9
EL ALIENTO gélido de la noche se colaba por el tragaluz, cristalizando las gotas que rezumaba el techo de la mazmorra. Lisan al-Din buscó cobijo en un rincón de la celda encogiendo su cuerpo en un ovillo. Los chillidos de las ratas se oían en la penumbra. La antorcha lanzaba resplandores inestables sobre el pavimento.
Jalid encontró al prisionero sentado junto a los barrotes, con las piernas encogidas y las manos aferradas a las rodillas, con el rostro escondido en busca del escaso calor que desprendía su cuerpo.
—¡Salam aleikum!
El hombre que iba a morir le miró apesadumbrado.
—Contigo sea la paz. La humedad de este lugar siniestro me va a matar. Siento calambres en las piernas —se lamentó Lisan al-Din.
—Me gustaría poder ayudarte, pero no nos está permitido aprovisionar a los prisioneros de ropa o comida —dijo Jalid con pena.
La figura del andalusí ejercía una atracción magnética sobre el carcelero.
—No te preocupes, amigo Jalid, ya has hecho suficiente por mí. Cuando escuchas cada noche mis historias, alivias el peso de mi condena, consiguiendo que mi espíritu se libere y mis recuerdos vuelen como palomas mensajeras.
—Si es así, no esperes más y reanuda tu relato de ayer, con el que quedé intrigado por conocer el desenlace de la tragedia que se cernía sobre el sultán Yusuf.
—Así es, Jalid, fue una enorme tragedia. El reinado de Yusuf se hallaba en la plenitud de su estabilidad política y prosperidad económica.
Después de aquellos horribles años de la Peste Negra, el sultán se fió de mí y puso la administración del Estado en mis manos. Me concedió plenos poderes para intervenir en toda clase de cuestiones, tanto públicas como privadas.
Todo el reino disfrutaba de una absoluta tranquilidad. Teníamos en vigor un tratado de paz con los reinos cristianos y habíamos puesto freno a las intromisiones de los sultanes del Magreb en los asuntos de Al-Ándalus.
En el trono de Granada se sentaba un sultán generoso, inteligente y equilibrado; un gobernante sagaz y amante de la cultura, que practicaba una especial afición por la poesía y no era un mal poeta, poseía habilidad y dominaba la técnica para improvisar versos. Fomentó la cultura de su pueblo, creando numerosas escuelas en las que invirtió el dinero suficiente para remunerar a los maestros. Promulgó su famoso Código de Buena Conducta. Un compendio de reglamentos y leyes del buen comportamiento, propios de su carácter disciplinado y piadoso. Dos de ellos rezan así:
«Para conservar la reverencia de los templos, se prohíbe la reunión de personas de diferente sexo en las mezquitas.
»Antes de que comience la oración, los ancianos ocuparán la parte delantera del templo, los de mediana edad y los jóvenes lo harán detrás, y en último lugar las mujeres. Así evitaremos que las miradas de los hombres, se desvíen en pensamientos adúlteros.
»Una vez finalizada la plegaria, los primeros y los segundos permanecerán en sus lugares hasta que hayan salido todas las mujeres. Todas ellas deberán ir cubiertas con sus velos y guardando la debida compostura.
»También se exigirá el máximo respeto en las celebraciones de las fiestas del Sacrificio o la Ruptura del Ayuno; donde se suelen producir alborotos y escándalos que degeneran en locuras mundanas, en las que cuadrillas de hombres y mujeres circulan por las calles arrojándose agua de rosas, persiguiéndose y lanzándose naranjas o ramos de flores, mientras grupos de bailarinas y juglares turban el silencio y el reposo de la gente piadosa con zambras de laúdes y dulzainas, canciones y gritos».
El sultán siempre tuvo las puertas abiertas a los hombres de ciencia. Cultivó su amistad con los artistas y fue protector de literatos y poetas, premiando a los que destacaban en su labor con regalos, que les entregaba personalmente en las recepciones oficiales.
Yusuf amaba las Bellas Artes y lo acreditó en los impresionantes monumentos arquitectónicos que mandó construir. Embelleció su palacio, la Alhambra, con jardines y estancias de ensueño. Y su gran interés por la ciencia lo culminó en la construcción de la Madrasa [Universidad], a la que dotó de cuantiosos recursos económicos para atender a todas las necesidades que requería el funcionamiento de un centro de estudios tan trascendental que llegó a ser el faro que atrajo a los sabios y maestros más prestigiosos de Oriente.
Una fundación docente de tal importancia debía disponer de una copiosa biblioteca. Y Yusuf dedicó tiempo y dinero en la adquisición de libros, algunos traídos de las mejores escuelas coránicas de Bagdad, El Cairo o Alejandría. El sultán disponía de emisarios que buscaban y compraban manuscritos raros: papiros egipcios, rollos latinos, textos sánscritos, tratados siriacos, persas o griegos.
Contrató a los mejores copistas, calígrafos y traductores, que trabajaban en silencio en aquel santuario donde sobrevivían la poesía, la astronomía, la geometría, aritmética, la medicina y la lógica.
Prestigiosos maestros impartían sus clases en aulas bellamente decoradas. Y cuando el clima lo permitía, lo hacían en el patio de la Madrasa. Sentados sobre el brocal de la fuente, a la sombra de los naranjos, esparcían su sabiduría sobre unos alumnos con un gran apetito de conocimientos: «Debéis profundizar en el estudio, aunque os cueste, como el hacha lo hace en el tronco».
Todos los nobles e intelectuales de Granada donaron originales y copias de manuscritos antiguos, con el fin de incrementar los fondos bibliográficos. De esta manera, se llegó a formar una gran biblioteca que contaba con códices de antologías poéticas, tratados de historia, derecho, medicina, agricultura, astronomía y astrología; también obras de pensamiento místico; compendios de colecciones sobre el arte de la cetrería o la caballería y documentos de estudios jurídicos. Por mi parte, contribuí entregando, entre otros manuscritos, los doce tomos que componen mi obra: «Al-Ihata fi tari Garnata».
Jalid, no exagero si te digo que esa Madrasa es única en el mundo por la belleza del edificio que la alberga y el alto nivel intelectual de sus maestros. Entre el grupo de sabios que componen el claustro de profesores, destaca el integrado por los más eminentes juristas granadinos al frente del cual estaba el insigne jeque Abu Said Faray ibn Lubb, que se esforzó por conservar la tradición de la prestigiosa escuela califal de Córdoba.
A Granada venían, en peregrinación, sabios de Oriente a conocer la magnífica Universidad de la que tanto oían hablar.
La Madrasa de Granada cuenta con una brillante generación de intelectuales andalusíes y magrebíes.
En la época en la que yo me dedicaba a la docencia, los maestros se dividían en dos grupos: los retóricos y los místicos. Mi amigo Ibn Marzuq pertenecía a estos últimos; caído en desgracia en Fez, le dimos asilo en Granada y, durante su estancia entre nosotros, impartió clases de sufismo.
Cierto día, Ibn Marzuq me habló de un joven alumno que se distinguía por sus fuertes convicciones sufíes y su precoz talento para las composiciones poéticas. Tantos fueron los elogios de mi amigo sobre aquel aventajado discípulo, que despertaron mi interés y moví los hilos necesarios para que el joven entrase a formar parte de mi alumnado. Antes, hice algunas averiguaciones a cerca de la identidad del prometedor estudiante, ya que desconocía la nisba indicativa de su origen, y el nombre con el que estaba inscrito en la Madrasa: Abu Abd Allah Muhammad ibn Zamrak, no revelaba que perteneciera a la Jassa [aristocracia andalusí]. Me sorprendió saber, que aquel joven sobresaliente era hijo de un humilde herrero, que vivía en un arrabal del Albaycín. En su familia no había precedentes de formación académica. Según mis informes, los Banu Zamrak eran tratantes de asnos y procedían de la ciudad de Valencia, en la costa oriental de Al-Ándalus y que, cuando estos territorios fueron conquistados por los infieles, se instalaron en Granada.
Pronto descubrí que Ibn Zamrak era el alumno más brillante de cuantos había conocido. Sus cualidades para la poesía destacaban muy por encima de los demás. Su métrica era perfecta y cumplía las reglas gramaticales a rajatabla. Ya entonces, se adivinaba que aquel muchacho llegaría lejos. Tras su aparente timidez se escondía una inmensa ambición. No se conformaría con ser un buen poeta, su objetivo apuntaba mucho más alto. Aquel joven impregnado de espiritualidad, que componía elogios poéticos sobre el sufismo, se ganó mi confianza y me propuse ser su valedor, introduciéndole en el restringido círculo de intelectuales de Granada. Entonces no podía sospechar que, algún día, su avidez por el poder le convertiría en mi peor enemigo.
Ibn Marzuq, que sentía verdadera estima por aquel joven poeta, le inició en las actividades científicas y literarias necesarias para que ejerciera futuras funciones políticas. Cuando consideró que estaba preparado, le presentó al príncipe meriní Abu Salim que, como el propio Ibn Marzuq, se encontraba refugiado en la Corte granadina.
A pesar de su juventud y escasa experiencia, Ibn Zamrak comenzó a desempeñar importantes funciones en la Secretaría del príncipe exiliado y, en poco tiempo, se convirtió en uno de sus secretarios. La carrera del hijo del humilde herrero del Albaycín hacia la cúspide del poder era ya imparable.
Cuando el príncipe Abu Salim regresó al Magreb para tomar posesión del trono de Fez, y prescindió de Ibn Zamrak, me ocupé de que mi discípulo entrara a formar parte del grupo de oficiales de la administración del Estado, donde se fue consolidando como alto funcionario y, sobre todo, como poeta de la Corte.
Ibn Zamrak, agradecido, me dedicaba encendidos elogios versificados: «Padre y origen de mis conocimientos, autor y renovador de mis beneficios, enderezador de mis imperfecciones, agua de mis esperanzas…». Pero a un hombre se le conoce por los ojos y no por sus palabras. Y en la mirada de Ibn Zamraq había algo turbio.
Nuestra relación, entonces, era inmejorable. Él me pedía consejo y yo le ayudaba en todo aquello que él desconocía respecto a las complicadas tareas de la Chancillería. Ibn Zamraq me debe cuanto es. Yo firmé el acta para su ascenso a un alto cargo en la Corte. ¿Cómo podía sospechar que mi alumno preferido, al que traté como a un hijo, iba a contribuir en la causa de mi desdicha? Abu Abd Allah Muhammad ibn Zamraq ha usado la insidia y ha buscado con ahínco mi perdición con murmuraciones y falsedades, vertidas a mis espaldas. Mi corazón alberga un odio mortal hacia ese traidor, vil entre los viles, que me persigue con saña y ha sabido, con rara habilidad, poner en mi contra al sultán de Granada. Aunque quisiera, no puedo quitarme de la cabeza la miserable figura de Ibn Zamraq, que una vez que abandoné Granada y le dejé el campo libre para que ocupara el puesto que tanto ambicionaba, él, acrecentando su odio hacia mi persona, me persigue en el exilio, como si su determinación por lograr mi perdición no le dejara descansar un solo día. Intuyo que la noticia de mi detención en Fez la habrá celebrado como un gran triunfo.
No menos ingrato es el comportamiento del juez al-Nubahí, nacido en la preciosa ciudad de Málaga. Somos de la misma edad y teníamos una relación estrecha y amistosa. Desde mi alto puesto en la Corte, como visir, redacté los decretos por los que se le nombraba Juez Supremo de Granada y Predicador de la Mezquita Mayor. Nunca regateé elogios hacia él, y mi amistad era sincera; pero al-Nubahí me paga declarándome hereje y traidor.
Este comportamiento, estimado Jalid, encaja en un proverbio andalusí que reza: «Cuídate del mal que te pueda causar al que has colmado de beneficios».
En fin, amigo mío, como verás, mis peores enemigos los tenía en mi entorno más próximo, gente a la que ayudé, cuya amistad cultivé, a los que abrí las puertas de mi hogar y con la que compartía mesa y mantel. Aquellos que tenía por leales y sinceros fueron cegados por la codicia y me han traicionado. Estos recuerdos me devoran el sueño.
Pero volvamos al reinado de Yusuf, un sultán grande, amado por su pueblo, al que cuando se encontraba en la plenitud de su reinado y en el esplendor de su grandeza y gloria, de manera inesperada, el destino le jugó una mala pasada.
Tenemos que remontarnos 20 años atrás.
Aquel día, primero del mes de Shawwal del año 755 de la Hégira [19 de octubre de 1354], tendría que haber sido una jornada alegre y festiva. Se celebraba el yawm ayd alfitr [fiesta de la ruptura del ayuno].
Vestidos con nuestras resplandecientes túnicas blancas, nos dirigimos a la mezquita. Aquella mañana de otoño hacía frío y el pavimento del patio de las abluciones aparecía cubierto por una ligera capa de agua. Las nubes habían tejido un vestido recamado con gotas de lluvia sobre los árboles, y de las hojas de los naranjos se desprendían lágrimas de plata. El rumor de la fuente atrajo mi mirada hacia la alberca, donde se recortaban las siluetas de algunos fieles practicando el precepto de la purificación.
Todos nos sentíamos felices. Satisfechos de haber superado las duras pruebas del ayuno. Allah, el Misericordioso, una vez más, nos dio fuerzas. Terminaba el mes santo del Ramadán y la alegría iluminaba los rostros.
Al penetrar en el templo, nos recibió el agradable calor de los braseros, de los que emanaba un sutil aroma de ámbar. Crucé el bosque de columnas para situarme delante del mihrab. Bajo los arcos taraceados con incrustaciones de madera de sándalo y atauriques dorados, destellaban los mosaicos de colores vidriados.
Los fieles fueron poblando la nave central de la mezquita. En poco tiempo, el templo quedó abarrotado. En primera fila, se hallaban los hijos y familiares más próximos del sultán:
El primogénito, Muhammad, un apuesto joven de 16 años. A su lado, pero separado por el hueco que el protocolo reservaba al emir, el orondo príncipe Ismail, nueve meses menor. Hermanos de diferente madre. Ambos se detestaban, y los dos aspiraban al trono; el recelo y la aversión que, desde hacía tiempo, se profesaban, había fraguado un odio mortal entre ellos.
Ismail se había criado entre algodones y su infancia y pubertad habían transcurrido entre el lujo y la molicie del harén. Era de bello rostro, pero obeso y blando a causa de la falta de ejercicio físico. Su convivencia entre mujeres y abismado a los placeres, le convirtió en un muchacho caprichoso, débil de carácter, falto de energía y muy influenciado por su intrigante madre. Como de costumbre, aquel día el príncipe Ismail lucía su larga cabellera negra recogida en una coleta trenzada con hilos de seda. Sus ojos, encendidos de pasión, no se despegaban del rostro de su cuñado y primo Abu Abd Allah que, junto a él, se destacaba por su extravagante fisonomía, realzada por su llamativa barba roja que, como una llamarada, adornaba su estrafalaria figura.
Vulgar, inculto y descarado, Abu Abd Allah, «el Bermejo», era consciente del poder de seducción que ejercía sobre el afeminado príncipe. El frenesí amoroso de Ismail no le dejaba ver que, tras los modales estudiados de su primo, había un alma viciada por la perfidia, la hipocresía y la ambición.
Todo estaba a punto para comenzar la ceremonia, pero el sultán no aparecía. Recorrí con la mirada el mar de fieles que, en completo recogimiento, llenaban el recinto sagrado esperando el inicio de la plegaria.
Observé cómo un hombre, cubierto con una chilaba, se abría paso entre la multitud y se aposentaba en la segunda fila. Al reparar en mí, vi sus ojos claros que brillaban en un rostro horrendo ensombrecido por la capucha. El hombre inclinó la cabeza y plegó su mano derecha sobre el pecho. En ese momento, hizo su entrada en el templo el sultán, en el que se concentraron todas las miradas.
Yusuf se colocó frente al mihrab y comenzó la oración.
Todo transcurría según la liturgia tradicional y, de repente, me asaltó una sensación extraña de inquietud. Presentí que algo no iba bien. El rezo estaba a punto de terminar y me incliné para realizar la última postración. Entonces, me di cuenta de que había visto aquellos ojos anteriormente. Se oyó un grito aterrador, me alcé en el acto y vi, lleno de espanto, el cuerpo del sultán tendido sobre el suelo, cubierto de sangre. Los hijos del sultán gritaban horrorizados y la guardia palatina forcejeaba con el hombre de la chilaba, que empuñaba una daga ensangrentada profiriendo palabras ininteligibles.
Cuando conseguí llegar hasta el cuerpo del sultán, supe que la herida era mortal. Yusuf permanecía inerte con los ojos entreabiertos, y su boca desencajada buscaba aire con desesperación. La cuchillada en el costado izquierdo era profunda y la trayectoria apuntaba directa al corazón. Improvisé una cura taponando la herida e intenté tranquilizar al herido, susurrándole palabras de aliento. Pero no reaccionaba, y su rostro lívido se transformó en una máscara de cera. Ordené a unos jóvenes cortesanos que recogieran el cuerpo sangrante del sultán y lo trasladaran a sus aposentos. Elevando al agonizante emir por encima de nuestras cabezas, se abrieron paso entre la abigarrada muchedumbre, y poco después de que lo depositaran sobre el lecho, el monarca falleció. Apenas contaba 36 años. ¡Que Allah, loado sea, lo cubra con su misericordia, lo tenga entre los que están junto a Él en el paraíso y recompense sus loables empresas y nobles hazañas en nombre del Islam y de los musulmanes!
Al ser interrogado el asesino, éste sólo profería palabras ininteligibles y la guardia lo entregó a una multitud encolerizada, que se lanzó sobre él. El criminal fue despedazado y, luego, su cadáver lo echaron al fuego.
Aquella noche, Granada entera lloró a su emir. Desde mi casa se oía el retumbar de los tambores. Se apagaron las antorchas y la ciudad quedó sumida en una oscuridad lúgubre. Los gritos de las plañideras encogían el corazón y la Alhambra veló sus murallas con crespones negros.
Nadie conocía al autor del magnicidio. Al parecer, el asesino sabía cómo sortear los controles y los laberínticos pasadizos de la Alhambra. Se había introducido en el palacio mezclándose entre los sirvientes, aprovechándose de que, durante la fiesta de la Ruptura del Ayuno, la vigilancia era más laxa. Su comportamiento incoherente y suicida, así como los gritos que profería en una lengua incomprensible, hicieron pensar que se trataba de un loco. Sólo un demente podía asesinar a un sultán, tan apreciado y amado por su pueblo. Pero ¿y si se trataba de una venganza?
Las lenguas se desataron y las sospechas se centraron en los posibles enemigos del sultán. Algunos vieron en aquella tragedia la mano vengativa de la poderosa familia de los Abi-l-Ullá, encarcelados y más tarde desterrados por orden de Yusuf. Los que sostenían esta suposición argumentaban que el asesino hablaba una lengua desconocida, que alguien identificó como un dialecto bereber del Magreb al-Aqsá, feudo de los Abi-l-Ullá. Pero esto, sólo Allah, ensalzado sea, lo sabe.
Yusuf, que Allah lo acoja en la mansión eterna del Edén, fue enterrado con todo el honor y la pompa propios de un gran monarca, en el cementerio de la Alhambra, junto a su padre. Sobre la tumba se grabó en letras de oro un panegírico que yo había compuesto para tal ocasión. Comenzaba así:
«Éste es el sepulcro del sultán mártir, el de estirpe y raza honradas, el que alcanzó la perfección en sus cualidades externas e internas, de conducta intachable; imán excelso y lucero brillantísimo, espada de la religión, bandera de reyes ilustres, defensor de los territorios del Islam…».
Ha transcurrido tanto tiempo, amigo Jalid, que no recuerdo todo el texto de mi composición, pero creo que terminaba así:
«… Tú no eres un sepulcro, sino un jardín lozano con arrayanes de perfumado aroma.
»¡Qué gran califa de sólida gloria y esplendor entre los Banu Nasr, ha hecho un alto en su viaje! Murió mártir, mientras se prosternaba orando piadosamente, con la lengua húmeda aún en la mención de Allah. Madrugó para la fiesta de al-Fitr, cuando la sentencia estaba ya dictada, y desayunó la copa del martirio. Siendo él grande en dignidad y rango, le dieron como asesino a un miserable de cuerpo, alma y condición social, un perro rabioso. Por medio de un villano le vino la muerte, y un desconocido de la gente cumplió el funesto suceso. ¡Oh cuántos grandes hombres sufrieron los golpes de hombres oscuros! Así, Alí [yerno de Mahoma] por Ibn Mulyam fue muerto y Walid, el esclavo, mató a Hamsa el Glorioso [tío del Profeta].
»Loor a Aquél que es el único en la permanencia pura y que decretó la muerte para los habitantes de la tierra, a los que reunirá después en el día del Juicio Final. No hay Dios sino Él».
Un halo de luz vistió con brumas transparentes los desnudos muros de la mazmorra. El viento gemía a través del tragaluz y Lisan al-Din dio por terminado el relato de aquella noche.