19

Mientras Martin preparaba la comida, Amanda se dirigió a la mesa donde tenía el portátil y abrió una carpeta llena de documentos.

—¿Es ésta la carpeta que Quinn tenía en su poder, la que te llevaste de la habitación del hotel antes de que la policía llegase?

—Sí —respondió Martin desde la cocina, dándole la espalda—. Aún no me he parado a estudiarla a fondo.

Amanda se dirigió a la mesa baja situada frente a la chimenea y comenzó a colocar sobre ella los documentos que había en el interior, entre ellos facturas de hoteles y restaurantes que abarcaban casi tres meses de estancia en Irlanda en diferentes lugares de la costa. La ordenó en orden cronológico para rastrear su recorrido y comentó algunos detalles interesantes:

—Quinn llevaba sólo dos días en Redmondtown cuando te invitó por primera vez a una pinta en el pub de Gallagher, lo indica en el ticket de pago.

—¿Ha puesto mi nombre? —preguntaba Martin mientras maniobraba en la cocina.

—Sí, en una esquina. Pasó dos semanas de estancia en el pueblo y partió hacia Dublín; cuatro días después, Aidan Osborn murió.

—Después de haberte visitado en el palacio y tomado fotos de Eva y su madre…

—Sí. Y aquí veo lo que me comentaste: Quinn estaba en Dublín cuando murió Aidan. Dejó su hotel aquel mismo día y alquiló un coche para regresar a Redmondtown, donde se instaló de nuevo en un hotel cercano al puerto.

—Esa parte la he analizado bien.

—Al día siguiente de regresar de Dublín consiguió los certificados de defunción del matrimonio Osborn. Después recorrió el condado de Cork durante una semana, a juzgar por las facturas de hoteles y restaurantes. Y esto… —decía mientras removía y estudiaba los documentos—. Esto es un justificante de envío de un fax —musitó Amanda, tomando entre sus manos una nota impresa—. Está grapado a los certificados de defunción de los Osborn: Seamus, Barbara y Aidan. Se han enviado tres hojas. Hay un número de teléfono. El prefijo es de Estados Unidos. Lo conozco porque recibo a menudo llamadas desde allí.

Amanda y Martin se miraron como si los dos estuvieran pensando hacer lo mismo. Pero Amanda fue más rápida sacando el móvil de su bolso. Marcó y puso el altavoz y esperaron impacientes una respuesta. Tras unos segundos, el agudo sonido de la transferencia del fax les devolvió a la realidad, robándoles la escasa esperanza de localizar aquel misterioso número.

—Deja ese trabajo para mí, pronto sabré a quién pertenece —pidió Martin.

—Olvidaba que eres periodista.

—¿Qué fecha tiene el resguardo?

—El 15 de mayo. Aquí hay otros dos certificados, esta vez de nacimiento. Uno es de William Osborn y el otro es de Aidan Osborn, donde se detalla el nombre de su padre: Derry Osborn. Es… muy curioso… En la casilla del nombre de la madre pone «Desconocida».

Amanda los estudió, inclinándose sobre la mesa y comparándolos con los otros certificados de defunción y la hoja del resguardo de envío por fax. Comenzó a examinar concienzudamente los seis documentos a la vez durante unos minutos. De repente alzó la cabeza y miró a Martin con los ojos muy abiertos.

—¡Las fechas! —exclamó excitada.

—¿A qué te refieres?

—Estoy comparando los encabezamientos —decía mientras agrupaba en orden los certificados de defunción y el reporte de fax—. Quinn envió por fax los tres certificados de defunción el día 15 de mayo. Sin embargo, consiguió los certificados de nacimiento de Aidan y William Osborn el 1 junio. Pocos días más tarde tú sufriste un asalto de la cabaña y después su cadáver apareció en la playa cercana al pueblo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que Quinn averiguó que William Osborn era hijo de Barbara y Seamus después de que Aidan muriese. Quizá creyó en un principio que era el hijo de los Osborn, porque yo le dije que era el único descendiente que quedaba vivo de esa familia.

—Y poco después Aidan aparece muerto. ¿Tienen justificante de envío por fax los dos últimos certificados de nacimiento?

—No, parece que éstos no han sido enviados.

—¿Y? —Martin la miró pidiéndole una aclaración.

Amanda también hizo el mismo gesto indicándole que tampoco sabía lo que aquello significaba.

—Quizá la persona que recibió los certificados de defunción no ha recibido aún estos últimos de los nacimientos de William y Aidan…

—¿Y si todo esto es fruto de una casualidad? —replicó Martin con escepticismo—. Puede que Aidan tuviera una repentina bajada de glucosa y que Quinn bebiera más de la cuenta y cayera al mar.

—Quinn era un detective privado, estaba buscando el rastro de Eva y conocía parte de su historia. Te robó el portátil y envió a alguien por fax estos certificados —afirmó rotunda Amanda señalando a los folios.

—Pero al principio no tenía demasiada información sobre ella, a juzgar por el rumbo que tomó al iniciar su investigación creyendo que Eva era la esposa de Osborn.

—Tenemos que averiguar a quién envió estos documentos. Tengo una corazonada y me gustaría equivocarme…

—¿Relacionada con la oferta de compra del palacio?

Amanda hizo un gesto afirmativo.

Un zumbido perteneciente a un teléfono móvil alertó a Amanda, que en aquel momento ayudaba a Martin en la cocina después de la comida. Se dirigió a la mesa situada en el muro junto a la ventana y al inclinarse hacia ella… ¿Le pareció ver una sombra que se movía con agilidad en el exterior…? El teléfono seguía sonando y al fin lo localizó en uno de los numerosos compartimentos del bolso. Lo tomó entre las manos y observó que se trataba de un número desconocido para ella.

—¿Diga?

—…

—Sí, soy yo… ¿Qué ha ocurrido…?

Martin percibió que su voz había cambiado y se levantó para unirse a ella.

—¡Voy enseguida! —concluyó con gesto nervioso.

—¿Qué pasa?

—Es mi padre… Ha tenido un accidente… Está ingresado en un hospital de Cork. ¡Tengo que ir para allá ahora mismo!

—¿Es grave?

—No lo sé; no me han dado demasiadas explicaciones…

—Vamos, te acompaño —dijo Martin.

Cuando ya estaban en la puerta, el escritor se detuvo y se volvió hacia la mesa, cogió el ordenador y lo guardó en su funda junto a la carpeta de documentos de Quinn. Después se dirigieron al palacio y tomaron el coche de Amanda.

Eran las ocho de la tarde cuando llegaron al Cork University Hospital y, tras una impaciente espera, al fin pudieron entrevistarse con el médico de urgencias que había atendido a Nicholas. Éste les tranquilizó, indicándoles que sólo habían sido contusiones y una leve contractura en el cuello debido al tirón del cuerpo hacia delante, frenado por el cinturón de seguridad. Aquella noche la pasaría ingresado en observación y esperaban darle el alta al día siguiente.

—¡Menos mal! —exclamó Amanda abrazándose a Martin—. ¿Podemos verle?

—Por supuesto.

Nicholas presentaba un aparatoso vendaje en la frente y un collarín. Estaba tumbado en la cama y parecía dormir. Amanda entró sola y se acercó con sigilo. Nicholas movió la cabeza al advertir su presencia y sonrió.

—Hola… —musitó sin fuerzas.

—¿Cómo estás? —susurró Amanda.

—Como si me hubieran dado una buena paliza…

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé; regresaba de Cobh y al salir de una curva un coche me adelantó, pero inició la maniobra de regreso al carril demasiado pronto y tuve que frenar bruscamente y girar el volante hacia fuera para no chocar con él; después me di contra una roca. Menos mal, porque si no hubiera estado allí, habría caído por el acantilado. Me faltó muy poco…

—¿Y el coche que te embistió? ¿Se detuvo a socorrerte?

—No, creo que ni siquiera se dio cuenta de lo que había ocurrido, iba a demasiada velocidad.

—Ahora descansa. Me quedaré esta noche.

—No, vete a casa. Yo estaré bien…

—No insistas. He venido con Martin y me quedaré aquí. Mañana necesitarás ayuda para volver a casa.

—De acuerdo —aceptó con una sonrisa paternal—. Eres una cabezota.

—Intenta dormir —dijo besando su frente.

La sala de espera era amplia y estaba amueblada con sillones confortables y máquinas expendedoras de alimentos y bebidas. Amanda se dirigió a una de ellas y extrajo un par de cafés. Después se dirigió a Martin y se acomodó a su lado, ofreciéndole uno.

—¿Te ha explicado cómo ha ocurrido?

—Sí, y es realmente inquietante… —respondió dirigiendo la mirada al suelo.

—¿Qué quieres decir?

—Un coche adelantó al suyo e hizo una maniobra extraña; le obligó a salir de la calzada y estuvo a punto de caer por un acantilado.

—¿Crees que pudo ser provocado? —La miró preocupado.

—Ya no sé qué pensar… A estas alturas estoy hecha un lío. No tengo la más mínima idea de quién puede ser el misterioso personaje que contrató a Quinn. De lo que sí estoy segura es que todo esto no es fruto de una casualidad y de mi paranoia… —reflexionó Amanda en voz alta.

—Este asunto tiene connotaciones extrañas. —Martin meneó la cabeza—. Creo que la clave podría estar en los retratos de Eva; ellos fueron el inicio de un enredo que pudo conducir a Quinn a confundir a la familia Osborn con los O’Connor; ese hecho quizá provocó una reacción en cadena, como si hubiera despertado a un león dormido…

Amanda le miró. Aquel razonamiento parecía claro y lógico. De repente recordó algo que le provocó un estremecimiento: la conversación que tuvo con Arnold Martelli, el presidente de la firma norteamericana que pretendía comprar el palacio del acantilado. Amanda estaba en el vestíbulo aquella tarde y él se acercó y flirteó con ella, exponiéndole los planes que habían previsto para convertir aquel palacio en el emblema de la sede de la multinacional en Europa; entonces miró hacia aquellos cuadros y alabó la belleza de las mujeres allí retratadas, exponiéndole que aquellas pinturas «que pertenecieron a los Osborn» ocuparían un lugar preferente en el despacho presidencial. Recordó también cómo ella sonrió para sus adentros sin sacarle de su error sobre la propiedad de aquellas pinturas. Aún tenía grabado en su retina el rostro desencajado de aquel americano engreído y arrogante cuando volvieron a reunirse al día siguiente y Nicholas le informó que el consejo de administración había decidido rechazar la oferta y no vender la propiedad.

—Martin, ahora estoy segura de que todo está relacionado: la llegada de Quinn y su extraño final; la repentina muerte de Aidan Osborn; el atraco a la cabaña, cuya verdadera razón fue el robo de tu portátil; la oferta de compra del palacio con un precio totalmente desproporcionado, el inusitado interés por los cuadros de Eva… Antes tenía dudas, pero ahora creo firmemente que existe una conspiración detrás de todo esto, hay alguien ahí fuera que ha irrumpido de forma inesperada en la historia que te estoy contando y está provocando interferencias en ella. No entiendo por qué al cabo de más de sesenta años alguien se interesa por Eva… ¿Sabes?, hasta hoy no me preocupaba lo más mínimo dar a conocer su verdadera historia; al contrario, es muy interesante y consideré que podría ser una gran novela. Pero ahora es diferente —murmuró Amanda tras un silencio—. Tengo que averiguar quién es y qué busca exactamente.

—¿Tienes alguna idea? ¿Algún fantasma de su pasado? ¿Franz Müller? ¿Qué edad podría tener ahora?

—No. Estoy segura de que no es él. Müller murió…

—Oficialmente. Pero ¿y si sigue vivo y aquel cadáver con el rostro destrozado y la documentación en su chaqueta fue una estratagema para desaparecer?

—Müller pudo localizar a Eva en cualquier momento. Te olvidas de que él tenía conocimiento de su residencia en Irlanda. Eva dejó sus datos y domicilio en las listas de las asociaciones de búsqueda de familiares judíos en Alemania con la intención de localizar a su hermano o ser localizada por éste. Müller podría haberla hallado en cualquier momento, no tenía que esperar a vengarse de ella después de tantos años…

—Pero tiene su lógica: en el momento de la excarcelación y el posterior simulacro de su muerte quizá no pudo moverse libremente. Algunas personas guardan el odio toda la vida y esperan el mejor momento para vengarse. Quizá ahora, cercano ya su final, quiere ajustar cuentas con una mujer que le humilló públicamente más de una vez, que le hizo perder su dinero y su libertad. Por esa razón después de tantos años contrata a un investigador para que averigüe si aún vive. Tiene que ser Müller —sentenció Martin.

—No sé…, ya no estoy segura de nada…

—O sus descendientes. ¿Estaba casado? ¿Tenía hijos cuando se encontró con Eva en Alemania en el 46?

—No lo sé…

—¿Estás segura de que no lo sabes? —Martin enarcó una ceja en señal de incredulidad—. Veo que dosificas muy bien la información. Hay todavía algunas zonas oscuras que no vas a dejar salir a la luz, ¿verdad?

—Eva no volvió a mencionarle en su diario desde el regreso de Alemania. No tengo ningún motivo para creer que haya ocultado algo en sus memorias.

Durante unos instantes quedaron en silencio, enredados en sus pensamientos, tratando de descifrar aquel misterio.

—Veamos —musitó Martin mesándose el pelo—: tenemos a un investigador de Nueva York que envía unos certificados de defunción a un teléfono de su país y después muere de forma extraña.

—Tenemos una oferta en la naviera por parte de una empresa también de Nueva York que desea comprar el palacio, cuyo presidente está desesperado por hacerse con él y cree que los retratos de Eva y su madre pertenecieron a la familia Osborn…

—¿Qué has dicho? Por favor, repite eso… —Martin dio un brinco en su silla.

Amanda le habló con detalle del comentario que Arnold Martelli le hizo sobre los cuadros el día que visitó el palacio.

—Lo que significa que ese comprador podría ser el destinatario del fax de Quinn con los certificados de defunción, pues el investigador creyó en aquel momento que Barbara Osborn era una de las mujeres de los cuadros porque tú le dijiste que éstos fueron de su propiedad…

—Correcto —afirmó Amanda—. Recuerdo que Quinn me pidió permiso para hacer unas fotos de los retratos…

—Y el palacio no se ha vendido, y el presidente de la naviera, que es también el propietario del inmueble, se ha negado a vender, y esta noche ha sufrido un sospechoso accidente…

—Si tu teoría es cierta, a estas alturas ya debe de saber que Barbara Osborn no es Eva. Y también que William Osborn aún vive. ¿Te convences ahora de que Nicholas podría estar en peligro, que el accidente no ha sido fruto de la casualidad? —insistió Amanda.

—Pero no tiene lógica. ¿Tú crees que si tu padre hubiera fallecido en este accidente tu familia habría vendido el palacio?

—Aún no lo has entendido… —Amanda movió la cabeza—. Primero muere Aidan Osborn, a quien Quinn cree heredero de Eva por haberla confundido con Barbara Osborn. Pero esta noche ha sido el auténtico hijo de Eva quien ha estado a punto de morir…

—¿Nicholas Coleman? —preguntó pasmado. Amanda asintió con una mueca a punto de reír—. ¿William Osborn es Nicholas Coleman?

—Te creía más sagaz, querido Watson. William Nicholas Coleman es el hijo de Eva Coleman, la esposa de Kearan Coleman. Ellos le dieron su apellido. Te dije que había cambiado algunos nombres en el relato. Los O’Connor no existen.

—Ahora empiezo a entenderlo. Estuve esta mañana en el cementerio buscando las tumbas de Kearan y Deirdre, pero no las encontré. Por cierto, había un anciano frente a la tumba de los Osborn y me preguntó por Barbara, fue una conversación muy extraña. Y tenía acento estadounidense…

—Quizá sea el mismo que he visto esta mañana, cuando estaba en el faro. Él pasó cerca y me hizo un gesto de saludo. ¿Crees que puede tener relación con Quinn?

—No lo sé. En estos momentos estoy tan desorientado como tú. Sin embargo, esta información lo cambia todo. Quizá nuestras hipótesis con respecto a los últimos incidentes están equivocadas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Amanda.

—Si realmente la muerte de Aidan Osborn no fue natural y el accidente de tu padre ha sido provocado, quizá nos enfrentamos a un asesino o a sicarios pagados por alguien que trata de hacer desaparecer a todos los descendientes de Eva. Primero muere Aidan, y hemos supuesto que los misteriosos acosadores seguían la línea familiar de los Osborn equivocada. Pero ahora ha sido el auténtico hijo de Eva el que ha sufrido este extraño accidente.

Durante unos instantes quedaron callados.

—Y ahora ese hombre mayor visitando la tumba de Barbara Osborn… Hablaré con mi padre sobre este asunto.

—Deberíamos ir a la policía —sugirió Martin.

—Vamos a esperar un poco. Nuestras sospechas no son concluyentes, no tenemos una prueba concreta que ofrecer para que se inicie una investigación, ya que todo se basa en suposiciones.

—Volviendo al tema de la herencia, si a Nicholas le hubiera pasado algo esta noche… ¿quién asumiría el control de la naviera?

—Ésta es una compañía familiar. Mi padre tiene un cuarenta por ciento de las acciones, yo el treinta, y mi abuela el otro treinta.

—¿Quién sería el siguiente en acceder a la presidencia y tomar el mando en caso de que tu padre no estuviera?

—Pues… es posible que yo misma. Después de él soy la segunda de a bordo y heredaría parte de sus acciones.

—Amanda, eres la única heredera. No quiero que te alarmes, pero creo que deberías tener cuidado a partir de ahora —susurró Martin tras unos minutos.

—¿Crees que también puedo estar en peligro?

—No hay que descartar ninguna hipótesis. Eres nieta de Eva.

—Quizá no deberías mezclarte en esto, Martin. Podría ser peligroso para ti también.

—Si temes por mí, olvídalo; puedo defenderme solo. Lo que me preocupa es que tú puedas correr algún riesgo.

—Lo primordial en este momento es averiguar quién es la persona que busca a Eva y sus descendientes, y qué relación tiene con esa industria.

—Ésa es una tarea muy difícil, pero comenzaré por ese tal Martelli y todos los altos cargos de EAN Technologies. Puede que encuentre alguna pista sobre los personajes de esta historia.

—Es posible, pero no lo veo fácil. Durante los años de postguerra la masa de inmigrantes que llegaba a Estados Unidos solía cambiar de identidad para iniciar una nueva vida. Si alguien quería desaparecer, allí encontró facilidades. De todas formas, inténtalo.

»Pero antes tienes que darme más información sobre Eva. Estoy demasiado involucrado en esto y necesito saberlo todo. ¿Cómo fue el reencuentro de Eva con su hijo?

—Voy a aclarar algunas de tus dudas.

Cobh, Irlanda, 1968

Kearan demostró ser un excelente gestor gracias a su experiencia de toda una vida en el mar, y supo invertir el dinero recibido por Erich Wieck en la compra de barcos de todo tipo. Había puesto en marcha una línea regular de pasajeros entre los diferentes puertos de la costa sur de Irlanda, comunicando así a todos los pueblos y sus habitantes. Era el negocio que más beneficios generaba, y gracias a ellos se lanzó en la compra de yates de lujo para que los alquilaran turistas de alto nivel, un segmento que estaba teniendo una gran aceptación. En aquellos meses estaba ampliando el ámbito de actuación hacia otros puertos que albergaban exclusivos clubs náuticos y había puesto los ojos en su pueblo natal, Redmondtown.

Eva tomó con descuido el periódico aquella mañana y ojeó por encima los titulares. De repente dio un brinco al ver en una de las páginas el anuncio de una exposición de pintura en una galería de arte en Dublín. Se trataba de un pintor alemán afincado en París, cuyos trabajos se exponían ahora en la capital de Irlanda. La foto de uno de los cuadros que ilustraba el anuncio era un retrato de… ¡ella misma cuando tenía quince años!

Presa de gran agitación, se dirigió hacia el puerto, donde Kearan se disponía a inspeccionar la captura de pescado en uno de los barcos de su propiedad. Al verla en el muelle presintió problemas y acudió precipitadamente.

—¿Qué ocurre, Eva?

Pero Eva no podía hablar y se limitó a mostrarle la foto de aquella joven del periódico.

—¡Soy yo! Este retrato lo ha hecho Hans, mi hermano…

Kearan leyó el anuncio y después levantó la vista hacia ella.

—Habla de un pintor alemán llamado Hans Rosenberg, afincado en París…

—Rosenberg es mi apellido familiar… Es él, mi hermano Hans. ¿Te acuerdas de los dibujos de la taberna de Friburgo? Es él, está pintando mi retrato, así era yo cuando nos separamos hace ya más de treinta años ¡ Tengo que ir a Dublín! —exclamó con gran excitación.

—¡Claro que sí! El problema es que mañana tengo que ir a Redmondtown. He quedado hace unos días con un armador para negociar con él la compra de unos barcos de pesca…

—No te preocupes, iré con Deirdre.

Al día siguiente, Eva y su hijastra partieron en tren hacia Dublín y se dirigieron a la galería de arte donde se exponían las obras de Hans Rosenberg. La mayoría de los cuadros allí expuestos eran retratos de Eva, de sus padres e imágenes del Berlín de antes de la guerra. La crítica había encumbrado al artista al reconocer en su trabajo un profundo y exhaustivo estudio del perfil psicológico de sus protagonistas, a los que infundía un gesto tan real que mostraba incluso su estado de ánimo. Eva recordó entre aquellas pinturas la mirada serena y prudente de su padre, el carácter fuerte y a la vez dulce de su madre, y a ella misma, que sonreía feliz y segura bajo el pincel de Hans. Se entrevistó con el responsable de la exposición y expresó su deseo de localizar al autor de aquellos cuadros, pero le informaron que éste no se había trasladado a Irlanda y que no tenía intención de hacerlo para aquella exposición. Al solicitar los datos de su hermano, advirtió las reticencias del responsable de la sala, pues ella se expresaba en un perfecto inglés con acento gaélico y aportaba apellidos irlandeses. Eva tuvo que explicarle parte de su pasado, su procedencia alemana y los motivos de aquella búsqueda. La prueba concluyente fue precisamente su rostro, que el comisario de la exposición reconoció en seguida como la protagonista de gran parte de los cuadros allí expuestos.

Eva tenía ya la seguridad de que su hermano vivía y estaba ansiosa por reunirse con él. Abandonó la galería de arte con un catálogo de la exposición entre sus manos y una gran esperanza en su corazón.

El día que Eva abrió la puerta y se enfrentó al rostro de Hans Rosenberg quedó marcado en su memoria para siempre. El niño delgado de cabello lacio y oscuro peinado a un lado, de mirada soñadora y risueña, se había convertido en un hombre maduro, alto y robusto, con la tez bronceada por el sol. Su mirada era serena y equilibrada, y en aquellos momentos quedó varada en el rostro de Eva, que tampoco podía pronunciar palabra. Durante unos segundos quedaron inmóviles; después se fundieron en un profundo e interminable abrazo repitiendo sus nombres, incrédulos aún por aquel maravilloso reencuentro. Eva lloró, y Hans también, y Deirdre se unió a su madre y al famoso tío del que tanto habían oído hablar en los últimos días.

Durante varias jornadas, Eva y Hans compartieron recuerdos, confidencias y sus personales crónicas de la guerra y años posteriores. Los inicios de Hans tras la llegada a Friburgo fueron extremadamente duros: nada más presentarse en la casa a donde le habían enviado, se enteró de que su tía, la prima de su padre, había fallecido sólo unos días antes. Su marido, un canalla y violento granjero, se negó a acogerle y le echó a golpes de allí, pero antes le robó todo el equipaje, pues sabía que portaba algo de valor como pago por su acogida. El pequeño suplicó entre lágrimas a aquel hombre, quien con extrema dureza le obligó a marcharse bajo la amenaza de denunciarle ante las autoridades por ser judío, diciéndole que le encerrarían en un campo de prisioneros durante el resto de su vida. De repente se halló solo y desamparado, sin los diamantes de su padre y sin la biblia que podría indicarle dónde hallar a su hermana. Encontró auxilio en el convento de las madres benedictinas de santa Lioba hasta que se trasladó a vivir con el padre Joseph, el deán de la catedral de Friburgo. Éste le ayudó, alojándole en la iglesia; después buscó una familia cristiana que le acogió en su casa durante un tiempo en el cual se defendió haciendo pequeños trabajos y trató de contactar sin éxito con sus padres, aun contraviniendo las órdenes que había recibido.

Cuando las redadas por parte de las autoridades se recrudecieron contra los judíos, le ocultaron en el desván, donde debía quedarse quieto parte del día para evitar las sospechas de los vecinos y de la policía política.

Durante aquel encierro dibujó febrilmente, plasmando de forma obsesiva los rostros de sus seres queridos y todos sus recuerdos. Fueron unos años de inseguridad y soledad, de incertidumbre y miedo, de ansiedad. Cuando la guerra comenzó en 1939, el sacerdote organizó la huida hacia Suiza con un grupo de rescate de niños judíos. Hans relató a Eva su angustioso viaje en el doble fondo del sillón de una camioneta, el paso de la frontera donde oyó las voces de los soldados alemanes y el registro minucioso que realizaron en el vehículo. Hans creyó que había llegado el fin al oír la orden de desalojar a los integrantes del convoy, sentados justamente sobre él. Cuando estaban a punto de descubrir su presencia elevando el asiento, el padre Joseph, que viajaba en otro vehículo tras ellos, gritó llamando la atención de los soldados y les atrajo hacia él. Entonces los integrantes del primer convoy aprovecharon la confusión y montaron en el vehículo, escapando precipitadamente y haciendo saltar por los aires las barreras del control fronterizo entre los disparos de los soldados, que descargaron sus armas indiscriminadamente hacia todos lados. El coche donde él viajaba consiguió llegar al otro lado de la frontera con varios de los tripulantes heridos de bala. Sin embargo, el sacerdote y los integrantes del grupo que les seguían no corrieron la misma suerte. Nunca más supo de él.

—El padre Joseph murió aquel día. Me lo contaron las monjas —comentó Eva.

—¿Estuviste en Friburgo?

—Sí, y reconocí uno de tus dibujos —dijo señalando hacia la pared donde tenía enmarcado un retrato de él pintado a lápiz—. Me lo regaló el dueño de la taberna donde trabajaste.

—Durante la guerra viví en Suiza, en un campamento de refugiados de la Cruz Roja, hasta los dieciocho años. Allí, una de las voluntarias se interesó por mis retratos y los llevó a la casa de un pintor francés que vivía exiliado en Ginebra. Este hombre me invitó a vivir en su casa y me hizo su discípulo. Era una gran persona, me enseñó todo lo que sé y me ofreció la oportunidad de viajar a Francia con él tras la guerra. Después me abrió las puertas de los grandes marchantes de París y acogieron mis pinturas con gran entusiasmo. Durante años no he parado de pintar tu retrato y te busqué por todas partes —dijo mirándola con una dulce sonrisa—. Te convertiste en una obsesión. Utilizaba modelos para el resto del cuerpo, pero siempre eran tus ojos los que aparecían en ellos…

—Pues ahora debes cambiar mi aspecto, ya no tengo quince años… —dijo con una sonrisa.

—Tienes razón. Me parece un milagro, creí que nunca volvería a verte. Nada más terminar la guerra localicé la casa de los Van der Waals en Ámsterdam y el tío Gabriel me dijo que habías muerto en un naufragio al intentar escapar de la Gestapo. Cuando recibí hace poco noticias tuyas fue como si hubieras resucitado.

—Yo visité al tío Gabriel en el 46 y no me habló de ti…

—Le hallé en un estado lamentable, acababa de regresar de un campo de concentración y al preguntarle por nuestra familia se limitó a decirme que habías fallecido y que papá y mamá desaparecieron el mismo día que dejamos Berlín. Cuando dejé su casa reparé en el hecho de que ni siquiera le había dicho quién era yo. Estaba desconsolado al conocer que todas mis esperanzas de hallarte viva se habían desvanecido. He vivido todos estos años creyendo que estaba solo…

—La muerte de papá y mamá me la confirmó personalmente nuestro «amigo» Franz Müller.

—¿Franz Müller? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Volviste a verle?

—Sí, eso pertenece ya a un pasado demasiado lejano. Ahora tengo una vida nueva, voy a contarte mi verdadera historia…

Eva le habló de su maravillosa historia de amor vivida con Albert van der Waals en Ámsterdam, del fortuito y desagradable encuentro con Müller y su precipitada escapada en un barco de pesca, de la muerte de Albert, de la llegada a Irlanda y el conflicto con Osborn, del hijo que tuvo y que el patrón le había arrebatado en la creencia de que él era el padre. Le contó también cómo recuperó su biblia de forma providencial de manos de su propio enemigo y verdugo. También habló del regreso a Alemania y el reencuentro con Müller; y del papel que también jugó aquella biblia para recuperar la fábrica y el dinero prestado por su padre años antes al padre de Müller, gracias al documento que había guardado en el interior de las guardas. Habló también de los incendios que asolaron sus negocios y de la providencial aparición de Erich Wieck. Todavía conservaba la carta de despedida que su padre también le incluyó en la biblia. Hans pidió a Eva aquel escrito y lo leyeron juntos. Al terminar, los dos se emocionaron con aquellas dulces palabras.

—Papá presentía lo que se avecinaba; esto es una carta de despedida —musitó Hans con un nudo en la garganta.

Llegó la hora del regreso; prometió volver a visitarla de nuevo e invitó a toda la familia a viajar a París. Desde aquel momento Eva y su hermano mantuvieron una excelente y cercana relación hasta la muerte de Hans acaecida muchos años después, en 1995.

—Al fin me has aclarado uno de los pasajes que faltaba en esta historia. Ahora sé por qué los cuadros de Eva están en el palacio. Si esta historia es real, tu abuela merece un reconocimiento público. —Lo es. No debes dudar de su veracidad. Y como premio por haber sido un chico bueno, te regalo el último capítulo que escribió Eva en su diario. Seguimos en el año 1968, ahora en verano.

La noticia llegó a Cobh con rapidez: Seamus Osborn había sufrido un ictus cerebral. Los rumores que salieron del palacio a través del servicio decían que la tarde anterior había tenido una fuerte discusión con su mujer. Fue trasladado a un hospital y durante varios días permaneció en estado de coma. Después recuperó lentamente el conocimiento, pero los médicos no albergaban demasiada esperanza sobre su recuperación y aconsejaron a la familia llevarle a casa para recibir los cuidados de una enfermera. El futuro que le esperaba era de postración en el lecho a la espera del desenlace final.

—He oído que Seamus Osborn está muy enfermo… —comentó Kearan en el desayuno.

—¿Sabes qué le ha pasado?

—Dicen que está en la cama, semiinconsciente y con una parte del cuerpo paralizada; me lo contaron hace varios días los nuevos marinos que he contratado para los barcos de Redmondtown.

—¿Y William?

—Por lo visto ya no está al mando del negocio. Ahora es su sobrino nieto, Aidan Osborn, quien lo controla todo.

—¿Y no saben dónde está ahora William?

Kearan advirtió una viva preocupación en el rostro de Eva.

—¿Por qué no vamos y lo averiguamos?

—¿Al palacio?

—A Redmondtown. Tengo que ir a contratar a unos marinos allí, pero antes nos pasaremos por el puerto, debo recoger unos documentos en la oficina.

Salieron en el coche y aparcaron junto al puerto, donde un gran trasatlántico estaba atracado y los marineros se disponían a preparar las pasarelas para el embarque. Una multitud de gente, entre pasajeros y familias que se habían desplazado para despedir a alguno de sus miembros que partían hacia Estados Unidos se arremolinaba en los alrededores. Maletas, baúles y sencillos sacos de lona constituían el equipaje de aquellos viajeros.

Los Coleman caminaron un trecho por el paseo marítimo hasta las oficinas donde Kearan trabajaba a diario junto con Deirdre en el imperio naval que habían creado gracias al capital que Erich Wieck regaló a Eva. Estaban a punto de entrar en las oficinas cuando Eva divisó a un joven de unos veinticinco años de cabello castaño y lacio, alto y robusto. Llevaba una especie de saco de lona a modo de petate colgado de su hombro y se dirigía hacia el trasatlántico que acababan de ver. Durante unos segundos creyó tener veinte años y estar en Ámsterdam… porque aquel joven era Albert… ¡Albert van der Waals! Eva se detuvo y esperó a que se acercara más, y al pasar a su lado sus miradas se cruzaron. Fueron unos segundos, los suficientes para reconocer a su hijo.

—¿Qué ocurre, Eva? —Kearan había continuado unos pasos, pero se detuvo al ver la expresión de su cara, que aún seguía girada, observando la espalda de aquel joven que se dirigía resuelto a tomar el barco.

—¡Es William! ¡Kearan, es William y va a marcharse! ¡Tenemos que impedírselo! —Eva empezó a caminar tras él, pero Kearan tomó su brazo y la detuvo en su alocada carrera.

—¡Espera, Eva! No puedes abordarle así… Tranquilízate.

—¡No podemos dejarle marchar!

—Yo me encargo. Tú quédate aquí, ¿de acuerdo? —La miró a los ojos esperando su asentimiento, receloso de su impetuoso carácter.

Kearan salió tras él y le siguió a prudente distancia. Eva también caminaba despacio detrás de su marido. Observó que William se detenía para hacer cola esperando el embarque, y que Kearan se colocaba a su lado y se dirigía hacia él. El joven le respondió algo y volvió su mirada hacia la fila. El marino le habló esta vez durante más tiempo y Eva observó que su hijo le miraba con curiosidad y entablaban una conversación. Tras varios minutos, advirtió que William tomaba el petate que había depositado en el suelo y lo alzaba en el aire, cargándolo al hombro y abandonando la cola de embarque seguido por Kearan. Después comenzaron a caminar los dos en dirección contraria, justo hacia donde Eva se encontraba. Kearan le dirigió una sonrisa de complicidad y se acercaron a ella.

—Ésta es mi esposa, Eva. Te presento a William…Va a trabajar con nosotros, me ha dicho que tiene gran experiencia en el trabajo de la pesca, así que será de gran ayuda.

—La verdad es que… no sé cómo agradecerles…

—No hay nada más que decir, William. Si mi marido te ha contratado es porque confía en ti, y eso es suficiente.

—Iba a marcharme, pero me ha hecho una oferta tan extraordinaria que he decidido probar suerte. Gracias por su confianza, señores Coleman. Buscaré un lugar para instalarme.

—Puedes quedarte en nuestra casa mientras tanto. Es muy grande y tiene muchas habitaciones.

—No quiero abusar de su generosidad.

—Y hasta aquí escribió Eva. Hemos llegado al final de su diario.

—¿Ya? Pero… faltan datos. Por ejemplo, ¿qué fue de los Osborn?

—Seamus falleció dos semanas después; Barbara heredó todos sus bienes, pues anuló el testamento anterior y redactó uno nuevo que le hizo firmar en su lecho de muerte en el que excluía a William del mismo. Aidan tomó las riendas del negocio, pero era un pésimo gestor y se vieron obligados a seguir vendiendo para continuar el ritmo de lujo y derroche en el que habían vivido hasta ese momento. Meses más tarde, Barbara puso a la venta el palacio.

—Y Eva lo compró…

—Sí. En realidad, la compra del palacio sólo fue un gesto de venganza hacia la familia Osborn, y un regalo para su hijo. Cuando conoció la penosa situación financiera en que se encontraban, les hizo llegar a través de su abogado una oferta muy por debajo de su valor real, y Barbara la aceptó sin regatear un penique. En aquel momento no conocían al comprador; lo supieron más tarde, cuando se reunieron para la firma del contrato.

—Me habría gustado verles las caras —manifestó Martin.

—Eva me contó que cuando Aidan les vio allí se puso algo violento. Barbara estuvo más templada, necesitaba el dinero y soportó con más o menos dignidad aquella situación, discutiendo con su sobrino delante de todos los presentes y firmando los documentos con desdén. Fueron unos instantes desagradables para unos y satisfactorios para otros. Cuando terminó el protocolo de la venta, Eva entregó las llaves a William y le dijo: «Aquí tienes, hijo. Ya puedes regresar a tu hogar, esta vez para siempre».

—Genio y figura… Tampoco me has contado cómo fue la relación de Eva con su hijo, y cuándo le contó la verdad.

—Eso perteneció siempre a su intimidad. Su diario termina aquí, con el reencuentro.

—Tampoco me has hablado de Deirdre, tu madre… ¿Cómo fue su historia de amor? ¿Cómo se lo tomaron Eva y Kearan? Eva creería estar repitiendo la historia de amor con Albert, en su propia casa y con sus propios hijos.

Amanda se alzó de hombros en señal de ignorancia.

—¿Qué te contaron exactamente?

—Muy poco. Ese tema es tabú en casa, jamás hablan de ella. Cada vez que lo intentaba con mi padre, su gesto cambiaba, se ponía triste y me decía lo mucho que la quería. Con Eva era más complicado porque se echaba a llorar, decía que Deirdre tuvo muy mala suerte. Una vez la oí murmurar que ella tuvo la culpa de todo lo que le pasó… Pero cuando le pregunté, me miró y se alzó de hombros sin saber qué decir.

Martin tenía la impresión de que también había secretos en esa parte de la historia.

—Mi trabajo ha terminado. Ya tienes tu novela y el capítulo extra que me pediste. Es un final feliz con el reencuentro de su hijo. ¿No es así como terminan las historias? —Amanda se acomodó apoyando la cabeza sobre su hombro—. Vamos a intentar descansar, nos queda un buen rato.

Amanda quedó dormida sobre el hombro de Martin, en el sillón del hospital. Había sido una larga noche de confidencias, y cuando el doctor les anunció al amanecer que Nicholas recibía el alta médica regresaron con él a Redmondtown.