CAPÍTULO QUINTO
EN EL QUE SE TERMINA EL VIAJE POR MAR Y JIM DESCUBRE ARBOLES TRANSPARENTES

El viaje continuó sin incidentes dignos de mención. Por suerte el tiempo fue bueno. Una brisa ligera y suave hinchaba de día y de noche la vela y permitió que Emma avanzara tranquilamente.

—Me gustaría saber —dijo Jim una vez más, pensativo— hacia dónde vamos.

—No te preocupes —contestó Lucas, confiado—. Sencillamente, nos dejaremos llevar.

Durante unos días les siguió una manada de peces voladores que divirtieron mucho a los dos amigos. Los peces voladores son seres muy graciosos. Volaban alrededor de la cabeza de Jim y jugaban con él. Se perseguían unos a otros pero Jim no consiguió coger nunca a ninguno porque eran extraordinariamente ágiles; lo intentaba con tanto ardor que se cayó dos veces al agua. Por suerte nadaba muy bien porque había aprendido en la playa de Lummerland cuando era muy pequeño. Cuando Lucas le sacó del agua y le puso, calado hasta los huesos, sobre el techo de la cabina, todos los peces voladores sacaban sus cabezas del agua y abrían la boca como si se estuvieran burlando. No se oía nada porque es sabido que los peces son mudos.

Cuando los viajeros estaban hambrientos pescaban un par de peras de mar o de pepinos de agua de los altos árboles de coral. Estos árboles crecen tanto, que desde el fondo del mar llegan hasta la superficie del agua. La fruta del mar es nutritiva y contiene muchas vitaminas; es además tan jugosa que los dos amigos nunca pasaron sed. (El agua del mar no se puede beber porque es muy salada).

Pasaron los días y se contaban historias, silbaban, o jugaban a algún juego. Lucas había llevado, por si acaso, una caja de juegos pensando que el viaje sería bastante largo.

Por la noche, cuando querían dormir, abrían la tapadera del ténder que permanecía siempre cerrada para que no entrara agua y se deslizaban en la cabina por el agujero por donde se cargaba el carbón. Desde el interior, Lucas volvía a cerrar con cuidado la tapadera. Se envolvían en mantas y se echaban en el suelo. El camarote era muy pequeño pero muy cómodo. Se sentían muy a gusto, sobre todo cuando el agua golpeaba las puertas calafateadas y Emma se balanceaba como si fuera una enorme cuna.

Una mañana —exactamente al tercer día de la cuarta semana de viaje—, Jim se despertó muy temprano. Le pareció haber notado una sacudida.

—¿Qué será esto? —pensó—. ¿Por qué Emma no se balancea ni se mueve?

En vista de que Lucas estaba profundamente dormido, Jim decidió ir a ver lo que sucedía. Con mucho cuidado, para no despertar a su amigo, se levantó, se puso de puntillas y miró hacia fuera por una de las ventanillas.

A la luz rosada del amanecer contempló un paisaje de una belleza suave y maravillosa. Nunca había visto nada tan hermoso, ni siquiera en fotografía.

—No —exclamó al cabo de un rato—, esto no puede ser realidad. Debo de estar soñando que estoy aquí y que veo todo esto.

Se volvió a echar rápidamente y cerró los ojos para seguir durmiendo. Pero con los ojos cerrados no veía nada. Entonces pensó que no podía ser un sueño. Se volvió a levantar, volvió a mirar hacia fuera y vio otra vez el paisaje.

Veía árboles y flores maravillosas, de colores y formas extrañas pero lo más raro de todo era que parecían ser transparentes, transparentes como cristales de color. Frente a la ventanilla por la que Jim estaba mirando, había un árbol muy viejo, tan imponente que tres hombres no hubieran podido abrazar su tronco. Pero a través de él, como en un acuario, se podía ver todo lo que había detrás. El árbol era de un color violeta oscuro y por ello todo lo que estaba detrás parecía también violeta oscuro.

Vaporosas nubes de niebla flotaban sobre los prados y aquí y allá serpenteaban los ríos, cruzados por estrechos y graciosos puentes de porcelana. Algunos de ellos tenían extraños tejados de los que colgaban cientos de pequeñas campanas de plata que brillaban a la luz de la luna. De muchos árboles y de muchas flores colgaban también campanas de plata y cuando soplaba la brisa se oía un sonido delicado y celestial.

Grandes mariposas de alas brillantes volaban entre las flores y pájaros minúsculos, con largos picos arqueados, chupaban la miel y las gotas de rocío de sus cálices. Estos pájaros no eran mayores que los abejorros. (Se les llama colibrís. Son los pájaros más pequeños del mundo y parecen hechos de oro y de piedras preciosas).

A lo lejos, en el horizonte, se veían los picos de una gigantesca montaña, con estrías rojas y blancas, que se elevaban hasta las nubes y parecían, a distancia, el adorno del cuaderno de un niño gigante.

Jim miraba y por el asombro se olvidó de cerrar la boca.

—Bueno —oyó que le decía Lucas de repente—, me parece que no pones una cara muy inteligente, muchacho. Y además, ¡buenos días, Jim!

Y bostezó con placer.

—¡Oh, Lucas! —balbuceó Jim sin apartar la vista de lo que veía—. Afuera todo… es transparente… y… y…

—Cómo, ¿transparente? —preguntó Lucas volviendo a bostezar—. Por lo que yo sé el agua es siempre transparente. Tanta agua me aburre. Quisiera saber cuándo llegaremos a algún sitio.

—Nada de agua. —Jim casi gritaba por la emoción—. Yo hablo de árboles.

—¿Árboles? —preguntó Lucas desperezándose tanto, que crujió—. Jim, tú todavía estás soñando. En el mar no crecen árboles y menos transparentes.

—¡Pero no en el mar! —exclamó Jim, impaciente—. Ahí afuera hay tierra, árboles y flores y puentes y montañas…

Cogió a Lucas de la mano y enfadado intentó levantarle.

—Ah, ah, ah —murmuraba Lucas mientras se levantaba. Entonces miró por la ventana y vio el fantástico país y él también se quedó un rato sin poder hablar. Por fin exclamó:

—¡Rayos y truenos!

Luego volvió a quedar silencioso. La visión le enmudecía.

—¿Qué tierra puede ser? —preguntó Jim.

—¿Esos árboles raros…? —murmuró Lucas, pensativo—, ¿estas campanitas de plata por todos lados, estos puentes de porcelana estrechos y ligeros…? —Y de pronto exclamó—: ¡Como me llamo Lucas el maquinista, que este país es China! ¡Ven, Jim, ayúdame! Tenemos que empujar a Emma hasta la playa.

Salieron gateando y empujaron a Emma hasta un lugar seco. Cuando lo hubieron conseguido se sentaron y desayunaron tranquilamente. Comieron los últimos pepinos de agua de sus provisiones. Luego Lucas encendió la pipa.

—¿Hacia dónde iremos ahora? —quiso saber Jim.

—Lo más sensato será —contestó Lucas—, que nos dirijamos hacia Ping. Por lo que yo sé así se llama la capital de China. A lo mejor conseguimos hablar con Su Majestad el emperador.

—¿Qué es lo que quieres de él? —preguntó Jim, asombrado.

—Le quiero preguntar si quiere una locomotora y dos maquinistas. A lo mejor necesita algo así. Entonces nos podríamos quedar aquí, ¿comprendes? El país no parece malo.

Se entregaron al trabajo y volvieron a transformar a Emma. Ante todo desmontaron el mástil y la vela. Volvieron a abrir las puertas calafateadas, sacaron la estopa y el alquitrán de las rendijas y por último volvieron a llenar de agua la caldera de Emma y cargaron el ténder con maderos que encontraron en la playa.

Al terminar encendieron fuego debajo de la caldera. Así se demostró que la madera transparente ardía tan bien como el carbón. Cuando el agua empezó a hervir, se pusieron en marcha. La buena y vieja Emma se sentía mucho mejor que en el mar, porque el agua no era del todo su elemento.

Al poco rato alcanzaron una carretera muy ancha por la que pudieron avanzar rápidamente y con comodidad. Naturalmente, tuvieron cuidado de no pasar por ninguno de los pequeños puentes de porcelana, porque la porcelana, como todos saben, es muy frágil y no soporta demasiado bien que una locomotora pase por encima de ella.

Fue una suerte que no se les ocurriera torcer hacia la derecha o hacia la izquierda porque aquella carretera conducía directamente a Ping, la capital de China.

Al principio se dirigieron siempre hacia el horizonte sobre el que se levantaba la montaña con estrías rojas y blancas. A las cinco horas y media de viaje, Jim, que se había subido al techo de la locomotora para echar una mirada, vio a lo lejos algo que parecía como un conjunto de miles y miles de tiendas de campaña. Todas estas tiendas brillaban bajo el sol como si fueran de metal.

Jim le contó a Lucas lo que había visto y éste le contestó:

—Son los tejados de oro de Ping. Hemos acertado el camino.

Al cabo de media hora larga llegaron a la ciudad.