21

CAÍA la noche y antes de que la oscuridad invadiera las calles de la medina, Jalid se dirigió por la concurrida avenida que conducía al palacio del sultán, con la idea de recabar alguna información, que pudiese interesar a Lisan al-Din.

A las puertas del Alcázar, Jalid encontró al hombre del turbante verde, Abd-l-Salam, que se mostraba eufórico; allí estaban, también, los hijos del prisionero granadino, Abd Allah, Alí y Muhammad. Todos festejaban la inminente liberación del visir.

Lisan al-Din había sido sometido a juicio y el consejo de los ulemas pronto sospechó que el proceso estaba amañado. Las inculpaciones eran confusas, las pruebas acusatorias poco sólidas y un tanto manipuladas. El veredicto emitido, a pesar del empeño del juez en pedir la pena de muerte, no fue concluyente y los miembros del jurado se negaron a firmar una sentencia condenatoria.

Jalid se sintió embargado por la alegría contagiosa que emanaba de los familiares y amigos de Lisan al-Din. Por primera vez, el nefasto presentimiento, que tanta amargura le causaba, había fallado. El visir andalusí no iba a morir. Con todas las fuerzas que podía imprimir a sus piernas, corrió camino de las mazmorras. En su mente repetía una y otra vez: ¡Lisan al-Din no va a morir! ¡Lisan al-Din no va a morir! ¡Gracias Dios mío, por haberme liberado del maldito presagio!

Sin apenas resuello, pero con el corazón palpitando de júbilo, el carcelero se dirigió a la celda del prisionero. Quería ser testigo del momento en que se abriera la verja y dejasen libre a Lisan al-Din.

Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad del calabozo, advirtió que el prisionero yacía sobre el suelo. Jalid sintió un latigazo frío en la nuca, al percibir unos gemidos que procedían del rostro magullado de Lisan al-Din. El andalusí permanecía inmóvil. De no ser por el movimiento, apenas perceptible, de sus labios tumefactos recitando suras del Corán, parecería que estaba muerto; sus ojos, entrecerrados aparecían acuosos en un rostro desfigurado. De la comisura de sus labios, corrían hilillos de sangre manchando su barba.

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? —exclamó Jalid sin creer lo que estaba viendo.

Contraído de espanto, preguntó:

—¿Qué te han hecho, señor?

El preso le miró de soslayo y con un gesto de sufrimiento en el rostro se incorporó, sentándose junto a la verja.

Con voz débil y entrecortada susurró:

—Temo ser víctima de un ajuste de cuentas. Sólo así se explica que me hayan torturado para que me declarase culpable de unas acusaciones falsas —hizo una pausa para recuperar el aliento antes de continuar—. Pero no lo han conseguido. Los que hoy se han erigido en mis jueces, están envenenados por el rencor.

Lisan al-Din había pasado toda la mañana escribiendo un opúsculo poético, aprovechando la claridad del angosto tragaluz por donde se colaba el latido de la ciudad: el grito de los aguadores, las voces de los campesinos arreando a sus caballerías cargadas de frutas y verduras camino del zoco, el rebuzno de los burros, rumores, risas de niños. De pronto, un cuervo de plumaje reluciente se posó sobre el tragaluz, su pico de acero golpeó en el agujero y sus ojos pequeños y redondos penetraron por la abertura. A Lisan al-Din le invadió la trágica superstición, que acompaña a estas aves necrófagas. El cuervo miró fijamente al prisionero, emitió un ronco graznido y desapareció. La voz del almuédano le llegó desde un lejano alminar y el prisionero depositó el cálamo en el estuche de madera, tapó el tintero y se dispuso a orar. Al terminar la plegaria, se sintió cansado, se recostó sobre el muro de la celda apoyando la cabeza sobre un saliente rocoso de la ajada pared, cerró los ojos e intentó soñar. Una luz deslumbrante le atrajo hasta la nieve que coronan las cumbres de las montañas que custodian Granada. Recordó su infancia en Loja, las calles tortuosas. Los ancianos tejiendo esparto a las puertas de sus casas y las muchachas que subían airosas desde el río, cargadas con cestos de ropa recién lavada. Saboreó el aroma de las alacenas, donde se almacenaban los odres llenos de aceite de oliva y la miel que se desparramaba de los tarros. Evocó los atardeceres, entre álamos y fresnos, los racimos de uvas doradas que mordía cuando era niño. Las noches con olor a menta. Rememoró la torre sobre la colina en el camino de Loja, donde su abuelo Said, el Predicador, recitaba el Corán con tanta vehemencia y solemnidad, que los viajeros se detenían a escucharle hasta el anochecer; recordó la sonrisa altiva de su padre, sus bromas y su rostro desenfadado guiñándole un ojo; la voz arrulladora de su madre cantando junto a su cama.

De pronto, el chirrido de unos cerrojos perturbó el placentero sosiego del que estaba disfrutando. Abrió los ojos, y vio al otro lado de la verja a cuatro hombres. Uno de ellos, un carcelero, descorría los cerrojos, mientras a su espalda observaban la maniobra un alguacil y dos soldados armados con lanzas. Era la primera vez que se abría la puerta de su celda, desde que fuera encerrado. El carcelero se echó a un lado para dejar pasar a los lanceros y al alguacil, que con voz áspera le ordenó ponerse en pie. A continuación, le informó de que por orden del sultán Abu-l-Abbas Ahmed, era llamado a juicio ante el gran jurado.

Lisan al-Din pidió permiso para asearse, pero el alguacil se lo denegó y le conminó a dirigirse a la sala de juicio cuanto antes.

La insolencia de aquel funcionario insignificante, le hizo sentir la humillante condición en la que se hallaba. Se inclinó sobre la orza de barro y se refrescó el rostro. Después que al agua se aquietara, observó la imagen de un anciano reflejada en el líquido oscuro de la vasija. En aquel rostro impreciso, no quedaba nada de su acostumbrado aspecto. Lo que captó en el oscilante espejo, fue una barba hirsuta, unos párpados inflamados sobre unos ojos hundidos y una nariz afilada. La suciedad, la humedad y la escasez de alimentos habían construido aquella máscara atroz. Lisan al-Din ajustó a sus hombros el envejecido taylasán, y se puso en marcha.

A lo largo de un lúgubre pasillo, el reo seguía los pasos del alguacil y, flanqueado por los dos soldados con lanzas, accedió al Mexuar. Un agradable aroma de jazmín se repartía por toda la sala, en contraste con el olor que desprendían sus ropas impregnadas de humedad y el hedor de su cuerpo, falto de higiene. Sus ojos acostumbrados a la penumbra de la celda, perdieron momentáneamente la visión, cegados por la luz que inundaba la sala. Sentados sobre almohadones de cuero a lo largo de las paredes laterales, aparecían los miembros del jurado, compuesto por algunos consejeros de palacio, y un buen número de alfaquíes y ulemas, todos ellos jurisconsultos de prestigio. El preso paseó su mirada sobre aquel grupo de hombres que clavaban sus miradas sobre él. Eran rostros severos, algunos sombríos. Lisan al-Din oyó algún comentario de reprobación por su aspecto desaliñado y sucio. De pronto, entre aquella marea de rostros extraños, descubrió la mirada afable de un hombre, algo más joven que los demás, que le saludó con una inclinación de cabeza; entonces reconoció a Abu Yahya ibn Midyan, el emisario que, su protector, el sultán Abd-l-Aziz ya fallecido, envió a Granada para traer a su familia y reunirse con él en el exilio. Fue un soplo reconfortante, en aquella asamblea de gente extraña. Pero pronto descubriría unos rostros, que él bien conocía y que nunca hubiera deseado ver.

En una esquina, detrás de una mesa baja, un escribano deslizaba el cálamo sobre un folio blanco. Al fondo de la sala, ocupando una tarima cubierta por una alfombra roja, presidía el juicio el hombre que Lisan al-Din calificaba de enano obsceno, el juez supremo de Granada, Abu-l-Hasan al-Nubahí. A la derecha de éste, el personaje más odiado por el reo, el despreciable visir granadino Ibn Zamrak, mostrando una sonrisa triunfal. Al enfrentarse a su mirada, Lisan al-Din no pudo evitar un ligero temblor en sus labios, producto de la ira que ardía en su pecho. Completando el tribunal y sentado a la izquierda del juez, se encontraba el violento ministro meriní, Sulayman ibn Dawud.

Custodiado por los dos lanceros, Lisan al-Din permanecía en pie en el centro de la sala, esperando enfrentarse a los jueces. Los alfaquíes y ulemas cuchicheaban entre sí. El cadí al-Nubahí, inclinado sobre una mesa, repasaba los legajos en los que había fundamentado el proceso, mientras que el visir Ibn Zamrak susurraba algo a Ibn Dawud y éste miraba al reo mostrando una sonrisa burlona.

Lisan al-Din tuvo la percepción de que no asistía a un acto de justicia, sino a un simulacro de juicio con una sentencia ya dictada.

Un secretario alzó la voz, pidiendo silencio para comenzar el juicio.

El juez al-Nubahí levantó la mirada de los legajos. En aquellos ojos había algo irritante y turbio. Con voz enérgica inició la sesión:

—En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso y Justo. ¡Que la paz y la bendición sean sobre el más dignificado de los Enviados, sobre su familia y compañeros, hasta el día del juicio final!

Con un rictus agrio en sus labios gruesos y babeantes, y la mirada emponzoñada de odio, el juez, sin más preámbulos, proclamó:

—Abu Abd Allah Muhammad ibn al-Jatib, se os acusa de herejía y proselitismo, de divulgar una corriente de misticismo esotérico y teosófico; de traición a la patria y a vuestro señor, el Emir de los Creyentes, al-Gani bi-llah Muhammad ibn Abu-l-Hayyay Yusuf ibn al-Ahmar; de huir a otro país con la intención de revelar secretos de Estado y de enriquecimiento ilícito. ¿Tenéis algo que alegar?

—Niego que durante todas mis actividades, tanto académicas, como gubernamentales, haber incurrido en herejía. Y debo recordaros que el Enviado, con él sea la paz, siempre suscitó la reconciliación de todas las corrientes desgajadas del tronco de Abraham, Allah esté satisfecho de él. Es verdad que recibí conocimientos sufíes de mi maestro Ibn Marzuq, que, por cierto… —forzó una pausa—, también compartí con el visir, aquí presente, Ibn Zamrak.

Ibn Zamrak se retorció en su asiento y pretextó con evidentes signos de nerviosismo:

—Os aprovechasteis de mi inocencia y juventud; cuando a mí sólo me guiaba la búsqueda de la virtud.

En la sala se hizo el silencio. Lisan al-Din mantuvo la mirada del aludido, arqueó una ceja y sus labios mostraron una media sonrisa irónica, mientras el rostro de Ibn Zamrak enrojecía.

Lisan al-Din continuó:

—Juro que tengo la conciencia tranquila. Si la acusación de herejía se fundamenta en la práctica del sufismo, tengo que decir que no me arrepiento en absoluto de haber formado parte de una corriente, que busca el camino de la perfección a través de la humildad. El sufismo, como bien sabéis, es la expresión del hombre justo y asceta, que no siente vanidad por su origen, ni por ninguna otra causa, que se preocupa por las acciones nobles, no piensa en el mañana, ni en el ayer; que tiene como amiga a la ciencia y al noble Corán como guía.

El juez replicó:

—Pero en vuestra obra blasfema, titulada «El jardín del conocimiento sobre el Amor Divino» se propugna una constante argumental, como es que: el Amor Divino y la unión filial son comunes a la Divinidad —y con voz crispada recalcó—: Y esa es una teoría herética.

Un ligero murmullo surgió entre los alfaquíes.

Lisan al-Din no se inmutó ante aquella acusación tan grave y con voz serena, argumentó:

—Mi obra sobre el amor divino es una respuesta a los que sólo ensalzan el amor profano. El mundo se compone de diversas formas y criaturas, que emanan belleza y perfección. Si amamos la belleza de la Creación, nos estamos acercando al Ser Supremo que las originó.

El juez al-Nubahí, con los ojos encendidos de ira y señalando con el dedo índice al acusado, exclamó:

—¡Os advierto que el contenido de ese libro es contrario a la ley islámica! En él os declaráis cercano a la doctrina que siguen los discípulos de al-Gazali, opuesta a la jurisprudencia ortodoxa islámica de Malik ibn Anás. Alcanzar la unión con Allah a través de las criaturas es herejía.

—En mis libros —respondió Lisan al-Din con calma—, sólo hay alegatos que invitan al conocimiento y a la verdad. Con ellos he buscado el camino de la virtud y he encontrado la satisfacción, que ha dado sentido a mi vida.

—Vuestros libros —respondió el juez con desprecio—, al menos los que hemos encontrado en vuestras numerosas y lujosas casas, han sido declarados heréticos y fueron quemados. Presumís de misticismo y de prodigar favores, pero toda vuestra vida la habéis dedicado a adquirir bienes terrenales. Os habéis enriquecido de forma ilícita, a costa de gravar con altos tributos al pueblo, de recaudar de forma abusiva los impuestos de las cosechas de los campesinos, y habéis cometido la bajeza de apropiaros de los impuestos sobre los carneros degollados en la fiesta de los Sacrificios. Habéis exprimido al pueblo con el afán de acumular riquezas y costear el lujo de vuestras mansiones, donde lucen las maderas nobles, los paneles de lapislázuli y el cristal de roca.

—Reconozco que nunca he sido un maestro en el arte del disimulo, y no me he preocupado de ocultar mi bienestar ni el de mi familia, porque no tenía nada de qué avergonzarme, pues todo lo conseguido fue de forma lícita, tras muchos años de servicio en las más altas instituciones del Estado. Todo lo recaudado en los impuestos, lo puse a disposición del sultán, y se empleó en reforzar las defensas de la Alhambra, las fortalezas fronterizas y en pertrechar al ejército. No es justo que se me acuse de haberme apropiado de lo ajeno. Pero tengo enemigos —dijo recorriendo con la mirada a los miembros del jurado— que, cegados por la envidia y el odio, han propagado toda clase de difamaciones sobre mí, sin aportar ni una sola prueba.

Un silencio denso se extendió por la sala; tan sólo se oía el rasgueo del cálamo del escribano sobre el papel.

El visir, Ibn Zamrak, rompió el mutismo:

—¡Abu Abd Allah Muhammad ibn al-Jatib, habéis cometido un gran pecado! Habéis traicionado la confianza de quien os concedió el poder y todo cuanto poseéis. Habéis sido desleal con quien depositó toda su confianza en Vos, y eso es imperdonable.

Al oír al que fuera su amigo y discípulo hablar de traición, Lisan al-Din apretó los puños, tragó saliva e intentó calmar su ira, pero no pudo evitar que su voz sonara ronca de irritación:

—Vos sabéis mejor que nadie cómo todos mis conocimientos los puse al servicio del sultán, cuando él requería de mis consejos. Al contrario de otros, siempre huí de los halagos. Mi lealtad consistió en declarar la verdad, aunque, a veces, fuese incómoda. Nunca busqué beneficios para mí, y mi prioridad fue la búsqueda honesta y sincera del bien de mi país y la monarquía.

Ibn Dawud tomó la palabra:

—Tenemos constancia de que os trasladasteis al Magreb movido por ambiciones económicas. Reunisteis el dinero para, luego, huir de Granada, trasladando vuestras riquezas a otros países, donde adquiristeis fincas rústicas e inmuebles. Os ganasteis la confianza del fallecido sultán Abd-l-Aziz, Dios se apiade de él, desvelando secretos de Estado, y le hicisteis concebir la idea de apoderarse de Al-Ándalus.

—Vuestras palabras están envenenadas por el rencor. De todos los que me conocen es sabido que, en estos últimos años, mis ahorros los destiné a la construcción y mantenimiento de una zawiya [casa de oración]. Mi marcha de Granada la motivó el deseo de apartarme de la política y huir del mundo, como el león retorna a su guarida. Tenía la firme determinación de aislarme para purificar mi espíritu. Allah ¡loado sea! limpió mi corazón de toda ambición y, desde entonces, he practicado la abstinencia de todos mis bienes, destinando mi fortuna a las limosnas.

El gran cadí al-Nubahí continuó con el pliego de cargos:

—Abu Abd Allah Muhammad ibn al-Jatib, os acuso de traición y engaño a vuestro rey. Os pusisteis al frente de una delegación para inspeccionar las ciudades fronterizas, con la idea premeditada de abandonar Granada, sin tener en cuenta que vuestro país os necesitaba, pero vuestros ojos miraban con deleite hacia otros lugares donde creíais alcanzar la gloria.

—Mi único deleite —arguyó Lisan al-Din— habría sido poder realizar mi anhelada peregrinación a los Santos Lugares. Así se lo pedí a mi señor, el sultán, en repetidas ocasiones; pero él siempre me denegó el permiso para cumplir ese derecho que tiene todo musulmán.

Con voz agria, el juez replicó:

—¡Mentís! Vuestra huida fue una deserción despreciable y un acto de ingratitud a vuestro soberano. Bien claro ha quedado que vuestra intención de huir, nunca fue la de peregrinar a La Meca. Han pasado más de tres años desde vuestra fuga, y aquí estáis.

—La demora, en el viaje, fue motivada por una petición que me hizo el sultán Abd-l-Aziz ¡Que Allah lo tenga en su morada!, porque había prometido enviar unos regalos al jeque de La Meca, entre ellos, un Corán escrito de su puño y letra, y que aún no había concluido.

—¡Seguís mintiendo! Decidme de una vez por todas: ¿por qué abandonasteis Granada?

Ya os lo he dicho. Vine al Magreb buscando un retiro piadoso. A quien entienda mis razones, Allah le premiará y a quien me calumnie, Dios le pedirá cuentas, porque Él conoce la verdad. Él conoce todos los secretos de la vida de los hombres, incluso los más ocultos. Él nos…

—¡Basta! —gritó el juez—. No estamos aquí para escuchar vuestra palabrería. ¿Sabéis lo que yo creo? —hizo una deliberada pausa que a Lisan al-Din se le hizo excesivamente larga—. Que tras la máscara de piedad y el fervor religioso que os empeñáis en mostrar, se esconde un ser egoísta y ambicioso, que acumula riquezas y huye con ellas a donde cree que nadie le alcanzará. Pero, como se ve, y estaba escrito, allá donde hubieseis ido, la justicia os atraparía.

El juez al-Nubahí se puso en pie, y dirigiéndose a los miembros del jurado proclamó:

—¡Como representante del sultán de Granada, considero que este hombre es reo de Estado. Y pido para él la pena de muerte!

Entre los ulemas había diversidad de opiniones. Los alfaquíes aprobaban la condena. Pero ni un solo miembro del Consejo de palacio apoyó la demanda del juez.

Al-Nubahí tomó asiento en medio de un gran alboroto. Al comprobar que el jurado no se ponía de acuerdo para emitir una sentencia definitiva, pidió silencio. Pero nadie le hacía caso. Empuñó un mazo y descargó varios golpes sobre la mesa. Poco a poco se fueron calmando los asistentes al juicio.

Cuando se impuso el silencio, el juez se dirigió al acusado e inquirió:

—¿Os reconocéis culpable de herejía y traición a vuestra patria?

Lisan al-Din contestó rotundo:

—Nunca conseguiréis que me confiese culpable. Porque nada de lo que me acusáis, pesa en mi conciencia.

El juez, con gesto displicente, rugió:

—¡Llevaos al reo!

Cuando Lisan al-Din abandonaba la sala flanqueado por los lanceros. Al-Nubahí susurró al oído de Sulayman ibn Dawud:

—Sometedlo a tortura hasta que confiese.

Era ya de noche, cuando los verdugos, arrastrando de las axilas el cuerpo torturado de Lisan al-Din, lo devolvieron a la celda.

El prisionero, incapaz de permanecer en pie, cayó como un fardo sobre el pavimento de la mazmorra.

Así encontró Jalid al hombre con el que durante tantas noches compartió confidencias y afecto.

El carcelero se alejó de la celda y dejó a Lisan al-Din, con el cuerpo magullado, para que pudiera descansar.

Jalid notó una cierta agitación en el cuerpo de guardia. Su amigo Marwan le informó de que esa noche se esperaba la visita de un alto funcionario de la Corte.

De repente, las puertas de las mazmorras se abrieron violentamente produciendo un golpe seco. Un grupo de hombres bajó por las escaleras en tropel. Jalid los vio enfilar el pasillo y dirigirse a la celda del martirizado prisionero. Eran cinco, y al frente de ellos iba un hombre corpulento envuelto en una capa negra que le cubría el rostro, y al que todos obedecían. Jalid quiso seguirlos, pero Marwan le sujetó por el brazo, ordenándole que se quedara quieto. Jalid miró a su amigo, pidiendo una explicación; y éste, señalando al hombre que ocultaba su rostro, le susurró: «Es el ministro Sulayman ibn Dawud».

Los herrumbrosos cerrojos sonaron como el chillido de una rapaz.

—¿Qué queréis de mí? —oyó Jalid que preguntaba el prisionero andalusí.

No hubo respuesta. Después, unos golpes sordos retumbaron en la bóveda de la celda, seguidos de un forcejeo.

Jalid vio a través de los barrotes las anchas espaldas del hombre de la capa negra, que le impedía atisbar lo que sucedía.

Sin poder dominar su ansiedad, se acercó hasta la cancela y pudo observar, horrorizado, cómo enrollaban una cuerda al cuello del preso, y dos de los sicarios tiraban de los extremos del cordel. Un grito gutural salió tras las rejas y aquel grito se fue transformando en un gemido angustioso, que se fue debilitando hasta el silencio absoluto.

Jalid esperó a que los intrusos desaparecieran, para entrar en la celda, donde yacía el cuerpo sin vida de Lisan al-Din.

—El ministro Ibn Dawud ha ordenado que lo saquemos de aquí —oyó a sus espaldas la voz del jefe de guardia.

Jalid no podía apartar los ojos del cuerpo inerte del prisionero. Se arrodilló y palpó el rostro desfigurado del hombre, de quien él supo que iba a morir. Y con el dolor de quien ha perdido a un amigo, cerró la boca desencajada y selló los párpados sobre los ojos desorbitados del cadáver.

Los hijos de Lisan al-Din se habían trasladado a las puertas de la prisión, a la espera de que Jalid les diera la noticia de la liberación de su padre. Pero cuando las puertas se abrieron, contemplaron, con espanto, cómo dos carceleros transportaban en unas parihuelas a un hombre.

Jalid se acercó a los hijos de Lisan al-Din y, con gran dolor, les informó de que su padre había muerto.

Todos se abalanzaron sobre el cadáver y sus gritos de dolor atravesaron la noche.

El mayor de ellos, Abd Allah, preguntó a Jalid:

—¿Cómo ha muerto mi padre? —su mirada exigía sinceridad.

El carcelero, tras un pequeño silencio, respondió:

—Unos sicarios le han estrangulado.

Abd Allah rasgó sus vestiduras con desesperación y el joven Alí se laceraba el rostro con sus uñas, mientras gemía como un animal herido.

La luz de la luna se derramaba sobre las tumbas que se extendían desordenadas en las laderas del cementerio. Envolvieron el cuerpo en un sudario y, esa misma noche lo enterraron sobre la colina de Bab al-Mahruq.

Jalid pasó toda la velada sentado ante la celda que ocupara Lisan al-Din. Ya no habría más historias que escuchar, pensó el carcelero; sintió un enorme vacío y cómo le asaltaba una honda aflicción. Se había apagado la luz que iluminaba las largas noches en las mazmorras. Había conocido a un hombre extraordinario, poderoso y sabio que le había revelado secretos y le había mostrado un mundo que él jamás hubiera imaginado. Por primera vez en su vida, se encontró con un hombre que, pese a su alta condición, le mostró respeto y le trató con el afecto de un padre.

Con los ojos húmedos, Jalid descubrió, en un rincón de la celda, unas hojas de papel junto al tintero y el estuche de madera donde Lisan al-Din guardaba el cálamo. Jalid no recordaba la última vez que había llorado, pero al recoger aquellos utensilios, tan apreciados, por el prisionero andalusí, no pudo contener el llanto. Sus lágrimas rodaron por su rostro y cayeron sobre el folio, diluyendo la tinta del manuscrito.

Cuando el sol aún no había despejado las sombras de los callejones, Jalid se encaminó hacia el cementerio de Bab alMahruq. Quería depositar el cálamo sobre el sepulcro de Lisan al-Din, pero cuando subía por la ladera de la colina, vio a tres hombres que corrían por el otro lado del cerro. Al llegar donde habían enterrado al andalusí, descubrió con horror que la tumba había sido profanada. La tierra removida formaba un montículo y al lado yacía el cuerpo de Lisan al-Din medio quemado, la piel ennegrecida y el pelo chamuscado.

Jalid envió a un niño harapiento, que deambulaba por el cementerio, en busca del predicador de la mezquita Yami Al-Ándalus. Y al poco tiempo, acudió Abd-l-Salam, junto con los hijos del desdichado visir andalusí.

Con los rostros descompuestos maldecían a quien hubiera cometido semejante escarnio. Alí se arrodilló junto al cadáver y derramó un perfume sobre el cuerpo de su padre; después lo envolvieron en un lienzo blanco y fue introducido en otra sepultura más profunda. Decidieron que se turnarían haciendo guardia día y noche, para evitar una nueva profanación.

Abd-l-Salam pronunció la Salat al-Yanaza [oración funeraria]: «Recordad a menudo la muerte, redimíos de los pecados y despegaos de las cosas materiales. Dijo el Profeta ¡la paz sea con él!».

En ese momento, se oyeron ruidos de voces y cascos de caballos. Una caravana de jinetes salía de la ciudad. Al frente de ellos, ondeaba al viento el pendón rojo de los al-Ahmar. Entre los componentes de la comitiva sobresalía un turbante de colores chillones. Cumplida su misión, la embajada de Al-Ándalus abandonaba Fez.

Con la mirada fija en aquellos jinetes y un llanto amargo en los labios, Alí ibn al-Jatib gritó con rabia: ¡Allah colme de afrentas y lo trate como se merece a ese necio de Ibn Zamrak, criatura despreciable y vil, secretario endemoniado; el causante de la muerte de mi padre, a quien debe cuanto es y que nos paga con todo género de maldades! ¡Maldito seas mil veces!

Abd Allah y Muhammad abrazaron a su hermano, que lloraba desconsoladamente sobre la sepultura de su padre.

Todos se agruparon alrededor de la tumba del Du-l-Wizaratyn [el de los dos Visiratos]. También Du-l-Umrayn [El de las dos vidas] por su insomnio permanente. Y, por las circunstancias de su enterramiento, Du-l-Qabrayn [El de las dos tumbas].

Sobre el cielo de Bab al-Mahruq, un rayo de luz rasgó las nubes púrpuras y en el horizonte aparecieron franjas luminosas de oro y lapislázuli.