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A LA noche siguiente, Jalid, con gesto aliviado, comunicó al prisionero que su hijo se sentía mejor. El ayuno había beneficiado la salud del niño y tras ingerir el remedio, el dolor del vientre había comenzado a remitir.
—¡Demos gracias a Allah, el Omnipotente! —exclamó Lisan al-Din.
—¡Que Allah recompense tu sabiduría! —añadió Jalid—. Y ahora te ruego que continúes con el relato que interrumpimos ayer. Ardo en deseos por conocer si fueron castigados los verdaderos culpables de la muerte del sultán.
—Resulta que tras la trágica muerte de Muhammad IV, Allah quiso compensar aquella desgracia, derramando beneficios sobre Granada. El nuevo sultán, Yusuf, conocido también por su kunya «Abu-l-Hayyay», abrió las puertas de una época de gran prosperidad en Al-Ándalus. Reformó el ejército, suprimió muchas guarniciones del interior para reforzar las fronterizas. Y siempre prefirió la diplomacia a las empresas bélicas.
El apuesto Yusuf no estaba destinado a reinar. Bahara, su madre, era una preciosa concubina castellana que el sultán Abu-l-Walid adoraba. Pero en la línea sucesoria, Yusuf era segundo, detrás de su hermano Muhammad, hijo de la primera esposa del sultán.
La niñez de Yusuf había transcurrido en el harén, rodeado de mujeres que le prodigaban toda suerte de mimos y caricias, subyugadas por el encanto y la belleza del infante. Afortunadamente, su abuela Fátima, mujer de gran talento, lo tomó bajo su tutela y se ocupó de la educación del príncipe, procurándole los más sabios y prestigiosos maestros del reino. Cuando su padre, el sultán Abu-l-Walid, cuyas proezas guerreras le hicieron célebre entre su pueblo, fue asesinado por el alcaide de Algeciras, subió al trono el príncipe heredero Muhammad. Pero su reinado sólo duró ocho años, pues, como te conté, al regreso de un viaje a Fez, asesinos a sueldo lo mataron en una emboscada en el valle del Wadi al-Sagayayn [Río de las Acequias].
Yusuf, que contaba quince años de edad, fue proclamado emir por los miembros de la poderosa familia de los Abi-l-Ulá que, como recordarás, fueron los que contrataron a los asesinos de su hermano. El joven e inocente Yusuf, en agradecimiento por el apoyo prestado por los Abi-l-Ulá en su elevación al trono, nombró a Abu Tabit general de los ejércitos del Sur y caudillo de las milicias africanas, título que ya ostentó su padre, el legendario Utman ibn Abi-l-Ulá.
El nombre completo de este gran monarca era Abu-l-Hayyay Yusuf ibn Ismail, ibn Faray, ibn Ismail ibn Yusuf, ibn Nasr al-Ahmar. Yo le conocí bien, no en vano fui su secretario particular y su hombre de confianza, teniendo el privilegio de tratarle en la intimidad.
Yusuf fue la Luna Llena de los príncipes. La belleza de su rostro excedía a la del resto de la gente. Poseía unos ojos grandes y expresivos, unos dientes perfectos y brillantes, cabellos lacios y muy negros, y la tez blanca. Era de complexión fuerte y proporcionada. Su figura desprendía elegancia y majestad. Allah ¡ensalzado sea! le dotó de extraordinaria inteligencia y sano juicio. Yusuf era imaginativo, ingenioso y culto; apasionado por las Bellas Artes, cultivó la poesía y le fascinaba la arquitectura. Inclinado a la paz, se esforzó por mantener buena amistad con todos los reyes de su tiempo.
Al subir al trono, haciendo gala de su carácter pacifista, firmó treguas con Castilla y, seguidamente, hizo lo propio con el reino de Aragón. Merced a los acuerdos diplomáticos conseguidos tanto con los reinos cristianos como con los sultanatos del Magreb, se conservó la integridad del territorio durante varios años. Tiempo que dedicó a reorganizar el Estado y a la construcción de importantes obras públicas.
La paz trajo a Granada la prosperidad económica, y las artes literarias y arquitectónicas alcanzaron cotas difícilmente superables.
Al frente de la judicatura puso al que fuera cadí supremo en el reinado de su hermano, al ilustre maestro Abu Abd Allah ibn Yahyá. Yusuf, no quiso saber nada de su intrigante tío, Ibn al-Mawl, que aspiraba al puesto de hayib o gran visir, pero, influenciado por Abu Tabit, tampoco renovó en su cargo a Abu-l-Nuaym Ridwan, primer ministro de su hermano, y nombró como visir a Ibrahim ibn Abd-l-Barr, hombre que poseía enormes riquezas y cuantiosas rentas, pero dominado por una irrefrenable codicia. Afortunadamente, el joven sultán rectificó pronto y, pocas semanas después del nombramiento, Ibn Abd-l-Barr fue destituido y el cargo lo ocupó el inteligente y leal Abu-l-Nuaym Ridwan.
Al frente de las tropas granadinas, Ridwan había demostrado gran valor y bravura en todas las campañas militares en las que participó. Pero además de buen guerrero, se reveló como un hábil diplomático. Como recordarás, acompañó a Muhammad IV en su viaje a Fez, para obtener del sultán meriní ayuda militar para enfrentarse al poderoso rey de Castilla. El hayib llevó el peso de las negociaciones y sus dotes diplomáticas hicieron posible que llegaran a buen término. Infelizmente, el viaje terminó mal, pues Muhammad fue asesinado cuando regresaba a Granada y Ridwan, testigo del horrendo crimen, estuvo a punto de perecer a manos de los asesinos.
Con la llegada al trono de Yusuf, el hayib Ridwan se convirtió en el hombre fuerte del reino. El sultán depositó en él toda su confianza, aceptando sus iniciativas políticas que resultaron muy beneficiosas para el emirato.
Siguiendo los sabios consejos de su visir, Yusuf ordenó reforzar las defensas de la capital y de las ciudades fronterizas. Se completó la circunvalación de las murallas de la Alhambra y se cerró el muro que rodea el populoso barrio del Albaycín. En la estratégica ciudad costera de Málaga, se amplió la fortaleza de Gibralfaro y se levantaron atalayas a lo largo de la costa y de toda la frontera.
Mi maestro Ibn al-Yayyab fue confirmado como rais alkuttab [jefe de la Secretaría del Estado]. Y el rais renovó su confianza en mí y me encargó las tareas propias de un secretario de la Corte. También me encomendó trabajos literarios en honor del sultán. Mi maestro era muy exigente y, a veces, ponía a prueba mi ingenio haciéndome improvisar, delante del sultán y sus cortesanos, casidas relacionadas con algún suceso acaecido en la ciudad o la Corte. He de decir que siempre salí airoso del trance, lo que me valió los elogios del sultán y el reconocimiento de mi maestro.
Gracias a la capacidad diplomática de Yusuf y su visir, Granada gozaba de una desacostumbrada estabilidad política, en la que sus habitantes disfrutaron de un largo periodo de prosperidad social y económica. Pero ocurre, estimado Jalid, que en los palacios el monstruo de la codicia nunca duerme. El poder que había acumulado el hayib despertaba envidias y recelos. Fuerzas oscuras se conjuraron en su contra. Sus enemigos sembraron malquerencias sobre la adquisición de su patrimonio, y algunos alfaquíes reprobaban su origen cristiano.
El ambicioso tío del sultán, Ali ibn al-Mawl, frustrado por no haber conseguido el puesto que tanto codiciaba, extendió el veneno de la difamación entre los consejeros del emir hasta conseguir que el noble hayib cayera en desgracia. Y, persuadido por su ambicioso tío, Yusuf cometió uno de los errores más grandes de su reinado, al ordenar que Ridwan fuera arrestado.
Recuerdo bien aquel atardecer. Me dirigía a la mezquita de la Alhambra para realizar la oración del Magreb, cuando observé que el hayib era sacado del oratorio por un grupo de guardias, al mando de los cuales iba un individuo vestido de negro, con el rostro velado y unos ojos de un color fosforescente; lo llevaban con las manos atadas y lo encerraron en la prisión del palacio.
Al día siguiente, me enteré de que todos sus bienes habían sido confiscados, pasando a formar parte del patrimonio real. Ridwan fue trasladado a Almería, siendo arrojado a las mazmorras de la Alcazaba. Y Ali Ibn al-Mawl, al fin, logró su propósito y fue nombrado visir.
—Ya veo el daño que puede producir la envidia unida a la codicia —comentó Jalid.
—Así es, pero el monarca granadino no tardaría en lamentarlo. En el tablero bélico de aquel tiempo, Granada era una pieza codiciada por el ambicioso sultán de Fez, Abu-l-Hasan Alí y, por supuesto, por el tirano de Castilla, Alfuns ibn Hernando [Alfonso, hijo de Fernando].
La ayuda que el sultán de Fez había prestado al asesinado Muhammad en la defensa de Gibraltar no fue gratuita. Una vez expulsados los cristianos, el ejército magrebí se estableció en aquel territorio y el príncipe Abu-l-Malik, primogénito del sultán de Fez, se comportaba como dueño y señor de la ciudad, estableciendo cabezas de puente que facilitaban el paso del Estrecho a los contingentes militares africanos.
Mientras Yusuf estaba en paz con los reinos cristianos, Abu-l-Malik no respetó la tregua y atacó la frontera occidental, arrasando a sangre y fuego la comarca de Jerez. La tropa meriní acampó a orillas del río Barbate, pero en plena noche, mientras dormían, fueron sorprendidos por los cristianos, que los pasaron a cuchillo. Nadie escapó a la matanza. Con rapidez y fiereza, los africanos fueron degollados junto a su lecho; algunos intentaron huir corriendo campo a través, mas los jinetes cristianos, armados con lanzas y largas espadas los exterminaron a todos. En la sangrienta refriega perdió la vida el príncipe Abu-l-Malik y los cristianos se hicieron con un enorme botín en armas y provisiones.
La noticia de la muerte del príncipe encolerizó a su padre el sultán meriní, que mediante levas reclutó un gran ejército de hombres y barcos y se dispuso a vengar la muerte de su hijo.
Después de la plegaria del viernes, cuando Allah ¡ensalzado sea! purificó sus espíritus y serenó sus conciencias, Abu-l-Hasan Alí, al mando de 140 barcos de guerra, se apresuró a pasar el mar.
El rey de Castilla advirtió el peligro y envió a su armada a impedir el paso de los africanos. En las aguas del estrecho de Gibraltar, se libró la batalla naval más grande de aquel tiempo. Allah, el Omnipotente, concedió la victoria a los musulmanes, aniquilando a la flota cristiana. Después de aquella victoria memorable, el Estrecho se llenó de barcos transportando hombres y bestias de carga. Abu-l-Hasan Alí, con su familia y servidores, al frente de un gran ejército que anhelaba la guerra, desembarcó en la Isla Verde [Algeciras].
El desembarco de los africanos alarmó al pacífico Yusuf. El monarca granadino conocía las apetencias del sultán de Fez por dominar Al-Ándalus. Los sultanes magrebíes siempre miraban codiciosos al reino de Granada, y cada vez que los andalusíes les pidieron ayuda para detener la expansión de los reinos cristianos, los monarcas meriníes enviaban expediciones en apoyo de los granadinos, pero los expedicionarios magrebíes se dedicaban a hacer la guerra por su cuenta en correrías en busca de botín. Los generales africanos se comportaban como auténticos reyezuelos. Por lo que la desconfianza de los granadinos hacia los bereberes era tal, que a veces tuvieron que pedir ayuda a las tropas de Castilla para librarse de ellos.
El poderoso sultán de Fez, Abu-l-Hasan Alí, ebrio de orgullo por su victoria naval sobre los cristianos, había acampado a las puertas de Algeciras con todo su ejército.
Lo más inquietante era que se había trasladado a Al-Ándalus con un numeroso séquito de cuarenta naves, lujosamente equipadas, que transportaban todos sus caballos; su guardia personal, compuesta de doscientos cincuenta guerreros negros adiestrados para morir en defensa de su emir; sus esposas y concubinas con sus hijos; vajillas y toda clase de utensilios y sirvientes domésticos para instalarse durante una larga temporada.
Yusuf no sabía qué hacer. Entonces se dio cuenta de su gran error. Echaba de menos tener a su lado un consejero inteligente y sagaz como Ridwan. El nuevo visir, su tío Alí ibn al-Mawl, no era el hombre idóneo para el cargo. Resultó ser un ministro soberbio y violento, que se excedió en el ejercicio de sus funciones, causando no pocos quebrantos al sultán.
Yusuf quiso reparar la gran injusticia cometida con su antiguo hombre de confianza y ordenó que Ridwan fuera puesto en libertad. Éste, que se encontraba encarcelado en las mazmorras de Almería, recibió la autorización del emir para regresar a Granada. Cuando llegó a la Corte, fue recibido con todos los honores, se le restituyeron todos sus bienes y Yusuf le volvió a ofrecer la jefatura del gobierno y el mando del ejército. Pero Ridwan se sentía demasiado herido por la ignominia cometida contra él y rechazó el ofrecimiento del sultán. Mostró al monarca su deseo de vivir apartado de la vida pública, ajeno a cualquier actividad política.
Yusuf respetó el deseo de Ridwan, pero estaba desorientado. ¿Qué pretendía el ambicioso Abu-l-Hasan Alí, asentado en Algeciras? El emir granadino no sabía cómo manejar aquella situación imprevista. Tras su victoria aplastante sobre los cristianos, todo indicaba que el de Fez aspiraba a apoderarse de Al-Ándalus. El recuerdo de la invasión almohade oscureció el corazón de Yusuf, que no encontraba la salida a aquel enredo político.
La situación se tornó más grave cuando llegó la noticia de que el rey de Castilla había llamado a la Guerra Santa contra los musulmanes. Aquello complicaba más las cosas. Si los cristianos derrotaban al sultán de Fez, el tirano de Castilla pondría sus ojos sobre Granada, y si era Abu-l-Hasan Alí el vencedor, se adueñaría de Al-Ándalus.
En este punto de la narración, Lisan al-Din y su carcelero se vieron sorprendidos por el alba, y el prisionero interrumpió su relato.