2
POR segunda noche consecutiva, Jalid observó que el prisionero no dormía. Parecía estar meditando, mantenía los ojos cerrados, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor. Ni los chillidos estridentes de las ratas, que se perseguían por la celda y olisqueaban sus ropas, ni las arañas trepando por las paredes, junto a su cabeza, parecían incomodarle. El prisionero permanecía inmóvil, en la misma postura de la noche anterior. Jalid desconocía si comía algo, ya que como vigilante nocturno no estaba presente cuando se repartía la comida. La orza de barro rojo, conteniendo agua, permanecía inalterable en un rincón.
Un sentimiento de compasión y afecto le incitó a acercarse a los barrotes de la celda. Examinó un instante a aquel hombre enjuto, sentado de perfil, con gesto abatido.
—¡Eh! ¡Eh! ¿No puedes dormir?
El prisionero abrió un ojo. Jalid volvió a preguntar:
—¿No puedes dormir?
El andalusí, que parecía meditar, se irguió huraño, giró el rostro y fijó su mirada en el carcelero.
—Prefiero permanecer insomne. El sueño para mí no es un descanso, pues en él me asaltan terribles pesadillas en las que la espada ensangrentada de la muerte me acecha sin cesar. Revivo intrigas y traiciones, revueltas sangrientas. Y los rostros de los muertos se me aparecen; algunos eran amigos míos, que me precedieron en el cargo de ministros del sultán. Veo soldados con espadas que me rodean y no puedo escapar. Una angustia horrible se apodera de mí cuando presiento al Ángel de la Muerte reclamando mi alma.
—Me he enterado de que procedes de las tierras del norte, de Al-Ándalus, y que allí eras un hombre poderoso. ¿Por qué no pides ayuda al sultán de Granada? Para que interceda por ti ante su amigo, el sultán de Fez.
—Esa amistad entre Granada y Fez ha traído mi perdición, ya que mi señor, el sultán de Al-Ándalus, exige mi cabeza y el emir de Fez, en aras de esa amistad, está dispuesto a dársela.
»El resentimiento y los celos llevaron a los que yo tenía por amigos, y a los que quise cual hermanos, a juzgar el contenido de mis obras como impías, argumentando que eran perjudiciales para el Islam. Cuando lo cierto es que, si bien he podido cometer errores, siempre he obrado pensando en el bien de mi religión y de mi país. Pero las serpientes de la envidia y el rencor se arrastraron por los suelos del palacio del sultán de Granada, deslizándose al calor de los braseros que arden en las camarillas, arrojando el veneno de la insidia contra mi persona.
—Y aquí en Fez, ¿no cuentas con amigos que te puedan ayudar?
—Durante mis numerosas estancias en esta tierra he cultivado amistades que podrían ayudarme pero, como te he dicho, también tengo enemigos muy poderosos. Ya no confío en nadie, pues incluso de los primeros puede venir la puñalada traicionera. Tengo la absoluta certeza de que la orden de mi detención partió de la Corte granadina. El sultán de Fez está en deuda con el de Granada y no puede negarse a las exigencias de éste.
—¿Tan grande es esa deuda?
—El sultán de Fez, Abu-l-Abbas, le debe el trono al granadino —en el rostro del prisionero se dibujó una mueca de tristeza—. Cuando abandoné Granada, hace cuatro años, en Fez reinaba el gran Abd-l-Aziz, un sultán poderoso que logró la unidad del Magreb al proclamarse soberano de Fez y Tremecén. Abd-l-Aziz me acogió en su Corte, prodigándome toda clase de honores. Pero el odio que me profesa el sultán de Al-Ándalus no tiene límites y envió a Tremecén, donde yo residía, al juez supremo de Granada con un espléndido regalo para Abd-l-Aziz y la petición de mi entrega, acusándome de haber cometido impiedad y herejía en uno de mis libros de contenido sufí. Los falsos grandes reyes se envilecen con venganzas miserables. El poder absoluto degrada al hombre y le hace perder la equidad.
»Cuando el juez de Granada, al-Nubahí, se presentó en Tremecén con la orden de extradición, Abd-l-Aziz se negó a violar la sagrada ley de la hospitalidad y respondió que si esto fue así y se sabía, ¿por qué no se me castigó entonces?
»En la Corte de Abd-l-Aziz contaba con la protección de éste, y el respeto de sus cortesanos; Abd-l-Aziz no se fiaba de su homólogo granadino y necesitaba un consejero con experiencia, que conociera bien los asuntos de Al-Ándalus. Y nadie mejor que yo los conocía; así me convertí en su hombre de confianza. Pero todo cambió al morir repentinamente Abd-l-Aziz. Tras su muerte, le sucedió su hijo al-Said, de siete años de edad, bajo la regencia del visir al-Gazi. Y esta circunstancia la aprovechó el sultán de Granada para intervenir en la política del Magreb.
»El monarca andalusí, con la connivencia del gobernador de Ceuta, hizo desembarcar en esta ciudad fuerzas militares granadinas con el fin de cambiar el gobierno, en manos de un niño, por un sultán más proclive a sus intereses. El emir de Granada sobornó al gobernador de Ceuta, prometiéndole toda clase de privilegios y un alto cargo en la Corte. El ambicioso gobernador aceptó y un cuerpo expedicionario de mil arqueros granadinos liberaron al príncipe Abu-l-Abbas, preso en Tánger, y reforzados con cabilas bereberes derrotaron al ejército del sultán niño y, en menos de dos meses, ocuparon todo el país.
»Abu-l-Abbas, al frente de las tropas granadinas, entró triunfante en Fez. Desde entonces, Abu-l-Abbas rinde vasallaje al sultán de Granada.
»Consciente de que mi vida corría peligro, abandoné la Corte y busqué refugio entre los pocos amigos que me quedan.
»Fez es una ciudad populosa y pensé que estaría a salvo engullido por la muchedumbre, amparado en el anonimato. Oraba en la gran mezquita al-Qarawiyyin, mezclado con la multitud de fieles que la visitan. Pero de nada me sirvió. Los sabuesos cobraron su presa.
A Jalid, la soledad de aquel hombre, que él sabía iba a morir, le producía un hondo sentimiento de compasión.
—Verás, yo soy un humilde carcelero, pero si está en mi mano hacer algo por ti, cuenta con ello.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el prisionero.
—Jalid, señor.
—Está bien, Jalid. Tal vez hay algo que puedas hacer por mí —el prisionero se puso en pie y se acercó a los barrotes—. Para mitigar las largas horas de insomnio, me sería de gran ayuda que me consiguieras un cálamo y papel, donde poder desahogar la amargura de mi soledad y ahuyentar mis negros presagios.
—Y, ¿dónde consigo eso? Soy un hombre iletrado y nunca he usado tales utensilios…
—Mañana, si vas al mediodía a la mezquita Yami Al-Ándalus, verás a un hombre con un turbante verde junto al minbar [púlpito]. Es el predicador de la mezquita de los andalusíes. Su nombre es Abd-l-Salam. Dile que te envía Lisan al-Din. Él te facilitará cuanto necesito para escribir.
—Pierde cuidado —asintió Jalid—, mañana sin falta haré lo que me pides. Pero ahora dime, si como dices eras amigo de esos ministros asesinados, ¿me puedes revelar quién eres?
—Estimado Jalid, voy a cumplir sesenta y dos años y mi vida ha sido fecunda en experiencias afortunadas y nefastas al frente de la administración de mi país. Creo que consumiré varias noches en contarte los avatares de todos esos años, en los que he detentado poder y autoridad; y en los que he tenido que ejecutar con mano firme las órdenes necesarias para mantener sólida la organización de un Estado tan complejo como Al-Ándalus.
—He oído contar historias fantásticas de Al-Ándalus. ¿Podrías hablarme de esas maravillas que, al parecer, se encuentran en tu país?
—La tierra donde nací posee la luz transparente que los rayos del sol reflejan en la nieve de las montañas donde se guarece. En sus valles crece el olivo, la vid, el granado, la caña de azúcar y el algodón. Un lugar que cautiva a quien lo visita. El mundo está lleno de maravillas creadas por el poder del Altísimo. Los viajeros cuentan cosas tan inverosímiles que, al ser relatadas, los que las oyen pueden llegar a tachar de mentiroso al narrador. Pero yo te digo, estimado Jalid, que sólo los necios harían semejante juicio, pues los viajeros, si bien tienden a la exageración, siempre cuentan lo que sus ojos han visto. Son hombres que buscan el saber y el conocimiento no sólo en los libros, sino también en las experiencias de sus viajes. Siempre envidié la libertad de la que gozaron mis amigos Ibn Jaldún o Ibn Battuta para conocer el mundo. Éste último viajó durante 29 años visitando 44 países. Apenas había acabado sus estudios, con 21 años, cuando partió desde Tánger, su ciudad natal, a través del norte de África hacia la Meca. Uniéndose a diversas caravanas, cruzó Argelia, Túnez y Libia hasta llegar a Alejandría.
»Cuando llegó a Egipto, gobernaba una dinastía esclava de origen circasiano. Ibn Battuta describió El Cairo como una gran urbe de calles angostas por donde fluye un mar de gente de toda condición, de ricos bazares, y con un río inmenso, el gran Nilo, por donde navegan más de treinta mil falúas. Yo soñaba con ver y admirar las maravillas de las que oía hablar. Y ansiaba realizar la peregrinación a los Santos Lugares, visitar la Casa del Señor. Así se lo hice saber y se lo pedí a mi soberano, le rogué y hasta se lo exigí. Pero él, actuando de forma egoísta, me lo denegó alegando que mi presencia era imprescindible en la Corte. Harto de su negativa, me fugué sin su consentimiento y ahora pago las consecuencias.
—Es la primera vez que tengo ocasión de hablar con un hombre de tan alto rango. Debe suponer un gran suplicio verse encerrado en una sucia mazmorra, después de morar en palacios y tratar con reyes y príncipes.
—¿Por qué crees que cuando estoy solo mantengo los ojos cerrados?, si no es para evitar, en lo posible, el sufrimiento que me produce contemplar el escenario de mi desdicha. En este lugar inmundo, cuando amanece se va la alegría y cuando anochece huye el sueño.
—Siempre he sentido curiosidad por saber cómo es la vida en esos palacios, y cómo son las gentes que los habitan.
—Yo que he vivido en esos lugares, te puedo asegurar que entre el lujo y la suntuosidad, habitan la envidia, la tiranía y la ambición.
»Cuando alcancé la cumbre del poder, me encontré rodeado de un ejército de aduladores que se inclinaban a mi paso hasta besarme los pies, pero bajo sus ropajes ocultaban afiladas dagas, con la intención de apuñalarme apenas les diera la espalda. Tenía que mantenerme alerta para escapar de las redes de intrigas y traiciones que se tejían en la Corte. Tuve que servirme de estratagemas y astucias para deshacerme de potenciales enemigos sin escrúpulos, que pretendían mi ruina. Mi alto puesto al mando de la nave del Estado me exigió actuar, sin el menor atisbo de debilidad, a fin de mantener sumisos a individuos propensos a la desobediencia y a la rebelión.
»En la Corte hay gente de toda condición, sirvientes, esclavos y eunucos, individuos vulgares que, favorecidos por las circunstancias y el servilismo que practican, medran hasta alcanzar una buena posición cerca del sultán; no tienen apetencias políticas, pero son influenciables, corruptos y proclives a la felonía. Luego están los altos funcionarios del Diwan, que gozan de enormes sueldos y llevan una vida regalada y llena de lujos. Y como derrochan a manos llenas, exigen mayores retribuciones y prebendas. Algunos de éstos se dedican al politiqueo subversivo y, en la sombra, conspiran contra el emir. Entre estos personajes vacuos e indolentes, crece la maledicencia y fructifica la envidia. Y para satisfacer su codicia no reparan en emplear los medios ilícitos que hagan falta. Hay también un grupo que se siente agraviado por estar excluido de la dirección de los acontecimientos y asuntos que no les incumbe: se trata de los juristas, muy peligrosos por su palabrería falsa. Verdaderos profesionales del chismorreo y la injuria, que consumen el tiempo en conspirar y en denunciarse entre sí, con la sola intención de enriquecerse y adquirir influencia y poder. Con toda esta gente me las tuve que ver durante los largos años dedicados al servicio del Estado, como visir. Pero, al parecer, toda mi obra ha fracasado.
»El actual sultán de Granada accedió al trono siendo muy joven, casi un niño. Entonces su espíritu era puro y transparente como el agua de un manantial, pero cuando el manantial se convierte en río, no puede evitar que la corriente arrastre fango. Muhammad ibn Yusuf, aquel niño que yo eduqué, aconsejé y serví, se ha convertido en un sátrapa cruel y vengativo, que me persigue con saña, mientras sombras tenebrosas avanzan lentamente sobre Granada, como las que oscurecen los valles al caer el sol. Al-Ándalus agoniza debilitada por la corrupción y la ostentación. Muhammad y su corte de aduladores llevarán la ruina a todo el reino, que ha entrado en una inequívoca decadencia y se desliza inexorable al final de su existencia.
Jalid observaba apenado la amargura con que se expresaba aquel hombre, caído en desgracia, que debió ostentar tanto poder y, ahora, derrotado y traicionado por quienes en otro tiempo le adularon, se encontraba abandonado a su suerte.
—Y ¿cómo fue tu aprendizaje, para llegar a lo más alto del poder?
El prisionero cambió el gesto sombrío de su rostro y sus ojos parecieron buscar, en el infinito, los recuerdos de un tiempo feliz ya lejano.
—Espero que mis palabras sean lo suficientemente esclarecedoras para mostrarte el valor de la enseñanza cuando se inculca desde la niñez.
Mi nombre completo es Abu Abd Allah Muhammad Lisan al-Din ibn al-Jatib al-Salmaní al-Garnatí. Tuve como mi mejor maestro a mi padre Abd Allah, ¡Dios esté satisfecho de él!, que a su vez aprendió de mi abuelo Said ibn Ahmed al-Salmaní, descendiente de la tribu de los Murad. Los Murad eran originarios de Salmón, una aldea del Yemen. Llegaron a Al-Ándalus procedentes de Siria y se asentaron en Córdoba, capital del califato omeya; más tarde, se trasladaron a la imponente ciudad de Toledo y allí permanecieron durante dos siglos, hasta la sublevación popular que dio lugar a la famosa y sangrienta «Layla tulaytuliyya» [noche Toledana].
Mi abuelo Said, un destacado alfaquí, fue nombrado juez y predicador de la Mezquita Aljama de Loja, y hasta allí se mudó con toda su familia. Como predicador gozaba de una gran autoridad moral y como juez desempeñaba un papel primordial en la administración de la justicia, asumiendo el cargo de mediador en los litigios relativos a las personas y los bienes de la comunidad de Loja. En esta ciudad, próxima a Granada, capital de Al-Ándalus, nací el 25 de Rayab del 713 [15 de noviembre de 1313].
Desde que mi abuelo, ¡Dios lo tenga en el paraíso!, siguiendo la tradición familiar, ejerció el cargo de predicador en la Mezquita Mayor de Loja, se nos conoce con el nombre de Banu al-Jatib [hijos del predicador].
Mi padre era un hombre muy apuesto, de ingenio agudo, gran conversador, excelente jinete y con una desmedida afición por la equitación y la caza. Su entrega a los placeres y a la buena vida no le impidió dedicarse al estudio de diversas materias, alcanzando grandes conocimientos de medicina y literatura; destacando en la prosa y la poesía. Durante toda su vida mi padre llevó una intensa actividad literaria y política. Diestro en equitación y el manejo de las armas, luchó al lado del sultán Abu-l-Walid Ismail para expulsar de la Alhambra al usurpador Nasr.
Yo contaba apenas un año de edad cuando mi progenitor fue llamado por el sultán para desempeñar un elevado cargo en la Corte, como secretario de la Chancillería. Por lo que pronto, toda la familia abandonamos Loja y nos trasladamos a Granada. Allí transcurrió gran parte de mi agitada vida.
Los años de mi niñez y adolescencia coincidieron con el reinado de un gran sultán, Abu-l-Walid Ismail, hombre de gran corazón, de carácter enérgico y aguerrido y, como mi padre, amante de los caballos, las armas y las mujeres. Después de dos emires mediocres, al fin, un sultán fuerte y valeroso tomaba las riendas de Al-Ándalus. Mi padre lo describía como un gran emir, que tuvo la desgracia de que Azrael viniera a buscar su alma cuando gozaba de su máximo esplendor. Era muy alto y apuesto, tenía los brazos y las piernas de un luchador capaz de enfrentarse a un oso, la cadera delgada, los hombros anchos, los dientes blancos y la sonrisa fácil; gran cazador y guerrero y, sobre todo, seductor y mujeriego. Esto último le acarrearía una gran desgracia.
Cuando subió al trono, su primera tarea consistió en impulsar la disciplina y reorganizar el ejército. Como general de las tropas de choque, para hacer frente al ejército del rey cristiano, que había llamado a la Guerra Santa contra los musulmanes, eligió a un aristócrata militar de la tribu zanata, al temible general Utman Abi-l-Ulá. Utman era osado, valiente y despiadado; a sus órdenes estaban los austeros guerreros magrebíes, que practicaban las costumbres beduinas y detestaban las normas burguesas que caracterizan a las milicias andalusíes.
Un caluroso día de verano, unos pastores observaron asombrados cómo una inmensa nube de polvo bajaba por las laderas de la sierra de Elvira. Del interior de la nube salía un ruido aterrador de cascos de caballos mezclado con gritos. Poco después, apareció un numeroso ejército de cristianos gritando como demonios y, con los ojos encendidos de codicia, atacaron a los indefensos pastores, matando a su ganado y degollando a sus cuidadores. Las tropas cristianas, al mando de los infantes don Juan y don Pedro de Castilla, invadieron la Vega dispuestos a entrar a sangre y fuego en Granada y apropiarse de los fabulosos tesoros que guardaba la ciudad. Desde las faldas de Sierra Elvira, se dedicaban a saquear las alquerías, a quemar las cosechas; destruían acequias y huertos, causando un daño inmenso y sembrando el terror entre la población.
Los habitantes de Granada contemplaban con horror cómo un ejército de bárbaros, cubiertos de herrumbrosas armaduras, montando enormes caballos de guerra, destruían con fiereza diabólica cuanto encontraban a su paso.
El corazón guerrero del sultán vibraba de rabia, pero dominó su ímpetu y esperó a que llegaran los efectivos que, a su llamada, acudían de todas las partes del reino. Cuando todos los cuerpos del ejército se encontraban prestos y bien armados para la batalla, una mañana, antes de la salida del sol, un ejército formidable, compuesto de aguerridos jinetes y una infantería enfervorecida por defender la tierra del Islam, cruzó bajo el arco de la puerta de Elvira.
Antes del amanecer, al mando de sus tropas, cubierto con una armadura dorada y sobre un caballo tordo cuya cola relampagueaba en la noche, el sultán Abu-l-Walid Ismail partió de Granada. A su derecha cabalgaba el fiero Utman ibn Abi-l-Ulá, jefe de las milicias africanas. Utman era austero, implacable y con un sentido del deber y el honor que rozaba el fanatismo. Mi padre, que acudió a la llamada del emir, iba a la cabeza de un escuadrón de jinetes granadinos.
Apenas ambos ejércitos estuvieron frente a frente, el sultán ordenó a Utman y sus bereberes cargar contra la hueste de don Pedro. Desde el primer momento se vio claramente que la victoria se inclinaba de parte musulmana. Los granadinos agrupados en torno a su emir, se lanzaron sobre los infantes castellanos, que apenas podían moverse, entorpecidos bajo el peso de sus armaduras. Conocedores del terreno, los musulmanes sabían cómo emboscar y golpear al enemigo. Contra la codicia de los infieles, los granadinos combatían por la supervivencia de su ciudad, sus mujeres y sus hijos. Al medio día, la batalla estaba decidida; los jinetes magrebíes derribaban a sus oponentes con mandobles y golpes de lanza, dejando que los hombres de a pie remataran a cuchillo a los vencidos.
El ejército cristiano, diezmado y en desorden, huía de la carnicería en desbandada, pero la caballería bereber no hacía prisioneros, los perseguían y los que ofrecían rendirse, eran degollados. La matanza fue atroz y las charcas de la Vega se llenaron de hierro, arneses y cadáveres de los enemigos del Islam. La tropa granadina obtuvo una gran victoria y los infantes castellanos fueron muertos. El cadáver de don Pedro cayó en manos de los hombres de Utman, que lo destriparon, lo rellenaron de paja y, durante semanas, lo mantuvieron colgado sobre las puertas de la Alhambra.
Para conmemorar el triunfo de la Vega, el sultán decidió construir una finca de recreo en las inmediaciones de su palacio.
En la zona oriental de la Alhambra había un huerto, propiedad del sultán, llamado Yannat-al-arif [Jardín del alarif], donde se levantaba un pabellón de bellos artificios y jardines. Abu-l-Walid decidió renovarlo y embellecerlo con yeserías policromadas y numerosas fuentes. Ordenó que el cauce fluvial de la acequia corriera por canales hasta el interior de los patios. El campo fue surcado de veredas y el agua se deslizaba serpenteando bajo la umbría de los árboles, llenando el jardín de rumores y sonidos armónicos: un vergel donde se respiraba sensualismo y voluptuosidad convidando al placer. Así consiguió que aquella almunia fuese un lugar idílico para el reposo del guerrero.
El emir mostró el deseo de adornar el pórtico del Generalife con epígrafes alusivos a su triunfo sobre las armas cristianas. Para ello, eligió al mejor poeta de su Corte y secretario del Diwdn al-Insá, que no era otro que mi maestro y mentor Ibn al-Yayyab. De él te hablaré más adelante. Desde entonces, los poetas se convirtieron en cantores de las proezas de los sultanes granadinos y sus versos fueron grabados en las paredes del palacio. Los versos aparecen esculpidos a nivel de los ojos, de tal manera que pareciese que los muros hablaran al visitante de la sala que los alberga. En alguno de ellos se hace referencia a los reyes de Qahtán, pueblo de Arabia, o al linaje de Adnan, antepasado de los habitantes del norte de la península arábiga. Los poetas de la Corte, estimado Jalid, aun sabiendo de la escasa sangre árabe que corre por las venas de los sultanes de Al-Ándalus, echan mano de estas hipérboles para satisfacer los deseos de sus emires, que gustan de buscarse antepasados gloriosos de prosapia árabe.
Abu-l-Walid, valiéndose de la debilidad de los infieles, tras la derrota de éstos, atacó varios enclaves fronterizos. Y quiso Allah, ¡ensalzado sea!, que todas ellas fueran conquistadas, ensanchando los límites de su reino. Mas las hazañas guerreras de este gran sultán no quedaron ahí. Los nuevos territorios ocupados se convirtieron en punta de lanza de la Guerra Santa y en el origen de nuevas conquistas.
Desde allí, el ejército de Abu-l-Walid puso sitio a Martos, sus habitantes salieron a combatir y se entabló una lucha feroz. Al caer la noche, los musulmanes escalaron las murallas, penetrando en la ciudad. Los defensores buscaron refugio en el castillo que, a mitad de la noche, fue asaltado, produciéndose una gran matanza.
Al amanecer, el almuédano llamó a la oración desde lo alto de las murallas, sobre un campo de cadáveres.
Las victorias obtenidas por el sultán de Al-Ándalus se difundieron por todo el mundo islámico, y en Granada Abu-l-Walid era recibido como un héroe. Las calles estaban aromatizadas con romero, cubiertas de pétalos de flores y entoldadas con paños de seda dorada. Pero Allah ¡ensalzado sea! dispuso que el hombre disfrutase de la felicidad suprema solamente en el Paraíso, y el victorioso sultán apenas tuvo tiempo de saborear su triunfo. Cuando todavía llevaba el polvo de la batalla en los pliegues de sus vestidos, le sobrevino la gran desgracia.
Quiso el destino, que Abu-l-Walid se prendase de la bella favorita de su primo, el sahib al-Yazira [señor de Algeciras]. El sultán injurió a su primo arrebatándole a su esclava. Éste escondió su resentimiento y dejó que se enfriara la afrenta. Pero cierto día, el gobernador algecireño, acompañado de sus hermanos y un grupo de sirvientes, solicitó visitar al sultán con el pretexto de felicitarle por su victoria en Martos.
Aquel día, el emir se encontraba paseando plácidamente por el jardín de su palacio, entre el rumor de las fuentes, acompañado de su visir, Abu-l-Hasan al-Muharibi y otros cortesanos, y escoltado por su guardia. Un secretario se acercó al emir y le anunció la llegada del sahib al-Yazira. Al ver a su primo, Abu-l-Walid le dio la bienvenida con una sonrisa en los labios. El de Algeciras, disimulando su rencor, se dirigió al monarca con los brazos abiertos, fundiéndose ambos en un efusivo abrazo. Entonces, el agraviado gobernador extrajo una daga oculta bajo su capa y lo apuñaló en el vientre. El sultán sintiéndose herido, lanzó un grito estremecedor y, cuando se derrumbaba, su primo le asestó otra puñalada en el cuello, cortándole la arteria carótida. Un vómito de sangre, ahogó los gritos del sultán. La agresión fue tan rápida, que cuantos rodeaban al emir no pudieron impedirla. El visir gritó: ¡Guardias! Pero el propio señor de Algeciras le asestó una puñalada en el pecho y el visir se desplomó. Los hermanos del agresor desenvainaron sus espadas. El sonido del acero apagó el rumor de las fuentes. Los escoltas del sultán esgrimieron sus lanzas rodeando a los atacantes. Los hombres del gobernador hicieron frente a los guardias con sus espadas. Uno de los hermanos del señor de Algeciras lanzó un mandoble y tajó el brazo de un lancero. El guardia aulló. Su mano colgaba del antebrazo sujeta por un jirón de piel. La sangre manaba como un surtidor del brazo herido. El lancero se retorcía y el muñón escupía chorros de sangre salpicando a sus compañeros. Se organizó un gran tumulto que los algecireños aprovecharon para huir. Pero los soldados les persiguieron por los jardines y allí donde iban siendo encontrados, eran pasados a cuchillo.
Abu-l-Walid, dejando tras sí un reguero de sangre, fue conducido a sus estancias privadas. Por el camino, un médico, sirviéndose de su turbante taponó la herida del cuello; mas todo fue inútil y el sultán murió. ¡Allah santifique su alma y vierta sobre él la lluvia benéfica de su misericordia!
Abu-l-Walid Ismail fue enterrado en la Rauda de su palacio. Y los cadáveres de los conjurados colgados de las murallas. La plebe, encolerizada por la muerte de su emir, apedreó los cuerpos de los asesinos. Yo tenía once años y todos los días, junto con mis amigos, subíamos a la Alhambra a lanzar piedras a los ajusticiados. Durante muchos días, el hedor de la carne putrefacta invadió las calles de Granada y los ardientes rayos del sol descomponían los cadáveres, mientras hordas de cuervos extraían los ojos y las vísceras de los ejecutados.
Por el tragaluz de la celda se filtró la claridad del alba y el prisionero interrumpió su relato. Jalid murmuró:
—¡Qué final tan terrible, el del sultán!
El hombre que iba a morir comentó:
—Mañana seguiré con la narración. Esto es sólo el principio de la sangrienta historia de una dinastía que sufre el estigma de la tragedia. En Granada, estimado Jalid, son escasos los sultanes que tuvieron el privilegio de envejecer y morir en la cama.