CAPÍTULO VEINTITRÉS
EN EL QUE LA PRINCESA DE CHINA CUENTA SU HISTORIA Y JIM SE ENFADA
CON ELLA
Ocurrió durante unas vacaciones de verano —así empezó Li Si su historia—, yo había ido, como cada año, a la playa. Además mi padre, para que yo no me aburriera, permitió que fueran conmigo siete amigas. Para vigilarnos nos acompañaban tres viejas damas de corte.
Vivíamos en un pequeño y hermoso palacio de porcelana azul cielo y justo delante de la puerta estaba la playa, hasta la que llegaban las olas del mar.
Las damas de corte nos repetían cada día que jugáramos cerca del castillo, que no nos alejáramos para que no nos ocurriera nada malo. Al principio obedecí y permanecí siempre en las cercanías, pero como las damas, a pesar de que todas nos portábamos bien, nos repetían cada día lo mismo, se despertó en mí el espíritu de contradicción, porque desgraciadamente tengo un espíritu de contradicción terrible. Un día salí y me fui a pasear por mi cuenta por la orilla del mar. Al cabo de un rato me di cuenta de que las damas de corte y mis amigas me empezaban a buscar. En lugar de llamarlas, se me ocurrió esconderme entre unos juncos. Las damas y mis amigas llegaron muy cerca de donde yo estaba, llamándome por mi nombre y parecían asustadas y nerviosas. Pero yo permanecí en mi escondite sin decir palabra.
Al cabo de un rato volvieron y oí que decían que había que buscar en otra dirección y que yo no podía estar muy lejos. Me reí y, cuando se hubieron ido, salí de mi escondite y seguí paseando por la playa y alejándome del palacio. Iba recogiendo hermosas conchas que ponía en mi delantal y al mismo tiempo cantaba, en voz baja, una canción que acababa de componer para pasar el rato. Decía así:
Oh, qué hermoso, qué bonito,
por la orilla el paseíto.
Soy la princesa Li Si,
no me encontrarán aquí.
Pam param pam
Pam.
Eso lo compuse completamente sola y me fue algo difícil encontrar una palabra que rimara con Li Si. Seguí andando y cantando cuando, de pronto, me di cuenta de que no había tanta arena como antes y que hacía rato que caminaba al borde de unas rocas cortadas a pico sobre el mar. No estaba muy tranquila pero no lo quise reconocer y seguí adelante. Miré hacia el mar y vi aparecer un barco de vela que se acercaba a toda velocidad, directamente hacia el lugar en que me encontraba. Tenía unas velas rojas como la sangre y sobre la mayor había, pintado con pintura negra, un enorme número 13.
Li Si se estremeció y calló un momento.
—¡Ahora se hace interesante! —gruñó Lucas, y él y Jim se miraron significativamente—. ¡Sigue contando!
—El barco atracó en la costa, justo delante de mí —continuó la princesa, que sólo por el recuerdo se había vuelto pálida—. Estaba tan asustada que me quedé clavada en el suelo. Además el barco era tan grande que su costado era más alto que la pared rocosa en que yo me encontraba. Bajó un hombre enorme, tan horrible que no puedo describirlo y se dirigió hacia mí. Se tocaba con un extraño sombrero con una calavera y dos huesos cruzados pintados en él. Llevaba una chaqueta de colores, calzones y botas altas. De su cinturón colgaban puñales, cuchillos y pistolas. Debajo de la nariz en forma de gancho, ostentaba un bigote negro, tan largo, que le colgaba hasta el cinturón. Llevaba también pendientes de oro y sus ojos eran pequeños y estaban tan juntos que parecía bizco.
Cuando me vio dijo: «¡Ah, una niña! ¡Esto es una presa magnífica!».
Su voz era ronca y profunda; cuando quise huir me agarró por las trenzas y rió. Entonces pude ver sus dientes grandes y amarillos como los de un caballo. Dijo: «Nos vienes de perilla, sapito». Grité e intenté resistir, pero no había nadie que me pudiera ayudar. Aquel hombre enorme me levantó en el aire y me tiró —paff— al barco.
Mientras volaba por el aire pensé: «Si no me…» y quería terminar de pensar: «… hubiera escapado», pero no pude porque en el mismo instante, en la cubierta, me cogió un hombre tan parecido en todo al anterior, que en el primer momento pensé que era el mismo. Pero no era posible. Cuando me dejaron en el suelo miré a mi alrededor y vi que en el barco había muchos otros hombres, tan parecidos entre sí, como un huevo a otro huevo. Por eso al principio no los pude contar porque no estaban quietos, sino que andaban de un lado para otro y yo no me podía acordar de ninguno.
Los piratas me metieron en una jaula. Era una especie de pajarera enorme, colgada de un gancho en el mástil del barco. Mi valor había desaparecido por completo y yo lloraba tanto que mi delantal se empapó y les rogaba a los hombres que me dejaran en libertad. Pero no se preocupaban de mí. El barco se hizo a la mar y muy pronto desapareció la costa; sólo se veía agua por todas partes.
Así pasó el primer día. Al anochecer se acercó un muchacho y metió unos mendrugos de pan seco a través de los barrotes de la jaula. También puso un pequeño cacharro con agua para beber. Pero yo no tenía hambre y no toqué el pan. Sólo bebí un sorbo de agua porque estaba sedienta por el mucho sol y por lo que había llorado.

Cuando empezó a oscurecer, los piratas encendieron unos faroles, hicieron rodar un gran barril hasta el centro de la cubierta y se sentaron alrededor de él. Cada uno de ellos tenía un gran tazón y lo llenaba en el barril. Empezaron a beber y a cantar con voz ronca canciones ordinarias. Una la recuerdo porque siempre la repetían. Debía de ser su canción favorita. Decía así:
Trece hombres sentados en un ataúd
Jo, jo, jo, con un barril de ron,
Bebieron tres días vino a su salud
Jo, jo, jo, con un barril de ron,
Amaban el oro, el vino y el mar
Jo, jo, jo, con un barril de ron,
Pero al fin el demonio los fue a buscar
Jo, jo, jo, con un barril de ron.
Por fin conseguí contar los hombres; eran exactamente trece, tal como cantaban en su canción. Entonces comprendí por qué habían pintado un 13 en la vela.
Jim interrumpió el relato de la princesita y dijo:
—Y yo comprendo ahora por qué el remitente de mi paquete era un 13.
—¿Qué remitente y qué paquete? —preguntó Li Si—. En tu discusión con el dragón hablaste de algo de eso y yo te lo quería preguntar.
—Si no tenéis nada en contra —intervino Lucas—, que Li Si termine primero su historia. Así procederemos por orden. Después Jim contará lo que le sucedió. De lo contrario nos haremos un lío.
Estuvieron todos de acuerdo y Li Si siguió contando:
—Mientras los piratas bebían y cantaban, pude notar que se confundían entre sí y unas veces se llamaban con un nombre, otras con otro. Pero parecía no importarles. Ninguno sabía cómo se llamaba realmente ni sabía si era uno u otro. Además les daba lo mismo porque no era una cosa demasiado importante para ellos. Al único que reconocían en seguida era a su capitán porque, para diferenciarse de los demás, llevaba una estrella roja en el sombrero. Todos le obedecían sin rechistar.
El segundo día comí algo de pan seco porque estaba hambrienta. Lo demás se desenvolvió como el día anterior. Cuando se hizo de noche y los piratas se sentaron alrededor del barril de ron, oí que el capitán les decía:
«¡Escuchad, compañeros! Mañana a medianoche nos volveremos a encontrar con el dragón en el sitio de costumbre. Esta vez se pondrá la mar de contento».
Miró hacia arriba, hacia mí y sonrió.
«¡Qué bien, capitán!», oí que uno decía, «esto quiere decir que tendremos más ron. Ya era hora porque el barril está casi vacío».
Era claro que estas palabras tenían algo que ver conmigo, pero yo no sabía qué. Os podéis imaginar cómo me sentía.
La noche siguiente sopló un viento cortante que empujaba las nubes por delante de la luna llena, de modo que a veces era claro y a veces oscuro. En mi jaula el frío era horrible. Hacia medianoche vi por un momento algo que brillaba en la oscuridad, en el lugar hacia donde se dirigía nuestro barco. Cuando nos acercamos y la luna nos volvió a iluminar durante unos minutos, pude ver que eran como dos peñas de hielo brillante, desnudas y escarpadas, que surgían del mar. Y en una de ellas esperaba un gigantesco dragón. Su negro perfil se recortaba claramente sobre el cielo tormentoso.

«¡Fffffff!», resopló cuando el barco pirata ancló junto a él, lanzando una centella verde y una violeta por cada una de las ventanas de la nariz. «¿Tenéisss algo parrrra mí, muchchchachchoosss?».
«¡Ya lo creo!», le gritó el capitán. «¡Esta vez se trata de una muchachita preciosa!».
«¿Ssssí?», siseó el dragón y sonrió malicioso. «¿Qué esss lo que querrréis en cambio, brrribonesss?».
«Lo mismo de siempre», contestó el capitán. «Un barril de ron legítimo de Kummerland, marca «Gaznate de Dragón». Es el único ron del mundo lo bastante fuerte para mí y para mis amigos. Cuando tú quieras nos iremos».
Estuvieron un rato discutiendo y por fin el dragón entregó el barril de ron sobre el que había estado sentado y a cambio recibió de los piratas la jaula en que me hallaba yo. Se despidieron después de haberse puesto de acuerdo para el siguiente encuentro. Todavía se pudo oír durante un rato, en medio del silbido del viento, la canción de los trece; luego el barco desapareció.
El dragón cogió la jaula y la levantó en alto para contemplarme detenida y minuciosamente. Por fin dijo: «Bien, pppequeña, ssse han terrrminado parrra siempre lasss muññecasss, la perrreza, los passseos, las vacacionesss y todasss essas tonterrrías. Esss horrra de que empiecessss a conocerrr las penasss de la vida».
Envolvió mi jaula en una tela tan gruesa que no dejaba pasar la luz; de modo que me quedé en una oscuridad completa; no veía nada y casi no oía lo que pasaba en el exterior.
Al principio parecía que no sucedía nada. Yo esperaba y me preguntaba si el dragón me habría dejado sola. ¿Pero entonces para qué me había cambiado por un barril de ron? No sé cuánto tiempo duró mi espera porque me dormí. Quizás os parezca raro que encontrándome en una situación tan angustiosa me durmiera, pero tenéis que pensar que desde el momento en que los piratas me raptaron, no había cerrado los ojos por el miedo y también por el viento y el frío. Debajo de aquel trapo todo estaba oscuro y hacía calor; por eso me dormí.
De pronto desperté. Oía un ruido ensordecedor. No os podéis imaginar lo que era aquella vibración, aquel estruendo y aquel jaleo. Además empezaron a sacudir mi jaula, llevándola de arriba abajo hasta que mi estómago se sintió como si estuviera en una montaña rusa. Esto duró una media hora y terminó de repente. Durante un rato todo permaneció en silencio; luego noté que volvían a dejar mi jaula en el suelo. Quitaron el trapo y cuando miré a mi alrededor… no hace falta que os lo cuente porque todos habéis conocido la casa de la señora Maldiente. Lo único que me consolaba era no estar sola en mi desgracia puesto que había otros niños en las mismas condiciones en que estaba yo.
Bueno, ahora no hay mucho más que contar. La vida que empezó entonces era terriblemente monótona y triste. Nos sentábamos cada día, desde la mañana hasta la noche, en los bancos, y atados allí, teníamos que leer, escribir, hacer cuentas y aprender otras cosas. Yo salía bastante bien librada porque ya sabía leer, escribir y hacer cuentas, como todos los niños chinos de mi edad. Pero mis compañeros lo tenían que aprender casi todo y el dragón los martirizaba muy complacido. Cuando no estaba de buen humor, y esto ocurría casi siempre, daba lo mismo que hiciéramos faltas o no, porque igualmente nos chillaba y nos pegaba.
Cuando se hacía de noche el dragón soltaba las cadenas de los bancos y nos llevaba a empujones al dormitorio. Casi nunca nos daban de cenar porque la señora Maldiente encontraba cada día motivos para mandarnos, como castigo, a la cama sin cenar. No podíamos hablar entre nosotros, ni siquiera en voz baja; estaba terminantemente prohibido. El dragón se sentaba cada noche junto a la puerta hasta que estaba seguro de que nos habíamos dormido.
Pero una noche conseguí engañarle. En cuanto se hubo ido me levanté —mi cama estaba junto a la pared de la fachada— me subí a la cabecera y miré por el agujero de la roca. Vi que era demasiado alto para escapar por allí, pero descubrí el río que pasaba por debajo. Medité qué podía hacer y de pronto me acordé de un pequeño biberón de muñeca que había encontrado en el bolsillo de mi delantal y que había conservado como recuerdo. En pocos momentos tuve preparado mi plan. Rápidamente y en silencio, desperté a los otros niños y les conté lo que había proyectado. Uno de ellos tenía un pedazo de lápiz y otro un recorte de papel limpio. Escribí la carta, puse la tarjetita en el biberón, lo cerré con un poquito de cera que encontré por allí y uno de los chicos, que tenía mucha puntería, se subió a mi cama y por el agujero de la pared, echó al río la botellita con el mensaje.

Desde entonces vivimos en la esperanza de que un hombre bueno encontrara algún día la botella y se la llevara a mi padre. Así esperamos día tras día hasta que llegasteis vosotros y nos liberasteis.
Y ahora aquí estamos.
Así terminó su relato la princesita. Luego los demás niños, según les tocaba, fueron contando su historia. Había, por ejemplo, cinco chiquillos morenos con turbante que habían sido raptados una tarde mientras se bañaban, con sus elefantes, en el río. El pequeño piel roja, en cambio, se había alejado demasiado cuando pescaba en el mar con su canoa. El esquimal estaba en un iceberg en el que se dirigía al Polo Norte para visitar a una tía abuela. Otros niños viajaban en trasatlánticos que habían sido asaltados por los piratas en alta mar. Todo el dinero, las joyas, los objetos de valor y los niños se los llevaron los piratas a su barco y luego hundieron, con los pasajeros, el trasatlántico desvalijado.
Esos trece eran ciertamente unos desalmados y unos bárbaros.
Las aventuras de los niños eran muy distintas unas de otras, pero en cuanto llegaban a las peñas heladas, a todos les sucedía lo mismo que a la princesa Li Si. Ninguno, sin embargo, pudo decir cómo llegaron a la casa de piedra del dragón.
Por último, Jim explicó, ante la insistencia de los niños y sobre todo de la pequeña princesa, lo que Lucas y él habían vivido antes de encontrar el camino de la Ciudad de los Dragones.
—Pero he aprendido muy bien una cosa —dijo terminando su historia y todavía muy preocupado por la escuela que había visto en Kummerland—: No quiero aprender de ninguna manera a leer, ni a escribir. Cuentas tampoco. No me da la gana.
Li Si le miró de reojo, levantó las cejas y dijo:
—¿Pero es que no sabes? —No— contestó Jim, —y tampoco lo necesito.
—¡Pero si tienes al menos un año más que yo! —exclamó Li Si asombrada y añadió resuelta—: Si quieres te enseñaré cómo se hace.
Jim sacudió la cabeza.
—Me parece que son cosas totalmente inútiles, que además de ser molestas, no sirven para nada. En el tiempo perdido en aprender se dejan de hacer otras cosas más importantes. Hasta ahora me ha ido muy bien sin saber leer ni escribir.
—¡En esto tiene razón! —exclamó el pequeño piel roja.
—No —dijo la princesita con energía—, esas cosas son muy útiles. Por ejemplo, si yo no hubiese sabido escribir, no hubiera podido mandar el mensaje y nadie nos hubiera liberado.
—De nada te hubiera servido la botella —le contestó Jim—, de no venir nosotros a salvaros.
—¡Claro! —exclamó el pequeño piel roja.
—¿Ah, sí? —contestó la princesita con desdén—, a ti te ha ayudado Lucas el maquinista. ¿Pero qué hubiera sido de vosotros y de nosotros si Lucas hubiera sabido leer tanto como tú?
Jim no supo qué contestar. Sentía que Li Si no estaba del todo equivocada, pero se indignaba precisamente por eso. ¿Cómo se atrevía la pequeña princesa a darle esas lecciones? Hacía poco que le habían salvado la vida. El valor y la osadía eran mucho más importantes que el saber. De todos modos él no tenía ganas de aprender y esto bastaba.
Jim puso un cara tan seria que Lucas, riendo, le dio un golpe en la espalda y le dijo:
—¡Jim, muchacho, mira hacia allá!
Y señalaba el horizonte, hacia el oeste, donde les llevaba la corriente. Allí estaba saliendo el sol en toda su magnificencia y las olas brillaban como oro puro. Luego los viajeros vieron algo más que también brillaba y relucía como el oro: eran los mil tejados de Ping.