CAPÍTULO VEINTE
EN EL QUE EMMA ES INVITADA POR UN DRAGÓN DE PURA RAZA A UNA
JUERGA
A la mañana siguiente, los viajeros se levantaron muy temprano porque Nepomuk les había asegurado que el camino hasta la Ciudad de los Dragones era mucho más largo de lo que parecía. Pronto se dieron cuenta de que esta afirmación no era exagerada. Debido a las muchas grietas y a los ríos de lava no podían viajar en línea recta, sino que tenían que dar continuamente grandes rodeos. Era como un laberinto.
Nepomuk se había sentado en la parte delantera de la caldera de Emma y utilizaba su delgada cola para indicar la dirección. La dirigía unas veces hacia la derecha, otras hacia la izquierda y de esta forma le señalaba a Lucas la dirección que tenía que llevar.
En su camino se cruzaron con un par de medio dragones que les miraron curiosos desde sus volcanes. Algunos no eran más grandes que un topo o un saltamontes, otros tenían un parecido remoto con un canguro o una jirafa según su relación familiar. En cuanto veían a Emma disfrazada escondían aterrorizados sus cabezas. Seguramente creían que un horrible dragón se paseaba por el país. A Lucas y a Jim les tranquilizaba mucho la impresión que producía la locomotora.
Cuando por fin llegaron a poca distancia de la gruta de entrada a la Ciudad de los Dragones, Nepomuk dio la señal de alto. Lucas detuvo a Emma y el medio dragón bajó de ella.
—Bien —dijo—, ahora podéis seguir solos. Yo prefiero volverme a casa. No quisiera encontrarme con un dragón de pura raza. No se sabe nunca de qué humor están.
Los dos amigos le agradecieron de corazón la ayuda que les había prestado; Nepomuk les deseó éxito y se despidieron.
Lucas y Jim siguieron con Emma camino adelante y el medio dragón les saludó con la mano hasta que desaparecieron detrás de una montaña.
Entonces el medio dragón emprendió, arrastrándose, el largo camino de regreso hasta su pequeño volcán.
Pocos minutos más tarde, Emma llegó a la entrada de la Ciudad de los Dragones.
Era una gigantesca entrada de caverna, ennegrecida por el humo que salía a través de la boca del horno.
Sobre la entrada de la Ciudad de los Dragones colgaba una gran losa de piedra en la que se leía esta terrible amenaza:

—¡Bien, Jim! —dijo Lucas—, ¡adelante!
—¡A la orden! —contestó Jim.
Y entraron en la caverna. Estaba oscuro como boca de lobo y Lucas encendió los faros de Emma para ver el camino.
Cuando ya casi llegaban a la mitad de la caverna, aparecieron de pronto en la oscuridad dos ojos grandes como pelotas de fútbol, que brillaban como si fueran de fuego. Rápidamente, Lucas y Jim taparon con mantas las ventanillas y espiaron el exterior por una rendija. Había llegado el momento en que iba a decidirse si el disfraz de Emma servía. Y si no servía… bueno, lo mejor era no pensar en lo que sucedería.
Despacio, muy despacio, fue avanzando la locomotora en dirección a las dos pelotas de fútbol que brillaban como ascuas. Pertenecían a un dragón cuyo cuerpo medía tres veces lo que Emma. Sobre sus hombros tenía un cuello muy largo y enroscado en espiral. La cabeza era del tamaño y de la forma de una cómoda. El esperpento permanecía rígido, tieso, en el centro del camino. Parecía imposible poder pasar por donde estaba. Había echado elegantemente su larga cola, llena de púas, por encima del hombro izquierdo y con la garra derecha se rascaba con inaudita negligencia.
Cuando Emma se detuvo delante de él, estiró el cuello en espiral y contempló a la locomotora por todos los lados. Para ello no necesitaba levantarse ni dar vueltas. Esto era lo práctico de su cuello que recordaba a una manguera. Después de haber examinado minuciosamente a Emma, apareció en la cara del dragón una sonrisa burlona que le daba un aspecto feísimo.
—¡Ja, ja, ja! —se rió con una voz que recordaba a un aserradero—. Tienes un parrr de ojjjos bonitoss y brrrillantesss. —Y se volvió a reír—: ¡Ja, ja, ja!
—Ha creído que Emma era una señorita dragona —susurró Lucas—. ¡Esto es estupendo!
—¡Ja, ja, ja! —El dragón se reía—. ¡Tienes ojjjoss bonitoss y huueless muy bien a huumo!
Emma bajó avergonzada sus faros. Estaba muy molesta y no sabía qué pensar de aquellos piropos.
Jim y Lucas, que espiaban por la rendija entre las mantas, descubrieron entonces, al resplandor del fuego, que junto a la caverna principal, en un hueco lateral, se hallaban sentados dos dragones de la misma especie que el otro. Estaba claro que esperaban para relevar de la guardia a su compañero.
—Ddddammme tu dirrrección y másss tarrrde te rrrecogerrré parrra darrr un passsseo. En sssseguida terrrrmino la guarrrrrdia.
Emma miró al dragón sin comprenderle.
—Estamos en un momento muy delicado —susurró Lucas—. Espero que no empiece a sospechar.
Lucas y Jim se miraron preocupados, pero por suerte, en aquel momento uno de los dragones del aposento lateral exclamó:
—Jjjja, missserrrable rrrugidorrr, dejjja en pazzz a la ppppequeña. ¿No vesss que no quierrre hablarrr contigo?
—¡Gracias a Dios! —suspiró Jim en voz baja.
—¡Grrrr! —retumbó el dragón y escupió furioso una llama delgada con humo lila—. A verrr sssi tú consssigues algo. ¡Jjjjj!
Diciendo esto dejó irritado el camino libre. Lucas levantó la palanca y Emma se puso en movimiento y avanzó rodando, lo más aprisa que pudo, para salir de allí. Por precaución, Lucas procuró que sacara la mayor cantidad posible de humo y de chispas, como si estuviese indignada y ofendida, para que el dragón no sospechara nada.
Pronto cruzaron la caverna y ante ellos apareció la Ciudad de los Dragones. Uno se daba cuenta en seguida de que se trataba de una ciudad muy importante. Las casas estaban fabricadas con gigantescos bloques de piedra y tenían cientos de pisos. Las calles parecían desfiladeros oscuros. Si se echaba la cabeza hacia atrás y se miraba hacia arriba, se lograba distinguir, a veces, una pequeñísima mancha de cielo. Pero esta pequeñísima mancha de cielo estaba oscurecida por los vapores, por el humo y por el gas que se elevaban continuamente. Tal como les había explicado Nepomuk, ese vaho nauseabundo era producido por los mismos dragones que andaban a miles por las calles echando humo y fuego por la boca, nariz y orejas.
Algunos dragones tenían además otra especie de orificio en la punta de la cola, por la que también salía humo, aunque en menor cantidad.
Se oía un ruido infernal. Los dragones chillaban, gruñían, alborotaban, disputaban, crepitaban, berreaban, tosían, bramaban, gritaban, aullaban, reían, silbaban, reñían, estornudaban, jadeaban, siseaban, gemían, pateaban, pitaban y no sé qué otras cosas más.
Además eran de distintas clases. Unos eran pequeños como lirones, otros, en cambio, alcanzaban el tamaño de un tren de mercancías. Muchos se movían como sapos y se contoneaban y eran grandes como coches. Otros parecían orugas largas y delgadas como postes de telégrafo. Los había que medían más de mil pies, mientras otros tenían una sola pata sobre la que saltaban de una manera muy curiosa. Muchos no tenían patas y rodaban como barriles por las calles. El espectáculo era ensordecedor. También se veían dragones con alas, que volaban como murciélagos y otros que zumbaban como gigantescas avispas o libélulas. Alborotaban y silbaban volando en el aire sofocante y pasando de un piso a otro de las casas. Todos parecían tener prisa. Se lanzaban precipitadamente al espacio mezclándose, empujándose, montando los unos encima de los otros, pateando sin cuidado las cabezas y los miembros de los demás y portándose —como se ve— muy poco amablemente.
A cualquier lado que dirigiesen la mirada por la rendija de la ventanilla, Jim y Lucas no veían más que dragones ocupados en distintos quehaceres. Algunos preparaban café o cocían bollos directamente sobre el fuego que salía de sus narices. Naturalmente, se trataba de café especial para dragones, de bollos de alquitrán y harina de huesos, condimentados con veneno, bilis, pedazos de cristal y chinchetas. Todo para dragones.
Pero había algo que los dos amigos no vieron: niños. Ni niños dragones ni de ninguna otra clase. Los verdaderos dragones no tienen niños. No los necesitan porque ellos, si no se los mata, no mueren. No se mueren nunca y se van volviendo cada vez más viejos. Tampoco había ninguna otra clase de niños y, claro está, era mejor así. No hubiesen tenido sitio para jugar porque por las calles los hubiesen pateado hasta matarlos; y no había ni prados ni nada parecido para ellos. Ni árboles para trepar. No había absolutamente nada que fuera verde. Alrededor de las incontables calles-desfiladeros, con sus olores y sus ruidos, las paredes del gran cráter parecían una gigantesca muralla negra. Como puede verse, el nombre de la ciudad era apropiado: Kummerland[2].