10

LISAN al-Din escribía consumiendo la tenue claridad del atardecer, que se iba extinguiendo por el orificio del tragaluz, cuando Jalid se plantó ante los barrotes de la celda. El débil fulgor de la antorcha que ardía perenne en el pasillo proyectó la sombra del carcelero sobre el sucio pavimento de la mazmorra, alertando al cautivo de su presencia.

—¿A qué se debe que hayas venido tan pronto? —preguntó Lisan al-Din ante la inesperada llegada de su carcelero.

—Te traigo un mensaje del predicador, Abd-l-Salam.

Lisan al-Din dobló el folio sobre el que estaba escribiendo y se acercó a Jalid hasta susurrarle cerca del oído:

—Y bien, ¿de qué se trata?

—Tu hijo Alí parte dentro de dos días a Tremecén y te pide que me entregues, cuanto antes, la carta para el sultán Abu Hammú Musa.

—Precisamente la he terminado en este instante. En esta carta tengo puestas mis esperanzas para lograr la libertad. El sultán Abu Hammú me distinguió con su amistad; estoy seguro de que ignora mi situación, y espero que abogue por mi perdón ante el sultán de Granada. Es de suma importancia que la pongas a buen recaudo —dijo Lisan al-Din, deslizando las manos entre las rejas y entregando al carcelero el manuscrito.

Jalid observó el dorso de las delgadas y pálidas manos del prisionero. Las manos de un noble, en las que las arterias serpenteaban como culebras azules.

—Mañana sin falta se la entregaré a Abd-l-Salam —prometió Jalid mientras guardaba la misiva en la bolsa de cuero que colgaba de su cinturón.

—Si algún día salgo de aquí, serás recompensado, y te aseguro que sabré ser generoso —anunció Lisan al-Din.

El carcelero asintió con la cabeza en un gesto que quería ser de agradecimiento, pero escondió la mirada para no delatar el escepticismo que reflejaban sus ojos; pues en su corazón albergaba el presentimiento del trágico destino de aquel hombre. Incapaz de mirar de frente al prisionero, Jalid comentó:

—Si tu generosidad consigue aliviar mis penurias económicas, te estaré eternamente agradecido, pero quiero que sepas que esto lo hago porque te he tomado afecto y en agradecimiento de que sanaste a mi hijo. También por el regalo que me haces cada noche, narrándome historias. Hoy, me gustaría que me contases cómo se resolvió el litigio entre los príncipes que se disputaban el trono, tras el asesinato de su padre.

A las palabras de Jalid, el prisionero mostró un gesto de agrado y, acto seguido, se dispuso a complacer al leal carcelero.

—Un litigio tan viciado de ambición y odio, estimado Jalid, sólo se podía resolver de forma cruenta. La dinastía Nasrí está marcada por la tragedia, y el color rojo de sus banderas hace presagiar su sangriento destino.

El sultán Yusuf tenía dos esposas, ambas de origen cristiano, Butayna y Maryam. Con Butayna tuvo un hijo y una hija, Muhammad y Ayxa. Y con Maryam, su favorita, tuvo dos varones, Ismail y Qays, y varias hijas, una de las cuales se desposó con un noble de sangre real, Abu Abd Allah Muhammad, conocido como «El Bermejo» por el color de sus cabellos, hijo de un primo hermano del asesinado sultán. Fíjate bien en este personaje, porque será clave en los turbulentos sucesos que, más tarde, sucedieron.

A la muerte de Yusuf, no había duda alguna sobre quién era el legítimo heredero al trono. Y el príncipe Muhammad, el mismo día del asesinato de su padre, fue proclamado y reconocido como Sultán de Granada por jueces, ulemas y gran parte de la alta nobleza.

Pero no todos lo acataron. Sobre aquella legítima proclamación se extendió una sombra de descontento y falsedad, alimentada por la ambiciosa Maryam, madre de Ismail, y propagada por algunos nobles que utilizaban al influenciable y débil Ismail en su propio provecho. A la cabeza de estos nobles estaba un personaje sin escrúpulos, de cabello cobrizo y rostro avieso que, moviéndose en la sombra, sembró el germen de una revuelta.

La gran pasión política de Yusuf fue la diplomacia y su empeño en conseguir la paz y la estabilidad de su reino; firmando acuerdos y pactando con habilidad las treguas necesarias con los territorios vecinos; buscando el bienestar de su pueblo y el engrandecimiento del emirato. Pero su gran pasión humana fue una mujer tan bella como codiciosa: su segunda esposa Maryam. Los hijos habidos con ella fueron dotados de títulos honoríficos y toda clase de prebendas, concesiones de tierras y rentas; mas para la bella Maryam no era suficiente, y la intrigante favorita no paró hasta conseguir del enamorado sultán que el hijo mayor de ambos, Ismail, fuera designado heredero al trono en detrimento del primogénito Muhammad, hijo de Butayna, la primera esposa.

Cuando el nombramiento de Ismail se dio a conocer en la Chancillería, cundió la alarma entre los altos funcionarios de la Corte. En asamblea de urgencia, nos reunimos todos los miembros del Consejo del Reino para buscar la manera de hacer cambiar al sultán una decisión que todos apreciábamos era errónea. Por unanimidad, se me encargó llevar a cabo aquella delicada misión. Tenía que hacer ver al sultán el error que suponía tal nombramiento. La tarea no era fácil y fui consciente de que me acarrearía muchas enemistades, incluso perder la confianza del sultán. Pero en mi condición de consejero y primer ministro me correspondía enfrentarme a este problema.

Me costó cierto tiempo que el sultán me atendiera. Yusuf me daba largas. No le agradaba, en absoluto, tratar el asunto. Pero yo perseveraba en la tarea de hablar sobre una cuestión tan importante. Apelaba una y otra vez a la enorme responsabilidad que suponía poner las riendas del reino en unas manos inapropiadas.

Al fin un día, se avino a escuchar mis razones:

—¡Majestad! —exclamé mostrando gesto de preocupación—. Entre los consejeros y miembros de la Corte hay una profunda inquietud por este nombramiento. A nuestro humilde entender, el príncipe Ismail no reúne las suficientes virtudes y cualidades para gobernar. Con todos mis respetos, tengo que deciros que su alteza el príncipe Ismail posee un carácter indolente y débil, falto de disciplina y energía. No ha mostrado interés alguno en su formación, tanto académica como castrense, carece del valor y la prestancia que se exige a un príncipe que, en caso de guerra, empuñe la espada y se ponga al frente de sus ejércitos. Por el contrario, vuestro primogénito, el príncipe Muhammad, posee la gallardía, la energía y el espíritu aguerrido de su abuelo Abu-l-Walid, que Allah lo tenga en el paraíso. —El sultán me escuchaba con la mirada fija en las cuentas del tasbih, que corrían lentamente entre sus dedos—. A mi entender, Majestad, el príncipe Muhammad cuenta con todas las cualidades para ser un gran rey.

Esperé expectante la reacción del sultán. Yusuf quedó pensativo, como rumiando mis palabras. Su rostro mostraba un gesto severo pero no irascible. Tras un silencio interminable, el emir me pidió tiempo para reflexionar.

Abandoné la cámara privada del sultán sin la certeza del éxito de mi misión. Comencé a preocuparme al ver que los días pasaban y el emir no daba muestras de haber tomado en cuenta mis argumentos.

Pero una tarde, como si hubiese tenido una premonición, pocos días antes de su muerte, Yusuf me llamó a su presencia y me dio la orden de redactar el documento oficial, proclamando heredero al trono a su hijo primogénito, Muhammad. No pude evitar un gesto de alivio, y Yusuf me despidió con estas palabras: «Quiero que con tu experiencia como gobernante, estés pendiente de que el príncipe Muhammad reciba la educación adecuada».

Y así lo hice. Propuse como maestro del príncipe heredero al hombre que, en mi opinión, estaba mejor dotado para educar al futuro sultán. Una personalidad que gozaba de una general veneración por sus virtudes y buen juicio, que había ostentado el más alto cargo en la Corte: el ilustre Abu-l-Nuaym Ridwan, que se mostró complacido, aceptando el cargo de educador del infante.

Por mandato del sultán, también ejercí de consejero del príncipe Muhammad, y me esforcé en mostrarle el difícil arte de gobernar. Le pedí que llenara las alforjas de buenas obras en beneficio de su pueblo. Escuchar antes de hablar, pedir consejo antes de tomar una decisión e informarse antes de juzgar; un monarca, le dije, también tiene que practicar la benevolencia, el perdón es patrimonio del poderoso y la paciencia es un don que Allah sólo concede a los elegidos. Éstas deben ser las disposiciones de un rey prudente. Le expliqué que ser sultán de Al-Ándalus no era cosa fácil y liviana. Le advertí que los ojos del pueblo, siempre, están fijos en su emir; la pompa y el lujo es un insulto a la pobreza; la sencillez en el vestir y la humildad en las formas son muy valoradas por los súbditos. Un monarca nunca debe mostrarse opulento, pues esto provoca escándalo, y los que nunca están contentos ni satisfechos propagarán murmuraciones sobre cualquier cosa que se haga: si el sultán ordena trazar un nuevo camino, los murmuradores dirán que lo ha hecho para sus placeres de caza o sus excursiones; pero en el caso de no realizarlo, lo criticarán por dejar de hacerlo. Le hice ver que un buen gobernante tiene que ser fuerte de espíritu y mantener firmes las riendas del poder, porque ante un monarca débil, su entorno se divide y se forman camarillas de acuerdo a sus ambiciones; las rivalidades se intensifican, los leales se agrupan a un lado y los traidores a otro y las masas responden con la rebelión. El pueblo andalusí tiende a la anarquía y al menor síntoma de fragilidad surge su condición de transgresor y revolucionario. El rebelde es oportunista y el carácter montañoso de Granada favorece la insurgencia, por lo que hay que estar en constante alerta y ganarse la voluntad de una milicia fiel que aplaste a los rebeldes. En cuanto a los cuerpos de voluntarios árabes y bereberes, que forman la fuerza regular de la monarquía, le advertí que, aun siendo leales y valientes, hay que tener en cuenta su carácter altivo y su aversión a la disciplina. Nunca hay que bajar la guardia y mantenerse ojo avizor, desconfiando de los aduladores. El servilismo excluye la franqueza, y los que hoy juran fidelidad eterna, mañana se olvidan. De todas las actividades del hombre, la de gobernar, aun siendo la más envidiada, es sin embargo la más dura y amarga. No permite el reposo, los problemas se encadenan y no dan tregua, y la urgencia en solucionarlos conduce al desasosiego. La vigilancia ha de ser continua. El oficio de gobernante comporta servidumbre y trabajo, algo no siempre reconocido por los súbditos.

Muhammad, el quinto con este nombre, tomó posesión del trono de Granada ante el cadáver de su padre, vilmente asesinado cuando el otoño teñía de oro los álamos del bosque de la Sabika.

Muhammad ibn Yusuf heredaba un reino en paz, merced a las dotes diplomáticas de su progenitor, pero la muerte inesperada de Yusuf llenó de zozobra los corazones de los granadinos y durante aquel otoño se mantuvo una tensa calma, temiendo que pasado el invierno, los cristianos rompieran la tregua firmada por el sultán asesinado.

Muhammad subió al trono muy joven, tenía 16 años, Allah así lo quiso. Y el destino le tenía reservado un azaroso reinado. Toda la Corte se mantenía expectante, a la espera de sus decisiones en el nombramiento de los nuevos cargos. Y aunque el joven monarca carecía de experiencia de gobierno, preferí mantenerme al margen y esperé a que el nuevo sultán me llamara, si necesitaba de mi ayuda en esta tarea.

Enseguida confirmó a todos los funcionarios de segundo rango, pero faltaba el nombramiento de los altos cargos y de su consejo privado.

Cierto día, vino a visitarme mi amigo el alfaquí y antiguo secretario de la Chancillería, Abu Muhammad Abd-l-Haqq, y me preguntó si esa situación de espera se mantendría durante mucho tiempo. Le contesté que cuando un nuevo sultán accede al trono son muchos los asuntos que se le agolpan, y más aún, cuando esto acontece en unas circunstancias tan trágicas e imprevistas.

El alfaquí me soltó, al fin, la pregunta que le había motivado a visitarme: «Tú eres su consejero y te necesita, pero ¿y los demás? ¿Crees que prescindirá de nosotros?».

Le tranquilicé apelando a mi experiencia en estos casos. Cuando un joven príncipe sube al trono, le dije, suele seguir los pasos de su padre, por lo que todo quedará como estaba y, aunque seguramente hará nuevos nombramientos, mantendrá a los altos funcionarios y consejeros de su antecesor. Le prometí que, cuando el sultán me llamara a su presencia, le mantendría informado.

Pero el tiempo pasaba y el sultán no me llamó. Muhammad ibn Yusuf nombró hayib, en la triple calidad de primer ministro, jefe del ejército y tutor de los príncipes a su maestro Abu-l-Nuaym Ridwan, que de esta forma volvía al ejercicio de la política y se convertía en el hombre fuerte del reino.

A mí me renovó en la dignidad del visirato con atribuciones a asistir a los Consejos presididos por el sultán, ejecutar sentencias, redactar cartas y documentos y sentarme en los banquetes ocupando el lugar reservado a los visires. Un cargo sin relevancia y puramente burocrático.

Mi amigo Abu Muhammad Abd-l-Haqq, como se temía, no fue confirmado en su cargo, y pedí que fuera nombrado mi ayudante en la Secretaría de Documentos, cosa que me fue concedida y que agradecí, por serme de gran ayuda.

Retirado de la primera línea del gobierno, me abstuve de algunos de mis cargos oficiales y me recluí en mi residencia, en el barrio del Albaycín, concentrándome en la actividad literaria.

Aún no llevaba Muhammad reinando un mes, cuando me enteré del revuelo que había causado entre la nobleza el arresto del príncipe Ismail, hermano del sultán.

—¿Se supo el motivo? —preguntó Jalid.

—Conspiración, ése fue el motivo. El príncipe Ismail vio con desesperación cómo su hermano Muhammad se sentaba en el trono que él consideraba suyo; entonces, se rodeó de una corte de conspiradores con la intención de dar un golpe de estado. Pero alguien se fue de la lengua y Muhammad fue alertado de la conjura. Ismail, junto con su madre, Maryam, y el infante Qays fueron confinados, bajo arresto, en una de las torres de la Alhambra.

Una vez que el sultán hubo solventado este problema doméstico, o así lo creía él, se dispuso a afrontar las relaciones con los países fronterizos.

Con respecto a los reinos cristianos, su padre le había dejado marcado el camino y Muhammad renovó las treguas con Pedro I rey de Castilla y con Pedro IV de Aragón. En aquel tiempo, los cristianos del reino de Castilla estaban sumidos en una guerra civil que mantenía ocupado a su rey, ¡que Allah aleje de los musulmanes su perfidia!; y los de Aragón andaban empeñados en la conquista de la isla de Cerdeña. A ambos reyes les interesaba, por el momento, mantener el tratado de paz con Granada.

En cuanto a Fez, las relaciones con el sultán Abu Inan pasaban por una coyuntura delicada. El fallecido Yusuf había dado asilo político a los hermanos del sultán magrebí, los príncipes Abu Salim y Abu-l-Fadl, acusados de traición; el granadino se negó a su extradición, reclamada insistentemente por Abu Inan, lo que provocó el enojo de éste.

Al subir al trono de Granada, Muhammad quiso mejorar las relaciones con Fez, pese a que los hermanos del sultán magrebí permanecían bajo la protección de Granada.

Fui convocado a la Alhambra, a un Consejo de Principales presidido por el sultán, a fin de encontrar la manera de encauzar las deterioradas relaciones diplomáticas con el sultanato meriní. Se acordó enviar a Fez una embajada, cuya misión consistiría en fortalecer los lazos de amistad de ambos reinos. Granada necesitaba un aliado al que recurrir en caso de que los cristianos rompieran la tregua. El problema radicaba en que había que conseguirlo sin ceder a las exigencias de extradición de los príncipes exiliados. Teniendo en cuenta las dificultades que entrañaba tal misión, todos los asistentes al Consejo estábamos de acuerdo en que, al frente de la embajada, debía ir un hábil negociador, dotado de la elocuencia necesaria para ganarse la confianza del receloso Abu Inan.

La sala se llenó de murmullos, preguntándonos quién podría ponerse al mando de tan delicada misión. Se oyeron algunos nombres, pero fueron desechados; a uno le faltaba capacidad diplomática, otro carecía de la sutileza necesaria, y un tercero poseía las cualidades de las que carecían los otros, pero no era bien visto en la Corte meriní. Las deliberaciones se alargaban y el sultán tamborileaba con la punta de sus dedos sobre sus rodillas. Muhammad tenía prisa.

El hayib Abu-l-Nuaym Ridwan tomó la palabra y dirigiéndose a la asamblea anunció:

—No busquemos más, creo que el hombre capaz de culminar con éxito esta misión se encuentra entre nosotros. —Los asistentes al Consejo nos miramos, interrogándonos con la mirada. El gran visir continuó—: Todos nosotros contamos con experiencia administrativa y política, pero él goza de fama y notoriedad en la Corte de Fez, además de estar dotado de una oratoria brillante y convincente; su discurso es tan sublime que se ha ganado el sobrenombre de Lisan al-Din [Lengua de la Religión].

Los visires giraron sus rostros hacia mí con gesto de aprobación, y el sultán, mirándome fijamente, levantó los brazos y exclamó: «¡Sea!», dando por finalizada la asamblea y partiendo raudo al hipódromo a ejercitarse en su gran pasión: la carrera de caballos.

Mi elección por parte del hayib sorprendió a los cortesanos, ya que desde que fui relegado del cargo de primer ministro, eran de sobra conocidas mis frías relaciones con el gran visir. Me sentía injustamente tratado por el sultán y traicionado por Abu-l-Nuaym Ridwan. Pero a pesar de la tibieza que envolvía nuestra relación, ambos estábamos ligados por demasiados recuerdos, muchas complicidades y una admiración mutua.

El destino de los hombres, estimado Jalid, está en manos del Altísimo, y entonces no podía imaginar que mi pérdida de poder en la Corte me iba a salvar la vida.

La embajada a Fez, que yo encabezaba, estaba formada por visires y jurisconsultos. Pasamos el mar y nos dirigimos a Alcazarquivir, donde visitamos la tumba de los Banu Asquilula, una aristócrata familia andalusí. Al día siguiente tomamos el camino de Fez, ¡que Allah guarde!

Apenas llegamos a la Corte, di a conocer el motivo de nuestra embajada, que no era otro, que pedir ayuda en nombre de Allah, a los hermanos musulmanes para defendernos de nuestros enemigos comunes, los idólatras.

Abu Inan no nos hizo esperar y nos concedió audiencia. Cuando estuvimos ante él, me adelanté a la comitiva y pedí autorización para exponer el objetivo de nuestra visita. Con un gesto de aprobación, el sultán me concedió la palabra.

Abu Inan, al que ya conocí cuando, años atrás, en una misión como embajador le había expresado las condolencias, en nombre de mi señor el sultán de Granada, por el fallecimiento de su padre Abu-l-Hasan Alí, el de la batalla del Salado, ¡qué Allah lo tenga en el paraíso!, aparecía rodeado de altos dignatarios de su Corte, tocado con un precioso turbante dorado. Con las manos cruzadas sobre el pecho, me observaba con un atisbo de arrogancia. Para seducir al sultán construí un discurso trenzando poesía y política. Abu Inan era terco y fuerte de carácter, pero débil ante la lisonja. Empecé con estas palabras:

«¡Vicario de Allah! Ojalá el destino engrandezca vuestro reinado y aumente vuestra gloria todo el tiempo que brille la luna en la oscuridad. El Ser Supremo os ha concedido ese amplio apoyo como a ningún otro concedió jamás. Al-Ándalus subsiste gracias a vuestra protección, y persistirá mientras vos persistáis y dejará de existir cuando lo abandonéis.

»Estamos aquí para haceros saber que los reyes cristianos tienen puesta su ambición y avidez en las tierras de Granada. Nosotros, andalusíes, esperamos de vuestro Estado, heredero de la gloria y quinta esencia de la Nobleza, que continuaréis la conducta de vuestros antepasados, que fueron como el reluciente resplandor de la aurora y que, al oír los gritos de socorro de sus hermanos, acudieron veloces a defender las tierras del Islam. Apelamos a vuestra religiosidad, procurando la satisfacción de Allah, que es el más útil de los tesoros, y nos ayudéis a ensanchar las fronteras del Islam. Hacemos votos para que vuestros días de gloria superen en este mundo a todos vuestros enemigos. Mi señor el Emir de los Creyentes, Muhammad ibn Yusuf ibn al-Hamar, os agradece la garantía de vuestra virtud para que Allah ¡ensalzado sea! evite la pérdida de territorios para el Islam y muestra su adhesión a vuestra noble persona, reafirmándose en vuestra amistad…».

Al terminar mi alocución Abu Inan quedó tan complacido que me felicitó, y fue tal su entusiasmo que me prometió satisfacer todas nuestras peticiones, asegurando que la embajada no regresaría de vacío. Desde aquel momento fuimos tratados como huéspedes de honor y nos agasajaron con fiestas y banquetes. El sultán nos invitó a presenciar un espectáculo de lucha de fieras.

Una tarde, después de un copioso almuerzo en el palacio del sultán, todos los miembros de la embajada fuimos conducidos hasta una plaza, donde se celebraría una lucha sangrienta y feroz. El recinto estaba acotado por una empalizada que cerraba las embocaduras de los callejones y servía de protección a la muchedumbre, que se agolpaba tras el cercado formado por anchos tablones. El sultán y sus huéspedes de honor contemplábamos el espectáculo desde la balconada de un palacio, que ocupaba la fachada principal de la plaza. De todas las ventanas y voladizos colgaban preciosos tapices. En el frente sur, se hallaba una jaula en la que se adivinaba una mancha oscura, que emitía continuos bramidos y violentos golpes contra los barrotes. En el lado opuesto, habían dispuesto otra jaula, donde la silueta sinuosa de un enorme felino se agitaba nerviosa de un lado a otro. A una orden del sultán, abrieron la jaula sur y salió un toro negro como una noche de novilunio, que corrió toda la plaza con la cornamenta erguida y desafiante. A continuación, se abrió la otra jaula y apareció un enorme león de melena oscura, caminando con paso majestuoso. Las dos fieras se observaron desde la distancia. En la plaza reinaba el silencio, y la expectación era enorme. El toro, fijando la mirada en su oponente, escarbó en el suelo con la pezuña, levantando una nube de polvo. El león olfateó el aire y lanzó un rugido estremecedor. Al instante, el toro se arrancó atacando al felino que, con un ágil salto, esquivó el violento derrote. Tras el embate inicial, el astado se paró un tanto desconcertado, mientras el león se revolvió clavando sus garras en los cuartos traseros del bobino. Éste coceaba bramando, hasta lograr que el león soltara su presa. El toro giró su enorme envergadura, quedando frente al felino, pero éste corría en círculo, buscando la trasera de su enemigo. El toro reculaba, lanzando temibles cornadas, a fin de no perder la cara de su oponente. Rotando en un círculo mortal, ambos contendientes se acometían sin tregua, buscando la distancia y el momento oportuno para lanzar el ataque definitivo.

La astucia y agilidad del felino contra la fuerza bruta del bóvido. La multitud rugía pidiendo sangre, cuando el león lanzó un enorme zarpazo que desgarró parte del costillar del astado. Con un jirón de piel colgando y un manantial de sangre brotando del costado, el toro se lamió la herida y en ese momento las fauces del león apresaron el hocico del toro. Con las fuerzas mermadas por la asfixia, la mole negra comenzó a tambalearse y sus patas delanteras se doblaron. El león apretaba las mandíbulas, obstruyendo las vías respiratorias de su víctima. El toro dobló el cuello y se dejó caer de costado. El león aflojó la presión de sus fauces, seguro de su victoria, pero el toro, con su fuerza descomunal, sacudió su testuz liberándose de aquella tenaza terrible. Con bravura salvaje, la bestia negra se puso en pie y, sin dar tregua a su enemigo, lo embistió corneándolo con saña. El león, herido, se retiró derrotado, pero el toro se enceló con su enemigo y usando su afilada cornamenta lo abrió en canal. Las astas se hundieron en el vientre del felino y el toro, con las tripas humeantes de su víctima enrolladas en sus cuernos, esparció por la plaza los intestinos del león.

Varios hombres entraron con lanzas para reducir al toro, pero la fiera acorralada atacó y mató a un hombre, antes de ser alanceada y muerta entre el clamor de la multitud.

Después de dos meses de feliz estancia en la Corte de Abu Inan, regresamos a Granada con la alegría de haber culminado con éxito nuestra misión.

Dos años más tarde, las relaciones con Fez se enturbiaron de nuevo por los planes expansionistas de Abu Inan, que pretendía apoderarse de Al-Ándalus.

—Pero esto te lo contaré más adelante —dijo Lisan al-Din, al advertir cómo la bruma pálida del alba comenzaba a lamer los huecos sinuosos de la celda.

Antes de que el carcelero se retirara, el prisionero le recordó:

—No te olvides de la carta. Confío en ti para que el manuscrito pueda llegar a tiempo a su destino.

—Guarda cuidado. Hoy mismo se la entregaré a Abd-l-Salam.

Entre aquellos dos hombres, tan diferentes por edad, origen y situación, se había ido labrando un lazo de sincera amistad.