CAPÍTULO ONCE
EN EL QUE JIM BOTÓN CONOCE DE MODO INESPERADO EL SECRETO DE SU
NACIMIENTO
El emperador, Lucas y Jim, con el séquito de los dignatarios, se dirigían tranquilamente hacia el salón del trono atravesando los corredores de palacio.
—¡Ha llegado usted en el momento preciso, Majestad! —le dijo Lucas al emperador mientras subían por la ancha escalera de mármol—. Esto hubiera podido tener un fin fatal. ¿Cómo supo usted de nosotros?
—Por un chiquillo diminuto que entró de repente —contestó él—. No sé quién es, pero parecía un chiquillo decidido e inteligente.
—¡Ping Pong! —exclamaron Lucas y Jim a la vez—. Es el niño de los niños del cocinero mayor, el que tiene ese nombre tan complicado —añadió Jim.
—¿El señor Schu Fu Lu Pi Plu? —preguntó el emperador, sonriendo.
—¡Exactamente! —dijo Jim—. ¿Pero dónde está Ping Pong?
Nadie lo sabía y todos empezaron a buscar.
Por fin encontraron al pequeño. Se había envuelto en una esquina de una cortina de seda y estaba durmiendo. Para un niño de su edad, el salvamento había representado un esfuerzo demasiado grande. Cuando vio que los dos amigos estaban salvados, cayó en un sueño tranquilo y profundo.
El mismo emperador se inclinó hacia él, lo levantó y lo llevó con cuidado a sus propios aposentos. Allí lo colocó en su cama con dosel. Lucas y Jim miraban emocionados a su pequeño salvador cuyos débiles ronquidos parecían el canto de un grillo.
—Le premiaré imperialmente —dijo el rey en voz baja—. Y en cuanto al superbonzo Pi Pa Po, podéis estar tranquilos. Él y sus compinches no escaparán a su castigo.
Desde entonces, como es natural, todo les fue estupendamente bien a los dos amigos. Les colmaron de todos los honores imaginables y cuando alguien se cruzaba con ellos, les hacía una reverencia hasta el suelo.
Durante toda la mañana reinó en la biblioteca imperial una gran agitación. La biblioteca se componía de siete millones trescientos ochenta y nueve mil quinientos dos libros. Todos los hombres cultos de China estaban ocupados en la lectura de aquellos libros. Tenían la orden de buscar con urgencia lo que comían los habitantes de la isla de Lummerland y cómo se guisaba.
Por fin lo encontraron y avisaron en seguida a la cocina imperial, al señor Schu Fu Lu Pi Plu y a sus treinta y un niños y niños de niños (siempre uno más pequeño que el otro) los cuales eran también cocineros. Aquel día el señor Schu Fu Lu Pi Plu hizo la comida con sus propias manos. Él y su numerosa familia se habían enterado, naturalmente, de lo que había sucedido y se sentían orgullosos de Ping Pong, el miembro más joven de la familia y estaban todos muy nerviosos.

Cuando la comida estuvo a punto, el señor Schu Fu Lu Pi Plu se puso la gorra de cocinero más grande que tenía y que era del tamaño de un almohadón y llevó personalmente la comida al comedor imperial.
A los dos amigos —Ping Pong seguía durmiendo— les gustó tanto la comida que les pareció que no habían probado nunca nada tan bueno en su vida, exceptuando, quizás, el helado de fresa de la señora Quée. Alabaron debidamente el arte culinario del señor Schu Fu Lu Pi Plu y el cocinero mayor se sonrojó de alegría y su cabeza redonda brillaba como un tomate.
Además, esta vez, había verdaderos tenedores, cucharas y cuchillos para comer. Los hombres cultos habían leído que en Lummerland se usaban y le habían ordenado al platero de la corte imperial que hiciera en seguida unos cubiertos.
Después de la comida, el emperador y los dos amigos estuvieron paseando por una gran terraza. Desde ella se dominaba toda la ciudad con sus mil tejados de oro.
Se sentaron debajo de una gran sombrilla y charlaron un rato de esto y de aquello. Luego Jim fue corriendo a la locomotora a buscar un juego. Los dos amigos le explicaron al emperador las reglas y jugaron los tres. El emperador estaba muy atento pero perdía a menudo y se alegraba por ello. Pensaba para sí: «Si estos extranjeros tienen tanta suerte, es posible que consigan liberar a mi pequeña Li Si».
Por último apareció Ping Pong, que se había despertado. Entonces les sirvieron chocolate y pastel preparado según una receta lummerlandesa y Ping Pong y el emperador, que no conocían nada semejante, probaron las dos cosas y encontraron que sabían a las mil maravillas.
—¿Cuándo pensáis salir hacia la Ciudad de los Dragones, amigos? —preguntó el emperador cuando hubieron terminado de merendar.
—Tan pronto como sea posible —contestó Lucas—, antes sólo tenemos que enterarnos de la importancia que tiene en realidad esta Ciudad de los Dragones, dónde está, cómo se llega a ella y otras cosas semejantes.
El emperador asintió.
—Esta noche, amigos —prometió—, os enteraréis de todo lo que se sabe en China de esa ciudad.
Luego el emperador y Ping Pong llevaron a los dos amigos al jardín del palacio imperial para pasar el tiempo hasta la noche. Les enseñaron todas las curiosidades, como, por ejemplo, los maravillosos juegos de agua chinos y los surtidores; hermosos pavos reales paseando orgullosos sus colas que parecían de oro verde y violeta y ciervos azules con cuernos plateados que se acercaban confiados y eran tan mansos que se podía montar en ellos. Había también unicornios chinos cuya piel brillaba como la luz de la luna, búfalos de color de púrpura, de pelo largo y ondulado, elefantes blancos con diamantes incrustados en los colmillos, pequeños monos sedosos con caras alegres y miles de otras curiosidades.
Por la noche cenaron en la terraza, y cuando terminaron volvieron todos al salón del trono. Allí, entretanto, se habían hecho grandes preparativos.
El gigantesco salón estaba iluminado por miles de candelabros con piedras preciosas. Los veintiún hombres más cultos de China estaban reunidos allí y esperaban a Lucas y a Jim. Habían traído documentos y libros en los que se podía encontrar todo lo conocido sobre la Ciudad de los Dragones.
Se puede imaginar fácilmente lo cultos que debían de ser aquellos veintiún hombres, cuando en aquel país donde los niños pequeños son ya tan listos, eran reconocidos como los más cultos. Se les podía preguntar todo; por ejemplo cuántas gotas de agua hay en el mar o la distancia hasta la luna o por qué el mar Rojo es rojo o cómo se llama el animal más raro, o cuándo será el próximo eclipse de sol. Todo esto lo sabían de memoria.
El nombre que se les daba a estos hombres era el de «Flores de la Sabiduría». Pero la verdad es que no se parecían en nada a las flores. Algunos de ellos, por lo mucho que habían estudiado y por lo mucho que habían aprendido de memoria, se habían ido encogiendo y tenían la cabeza exageradamente desarrollada. Otros, de tanto leer y estar sentados, se habían vuelto pequeños y gordos y sus posaderas eran grandes y aplanadas. Los de la tercera clase, de tanto estirarse hacia los libros de las estanterías más altas, se habían vuelto largos y delgados como mangos de escoba. Todos llevaban gruesas gafas de oro y ésta era precisamente la señal que les distinguía. Cuando los veintiún «Flores de la Sabiduría» hubieron saludado, primero al emperador y luego a los dos amigos echándose al suelo sobre el vientre, Lucas empezó a preguntar:
—Ante todo, quisiera saber una cosa —dijo encendiendo su pipa—: ¿cómo se sabe que la princesa está en la Ciudad de los Dragones?
Un sabio de los de la clase de mango de escoba se adelantó, ajustándose las gafas y explicó:
—Esto, honorables extranjeros, ha sucedido de la siguiente manera: la princesa Li Si, dulce como el rocío, pasaba hace un año las vacaciones de verano junto al mar. De repente un día desapareció sin dejar rastro. Nadie supo qué había sido de ella. La terrible incertidumbre duró hasta que, hace dos semanas, unos pescadores encontraron en el río Amarillo una botella con un mensaje. El río Amarillo nace en la montaña con estrías rojas y blancas y pasa por delante de las puertas de nuestra ciudad. Lo que se encontró era un biberón como los que usan las niñas para jugar a muñecas. Dentro había una carta de nuestra princesa, la que se parece a un pétalo de flor.
—¿Podríamos ver la carta? —preguntó Lucas.
El sabio buscó entre sus papeles y le tendió a Lucas una hojita doblada. Lucas la desdobló y leyó en voz alta:
—«¡Querido desconocido! Quienquiera que seas, lleva este mensaje lo más rápidamente posible a mi padre Pung Ging, el muy poderoso emperador de China. Los 13 me han raptado y vendido a la señora Maldiente. Hay muchos otros niños aquí. Por favor, salvadnos porque este cautiverio es terrible. La señora Maldiente es un dragón y mi dirección actual es:
»Princesa Li Si (en casa de la señora Maldiente).
»Kummerland
»Calle Vieja número 133
»Piso tercero izquierda».
Lucas dejó caer la tarjeta y se abandonó a sus pensamientos.
—¿Maldiente…? —murmuró—. ¿Maldiente…? ¿Kummerland…? Esto lo he oído yo en algún sitio.
—Kummerland es el nombre de la Ciudad de los Dragones —aclaró el sabio—. Figura en un libro antiguo.
Lucas se quitó la pipa de la boca, dio un silbido de sorpresa y exclamó:
—¡La historia empieza a ser interesante!
—¿Por qué? —preguntó Jim, asombrado.
—¡Escucha, Jim Botón! —dijo Lucas gravemente—, ha llegado el momento de que te enteres de un gran misterio, el misterio de tu llegada a Lummerland. Eras entonces demasiado pequeño y no te puedes acordar de nada. Llegaste en un paquete postal que nos trajo el cartero.
Y le contó a Jim, cuyos ojos se volvían cada vez más grandes por la sorpresa, lo que sucedió en Lummerland. Por último dibujó en un pedazo de papel la dirección que había en el paquete.
—Detrás, como remitente, había solamente un gran número 13 —dijo, y dio por terminado su informe.
El emperador, Ping Pong y los hombres cultos habían escuchado con atención y comparado la dirección escrita por Lucas con la de la carta de la princesa.
—¡No hay duda alguna! —anunció un sabio de los de la clase de los bajos y gordos que era un experto en tales asuntos—, no cabe duda de que se trata de la misma dirección. Sólo que la de la princesa esta clara y bien escrita, mientras la de Jim Botón procede de alguien que casi no sabe escribir.
—¡Pero entonces la señora Quée no es mi verdadera madre! —exclamó Jim de repente.
—No —contestó Lucas—, esto le ha causado siempre una pena muy grande.
Jim permaneció un rato en silencio y luego preguntó temeroso:
—¿Entonces quién es mi madre? ¿Crees que puede ser la señora Maldiente?
Lucas sacudió la cabeza pensativo.
—No lo creo —dijo—, la princesa escribe que la señora Maldiente es un dragón. Antes habría que averiguar quiénes son esos «13». Son ellos los que mandaron el paquete donde estabas tú.
Pero nadie sabía quiénes eran los «13». Ni siquiera los «Flores de la Sabiduría».
Es comprensible que Jim estuviera nervioso. Puede uno imaginarse lo desconcertante que debe de ser enterarse tan de repente y tan inesperadamente de hechos de tanta importancia sobre uno mismo.
—De todas formas —dijo Lucas—, ahora es necesario que vayamos a la Ciudad de los Dragones para otro asunto. No sólo para liberar a la princesa Li Si, sino también para descubrir el misterio del nacimiento de Jim Botón.
Siguió fumando pensativo y continuó:
—¡Es verdaderamente asombroso! Si no hubiéramos venido a China no hubiéramos dado nunca con esta pista.
—Sí —dijo el emperador—, aquí hay seguramente un gran misterio.
—Mi amigo Jim Botón y yo lo descubriremos —dijo Lucas, serio y decidido—. ¿Dónde está Kummerland, la Ciudad de los Dragones?
Se adelantó un sabio de los de la clase de los encogidos con frente grande. Era el geógrafo mayor de la corte y conocía de memoria todos los mapas del mundo.
—Muy honorables extranjeros —dijo con semblante afligido—, desgraciadamente ningún mortal conoce la situación exacta de la Ciudad de los Dragones.
—¡Claro! —dijo Lucas—, porque si no, el cartero la hubiera encontrado.
—Pero suponemos —continuó el sabio—, que tiene que estar más allá de la montaña estriada de rojo y blanco. Como la botella que contenía el mensaje de la princesa llegó aguas abajo por el río Amarillo, la ciudad tiene que estar aguas arriba. Pero sólo conocemos el curso del río Amarillo hasta la montaña con estrías rojas y blancas. En aquel lugar sale de una gruta muy profunda. Nadie sabe dónde nace realmente.
Lucas estuvo un rato pensativo, echando grandes nubes de humo hacia el techo del salón del trono.
—¿Se puede entrar en la gruta? —preguntó por fin.
—No —contestó el sabio—, es absolutamente imposible. El agua sale de ella con demasiada violencia.
—Bueno, pero en algún sitio el río tiene que nacer —dijo Lucas—. ¿No se puede ir al otro lado de la montaña para investigar?
El sabio desdobló delante de Jim y de Lucas un gran mapa.
—Este es un mapa de China —aclaró el geógrafo mayor de la corte—. Como es sabido, la frontera del reino está constituida por la mundialmente famosa muralla de China que rodea al país por todas partes menos por el lado del mar. Tiene cinco puertas: una al norte, una al noroeste, una al este, una al sureste y una al sur. Pasando por la puerta del este se llega al «Bosque-de-las-mil-Maravillas». Atravesando este bosque se llega a la montaña con estrías rojas y blancas que se llama «La Corona del Mundo». Por desgracia es absolutamente inescalable; pero algo más al sur, existe una garganta que lleva el nombre de «El Valle del Crepúsculo». Esta garganta nos ofrece la única posibilidad de cruzar la montaña. Pero hasta hoy nadie lo ha intentado. «El Valle del Crepúsculo» está lleno de voces y sonidos misteriosos y resulta tan terrible escucharlos que nadie es capaz de soportarlo. Más allá de este valle se supone que se extiende un inmenso desierto. Lo llamamos «El Fin del Mundo». Siento no poder decir nada más porque allí empieza un territorio completamente inexplorado.
Lucas miró atentamente el mapa y volvió a meditar. Luego dijo:
—Pasando por el «Valle del Crepúsculo» hasta el otro lado de la montaña y siguiendo siempre hacia el norte, forzosamente hay que volver a encontrar en algún sitio el río Amarillo. Entonces se podría seguir su curso aguas arriba hasta llegar a la Ciudad de los Dragones. Quiero decir en caso de que esté realmente junto al río Amarillo.

—No lo sabemos con certeza —dijo el sabio, cauteloso—, pero lo suponemos.
—Bueno, de todos modos lo intentaremos —aseguró Lucas—. Me gustaría llevarme el mapa, por si acaso. ¿Quieres preguntar algo, Jim?
—Sí —contestó Jim—. ¿Cómo son los dragones en realidad?
Se adelantó un sabio bajo y gordo, con las posaderas planas y dijo:
—Soy el decano de los profesores de biología de la corte imperial y estoy enterado de lo referente a todos los animales del mundo. Por lo que se refiere a la especie de los dragones, tengo que admitir que desgraciadamente la ciencia está a oscuras. Los escritos que he consultado son sumamente inexactos y están tan llenos de contradicciones que se le ponen a uno los pelos de punta. Aquí tienen ustedes algunas ilustraciones, pero no puedo decirles si se ajustan o no a la realidad.
Y les entregó las ilustraciones.
—Bueno —dijo Lucas y siguió fumando ilusionado—, cuando volvamos les podremos decir cómo son exactamente los dragones. Por ahora creo que ya sabemos todo lo necesario. ¡Muchas gracias, señores «Flores de la Sabiduría»!
Los veintiún hombres más cultos de China se echaron respetuosamente al suelo sobre el vientre, luego recogieron sus papeles y abandonaron el salón del trono.
—¿Cuándo estaréis en condiciones de emprender el viaje, amigos? —preguntó el emperador cuando estuvieron solos.
—Yo creo que mañana por la mañana temprano —contestó Lucas—, muy temprano, antes de salir el sol. Tenemos que hacer un viaje muy largo y no conviene que perdamos tiempo.
Luego se dirigió a Ping Pong y le rogó:
—Consígueme una hoja de papel, un sobre y un sello, por favor. Lápiz ya tengo. Tenemos que escribir sin falta una carta a Lummerland antes de salir hacia la Ciudad de los Dragones. Nunca se sabe lo que puede suceder.
Cuando Ping Pong le hubo entregado lo que deseaba, Lucas y Jim escribieron una carta muy larga. En ella le decían a la señora Quée y al rey Alfonso Doce-menos-cuarto el porqué se habían marchado de Lummerland, explicaban que Jim conocía ya la historia del paquete y que marchaban hacia Kummerland, la Ciudad de los Dragones, para liberar a la princesa Li Si y descubrir el misterio del nacimiento de Jim. Para terminar añadían saludos cariñosos para el señor Manga. Lucas firmó, y debajo, Jim dibujó una cara negra.
Luego metieron la carta en el sobre, pegaron el sello, escribieron la dirección y se fueron los cuatro a la gran plaza a echarla en el buzón.
Allí, a la luz de la luna, estaba Emma, sola y abandonada.
—¡Ahora que pienso en ello! —dijo Lucas y se volvió hacia el emperador y Ping Pong—. Emma necesita agua fresca y además tenemos que llenar el ténder de carbón. Cuando se emprende un viaje hacia lo desconocido, nunca se sabe si se podrá encontrar un combustible decente.
En aquel momento, el cocinero mayor Schu Fu Lu Pi Plu, salió por la puerta de la cocina para contemplar la luna. Cuando vio a los extranjeros, al emperador y a Ping Pong junto a la locomotora, les deseó humildemente unas buenas noches.
—¡Oh, querido señor Schu Fu Lu Pi Plu! —dijo el emperador—, ¿verdad que usted podrá darles a nuestros amigos agua y carbón de su cocina?
El cocinero mayor asintió amablemente y todos se pusieron a trabajar. Lucas, Jim, el cocinero mayor y el mismo emperador transportaron cubos llenos de carbón y de agua desde la cocina hasta la locomotora.
Ping Pong no quiso parecer inactivo y ayudó también, aunque, naturalmente, sólo pudo llevar un cubito que era casi del tamaño de un dedal.
Por fin estuvo el ténder lleno de carbón y la caldera de Emma llena de agua.
—¡Bien! —dijo Lucas, satisfecho—. ¡Muchas gracias! Ahora vayámonos a dormir.
—¿No queréis pasar la noche en palacio? —preguntó el rey, asombrado.
Pero Lucas y Jim dijeron que preferían dormir en la locomotora. Allí estaban muy cómodos y estaban acostumbrados a ella.
Se despidieron y se desearon buenas noches. El emperador, el cocinero mayor y Ping Pong prometieron volver a la mañana siguiente, muy temprano, para desearles buen viaje. Entonces se separaron.
Lucas y Jim subieron a la cabina de la locomotora, Ping Pong y el cocinero mayor se fueron a la cocina y el emperador desapareció en palacio. Todos se durmieron en seguida.