17
EN AQUEL anochecer otoñal, la luz se desplomó veloz, envuelta en crespones negros.
El eco de los pasos del carcelero sacó de su ensimismamiento al prisionero andalusí.
Jalid se encontró con la mirada, entre recelosa y angustiada, de un hombre que parecía esconderse entre brumas azules. Con gesto abatido, Lisan al-Din murmuró:
—Mi tiempo se acaba. Hoy he recibido una noticia que, como una espada, ha cortado todas mis esperanzas.
Jalid, sorprendido, aguardaba en silencio a que el prisionero le desvelase el motivo de su desaliento.
Lisan al-Din continuó, anunciando a su carcelero:
—Mi amigo Ibn Jaldún, que había llegado a Granada confiado en la amistad que le unía al sultán, para interceder por mí, ha sido expulsado de Al-Ándalus.
Ibn Jaldún pronto se percató de que las cosas en Granada habían cambiado mucho desde la última vez que la visitó. El sultán fue remiso en recibirle. Lo hizo veinte días después de su llegada. En la Corte, sintió la hostilidad que despertaba, el solo hecho de pronunciar mi nombre. Cuando fue recibido por el visir, Ibn Zamrak, que ahora ocupa mi puesto, éste comenzó a lanzar toda clase de improperios contra mí; escudriñando en mi vida, relató todos los errores, tropiezos o faltas que, según él, yo había cometido. En las lenguas de los consejeros comenzaron a sonar acusaciones de traición y herejía. Y unos días antes, el Cadí Supremo me había declarado hereje y ordenó quemar mis libros. Afortunadamente, gran parte de mis obras se encuentran a buen recaudo.
Mi buen amigo Ibn Jaldún se esforzó en defender mi inocencia y mi honor, pero no era escuchado. Por fin, cuando estuvo ante el sultán, éste lo recibió frío y distante; Ibn Jaldún apelando a su vieja amistad con el monarca, imploró mi perdón, pero el sultán, al oír mi nombre, montó en cólera y ordenó a su antiguo consejero y amigo, que abandonase de inmediato Al-Ándalus.
Ibn Jaldún no daba crédito a lo que le estaba pasando, no reconocía al bondadoso y solícito sultán que le había obsequiado con su amistad, con el que había compartido mesa y confidencias y que, ahora, le trataba de forma tan airada. Los servicios que había rendido al emirato, habían sido olvidados y el afable Muhammad ibn Yusuf se había convertido en un hombre colérico, lleno de resentimiento y odio.
Durante mi etapa de primer ministro, siempre huí de la lisonja y eso me creó enemistades. Con el sultán me mostré sincero y no me reprimí en mostrar mi desacuerdo en algunas cuestiones, aunque a él le resultaran incómodas. Muhammad se mostraba cada vez más molesto cuando le advertía sobre su conducta. Le insistía en que pusiera coto al despilfarro; le urgía al ahorro y a dedicar el erario público a asegurar las fronteras del Islam. Le reprobaba que se rodeara de aduladores y se dejara guiar por oportunistas.
Me indignaba que, seducido por la poesía recargada y el servilismo untuoso de su secretario Ibn Zamrak, no descubriera la fatuidad y la estulticia de este personaje, que ya no escondía su ambición por conseguir el visirato.
Muhammad ibn Yusuf se mostraba displicente y soberbio. La incompatibilidad y la desconfianza mutua, me obligaron a tomar la decisión de retirarme de la política. Y así se lo hice saber a mi señor, el sultán. Mas entonces, ocurrió que la guerra victoriosa que el rey de Castilla mantenía contra su hermano, cambió de signo y don Pedro, acorralado y sin aliados, pidió ayuda a Granada; por lo que el sultán me obligó a permanecer en mi cargo. ¡Otra vez la guerra!
El origen del enfrentamiento entre el rey de Castilla y su hermanastro Enrique, hay que buscarlo en la numerosa prole de hijos bastardos que su padre, el rey Alfonso, tuvo con su concubina, Leonor, una sevillana de singular belleza. A la muerte del rey Alfonso, heredó el trono su hijo legítimo Pedro. Pero desde ese momento, la sombra de los numerosos hijos bastardos, a los que su padre había reconocido, y en especial Enrique, por el que mostró su preferencia y había dotado de privilegios, títulos nobiliarios y castillos, amenazaba al príncipe heredero.
Todo se agravó por el carácter y la forma de gobernar del rey Pedro, demasiado impulsivo y violento. Por simples sospechas, condenó a muerte a ministros, consejeros e incluso a miembros de su familia. Aquellas muertes innecesarias empeoraron la situación de la Corona y don Pedro fue tachado de cruel y vengativo, provocando el malestar de la nobleza castellana.
Estimado Jalid, te voy a contar un hecho, que pone de manifiesto el carácter receloso y feroz del rey de Castilla:
En la guerra que mantuvo Muhammad, para recuperar el trono, contra el Bermejo, había un caballero cristiano que combatía a nuestro lado, y que se ganó la amistad del sultán. Se llamaba Martín López, durante la contienda, ambos comían juntos en la tienda del emir, competían en torneos y jugando al ajedrez. En el campo de batalla, Martín, al frente de los caballeros de Calatrava, peleó con bravura temeraria contra las huestes del Bermejo. Muhammad sentía gran aprecio por él, y su amistad llegó a ser íntima. Pues bien, algún tiempo después, el rey de Castilla envió a Martín a la ciudad de Córdoba con la orden de matar a Gonzalo Fernández de Córdoba y a otros caballeros de la alta nobleza porque tenía la sospecha de que se habían pasado al bando de su hermanastro. Pero Gonzalo pudo escapar, antes de que llegara Martín.
Al enterarse de la fuga, el rey Cruel, en un ataque de ira, acusó a Martín de haber dejado escapar al noble. Resuelto a castigar lo que él creía una traición de su hombre de confianza, se puso de acuerdo con el alcaide de Martos, para que citase a Martín en la fortaleza de esa ciudad. Éste acudió a la cita, creyendo que se encontraría con el rey, pero apenas penetró en el castillo, los hombres del alcaide lo apresaron y lo encerraron en una mazmorra. El alcaide esperó a que le llegase la orden del rey para matarlo. Pero antes de que don Pedro diera al alcaide la orden fatídica, Martín nos hizo llegar a Granada un aviso, en el que nos daba a conocer la apurada situación en la que se encontraba, y por la que corría peligro su vida.
El sultán me ordenó escribir una carta al rey de Castilla, pidiendo la libertad de su amigo Martín y anunciaba que si no se le otorgaba dicha merced, iría personalmente a Martos a liberar a un hombre valiente y fiel que se encontraba encarcelado sin ninguna culpa. Cabalgando veloz, partió de Granada un emisario a la Corte de don Pedro. Éste, a vuelta de correo, contestó al sultán con una misiva en la que se mostraba dispuesto a complacer a Muhammad, pero sin concretar nada. El sultán tuvo que poner todo su empeño y amenazó con romper la amistad que unía a ambos monarcas y atacar Martos si Martín López no era liberado. Pedro, al fin, accedió a liberarlo a regañadientes.
Otra característica del rey castellano era su temperamento extremadamente sensual, que le llevó a cometer numerosas liviandades, que no podía reprimir por tratarse de una pasión enfermiza.
A los 19 años se casó con una joven de la alta nobleza de Francia; la boda se celebró un lunes, pero el miércoles, con gran escándalo de la Corte, abandonó a su esposa y se reunió con su amante, que lo esperaba en la pequeña villa de La Puebla de Montalbán, cerca de Toledo.
Mediante ardides y engaños consiguió la abolición de su matrimonio y la esposa repudiada fue encerrada, por orden del rey, en un castillo. Blanca de Borbón, que así se llamaba la joven reina, procedía de un esclarecido linaje francés, era hija del duque de Borbón y sobrina del rey de Francia. Con este acto, don Pedro se granjeó la enemistad de los franceses, que nunca perdonarían el ultraje.
Pedro I de Castilla siguió con sus tropelías amorosas. La vida cortesana en Sevilla, se desenvolvía en un mar de intrigas y tensiones, por los amores del rey con la bella esposa de un noble, a quien desairaba públicamente, mientras alternaba su lecho con su amante oficial, María de Padilla, sobrina de su primer ministro.
El Gran Alfaquí de los cristianos, escandalizado por la vida lujuriosa del rey, le conminó a tomar una nueva esposa y a comportarse como un buen cristiano.
Para acallar los escándalos, don Pedro se casó, por segunda vez, con una joven viuda de la nobleza gallega; pero el rey cristiano era incapaz de reprimir la pasión enfermiza por las mujeres, y su unión con la noble gallega sólo duró un día. Después de la noche de bodas, el rey repudió a su reciente esposa y no la volvió a ver nunca más. Con este nuevo desprecio a las Cortes, se atrajo la enemistad de buena parte de la nobleza y la reprobación del Papa.
Pero no acaban aquí las torpezas del rey cristiano. La larga guerra que mantenían Castilla y Aragón resultaba demasiado costosa para ambos reinos. El monarca aragonés, Pedro el Ceremonioso, propuso un acuerdo de paz al castellano, y ofreció en matrimonio a su hija, Juana, al rey de Castilla. Pero don Pedro, después de sus fracasos matrimoniales, no quería ni oír hablar de casorios, y propuso el enlace de su hijo Alfonso, de tres años, con Leonor, hija menor del rey de Aragón. Los planes de boda no pudieron llevarse a cabo, por la muerte prematura del pequeño príncipe. El rey de Aragón envió a Castilla a su embajador Bernardo Cabrera para expresar a don Pedro sus condolencias por la muerte de su hijo, y le reiteró, de nuevo, el ofrecimiento de matrimonio con su hija Juana. Esta vez, el rey de Castilla aceptó, aunque el embajador aragonés le advirtió: «Que le era sabido que Juana no era virgen», pese a lo cual don Pedro, sorprendentemente, se ratificó en su palabra, y contestó al embajador que: «Él tampoco lo era».
Mas he aquí, estimado Jalid, que cuando la infanta aragonesa ya se encontraba de camino para realizar el enlace, le mostraron a don Pedro un retrato de su prometida y, de inmediato, anuló las nupcias, por encontrar a la novia demasiado fea.
Este desaire a la Corona de Aragón ahondó más la enemistad entre las dos monarquías y la pretendida concordia saltó por los aires. El irascible rey aragonés se vengó reconociendo como rey de Castilla a Enrique de Trastamara, con el que firmó una alianza para repartirse el reino de Castilla.
Como verás, Jalid, el rey cristiano se había creado demasiados enemigos para salir airoso de aquella guerra. Por el contrario, su hermano bastardo, Enrique, se atrajo a la nobleza descontenta, repartiendo señoríos, tierras y rentas; y todos los nobles que sufrían vejaciones o castigos por parte de don Pedro, se pasaron al bando del bastardo. Éste, para atraerse el favor del Sumo Pontífice, se declaró ferviente defensor de los valores cristianos y acusó a Pedro de no ser hijo legítimo de Alfonso. Hizo correr el rumor de que Pedro era hijo de un judío y que, como tal, protegía a éstos más que a los cristianos. El rumor corrió por villas y ciudades, provocando en el pueblo un sentimiento antisemita de terribles consecuencias, agravadas por la creencia, muy extendida, de que los judíos fueron los culpables de la Peste Negra. Siempre que Enrique de Trastamara entraba triunfante en una ciudad, se celebraba con una matanza de judíos.
Respaldado por la alta nobleza y encaramado en su estatus nobiliario como conde de Trastamara, Lemos y Sarriá, Enrique se creyó en la legitimidad de sublevarse contra su hermano. Se hizo coronar rey, y legitimó su alzamiento, declarándose el elegido por Dios, para luchar contra un monarca ilegítimo, protector de judíos y musulmanes.
Enrique de Trastamara seguía su campaña triunfal por Castilla. Cada día, se sumaban a su causa más y más nobles, que huían del trato recibido de Pedro el Cruel.
La balanza de aquella guerra se inclinaba del lado de Enrique; y como yo había previsto, cuando don Pedro se vio en dificultades, nos pidió ayuda urgente; pero Muhammad había licenciado a gran parte del ejército y las arcas del reino estaban vacías, por haber gastado demasiado dinero en la remodelación de la Alhambra. Recaudar impuestos y llamar a levas llevaría demasiado tiempo, por lo que se optó por enviar, con urgencia, seiscientos jinetes al mando de Faray Ibn Ridwan, hijo del honorable hayib asesinado por los esbirros del Bermejo.
Don Pedro, que estaba en guerra con Aragón, se encontraba sitiando la ciudad de Tarazona. El rey de Castilla sabía que los aragoneses se mostraban descontentos con su rey, desde que éste había fijado su Corte en Barcelona. Acusaban al Ceremonioso de reunirse en Cortes en Zaragoza, sólo, para pedir dinero y soldados, que empleaba en campañas militares que favorecían los intereses comerciales de los mercaderes catalanes, cosa que enfurecía a los aragoneses.
Con esta premisa, el rey castellano se dirigió a Tarazona, en la creencia de que la ciudad se le entregaría sin oponer resistencia, pero no fue así; Tarazona se resistió y el castellano puso sitio a la ciudad. Faray y sus aguerridos jinetes se unieron al cerco y don Pedro, con la ayuda granadina, conquistó Tarazona y la saqueó brutalmente. Tras apoderarse de algunos castillos, entraron en Teruel.
Pero el rey de Aragón tenía aliados muy poderosos. El rey de Francia le ofreció las llamadas Compañías Blancas, compuestas por doce mil mercenarios teutones, gascones, ingleses y españoles. Se trataba de una tropa de aventureros, desertores, bandidos y asesinos bajo el mando de un personaje siniestro, llamado Beltrán Du Guesclin; y al que el Papa de Aviñón y el monarca francés querían alejar de sus tierras, porque suponía una plaga insufrible dedicada al pillaje y al asesinato. Aquel ejército de indeseables exigió un sueldo de trescientos mil florines de oro, que tuvieron que pagar, a partes iguales, el rey de Francia, el de Aragón y el Papa Urbano.
Las Compañías Blancas entraron por Cataluña, avanzaron por el río Ebro y llegaron a Calahorra para unirse a las fuerzas de Enrique de Trastamara. Ante el empuje de aquella numerosa tropa, Pedro el Cruel se retiró a Sevilla con la intención de reunificar sus fuerzas y formar un gran ejército.
Mientras las tropas del Bastardo avanzaban sin encontrar resistencia, don Pedro aguardaba impaciente en Sevilla la llegada de una flota granadina con refuerzos de hombres de a pie y a caballo, que se demoraba demasiado. El Condestable de Castilla y los generales se mostraban nerviosos, los ánimos se hundían y la baja moral de la tropa inducía a la deserción. Ante la actitud un tanto recelosa de algunos nobles, don Pedro en un impulso de cólera gritó: «¡Aunque todos me abandonéis, siempre podré contar con la ayuda de mi amigo el sultán de Granada!».
Aquella frase se tergiversó y el rey sufriría sus consecuencias: por toda Sevilla se extendió el rumor de que don Pedro, para conseguir ayuda de Granada, había prometido al sultán adjurar de su fe y hacerse musulmán.
El pueblo se amotinó y rodeó el Alcázar lanzando toda clase de improperios contra su monarca, llamándole «moro». Don Pedro, impulsivo y colérico, al oír los insultos de la multitud, respondió poniendo en libertad a todos los musulmanes cautivos en la Atarazana de Sevilla. Una turbamulta enfurecida asaltó y saqueó el Alcázar, pidiendo que el rey fuese destronado. Don Pedro logró huir y, temiendo por su vida, se refugió en Portugal. De allí partió hacia Galicia. Los nobles gallegos, que se mantenían fieles a don Pedro, pero no disponían de suficientes fuerzas militares, le aconsejaron embarcar hasta las posiciones que los ingleses tenían en Francia, a fin de solicitar ayuda militar de éstos.
En Burdeos, el rey cristiano entró en negociaciones con el «Príncipe Negro», con este nombre se conocía al príncipe de Gales, debido al color de su armadura.
Inglaterra, enemiga de Francia, a la que había arrebatado algunos territorios en la larga guerra que mantenían ambos países, estaba dispuesta a ayudar a Pedro. El Príncipe Negro se comprometió a luchar al lado del castellano, hasta que éste recuperase todo su territorio, y a cambio exigió varias ciudades costeras del norte de la península, y una importante suma en oro de ley. A las conversaciones se unió el astuto rey de Navarra, Carlos el Malo, que también se comprometió a ayudar a don Pedro, a cambio de recibir algunos territorios del país Vasco y La Rioja. El rey Pedro, con tal de recuperar el trono de Castilla, aceptaba toda clase de concesiones, por humillantes que éstas fueran, a sabiendas de que nunca podría pagarlas.
Nuestros espías eran sagaces, y nos tenían bien informados de las andanzas de don Pedro.
En la guerra, estimado Jalid, es fundamental contar con una buena red de espías que informen de los movimientos del enemigo; de esta forma se consigue conocer la situación de fuerza o debilidad del contrario y dónde o cuándo pretenden atacarnos. Las batallas se ganan cuando se es capaz de adelantarse a los movimientos tácticos del otro. Con informaciones precisas de la situación y de los planes del adversario, se logra el triunfo, incluso contra un enemigo más fuerte. En la Alhambra estábamos al corriente de la situación política de todos los reinos cristianos.
Don Pedro se encontraba en Francia. Y con el reino de Castilla en manos del Bastardo, el peligro que se cernía sobre Granada era evidente.
Había comenzado el mes santo del Ramadán. Era noche cerrada y me encontraba en mi casa del Albaycín, cenando con mi familia, cuando recibí una orden del sultán para presentarme con urgencia en la Alhambra. En el Mexuar, el emir departía con el arráez Faray ibn Ridwan. El hijo del gran visir asesinado era un joven de complexión fuerte, pobladas cejas y una boca de labios finos, sobre un mentón cuadrado cubierto por una espesa barba negra. Parecía estar recién llegado del campo de batalla, vestía cota de malla y coraza; ceñía una enorme espada, y en su mano izquierda sostenía un casco con protección nasal. Había heredado el espíritu aguerrido de su padre y, producto de las muchas batallas que había librado, su cráneo estaba marcado con una profunda cicatriz que cortaba su frente y la ceja derecha.
Al inclinarme para besar la mano del sultán, éste me anunció:
—El Gran Alfaquí de los pueblos cristianos ha llamado a la Guerra Santa contra Granada. Nuestro valeroso y fiel servidor Ibn Ridwan —dijo señalando al arráez—, que después de su triunfal campaña en tierra infiel, ha regresado invicto a nuestros territorios, interceptó en la frontera de Jaén a un mensajero, que portaba el plan de guerra que han urdido los reyes cristianos contra nuestros territorios. Las tropas del rey de Aragón desembarcarán en la costa y atacarán Almería y sus aliados castellanos invadirán la frontera occidental. Los soldados cristianos tienen orden de talar, quemar y arrasar los campos y las cosechas, que aún no han sido recolectadas.
Faray ibn Ridwan apostilló:
—Según he sabido, por boca de mis cautivos, el nuevo rey de Castilla, Enrique, ha entrado triunfante en Toledo y ha sentado sus reales en Sevilla.
Tras un momento de duda, ante aquella noticia, sugerí:
—Majestad, debemos enviar embajadores a los sultanes del otro lado del Estrecho, en demanda de ayuda.
—Lo primero —ordenó el sultán, dirigiéndose a mí—, debemos comunicar al pueblo el peligro que nos acecha. Escribirás una jotbah [sermón] exhortando a los habitantes de Granada y de sus arrabales, así como a todos los pueblos y ciudades del reino, al cumplimiento del precepto de la Guerra Santa, para que sea leído en los púlpitos de las mezquitas. También escribirás, en mi nombre, cartas pidiendo socorro y ayuda militar a nuestros hermanos del Magreb: Escribe a nuestro piadoso y muy querido hermano Abu Fáris Abd-l-Aziz, sultán de Fez; así como a nuestro protector Abu Ishaq Ibrahim, califa de Ifrigiya [Túnez]. De nuestro bien amado hermano Abu Hammú Musa, sultán de Tremecén, tengo noticias de que su ayuda a nuestra causa, ya se encuentra en camino; sus barcos han zarpado con oro, plata, trigo y soldados hacia Granada.
—Majestad —dije de forma apresurada—, esta misma noche me pondré a trabajar. Y el viernes, en la mezquita mayor, yo mismo me encargaré de predicar la exhortación a la lucha contra los idólatras.
El viernes, la mezquita estaba llena a rebosar. Todos sabían que el visir iba a pronunciar el sermón de la oración del medio día, y eso significaba el anuncio de un acontecimiento importante.
Cuando subí al minbar [púlpito], sentí la mirada de los fieles clavadas en mi rostro. Comencé formulando la shahada o testimonio de fe:
En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso. No hay más divinidad que Dios y Muhammad es el Mensajero de Dios y su Profeta, el cual nos conduce al paraíso eterno, deseo y esperanza de la misericordia divina.
Os hablo de parte del Emir de los Creyentes y siervo de Allah, nuestro señor Muhammad, hijo de nuestro señor el Emir de los Creyentes Abu-l-Hayyay Yusuf, hijo de nuestro señor el Emir de los Creyentes Abu-l-Walid Ismail, amados y distinguidos por nosotros y por nuestros mayores, así como de cuantos gobernamos en la Medina Roja [La Alhambra] Dios la defienda; también de jeques de la más ilustre nobleza, de los sabios más notables, de los principales alfaquíes, de los preclaros visires, de los defensores que protegen nuestras fronteras, de todos aquellos que Allah nos ha conferido el gobierno de nuestra comunidad, nos ha llenado de vuestra obediencia y nos ha prohibido vuestra ruina.
Hoy vengo a anunciaros que la tregua de paz que habíamos pactado se ha roto, y nuestros enemigos, los idólatras, han desnudado sus espadas y están dispuestos a beber las copas de la muerte en una guerra contra el Islam. Aunque hasta ahora existía la vasta capacidad en nuestra patria, y os envolvía la seguridad y la tranquilidad, haceos cuenta que ahora estáis dentro de una ciudad cercada por una jauría de perros rabiosos. Nos circunda un mar, cuyas olas se levantan henchidas, y nos rodea una muralla a cuyas puertas nos espera el enemigo.
¡Hermanos, extendamos las manos a Dios en demanda de auxilio! A Él nos acogemos ante esta necesidad urgente, a fin de que nuestros hermanos musulmanes del otro lado del mar ayuden a esta tierra del Islam, que se halla aislada.
Sabed que el Gran Alfaquí de los pueblos de la región cristiana, el que en todo es obedecido, ha lanzado contra las tierras de Al-Ándalus un ejército cuyos contingentes son como las lluvias torrenciales y como una plaga de langostas. Sus soldados le han jurado fidelidad en presencia de la Efigie y, a la orden de sus jefes, caerán de improviso sobre esta nación peregrina. El Sumo Sacerdote de los cristianos ha conseguido aunar a todos los reinos que le son adictos, para extirpar la raíz de los creyentes.
Os pedimos, pues, auxilio, llamamos a los musulmanes de todas las ciudades, y haremos sonar nuestras trompetas de la Guerra Santa en todas las partes del reino.
Llamamos a los varones de mérito que estén ansiosos por asir con sus manos, una de las cosas más bellas: la victoria o el martirio. Todos aquellos que no sepan disparar un arco o ballesta se ejercitarán, pues con sólo tomar las armas ya se aproximan a Allah, el Omnipotente.
Nuestros enemigos codician nuestra tierra, a nuestras mujeres y a nuestros hijos. Pero vuestra ciudad es hoy la columna de la religión, y la lanza que empuñan los campeones de la fe. Vosotros ya habéis aventajado a las gentes de Arabia en la defensa de vuestras fronteras. No os dejéis seducir por las cosas terrenales hasta preferirlas a Dios. Debéis suministrar las provisiones necesarias para los cuadros de alistamiento, y aportar dinero para que los voluntarios de la fe soporten mejor las fatigas y los sufrimientos de la guerra. Vuestra buena obra será recompensada con el duplo de los gastos. Y las puertas del paraíso se abrirán a vuestras almas. Vosotros sois la morada de los guerreros de Allah, y las nubes de la misericordia divina derramarán su lluvia benéfica sobre los patriotas, herederos de los primeros conquistadores y fundadores de nuestra nación.
¡La oración! ¡La oración! —exclamé alzando las manos al cielo—. No la abandonéis, ganaos con ella la salida de las tinieblas y la entrada de la aurora.
No os demoréis en salir a combatir al enemigo. Ofreced vuestras vidas en defensa de nuestras ciudades, de las débiles mujeres y de los inocentes niños. Luchad con firmeza, invocando a Aquél que triunfa sobre sus enemigos.
¡Dios mío! Da fortaleza a aquellos que se sienten débiles. Tú eres el Poderoso, ayuda a quien no tiene otro defensor que Tú. Concede fortaleza a nuestro avance o cuando tiemblen nuestros pies. No nos abandones cuando sobrevenga el choque con los que rinden culto a los ídolos.
Que Allah, el Excelente, el que es digno de ser adorado, haga duradera vuestra felicidad y segura vuestra victoria.
¡Que la bendición de Allah sea sobre vosotros!
La llamada a la Guerra Santa se extendió como un viento huracanado por todo el reino, y para prevenir el ataque cristiano, los gobernadores de Málaga y Ronda se apoderaron de varios castillos estratégicos en la frontera.
Al oír los tambores de la guerra, ni un solo púber quedó en Granada sin empuñar un arma. Las tropas de Muhammad ibn Yusuf tomaron el camino de la frontera, llevando como guía la ayuda de Allah y confiados en la fuerza y poder del Dios único. Los granadinos se pusieron en marcha como una manada de leones, con las banderas desplegadas al son de los atabales; trasportando las pesadas máquinas de guerra, escalas y ballestas, los parapetos de madera, las naftas inflamatorias, los escudos, lanzas y espadas.
Antes de que los aliados del Papa entraran en nuestros territorios, Muhammad decidió hacer una demostración de fuerza y al mando de un ejército formado por milicias reclutadas en Granada y Guadix, atacó la fortaleza de Iznájar, en poder de los infieles.
Al atardecer de aquel bendito día del mes de Ramadán, nuestros soldados acamparon a los pies del castillo; una fortaleza noble e inaccesible, un tormento para los escaladores. Desde lo alto de las murallas, los infieles lanzaban gritos amenazantes y arrojaban teas y tizones encendidos, pero en los corazones de los granadinos no penetraba el miedo.
En la madrugada del martes, víspera de la Laylat al-Qadar [la noche que fue revelado el Corán al Profeta], cuando comenzaba a despuntar la aurora, impulsados por el poder del Altísimo, los guerreros de Allah embistieron al enemigo con la fuerza de las olas, corriendo hacia los brazos de la muerte, entregando generosamente sus vidas mientras sus bocas proclamaban la grandeza de Allah.
Las máquinas de batir entraron en acción abriendo brechas en los muros, por donde penetraron los voluntarios de la fe, entre nubes de flechas y una lluvia hirviente.
Pronto se ganó la ciudadela y sus defensores huían abandonando sus viviendas repletas de animales y víveres, buscando refugio en la fortaleza, siendo perseguidos por los musulmanes, que saquearon las casas de tal forma que no hubo mano que no se llenase de viandas. Fue la señal del triunfo. Los peones y cuerpos ligeros atacaron los flancos del castillo, rompiendo las defensas del opresor infiel. Nuestras lanzas traspasaban sus pechos y las espadas sembraban la muerte entre las filas enemigas. Los idólatras luchaban con resolución y valentía, llenos de furor nos herían con sus flechas, pero no conseguían hacer retroceder a los defensores de la Fe, cuya bravura estaba sustentada por el poder invencible de Allah, fuera del cual no hay fuerza ni poder alguno.
Al llegar la noche, las llamas que devoraban sus hogares iluminaron el campo de batalla. Los cielos se velaron con el humo, y el tormento oprimió el corazón de los infieles; sus mentes se confundieron, se abrieron sus heridas, les flaquearon las fuerzas y decidieron pedir la amnistía. El sultán correspondió a su petición y se aceptó su deseo.
Al día siguiente, los cristianos descendieron del castillo en abigarrada multitud y entregaron sus armas. Las banderas del Islam flamearon sobre las torres de la fortaleza. Callaron las lenguas de las campanas. Se destruyeron los ídolos, fueron purificados los templos y los musulmanes recibieron los beneficios de la conquista.
Con la posesión de esta fortaleza, la mano de Allah sembró la tranquilidad en los corazones y el consuelo a nuestros ojos.
Muhammad ibn Yusuf y su ejército tornaron a Granada, llevando a sus espaldas la victoria y el favor de Allah. El séquito de sus cautivos marchaba tras las grupas de sus monturas, haciendo resonar el chirrido de los grilletes.
Lisan al-Din se mostraba extenuado, su torso encorvado parecía incapaz de soportar el peso de tantos recuerdos. De pronto, la aurora irrumpió en la mazmorra, como un caballo blanco cubierto con gualdrapas de oro.