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HACÍA ya tiempo que los destellos del crepúsculo habían sucumbido al avance incontenible de la noche, cuando Lisan al-Din continuó con su historia:

—Has de saber, estimado Jalid, que cuando un rey cristiano convoca a la Cruzada, los idólatras acuden a luchar contra los musulmanes desde todos los puntos de la Cristiandad. Y a la llamada del rey Alfonso XI, miles de cruzados, de los más diversos países del norte, llegaron a Castilla dispuestos al combate. Entre todos los reyes cristianos, este Alfonso era el más bárbaro y despiadado.

El sultán de Granada, en aquellos momentos de zozobra, viendo a su reino amenazado por la codicia de dos reyes tan poderosos, el castellano y el africano, tuvo el acierto de rodearse de hombres sabios, y llamó a mi maestro Ibn al-Yayyab a desempeñar el importante cargo de visir.

Aunque los granadinos no habían provocado aquella guerra, Granada se encontraba en medio de una tenaza de hierro.

Ante el clamor de los alfaquíes llamando a la Guerra Santa, Ibn al-Yayyab se percató de que en aquel conflicto, Granada no podía permanecer neutral y aconsejó al sultán agrupar a las milicias bereberes a su servicio y a todas las fuerzas andalusíes, y marchar a Algeciras, uniendo su suerte a la del sultán meriní.

Siguiendo el consejo de su visir, Yusuf llamó a levas, y todos los miembros varones de las familias nobles y plebeyas acudieron unidos enarbolando las banderas rojas de la dinastía de los al-Ahmar.

Mi padre, que había cumplido 67 años y aún mantenía el vigor y el genio aventurero de sus años mozos, conservando sus magníficas dotes de avezado jinete y consumado maestro en el manejo de la espada, no dudó en alistarse. Yo contaba 27 años, y junto a mi hermano mayor, Abd Allah, seguimos su ejemplo. Pero mi padre, sabedor de mis carencias en el manejo de las armas, hizo valer sus influencias para no poner en peligro mi vida y se me asignó un puesto burocrático, como cronista de aquella batalla, que sería memorable.

Era el día del Mawlid al-Nabawi [Nacimiento del Profeta], cuando nuestro señor Abu-l-Hayyay Yusuf ibn al-Ahmar, vistiendo una loriga dorada, al frente de su ejército, se presentó en el campamento del sultán de Fez, asentado cerca de la ciudad de Tarifa. Esta valiosa plaza, llave del estrecho, estaba en poder de los cristianos.

Sobre la lujosa tienda del emir, el viento del sur hacía ondear el enorme pendón dorado de Abu-l-Hasan Alí, donde las dieciséis medias lunas bordadas con hilos de oro en el centro de la bandera, parecían cruzar el cielo; en los bordes de su insignia, una inscripción perfilada en rojo, solicitaba ayuda y protección a Allah. Bajo el suntuoso pabellón de seda listada verde y oro del sultán magrebí, ambos monarcas celebraron la fiesta que conmemora el nacimiento del Profeta ¡con él sea la paz!

Presidiendo el banquete, Abu-l-Hasan Alí y Yusuf ibn al-Ahmar concitaban las miradas de los asistentes a la fiesta.

El magrebí, altivo, frisaba la cuarentena. Su barba afilada enmarcaba un rostro oscuro que parecía tallado en roca. Su nariz aguileña y sus ojos negros y brillantes, semejaban a un ave rapaz. Lucía una coraza negra con remaches dorados y un turbante azul.

A sus 28 años, el sultán granadino destacaba por su apostura. Las escamas doradas de su loriga brillaban como estrellas.

Todos los asistentes al banquete vestían trajes de guerra. A la luz de las antorchas, relumbraban las cotas de malla y los esmaltes plateados de las corazas. De las paredes colgaban escudos y sables dorados. Sobre las gruesas alfombras que cubrían el suelo, posaban multitud de almohadones de cuero repujado en los que se aposentaban los nobles y los jefes de algaras. Magrebíes y andalusíes se repartían a ambos lados de sus respectivos monarcas.

A la izquierda del sultán de Fez se sentaba su hijo y heredero, el príncipe Abu Umar Tasufin, que charlaba animadamente con un joven atractivo y de modales elegantes.

Las llamas oscilantes de los cirios y la luz rojiza de los braseros arrancaban destellos de la piel oscura, como el bronce, de los temibles guerreros del Atlas; hombres duros, de aspecto fiero, con el pelo lacio, negro como la noche, que caía suelto sobre sus hombros, cubiertos con pieles de lobo.

El sultán de Granada tenía a su lado al astuto arráez Abu Tabit, jefe de algaras. Junto a éste, se encontraba el imponente jeque Yahya ibn Umar, primo del sultán y prestigioso general; un trozo de cuero negro colocado sobre el turbante tapaba la cuenca vacía de su ojo izquierdo. El jeque sonreía por alguna ocurrencia graciosa que le contaba mi padre, sentado junto a él.

Antes de que terminase el banquete, un alto funcionario pidió silencio, y el joven de modales elegantes que se sentaba al lado del príncipe meriní se puso en pie e improvisó un discurso en prosa rimada, con una elocuencia impropia de un muchacho de su edad. La armónica cadencia con la que hablaba era un regalo para los oídos. Con ingenio y elegancia fascinó a la audiencia y su discurso, poético y evocador al principio, se transformó en una arenga militar que hizo vibrar los corazones de aquellos hombres aguerridos y ásperos. Al terminar, un clamor de voces enardecidas llenó la carpa.

Quedé fascinado. Aquel discurso era el de un hombre ilustrado y no el de un guerrero. Pregunté a mi ayudante si conocía el nombre del joven y me dijo que lo ignoraba, pero acto seguido se dirigió a un grupo de magrebíes y me informó de que se trataba del joven imán y predicador, Ibn Marzuq.

El banquete finalizó bien entrada la noche y los participantes se dirigieron a sus tiendas a descansar.

La noche era serena, el viento se había calmado y corría una tenue brisa. Mi insomnio crónico me mantenía en vela y decidí dar un paseo por el campamento. La oscuridad hacía que todas las tiendas parecieran negras. El campamento era inmenso, tenía que poner cuidado para no perderme entre tantos hombres, tiendas y caballos. Imposible calcular el número de soldados, podían ser treinta mil o el doble. Pasé junto a una gran carpa donde se oían voces y risas femeninas: el harén de Abu-l-Hasan Ali. A la puerta, dos lanceros con espadas al cinto montaban guardia. Se rumoreaba que había traído más de veinte concubinas, y en Fez había dejado otras tantas. Olía a comida, ajos y especias. Algunos hombres salían de sus tiendas y se acomodaban para dormir bajo las estrellas. Sobre el campo brillaban fuegos anaranjados. Después de deambular por un laberinto de hogueras y cobertizos, divisé en un claro del campamento una figura erecta recortada en la penumbra. Se trataba de un hombre que se mantenía rígido, de espaldas. A medida que me fui acercando, distinguí que era un soldado. Pero no era un centinela; por la capa dorada que colgaba de sus hombros, pertenecía a la nobleza meriní. El hombre levantó la cabeza mirando a la luna en cuarto creciente y entonces lo reconocí: el joven predicador, Ibn Marzuq, estaba orinando.

—Aliviarse antes de dormir asegura un buen sueño —dije a modo de saludo.

Ibn Marzuq se giró sorprendido. La débil claridad de la media luna arrancó pequeños destellos de su cota de malla gris y su coraza plateada.

—En El Cairo, una adivina me pronosticó que, por cada noche que exponga la verga al influjo de la luna, me aseguraría diez años de virilidad —en sus ojos negros había una chispa de diversión.

—Vaya, vaya, ¿tan joven y preocupado por la virilidad? —dije con una media sonrisa.

—La impotencia no tiene edad. Y no soy tan joven —respondió con un gesto desenfadado, mientras se sacudía las últimas gotas—. Que me corten la verga si tú no eres más joven que yo. ¿Veinticinco? —calculó.

—Veintisiete —contesté.

—Mi verga se ha salvado, eres tres años menor que yo.

—¿Y con treinta años ya has viajado a El Cairo?

—El Cairo, Alejandría, La Meca, Medina y Jerusalén. ¿Pero tú quién eres? Por tu acento pareces andalusí. No llevas armas ni coraza. ¿Acaso en Al-Ándalus no dejan empuñar la espada a los niños?

Pasé por alto su ironía.

—Me llamo Abu Abd Allah Muhammad ibn al-Jatib de Granada. He sido nombrado por mi señor, el sultán, cronista oficial de la conquista de Tarifa, si Dios quiere, para conocimiento de futuras generaciones.

—Mi nombre es Abu Abd Allah ibn Marzuq y nací en Tremecén.

—Te felicito por el gran discurso que has improvisado en prosa rimada, en la fiesta del Mawlid.

—No fue improvisado. Me llevó varios días memorizarlo.

—En cualquier caso, fue brillante y convincente. Escribir en prosa rimada es una de mis aficiones favoritas.

—¿Ah sí? Lo celebro. Siempre soñé con visitar Al-Ándalus. Lo que no me imaginaba es que lo haría en estas circunstancias…

Comenzamos a caminar hacia su tienda. Su conversación era grata. Se ganó pronto mi amistad con su carácter alegre, humilde y sincero. Allah ¡loado sea! lo protegió, y salvó la vida en aquella batalla atroz. Y el destino quiso que volviéramos a encontrarnos, varias veces, a lo largo de nuestras vidas.

Al día siguiente, después de purificar nuestro espíritu con la plegaria del amanecer, sonaron los tambores y los dos monarcas pasaron revista a sus tropas. El sultán de Fez, montando un semental negro, comenzó la revista acompañado de su hijo, el príncipe Abu Umar Tasufin. Los jinetes magrebíes lucían corazas de acero y capas azules sobre corceles con gualdrapas carmesí. Los hombres de a pie se protegían con cascos de bronce y corazas de cuero, que les permitían moverse con más agilidad.

Yusuf ibn al-Ahmar pasó revista a sus tropas a lomos de un precioso alazán de tranco elegante. A la cabeza de la formación andalusí, que vestía de grana, se distinguía la esbelta figura de mi hermano; a su lado, se movía inquieto un pura sangre árabe blanco como la nieve, montado por un jinete con coraza y yelmo dorado con rejilla; en su escudo negro lucía una media luna roja. El caballero se quitó el casco y descubrí la cabellera plateada de mi padre, que me saludó con la mano y me guiñó un ojo. Mi hermano me lanzó una sonrisa nerviosa. Jinetes y peones con sus cotas de malla, sus brillantes armaduras, y los estandartes al viento, formaban un espectáculo deslumbrante.

El sol lucía alto, cuando un río de hombres cubiertos de acero bruñido, precedidos de las banderas rojas y doradas de los sultanes de Granada y de Fez flameando sobre los puntiagudos yelmos, nos pusimos en marcha hacia Tarifa, puerta del Estrecho, donde los infieles nos esperaban tras sus murallas. Al mediodía pusimos cerco a la estratégica plaza en poder de los cristianos. Se aplicaron las máquinas de guerra y se intensificó el asedio.

Los sitiados llamaron en su auxilio al tirano de Castilla [Alfonso XI] y éste, al frente de un imponente ejército bien armado, acudió a socorrerlos. Todos los reyes cristianos de la península Ibérica declararon la guerra de Cruzada a los musulmanes. Naves de Castilla, Portugal y Aragón se adueñaron del Estrecho impidiendo el aprovisionamiento de tropas y víveres desde África, en tanto que las tropas coaligadas de Castilla y Portugal, con sus respectivos reyes al frente, marcharon sobre Tarifa.

A orillas del río Salado se libró la gran batalla, en la que intervinieron cuatro reyes: Alfonso XI de Castilla y Alfonso IV de Portugal por parte cristiana, frente a Abu-l-Hasan Alí sultán de Fez y Abu-l-Hayyay y Yusuf ibn al-Ahmar sultán de Granada, por parte musulmana.

Nunca olvidaré ese día; era lunes, 7 Yumada al-Awwal 741 [30 de Octubre de 1340]. Una aurora roja incendiaba el horizonte detrás de las colinas. Yo iba montado sobre mi castrado muy cerca del sultán de Granada. Nos situamos sobre una loma, mientras el resto de la tropa, guardando orden, se desplegó formando una inmensa media luna al pie de la colina. El terreno era ondulado y desigual. Apenas había árboles. La tropa andalusí se posicionó frente al contingente portugués, mientras que los africanos lo hicieron de cara a los castellanos. La vanguardia de la tropa magrebí la formaban los guerreros de las montañas del Atlas, armados de espadas curvas y lanzas adornadas con pieles de animales.

Al otro lado del río, en la primera línea de las tropas cristianas, se distinguían las capas blancas de los feroces cruzados a lomos de sus enormes caballos de guerra. El viento agitaba sus pendones con las cruces de Santiago y Calatrava; estos guerreros temibles pertenecen a una hermandad fanatizada; no poseen familia, ni mujeres y no tienen más amante que el odio que profesan a los musulmanes y el honor de morir luchando contra el Islam.

Sobre la cima de una colina, que me permitía contemplar el campo de batalla, observé cómo nuestros hombres, protegidos de cascos de hierro, tupidas cotas de malla y empuñando afiladas espadas, avanzaron con recia valentía, seguros de la victoria. Los corazones vibraban al son de los tambores y el chasquido de las banderas.

El choque de los aceros retumbó en el campo. Las espadas tajaron los cuellos de nuestros adversarios, los puñales bebieron su sangre y las lanzas penetraron sus pechos. El aire se llenó de gritos y alaridos. Los hombres de uno y otro bando se despedazaban. Pero los nuestros se imponían y ganaban terreno.

Estábamos a punto de cantar victoria, cuando se produjo una extraña agitación. Se oyó una enorme algarabía que provenía de las lomas del norte. Una aterradora oleada de caballería, blandiendo enormes mandobles, se abalanzó sobre nuestras tropas. Nadie sabía de dónde había salido aquel ejército, que acudía en defensa de nuestros enemigos, y nos agredía por la espalda. El pánico se apoderó de los nuestros. Fue el comienzo de la derrota. La caballería bereber bajo el mando del jeque Abu Tabit, comenzó a retroceder. Aun viéndose amenazado por todos sus flancos, Yusuf no perdió la calma ni la bravura y gritando con todas sus fuerzas: ¡Allah es el más Grande! Se puso a la cabeza de su ejército y cargó contra los cristianos. Contagiados por su ardor guerrero, los granadinos con los dientes apretados y aferrados a sus armas, siguieron a su emir y se lanzaron a una lucha feroz cuerpo a cuerpo.

La infantería cristiana utilizaba alabardas, un arma terrible; se trata de una lanza que termina en una cuchilla de doble filo en forma de gancho, que atrapa al jinete por la cota de malla y lo desmonta, desgarra la carne y la punta es capaz de penetrar en una coraza. Caballos y jinetes sangraban por todas partes, las lanzas se partían, las mazas golpeaban rompiendo brazos y cabezas, los soldados sudorosos arremetían con furia contra sus adversarios. El viento se impregnó con el olor de la sangre. Los pendones de unos y otros ondeaban al sol hasta que caían abatidos. Granadinos y portugueses se batieron con fiereza y hubo tal carnicería y espanto, que habría hecho encanecer el cabello de un niño.

Vi rostros de hombres sin ojos. Vi el casco de un soldado hundido en su cráneo. Oía relinchos de caballos que caían desplomados. Jinetes sin brazos, que gritaban enloquecidos. En medio de una neblina de polvo y sangre se desarrollaba un combate salvaje y despiadado. Un muchacho dio dos pasos y cayó al suelo con el palo de una flecha asomándole por la boca. Sobre la hierba había manos amputadas, lívidas, con los dedos retorcidos como garfios.

En el otro flanco, los castellanos arrollaron a los magrebíes. El campamento de Abu-l-Hasan Alí fue saqueado e incendiado. Los cristianos pasaron a cuchillo a cuantas personas se encontraban en él, sin respetar la vida de mujeres y niños. Las esposas del sultán de Fez fueron violadas y masacradas en el asalto a su tienda y el hijo de éste, el príncipe Abu Umar Tasufin, fue hecho cautivo.

Los musulmanes se dispersaban por un campo baldío, y lo que había sido una batalla se convirtió en una degollina. Los cristianos les perseguían y los remataban. Allah nos puso a prueba con aquella gran tragedia.

Temí por la vida de mi hermano y mi padre, así como por la del hijo de mi maestro Ibn al Yayyab, que luchaban en las filas del ejército andalusí, bajo la sombra de los estandartes de la Guerra Santa.

Cuando la tropa andalusí comenzó a batirse en retirada, mi corazón vibraba de ansiedad por conocer la suerte que podrían haber corrido. Me dirigí a unos soldados que huían a pie con los rostros cubiertos de sangre, pero el miedo les hacía correr y ninguno de ellos quiso escucharme. Entre un grupo de jinetes que se retiraba en desbandada, encontré al jeque Yahya ibn Umar, gran amigo de mi padre. Su cota de malla aparecía rasgada y manchada de sangre. Yahya ibn Umar era un veterano guerrero, curtido en mil batallas; el parche de cuero que tapaba su ojo aparecía cubierto de sangre reseca. El jeque, con honda pena, me aseveró que tanto mi hermano como mi padre habían muerto.

—¡No! ¡No puede ser! ¡Mi padre no ha muerto! ¡Nadie maneja la espada como él! —rugí con la voz rota y la mente perturbada por el dolor. Las lágrimas me escocían en los ojos.

Yahya ibn Umar con gesto amargo me dijo:

—Lamento que haya sido así, pero en una batalla ningún hombre, por diestro que sea, está a salvo. Tu padre y tu hermano lucharon con bravura heroica y antes de alcanzar el martirio enviaron al infierno a más de cien idólatras. Ha sido un combate brutal. En la orilla del río hallé el cuerpo decapitado del hijo del visir. No encontré su cabeza. Lo reconocí por su llamativa coraza floreada.

Sobre mí recayó la penosa tarea de dar la noticia de la muerte de su hijo a mi maestro Ibn al-Yayyab. Jamás había sentido tanta tristeza al regresar a Granada.

Encontré al visir en el Diwan al-insá rodeado de secretarios. Al verme, ordenó retirarse a todos sus ayudantes. Ibn al-Yayyab recibió la noticia impasible, como si ya la conociese. Su dignidad no le permitía expresar en público sus sentimientos, pero sus ojos contenían un dolor intenso; bajó la cabeza, salió de la sala y se encerró en su camarilla.

—¿Y qué fue de los sultanes de Fez y Granada? —quiso saber Jalid.

—Abu-l-Hasan Alí salvó la vida, pero derrotado y humillado huyó al Magreb, donde poco después sería destronado por su propio hijo.

El sultán andalusí, Yusuf, con su ejército destrozado, regresó a Granada resignado a la voluntad de Allah, pues sólo Allah ¡ensalzado sea! concede el triunfo o la derrota. La historia del hombre, estimado Jalid, está plagada de sufrimientos y fracasos, pero no hay desdicha mayor que ser humillado por el infiel, ¡que Allah confunda!

El temible tirano de Castilla, con el viento soplando a su favor, agravó el tormento de los musulmanes. Luego de su victoria en Tarifa, se apoderó de varias plazas fronterizas, poniendo sitio a la ciudad de Tariq [Gibraltar].

Al igual que al-Fátiha es la primera azora que encontramos al abrir el Corán, esta ciudad, estimado Jalid, señala el territorio donde comienza Al-Ándalus. Desde el mar, la formidable roca que corona Gibraltar aparece en el horizonte, separando dos continentes; fue el lugar donde Tariq, el Bereber, puso pie por primera vez para conquistar Al-Ándalus. Su castillo se encuentra enclavado en la enorme roca que lo hace inexpugnable. Sin embargo, es un lugar azotado por fuertes vientos y carece de manantiales, por lo que es necesario recoger el agua de la lluvia para beber. Esto lo hace muy vulnerable en caso de asedio. El rey cristiano lo habría conquistado de no ser porque Allah, el Misericordioso, asistió con su poderoso auxilio a los habitantes de Gibraltar y decretó la perdición de los idólatras, enviando la peste sobre ellos y la muerte a su rey. Diezmados por la epidemia y portando sobre sus hombros el cadáver de Alfonso, los cristianos se retiraron y el sultán de Granada convino un nuevo pacto de treguas con Castilla, que se prolongó por más de diez años.

Yusuf, que siempre anheló la paz, empleó aquel tiempo de armisticio en la reconstrucción de las fronteras y el embellecimiento de Granada. También para administrar justicia.

—Te preguntarás, estimado Jalid, si Yusuf dejó impune el asesinato de su hermano.

—Si mal no recuerdo, el inductor del crimen, Abu Tabit, fue nombrado jefe de las milicias africanas por Yusuf.

—En efecto, veo que sigues con atención mi relato.

Al subir al trono, Yusuf era un adolescente que, impresionado por la muerte violenta de su hermano, se dejó influir por una corte de aduladores, entre los que se encontraba el pérfido Abu Tabit. Pues bien, tras el desastre de la batalla del Salado, los generales de las tropas andalusíes culparon de la derrota, por su falta de coordinación y el desorden que mostraron en las operaciones militares, a las milicias africanas a cuyo mando estaba Abu Tabit. Se les acusaba de huir cobardemente, dejando a los granadinos expuestos a la furia de los cristianos.

Yusuf, que desde hacía tiempo sospechaba de quienes habían instigado el asesinato de su hermano, y esperaba una ocasión propicia para castigar a los culpables del crimen, aprovechó el informe de sus generales para tomarse cumplida venganza. Con rapidez y cautela, ordenó a la guardia palatina apresar a Abu Tabit, acusado de alta traición. Mediante una gigantesca redada, bien organizada, se hizo detener a los Abi-l-Ulá.

Con la máxima urgencia se ordenó capturar a todos los miembros de esta familia. La operación fue ejecutada con tal diligencia que los apresados, sorprendidos, no tuvieron tiempo de oponer resistencia. Agrupados todos ellos en las mazmorras de la alcazaba de Almuñécar, fueron deportados a Ifrigiya [Túnez].

El sultán nombró para sustituir a Abu Tabit a su primo por parte de padre, el jeque Yahya ibn Umar ibn Rahhú.

Algunos cadíes aconsejaron al sultán no dejar marchar con vida a los Abi-l-Ulá. Conocían la capacidad del clan para urdir conspiraciones y temían la represalia de esta poderosa familia si seguían vivos. Pero el bondadoso Yusuf tuvo en cuenta los días de gloria y los méritos en el desempeño de su cargo, como jefe de algaras, de su legendario padre Utman ibn Abi-l-Ulá, y optó por el destierro en contra de las muchas voces que pedían la ejecución.

A Jalid, el carcelero, le sorprendió que el sultán de Granada hubiese dictado una sentencia tan benévola contra los asesinos de su hermano y preguntó:

—Si Yusuf sabía que los Abi-l-Ulá eran los asesinos de su hermano, ¿crees que dejarlos marchar fue una decisión justa y acertada?

Lisan al-Din guardó silencio un instante, antes de emitir su juicio sobre aquel asunto.

—Es difícil saber si fue justa. Sólo Allah ¡loado sea! lo sabe. Las malas lenguas propalaron que Yusuf no quiso castigar, como merecían, a los que hicieron posible que él subiera al trono.

—Ya entiendo. Quieres decir que si su hermano no hubiera sido asesinado por los Abi-l-Ullá, Yusuf nunca habría reinado. En cualquier caso, dejarles libres no creo que fuese lo más justo.

—Yo prefiero pensar que, en aquellos tiempos convulsos, el sultán no tenía pruebas fehacientes de la conjura. Otra cosa es si aquella decisión fue acertada. Es posible que, de haber sido ejecutados los cabecillas del clan, años más tarde, no se habría producido la tragedia en la mezquita de la Alhambra.

—¿Qué pasó en la mezquita?

—Eso te lo contaré más adelante. Está empezando a clarear y tienes que regresar a tu casa.

Jalid se disponía a abandonar la prisión cuando reparó en unos folios de papel enrollados, que el prisionero sujetaba entre sus manos.

—He escrito unas cartas a mis hijos y a mi amigo Ibn Jaldún —dijo Lisan al-Din introduciendo los folios entre los barrotes—. Dáselas al predicador Abd-l-Salam, él las hará llegar a mi familia.

Jalid tomó las hojas de papel y desapareció por el lúgubre pasillo de la mazmorra.