiso de Tom sentí mucha rabia, ya lo sabes. Pero después medité, y al fin he aceptado que me importa un bledo lo que haga él con su vida. Yo tengo la mía propia y no pienso perder ni un minuto más lamentándome del error que cometí. Es hora de olvidar el pasado y vivir el presente. Y en él ahora estás tú —dijo dedicándole una dulce sonrisa.
—Amanda, no quiero que te sientas presionada… —decía retirando un mechón de la melena pelirroja.
—No lo estoy. No sé cómo ha sucedido, pero he de confesarte que me siento muy bien cuando estoy contigo. Durante estas semanas no era el diario de Eva lo que me traía hacia esta cabaña, sino tu compañía.
—Me gustaría devolverte la ilusión que te han robado.
—Ya lo has hecho. —Amanda sonrió.
Martin acarició su mejilla con los dedos con ternura, un tímido inicio que aspiraba a convertirse en una declaración de los sentimientos que bullían en su interior desde aquel primer y confuso encuentro junto al faro.
—No voy a defraudarte, te lo aseguro.
—Lo sé. Confío en ti. —Se miraron fijamente durante unos instantes. Amanda se acercó y besó a Martin en los labios con timidez. Después se separó despacio de él—. Tengo que marcharme.
—De acuerdo.
Deseaba que ella se quedara con él toda la noche, o quizá toda la vida. Pero sabía que tenía que ir paso a paso. Salieron a la oscuridad de la noche y caminaron, abrazados, hacia el palacio. Al llegar a la verja de acceso, Amanda se acercó a Martin y volvió a besarle en los labios. Martin la rodeó con sus brazos y el beso se hizo más profundo y sensual, libre ya de temores y vacilaciones.
—¿Vendrás mañana a verme? —suplicó Martin al sentir que Amanda aflojaba su abrazo.
—Sí. A las siete.
Al día siguiente, Martin se dirigió al pueblo para visitar a la familia Taylor. Vivían en una bonita casa pintada en color terracota y techos de pizarra rodeada por una valla de piedra natural que protegía un precioso jardín. La mujer que abrió su puerta tenía unos sesenta años, de piel blanca y mejillas rosadas. Recogía su pelo oscuro plagado de reflejos blancos en una trenza corta que reposaba sobre sus hombros.
—¿La señora Mary Taylor? —preguntó Martin con amabilidad—. Mi nombre es Martin Conrad, hablamos hace un rato sobre mi deseo de conocer al doctor Morrison…
—¡Ah, sí! El escritor… —dijo ofreciendo su mano para saludarle con efusividad—. Pase, mi padre está en el jardín trasero. —Le indicó delante de él, conduciéndole hasta allí—. Aunque no se haga ilusiones sobre sus recuerdos. Cada vez tiene menos momentos de lucidez…
El jardín posterior a la casa estaba protegido por una pérgola de madera que sostenía un material traslúcido para atrapar los deliciosos momentos de sol que solían tener en el verano. En una esquina, junto a un gran seto de hortensias, Martin divisó la frágil silueta de un anciano sentado en una silla de ruedas. Su rostro surcado por marcadas grietas debido a su extrema delgadez y unas pobladas y blancas cejas contrastaban con la superficie lisa y brillante del cráneo, sólo acompañado por una línea de cabello canoso sobre la parte superior de las orejas. Su mirada estaba perdida, quizá en los recuerdos de su niñez, los únicos que ahora le regresaban nítidos como si los hubiera vivido aquel mismo día. Su mano, apoyada sobre el brazo de la silla de ruedas, apenas pudo sostener su propio peso para devolver el saludo que Martin le estaba ofreciendo.
—Padre, este señor es Martin Conrad. Es escritor y está viviendo en el pueblo. —La mirada del anciano se volvió hacia Martin y le estudió con curiosidad—. Vive en la cabaña del lago, donde vivieron los Coleman, y quiere conocer su historia. —Mary le ofreció un asiento frente a él—. Bueno, les dejo solos, voy a preparar una limonada.
—Hola, doctor Morrison —se aventuró Martin con inseguridad—. Verá, estoy escribiendo una novela sobre algunos habitantes de este pueblo y he sabido que la cabaña donde me alojo perteneció a una familia poderosa, los Osborn, y allí vivieron los Coleman, que ahora son los propietarios de ésta y del palacio del acantilado. Tengo entendido que usted conoció a ambas familias, a Seamus Osborn y a Kearan Coleman…
—Nathaniel Coleman… —repitió el anciano con la mirada perdida—. Un buen hombre, el mejor marinero que ha tenido este pueblo… El pobre murió en un naufragio, pero salvó la vida de su hijo Kearan… Yo era un chaval cuando ocurrió aquella tragedia. Pobre Nora… fue un golpe muy duro. Y después Kearan sufrió otro con la muerte de su esposa, Joan. Yo la asistí en el parto… Una pena… ¿Sabe que yo estuve enamorado de Joan…? Sí. Era una chica linda y risueña… pero prefirió a Kearan… —Se alzó de hombros y su mirada se perdió durante unos largos minutos.
—¿Recuerda a la mujer que Kearan encontró en el mar, en el año 41, durante la guerra…? —probó de nuevo Martin.
—Pobre Kearan… —Suspiró tras otro largo silencio—. Yo traje al mundo a su pequeña Deirdre… Era igual que su madre. Nació con una mata de pelo rojo… —Sonrió como si en aquel momento estuviera asistiendo al parto—. Nora era todavía joven cuando quedó viuda y sé que tuvo algún que otro pretendiente. Pero no volvió a casarse.
—¿Y la mujer que llegó del mar?
—¿Una mujer? —Le miró intentando recordar—. No, sólo hombres… Las corrientes los traían hacia nuestras playas. Marineros procedentes de algún naufragio…
—A veces aparecen cuerpos que no han caído al mar… Hace unos treinta años apareció uno por los alrededores de la playa cercana al faro. Se había caído desde lo alto del acantilado… —probó ahora el escritor.
El hombre le dirigió una vaga mirada. De nuevo, un largo silencio.
—Pobre Kearan… —dijo al fin—. Qué muerte tan absurda… Y después su hija… ¡Qué locura! No debió hacer aquello… pobre niña…
—¿Deirdre? ¿Qué le ocurrió? ¿Qué hizo? —Martin se irguió en la silla, vivamente interesado.
En aquel momento Mary Taylor llegó portando una bandeja con la limonada.
—¿Ha conseguido hacerle recordar algo? —preguntó mientras depositaba la jarra sobre la mesa.
—Me estaba contando lo que le ocurrió a Deirdre Coleman… —Martin resolvió que Mary podría colaborar con su padre para aclarar aquella parte de la historia de la familia Coleman.
—¡Ah, Deirdre! Yo no conocía a Kearan Coleman, su padre; sin embargo, para la gente de más edad del pueblo fue una sorpresa. Le recordaban muy bien. Era un humilde pescador cuando dejó Redmondtown, pero regresó hecho un potentado… Aunque debo reconocer que para mí lo más sorprendente fue el regreso de William Osborn junto a los Coleman. Él y yo somos casi de la misma edad y de niños jugamos juntos más de un verano. Cuando murió Seamus Osborn oímos que Barbara le había echado del palacio. Era un mal bicho aquella mujer… —dijo moviendo la cabeza—. Unos dijeron que William se había ido a Estados Unidos, pero cuando me enteré de que había vuelto un año más tarde como dueño y señor del palacio y dirigiendo la naviera que era dueña de casi todos los barcos del pueblo, me quedé de piedra. También me alegré por él. Es una buena persona.
—¿Conoció también a su mujer, Deirdre Coleman?
—Bueno, no la traté directamente, pero la conocía de vista. Ya sabe, vivimos en un pueblo pequeño y todo el mundo sabe quién es quién… Lo que me pareció extraño fue que William adoptara el apellido de su mujer, incluso empezó a utilizar su segundo nombre, Nicholas. Aunque puedo entenderlo. Después de las faenas que le hicieron Barbara y Aidan Osborn, no le quedarían ganas de conservar aquel apellido.
—Deirdre… Pobre niña… —murmuró el anciano moviendo la cabeza consternado—. Yo tampoco pude hacer nada para ayudarla.
—¿Qué le ocurrió…? —Martin volvió a la carga tratando de hacerle hablar.
—Joan era tan bella… Yo estuve enamorado de ella… pero prefirió a Kearan…
Mary sonrió y miró a Martin elevando los hombros a modo de disculpa.
—Deirdre era igual que su hija Amanda —prosiguió Mary—. Pelirroja, con la cara llena de pecas… Una joven encantadora. Pero cuando se casó con William dejamos de verla por el pueblo.
—¿Por qué?
—No sé, dicen que quedó muy afectada por la muerte de su padre.
—Se casó después de morir Kearan… —afirmó Martin esperando su confirmación.
—Sí, a las pocas semanas. Fue una boda íntima, no hubo celebraciones porque estaban de luto —explicó entonces la hija del doctor Morrison—. Después nació Amanda, y un tiempo más tarde supe por mi padre que Deirdre había muerto. El pobre William quedó solo, con la viuda de Kearan y la pequeña Amanda recién nacida.
—¿De qué murió Deirdre? —insistía Martin.
—Creo que tuvo complicaciones después del parto. ¿No es así, padre?
—Yo se lo prometí a Eva… —murmuró el anciano negando con la cabeza con tozudez.
—¿Qué quiere decir, padre…? ¿Qué le prometió? —Mary le miró con curiosidad.
—William la quería tanto… Estaba destrozado, lloraba como un niño aquella mañana…
—¿Qué le ocurrió a Deirdre? ¿Cuál fue la causa de su muerte? —intentó de nuevo Martin.
—Pobre Joan… Era tan joven, tan bonita… —murmuró el anciano tras una larga pausa—. Madre e hija tuvieron una vida demasiado corta…
—¿Conoce a Eva Coleman? —Martin se dirigió a Mary al advertir la dificultad de conseguir una información clara del doctor.
—Hace tiempo que no la veo. Debe de estar muy mayor. Mi padre me contó hace décadas que ella llegó a este pueblo tras un naufragio durante la Segunda Guerra Mundial. Después desapareció junto a la familia Coleman y regresó con ellos treinta años después al palacio del acantilado. Los Coleman son una familia muy querida aquí, han creado muchos puestos de trabajo y contribuido al desarrollo del pueblo. Hace poco he oído que van a construir un nuevo dique para ampliar el puerto. Son buenas personas.
—Ella estuvo en el mar durante varios días… —intervino el anciano—. Kearan me la trajo a la consulta… Estaba inconsciente, pero aún vivía… Seamus me dijo que la dejara morir, pero yo me negué y le dije a Kearan que la cuidara y se la llevara de aquí…
—¿Por qué le dijo eso Osborn? —preguntó Martin.
—Estaba viva… No podía dejarla morir… Seamus me amenazó, pero yo le mandé al diablo —concluyó con un gesto de desprecio.
—Usted ha tenido que ver más de un náufrago que ha llegado a estas costas… —Martin insistía intentando atraerle a la realidad y removiendo sus recuerdos.
—Sí… —afirmó el anciano inmóvil—. Todos muertos, menos la joven rubia…
—También ha habido algunos que se han caído por los acantilados…
—¡Huy! ¡No sabe cuántos…! Pero no crea que todos son accidentes… —terció veloz Mary—. Los hay que deciden suicidarse lanzándose desde lo alto. El último que hizo eso fue el del hijo de los Flanagan hace más de un año. El pobre… —Movió la cabeza con pesar—. Sólo tenía cuarenta años. Su mujer le había dejado y él no pudo superarlo…
—También ha habido crímenes… —El anciano habló con la mirada extraviada.
—¿Crímenes, padre? —Mary arqueó las cejas con condescendencia.
—Sí… El hombre del faro… Le lanzaron desde arriba…
—¿Qué hombre, padre?
—El del tatuaje…
Mary le miraba con incredulidad y pidió a Martin con la mirada su comprensión. Pero él se inclinó hacia el doctor vivamente interesado.
—¿Cómo sabe que le lanzaron? —preguntó, aparentando seguirle la corriente.
—Ya estaba muerto. Le habían apuñalado muchas veces…, catorce exactamente…
—Padre, no digas esas cosas… En este pueblo no hay asesinos.
—Ese hombre no era de por aquí…
—¿Cuánto tiempo hace de eso, doctor?
—Fue en el verano de 1970. Cuando hablé con el jefe de la policía para explicarle lo que había descubierto me dijo que no lo escribiera en la autopsia.
—¿Por qué?
—No quería líos… —Se alzó de hombros—. Dijo que quizá quien lo hizo tampoco era de aquí. A Richard O’Malley no le gustaba meterse en honduras.
—Porque eso habría significado abrir una investigación criminal… —dijo Martin.
El anciano afirmó moviendo la cabeza.
—¿Y qué pasó con ese hombre? —Ahora era su propia hija quien se mostraba interesada al advertir que su padre parecía haber regresado a la realidad durante aquella conversación—. ¿No dio el difunto O’Malley parte de su muerte a las autoridades?
—Claro. Le mantuvieron en la morgue durante un tiempo, pero nadie le reclamó y le enterraron en una tumba sin nombre junto a los náufragos.
—Y volviendo a los Coleman —Martin pensó que debía aprovechar aquel momento de lucidez del anciano—, Kearan murió también ese verano…
—El mismo día. Tuve que certificar la muerte de mi gran amigo y examinar aquel cadáver. Fue una triste casualidad… Eva Coleman estaba desolada. Y poco después empezó Deirdre con su problema…
—¿Qué problema…?
—Era igual que su madre… Yo la traje al mundo en la cabaña del lago…
—¿Qué le pasó a Deirdre…? —Martin volvió a la carga.
—Padre, ¿qué problema tenía Deirdre…? —Ahora fue su hija quien expresó interés.
—Era igual que su madre. Nació con una mata de pelo rojo… Pobre Joan; era tan joven…
Mary miró a Martin. Habían vuelto a perderle.
—Quizá se estaba refiriendo a la depresión que sufrió tras la muerte de su padre. Ya le dije antes que no volvimos a verla desde entonces.
Martin se despidió de ellos agradeciendo su amable colaboración. Ahora tenía la confirmación de que había algo más en aquella historia: un hombre asesinado a puñaladas y lanzado desde lo alto de los acantilados cercanos al faro, situado a mitad de camino entre la cabaña del lago y el palacio; una muerte inesperada y también accidental, la de Kearan Coleman, y otra víctima colateral: Deirdre Coleman. ¿Qué le pasó a aquella joven? Quizá presenció la muerte de su padre aquel día… y puede que algo más, algo que le afectó tanto que la hizo recluirse en casa. Después murió de forma inesperada. Martin sospechaba que Amanda no conocía esta parte de la historia. Su familia era reacia a hablarle de ella. Quizá tenían serias y poderosas razones para callar.
De regreso, Martin atravesó el pueblo y las calles más concurridas por los turistas. Al llegar al paseo marítimo reconoció una silueta familiar: era el anciano con el que coincidió en el cementerio. Estaba sentado en un banco de forja, frente al mar, absorto y con la mirada fija en el horizonte. Martin se acercó despacio y tomó asiento a su lado realizando un leve saludo. Llevaba un periódico en la mano y abrió sus páginas para disimular. Habían transcurrido varios minutos cuando el anciano le dirigió una mirada a su compañero de asiento.
—Parece que vamos a tener una tarde más apacible… —murmuró.
Martin levantó la vista de las hojas y miró al cielo. Después respondió:
—La borrasca se va a alejar durante unos días, según he oído en el parte meteorológico. Creo que nos conocemos —dijo mirándole ahora—. Mi nombre es Martin Conrad y soy escritor. Nos vimos el otro día en el cementerio
—El mío es Lewis Smith —dijo tendiéndole la mano.
—¿Está de paso?
—Sí. Bueno… He llegado hace unos días y pensaba quedarme para siempre.
—¿Tiene familia aquí?
—No. Estoy solo. No tengo a nadie.
—¿Es usted estadounidense? Lo digo por su acento. Seguro que tiene algún antepasado irlandés que emigró a Estados Unidos…
—No. Se equivoca. Yo soy quien emigró. Nací en Europa, en el continente.
—El otro día me dijo en el cementerio que conocía a Barbara Osborn —indagó con cautela Martin—. ¿Era familiar suyo?
—Barbara Osborn… —repitió el hombre emitiendo un hondo suspiro—. ¿Sabe?, cuando uno llega a una edad como la mía, se da cuenta de todos los errores que ha cometido a lo largo de su vida. Vives con un recuerdo, y después, de repente, todo se desmorona.
De nuevo regresó el silencio.
—¿A qué se dedicaba en Estados Unidos?
—Y aún me dedico, joven. A pesar de mi edad, estoy en activo. Pensaba dejarlo todo e instalarme aquí, pero ahora ya no estoy tan seguro. Soy el presidente honorario y fundador de una multinacional dedicada a la fabricación de componentes electrónicos: EAN Technologies. Aunque he dejado el mando a personas más jóvenes y activas. Ahora sólo empleo mi tiempo en una fundación que creé hace muchos años que se dedica a prestar ayuda a los desplazados por las guerras en todo el mundo.
Martin sufrió un cortocircuito al oír aquel nombre.
—¿EAN Technologies? ¿No es la compañía que quiso comprar el palacio de los Coleman, quiero decir, de la compañía naviera?
—Exacto. El presidente ejecutivo, Arnold Martelli, estuvo aquí por orden mía para negociar la compra, pero los propietarios no estaban interesados en vender.
—Arnold Martelli… —repitió Martin.
—¿Le conoce usted?
—No, pero he oído hablar de él. ¿Por qué quiere comprar ese palacio, señor Smith?
—Hijo, es… una larga historia… —Emitió otro hondo suspiro—. Aunque ya nada tiene importancia. Tengo una gran sensación de fracaso…
—Bueno, puede comprar otra casa en el pueblo. No tan elegante como el palacio, pero las hay muy confortables.
—No es a ese fracaso a lo que me refería. En el final de mis días he venido a zozobrar en las mismas costas donde naufragó Barbara. Mi vida ha girado en torno a una obsesión, pero de repente todo se me ha derrumbado. Hubiera preferido no haber venido nunca a Irlanda.
—No le entiendo, Lewis.
—No tiene importancia… —dijo levantándose lentamente—. Bueno, quizá no volvamos a vernos. Pronto regresaré a Nueva York. Ha sido un placer, Martin —dijo ofreciéndole su mano.
Martin quedó desconcertado con aquel encuentro. Aquel hombre era el presidente de la empresa a quien el detective recientemente fallecido había enviado los certificados de defunción de los Osborn. Y hablaba de Barbara como si la hubiera conocido. Martin elucubraba de camino a la cabaña sobre cuál sería la decepción que había sufrido Smith. Pensaba en Quinn, y en Martelli, y en los cuadros de Eva que había en el palacio.