19
LISAN al-Din contempló a través del angosto respiradero cómo la tarde daba paso a un anochecer rojo como la sangre. Pronto, la noche desplegó sus alas y se abatió como un halcón sobre la débil claridad del crepúsculo.
¡Cuántas noches de cautivad y de insomnio! —suspiró—. ¿Será ésta mi última noche?
Jalid se hacía esperar y el prisionero se consumía de impaciencia, a la espera de que el carcelero le trajera alguna noticia.
Al fin, la enjuta silueta de Jalid apareció recortada al trasluz endeble de la antorcha.
Lisan al-Din buscó en los ojos de su carcelero un atisbo, que delatase alguna información. Pero Jalid no tenía nada nuevo que comunicarle. Lo que se estuviera tramando en la Corte, no trascendía fuera del palacio del sultán.
El carcelero, intrigado por la historia interrumpida la noche anterior, esperó a que el prisionero calmara su ansiedad y cuando lo vio más apaciguado le pidió que le desvelase qué ocurrió con el emisario del rey cristiano.
Lisan al-Din accedió a los deseos del carcelero y reanudó el relato:
Tras el anuncio de la llegada del emisario del rey de Castilla, el sultán me pidió que permaneciese en la sala, y ordenó a un ayudante que, antes de hacer pasar al cristiano, llamara al intérprete Ibn al-Hayy al-Muhandis.
Mientras tanto, yo apenas podía dominar mis nervios. Un sudor frío me recorría la espalda. Si el emisario era portador de una declaración de guerra, mi caída en desgracia era inevitable y mi destino sería la cárcel o el destierro, incluso la muerte. Entrelacé mis manos heladas por el miedo.
El emisario de don Pedro era un joven rubicundo, de unos veintitantos años, alto y fornido. El muchacho no hablaba árabe y se limitó a entregar una carta de su señor al sultán de Granada.
El intérprete tomó la carta y el sultán le apremió a que rompiera el sello y leyera su contenido. Muhammad ibn Yusuf se giró hacia mí y me lanzó una mirada severa.
Al-Muhandis desdobló el papel, carraspeó un par de veces y con desesperante lentitud comenzó a traducir:
«Yo, Pedro I, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Toledo, de León, de Galicia, y de la Molina.
»Al muy alto y muy noble rey de Granada, don Muhammad, a quien dirijo esta mi carta, con el fin de remozar de nuevo la antigua amistad entre nuestros reinos…»
Al oír aquellas palabras del traductor no pude evitar respirar profundamente, y percibí cómo mis manos heladas recuperaban el calor habitual.
El rey cristiano hacía, en su misiva, un detallado relato de cómo había vencido a sus enemigos, hasta recuperar todo el territorio que su hermano bastardo le había arrebatado.
También exponía la difícil situación en la que se encontraba su reino. Castilla, señalaba, estaba próxima a la ruina. No podía hacer frente a las desmedidas exigencias de sus aliados. Los tesoreros ingleses tasaban la deuda de Castilla con Inglaterra, en torno a los dos millones y medio de florines de oro; y la deuda seguía aumentando por cada día que las tropas del Príncipe Negro permanecían en territorio castellano. El impago de las cantidades, prometidas al príncipe de Gales, habían enturbiado las relaciones personales entre éste y el rey Pedro, evolucionando a posiciones muy tensas y críticas. Los soldados ingleses, a falta de salario, se entregaban al saqueo. Los habitantes de las aldeas huían despavoridos con sus hijos en brazos gritando: ¡Los ingleses, los ingleses! La soldadesca saqueaba a placer.
Deshonran a las doncellas. Se lamentaba el rey cristiano. Se comen el ganado, aves, ovejas o vacas; perforan las barricas de vino y lo que no pueden comer o beber lo destruyen. Roban las caballerías y degüellan o queman todo lo que encuentran, mientras ríen y bailan entre el fuego que devora molinos y granjas.
El rey de Castilla se mostraba desesperado, no encontraba la manera de que los ingleses salieran de sus territorios. Y para ello, nos pedía consejo.
Don Pedro deseaba prescindir de su asociación con los ingleses y buscaba la amistad de Granada, para asegurarse un aliado fiel contra las posibles represalias de Inglaterra, ante su falta de recursos para pagar su deuda.
El emir, con el rostro distendido, me ordenó escribir una carta al rey de Castilla aceptando su alianza y mostrando su alegría por la victoria sobre su hermanastro. Asimismo, le informaríamos de nuestra inminente incursión en tierras de Utrera, con el propósito de liberar a los cautivos granadinos apresados por las fuerzas del Bastardo.
Por mandato de mi señor, así lo hice, y además le pedí autorización para dar respuesta a los consejos que el rey de Castilla demandaba.
En una extensa carta, recomendé al cristiano practicar la humildad y no pecar de codicia. Ser cauto y mantenerse alerta contra las intrigas de los partidarios de su hermano. En los castigos, no deleitarse en la crueldad y comprimir las pasiones en el fornicio, pues quien puede dominar el vicio, puede dominar a sus enemigos.
Sin traspasar los límites del respeto, le aconsejé sosegar a los nobles que se sentían amedrantados, acercarse a ellos con espíritu de concordia y ellos, agradecidos, levantarían un muro para proteger a su soberano.
En cuanto a las deudas con sus aliados extranjeros, le sugerí no desahuciar sus pretensiones, ni expulsarles por la fuerza, pues eso desataría el odio de su nación y estimularía su codicia para tomar con violencia lo que tanto ambicionaban. Lo más conveniente era mostrarse apesadumbrado por no poder satisfacer la deuda, debido al enorme coste de la contienda y la imposibilidad de cargar con más impuestos a un pueblo empobrecido, que tenía abiertas las heridas de una guerra tan costosa en vidas y dinero. Le recomendé dar largas a las exigencias de sus acreedores, hasta que el transcurrir del tiempo les debilitara en su empeño de permanecer en un territorio que comenzaba a serles hostil.
Poco tiempo después, el rey cristiano me contestó agradecido. En su carta me informaba de que había seguido mis consejos, y el príncipe inglés, cansado de esperar el cumplimiento de las promesas, agraviado y enfermo, había salido de Castilla.
En Granada todo estaba presto para emprender la expedición de castigo a la ciudad de Utrera. Recuerdo aquella mañana calurosa de primavera, cuando Muhammad ibn Yusuf, al frente de cinco mil jinetes, diez mil peones y mil doscientos ballesteros, salió por la puerta de Ilbira a la conquista de Utrera.
Pese a la distancia y al duro camino, los soldados del Islam mantenían el espíritu de venganza contra los habitantes de aquella ciudad, que de forma cobarde asaltaron a los granadinos cautivos, que don Pedro liberó en Sevilla. Cuando desarmados y pacíficos regresaban a Granada, aquellos perros les asaltaron y les infligieron toda clase de humillaciones, les arrastraron por el suelo y agotaron la fuerza de sus brazos y piernas con el peso de las cadenas.
Mientras el sultán emprendía la expedición contra los infieles, yo quedé en la Alhambra gobernando la nave del Estado. Una semana más tarde, recibí una misiva del sultán, escrita de su propio puño, en la que me informaba de la toma de Utrera:
«Allah ha tomado venganza sobre los habitantes de la ciudad que maltrató a los musulmanes y una vez que nuestras espadas se empaparon en su sangre, hemos liberado a más de mil cautivos, que enflaquecidos salieron de su prisión libres de los hierros que aferraban sus tibias y con las marcas de los yugos que oprimían sus cuellos. Utrera ha sido presa de la ruina. Y el fuego se hizo dueño de sus templos. El humo eclipsó el sol y las casas blancas se desvanecieron como la luna nueva».
Con enorme gozo me dirigí a las gentes de Granada y les comuniqué la buena noticia: «Allah había otorgado a nuestro afortunado sultán la victoria sobre los idólatras de Utrera».
Muhammad ibn Yusuf se sentía fuerte. Regresó a Granada triunfante, cargado con un inmenso botín de guerra y se dejó seducir por la gloria de las conquistas. Tenía un ejército poderoso con moral de victoria. Contaba con dos generales de prestigio, Alí ibn Badr que mandaba a setecientos jinetes, los legendarios «Voluntarios de la Fe», guerreros temibles del norte de África. Y el aguerrido arráez Faray ibn Ridwan, que estaba al mando de mil doscientos ballesteros granadinos, considerados los mejores del mundo.
Por el contrario, a don Pedro no le iban tan bien las cosas; su hermano bastardo había conseguido reunir nuevas fuerzas con la ayuda del rey de Francia y había entrado en Calahorra.
El sultán de Granada puso sus ojos, cual halcón, sobre la fecunda ciudad de Jaén. Una plaza de máxima importancia, rodeada de una dilatada campiña recamada de plateados olivares; un paraíso cuyos moradores están destinados al fuego eterno; sus templos son antros de serpientes venenosas, donde se levantan efigies que son adoradas entre ruidos de campanas.
Jaén era una de las ciudades que se negó a rendir tributo a don Pedro, y se mantenía fiel a Enrique de Trastamara. Muhammad aprovechó tan excelente pretexto para lanzar a los guerreros del Profeta, ¡el que conduce al Paraíso! contra la ciudad idólatra, agitando las hojas de sus espadas, izando el hierro de sus soberbias lanzas por el poder de Allah.
A las puertas de Jaén, el rugido de los fieles de Allah y el retumbar de sus tambores sembraron el miedo en los corazones de sus enemigos, y las murallas de la ciudad fueron abatidas por asalto. Las flechas volaban sobre las cabezas de los combatientes como bandas de cuervos. Oleadas de polvo cubrían a los soldados en una lucha violenta y despiadada. Nuestros jinetes atravesaron en tropel las defensas cristianas y las espadas rasgaban los cuerpos de los infieles, sembrando el pavor en un campo ensangrentado. El viento de la victoria agitó los estandartes de Al-Ándalus. La ciudad fue conquistada y se extendieron por ella la muerte y el saqueo; las casas fueron incendiadas y sus moradores hechos cautivos.
Antes de abandonar la ciudad en llamas, el sultán recompensó a sus hombres repartiendo entre ellos el botín; se aumentaron las provisiones, se facilitó montura a aquellos que la habían perdido, y después de pedir el auxilio de Allah, el Poderoso, las banderas del Islam se dirigieron a la ciudad de Úbeda.
Esta ciudad, plaza fuerte de la frontera oriental, se asienta sobre una planicie defendida por altas murallas y un imponente alcázar. Al anochecer, a pocas millas de la urbe cristiana, los musulmanes izaron sus tiendas. Y cuando los albores de la madrugada levantaron el velo de la noche, los fieles de Allah cargaron contra el enemigo. A su paso, los campos fueron arrasados, la hierba devastada, las murallas temblaron y los edificios fueron pasto del fuego. La medina fue tomada a viva fuerza de las lanzas. Las flechas rasgaron el aire con el silbido de la muerte y los alfanjes cortaban cabezas sin cesar. La ciudad tomó el aspecto del día del juicio final y la muerte se enseñoreó de aquella espaciosa villa. Sus bravos defensores lucharon, sin excluir a las mujeres, defendiendo calles y plazas, resolviendo morir en medio de la devastación.
La inexpugnable Alcazaba brindaba seguridad a sus ocupantes, que resistían los embates de los granadinos. Los mandos militares consideraron que la toma del Alcázar costaría demasiada sangre a nuestras tropas y ordenaron la retirada. Los soldados de Allah gritaron al viento la profesión de fe y profiriendo alabanzas a Dios, iniciaron el retorno a nuestras tierras, dejando atrás a los infieles abatidos y humillados. Los adalides se adelantaron con la buena nueva, proclamando por zocos y plazas la victoria del Islam.
Las tropas de Muhammad ibn Yusuf entraron triunfantes en Granada, exhibiendo un inmenso botín y seis mil cautivos. El sufrido pueblo granadino, que no estaba acostumbrado a tantos triunfos militares, recibió a su soberano con entusiasmado fervor. Se declararon cinco días de fiesta y en el campo de la al-Musara se celebraron justas y torneos en los que participó el sultán.
El último día de los festejos, coincidiendo con el trigésimo aniversario del emir, se celebró un acto institucional en el Salón del Trono, donde el sultán tomó el sobrenombre de: al-Gani bi-lláh [el que se contenta con la ayuda de Dios].
El sultán mostró el deseo de que, con este apelativo, se le conociera en la posteridad y desde entonces, en todos los documentos, cartas, decretos y monedas aparecía este título junto a su nombre.
El gran adulador de la Corte, Ibn Zamrak, se ocupó de adornar puertas, fuentes, muros y zócalos del palacio con sus poemas, haciendo mención al apelativo que al sultán tanto agradaba.
Eran días de gloria, pero yo me sentía cansado. En una audiencia privada le recordé al sultán que ya se habían cumplido con creces los dos años de plazo al frente del gobierno, y puesto que el reino gozaba de estabilidad política y financiera, le mostré mi deseo de abandonar mis cargos en la Corte para realizar la peregrinación a la Meca, antes de que la edad me lo impidiera. Pero Muhammad se negaba a prescindir de mis servicios y me encargó redactar varias cartas relatando sus hazañas bélicas, para darlas a conocer al jeque de la Meca y a los sultanes de Fez y Túnez.
Las obras de la Alhambra avanzaban a buen ritmo y se culminaron las del Maristán u Hospital en el barrio Ajsáris, al otro lado del río Darro, en la colina del Albaycín.
Fue ésta la gran obra caritativa y de piedad que Muhammad al-Gani bi-lláh ordenó construir en beneficio de su pueblo. El sultán asignó cuantiosos bienes para su sostenimiento, con el fin de que, de forma gratuita, fueran acogidos toda clase de enfermos, tanto granadinos como extranjeros, hasta su restablecimiento o su muerte.
El Maristán, además de hospital, es un centro donde se realizan valiosos estudios sobre las enfermedades y los remedios para curarlas. Se experimenta la extracción por reducción de las cataratas. Se desarrollan nuevas formas curativas, con dietética e hidroterapia. Se tratan las fiebres tifoideas aplicando baños de agua fría. Se hacen profundos estudios sobre la lepra, la viruela, las parálisis o las inflamaciones del hígado. Se utiliza el torniquete contra las hemorragias y se practica el cauterio de fuego en las heridas infectadas.
Se han descubierto nuevos diagnósticos en la orina y la apreciación de la calentura por el pulso. Se han publicado tratados para extraer piedras en la vejiga y el riñón; también la curación de luxaciones y rotura de huesos, extracción de flechas y asistencia a partos difíciles. Se ha perfeccionado la cirugía con anestesia. Y se han dado a conocer recomendaciones a propósito de la higiene en las relaciones carnales y las enfermedades que se derivan de ellas.
Este gran hospital se levantó sobre un solar en el barrio Ajsáris, cercano a la margen derecha del río que cruza la ciudad. Los alarifes ejecutaron las obras en un periodo de veinte meses. A mediados del mes de Sawwal del año 768 [1367] se celebró la fiesta de la inauguración.
El edificio consta de dos plantas en forma rectangular. Y, por expreso deseo del sultán, fue embellecido con toda clase de ornamentos de brillante policromía y riqueza decorativa, que alegraran la vista y levantaran el ánimo de los enfermos.
El centro del edificio alberga un gran patio ceñido por galerías con cuatro accesos a la planta superior por escaleras simétricamente colocadas; las naves están divididas en celdas que rodean el atrio central. La superior dedicada a las mujeres y la inferior a los hombres. Ambas plantas descansan sobre pilares de ladrillos bordeando el patio, cuyo centro lo ocupa una extensa alberca con surtidores, rodeada de árboles frutales y hierbas aromáticas, que componen un idílico escenario para los enfermos. La techumbre del edificio está cubierta con tejas de barro esmaltado, alternando las de color blanco con las azules.
Sobre el dintel de la puerta principal, cuyas hojas de madera de cedro están enriquecidas con alguazas plateadas, anillas de bronce y clavos dorados, figura la lápida conmemorativa de la construcción en forma de arco de herradura aguda, rodeada por una franja de azulejos blancos y azules moldeados en ángulos rectos. A los lados de las puertas, se extiende una decoración de traza geométrica y una inscripción en relieve, con el lema de la divisa Nasrí: «Sólo Dios es vencedor» que puede leerse hacia arriba o hacia abajo.
La lápida conmemorativa contiene un epígrafe en caracteres cúficos andalusíes con loas a Allah y al Emir de los Creyentes: al-Gani bi-lláh Abu Abd Allah Muhammad ibn al-Hayyay Yusuf constructor del Maristán, figurando también las fechas de comienzo y finalización de la obra.
En la ceremonia de inauguración, el sultán dirigió a los médicos las siguientes palabras:
«Es mi deseo que aquí sean recogidos los enfermos pobres y desahuciados; y que vosotros los atendáis en todas sus necesidades, procurando que, cuanto antes, recobren la salud perdida; también debéis acoger a los locos que han sido abandonados por sus familiares, lo cual es un oprobio impropio de un creyente».
Mientras tanto, el rey de Castilla había sentado sus reales en Sevilla, su ciudad favorita; pero don Pedro estaba lejos de mantenerse estable en el trono. La ciudad de Córdoba le negaba su obediencia y se declaró en rebeldía. Enrique de Trastamara, al frente de un nutrido ejército integrado por fuerzas aragonesas y francesas, con los temibles mercenarios de Beltrán Du Guesclín, avanzó triunfante desde Calahorra hasta Toledo, a la que puso cerco. Así pues, la guerra entre los dos hermanos continuaba, con la diferencia de que el Bastardo contaba con aliados muy poderosos, por lo que don Pedro tuvo que recurrir, de nuevo, a la ayuda de Granada.
En la Alhambra, un emisario del rey de Castilla fue recibido con especial deferencia y mucha expectación. Esta vez, don Pedro no utilizó una misiva, como era costumbre. Para darnos a conocer su plan bélico, se sirvió de un mudéjar, que nos trasmitió el mensaje de forma oral.
El rey cristiano proponía al sultán unir sus fuerzas formando un gran ejército para atacar Córdoba. Si el Bastardo no quería perder esta importante plaza, tendría que retirar las tropas que asediaban Toledo.
Era tal la inquina que don Pedro sentía contra la capital cordobesa, que se la ofreció al sultán como trofeo, si era conquistada.
Al emir le brillaron los ojos como el león hambriento acecha a la gacela.
Córdoba, madre de las ciudades, la de poderosas murallas y elevados alminares, desde los cuales, entre el quejido de las norias, los almuédanos llamaban a la oración, cuando esta famosa urbe brillaba como una perla bajo el ala protectora de los califas. Ciudad venerada del Islam, lugar de peregrinación de los musulmanes, cuya incomparable mezquita aljama ha sido profanada por los adoradores de la Cruz. ¡Quiera Allah, el Omnipotente, que torne a ella el Islam!
Los alfaquíes llamaron a los granadinos a la lucha contra el infiel. El sonido de los tambores de la Guerra Santa llegó hasta los rincones más alejados del reino; y hombres de todas las comarcas se presentaron en la capital con sus monturas y los aprestos necesarios para el combate. Era tal el número de voluntarios, que la ciudad se quedó pequeña para albergarlos, y la gran mayoría tuvo que acomodarse en los terrenos circundantes. La Vega se vio invadida de hombres armados y caballos de toda condición; en torno a las hogueras se congregaban rudos campesinos o hábiles artesanos, todos convertidos en soldados dispuestos a la lucha. Los capitanes les agruparon en la explanada de la al-Musara y el sultán presidió una revista militar.
Cuando todo estuvo dispuesto, un ejército de sesenta mil hombres, encabezados por su monarca, se puso en marcha hacia la villa de Qasira [Casariche], cerca del río Yeguas, donde el rey de Castilla esperaba a sus aliados granadinos.
Los cristianos habían acampado en el exterior de aquella población, y al oír el sonido de los tambores que precedía a un ejército inmenso, quedaron asombrados al contemplar aquella muchedumbre de guerreros enardecidos, que agitaban sus armas y hacían brillar sus espadas bajo un sol radiante de primavera.
Don Pedro salió al encuentro del sultán y ambos monarcas se abrazaron, entre el clamor de sus respectivas tropas. Se plantaron las tiendas, manteniéndose ambos ejércitos unidos, bajo la disciplina y la autoridad de sus mandos.
Al rayar el día, una marea humana, que cubría toda la llanura hasta perderse en el horizonte, se puso en marcha hacia Córdoba. A una parasanga del río Guadalquivir, las tropas se detuvieron, teniendo a la vista a la gran urbe. Un enorme puente conducía a la ciudad protegida por gruesas murallas guarnecidas con hombres y erizadas de lanzas. El sol de la mañana, transformaba el color gris de sus muros en un rojo refulgente. Se avanzaron las torres hasta situarlas cerca de las murallas. Los infieles a la vista de nuestros planes, ya estaban preparados para recibirnos con piedras y flechas. Los escaladores se encontraron con un torrente de fuego ardiente. A lo largo de las murallas, los defensores de la ciudad, protegidos con mallas y corazas, y armados de espadas, lanzas y ballestas, aparecían desafiantes y no paraban de aullar y de maldecirnos. Desde las almenas los arqueros disparaban flechas incendiarias contra las torres, consiguiendo que una de las estructuras fuera pasto de las llamas. Los escaladores que manejaban la torre, se lanzaban al río envueltos en llamas, ardiendo como teas.
Nuestras tropas habían comenzado a ordenarse en posición de ataque, cuando una milicia de adoradores de la Cruz, salió de las murallas y nos atacó por sorpresa con teas encendidas. La caballería ligera cargó contra ellos, dispersando a los infieles; pero una multitud, bien armada, apareció sobre el puente, que salva el Gran Río, y arremetió con furia contra nuestros peones. Las espadas enrojecieron, las lanzas entrechocaron y sobrevino una lucha feroz cuerpo a cuerpo. Los jinetes bereberes realizaron una maniobra envolvente que encerró en un círculo mortal a los atacantes. La muerte visitó a nuestros enemigos y nuestras banderas ondearon victoriosas. Castellanos y granadinos se precipitaron al río, cuyo caudal infundía pavor, persiguiendo a los cordobeses. Se luchaba a espada y lanza sobre las aguas turbulentas y los cadáveres flotaban a la deriva. Los escaladores lograron asaltar las murallas y la victoria parecía segura, cuando la noche infiel protegió a los impíos.
Durante la noche, varios hombres talaron un árbol y construyeron un ariete. El tronco iba suspendido de cadenas y la punta provista de un pico de hierro.
Al día siguiente amaneció con un cielo oscuro y amenazador.
Los cristianos se mostraban desafiantes, al pie de las murallas, prestos para la batalla. Nuestras tropas embistieron con determinación, como las olas de un mar de acero. Los voluntarios de la fe, portando en la punta de sus lanzas estopa encendida, abrieron brecha en los parapetos. Los ejércitos se desbordaron. Lenguas de fuego sembraban la desesperación y el terror. El ángel de la muerte extendió sus alas sobre el campo de batalla y un velo de horror cubrió a los combatientes. Los cuerpos decapitados de los adoradores de la Cruz fueron pisoteados y sus cabezas humilladas por los cascos de las bestias. El ariete golpeaba las puertas de la ciudad y los cerrojos cedieron. Nuestros soldados se disponían a penetrar en la villa, cuando el cielo se abrió y sobrevino el diluvio. La lluvia caía torrencial formando una cortina de agua que impedía divisar al enemigo. Al otro lado del río, los cordobeses apoyados por su pueblo, cerca de sus abastecimientos, combatían en mejores condiciones. El terreno se convirtió en un lodazal, donde los hombres de a pie se hundían y los jinetes se veían impotentes para sacar del barro a sus cabalgaduras.
El ejército cordobés se encerró en la ciudad y los nuestros, cubiertos de lodo sobre un pavimento resbaladizo, se esforzaban en sostener sus armas bajo un torrente que manaba del cielo. Durante cinco días, las tormentas nos castigaron con su furia; la incesante lluvia desbordó el río, anegando el campamento. Los víveres se corrompieron.
Ante el peligro de que nuestros hombres fueran arrastrados por las corrientes de agua. El rey de Castilla y el sultán dieron la orden de retirada. Con el espíritu sereno y la promesa de volver sobre Córdoba, cuando la estación venidera nos fuera más propicia, ambos ejércitos regresaron a sus cuarteles.
Pero aquella promesa nunca se cumpliría. Algún tiempo después de la retirada de Córdoba, un funesto suceso cambiaría el rumbo de la guerra y las relaciones entre Granada y Castilla.
Cuando las estrellas se desvanecieron y la luna huyó por occidente, Lisan al-Din interrumpió su relato.