CAPÍTULO NOVENO
EN EL QUE APARECE UN CIRCO Y ALGUIEN HACE PLANES MALINTENCIONADOS CONTRA JIM Y LUCAS

Cuando a la mañana siguiente los dos amigos se despertaron, el Sol estaba ya muy alto en el cielo.

La multitud del día anterior se había reunido de nuevo y contemplaba a la locomotora desde una distancia prudencial. Lucas y Jim bajaron, dieron los buenos días y se desperezaron a gusto.

—¡Qué día tan delicioso hace hoy! —dijo Lucas—. Precisamente el más apropiado para visitar a un emperador y decirle que uno va a liberar a su hija.

—¿No desayunaremos antes? —preguntó Jim.

—Sospecho —contestó Lucas—, que el mismo emperador nos invitará a desayunar con él.

Volvieron a subir los noventa y nueve escalones de plata y pulsaron el timbre de diamante. En la puerta de ébano se abrió la ventanilla y asomó la gran cabeza amarilla.

—¿Qué desean los honorables señores? —preguntó con voz de falsete y sonrió tan amablemente como el día anterior.

—Queremos ver al emperador de China —dijo Lucas.

—Lo siento, pero el emperador hoy tampoco tiene tiempo —contestó la gran cabeza amarilla disponiéndose a desaparecer.

—¡Alto, amiguito! —exclamó Lucas—. Dile al emperador que aquí hay dos hombres dispuestos a rescatar a su hija de la Ciudad de los Dragones.

—¡Oh! —musitó la gran cabeza amarilla—, esto es distinto. Tengan la amabilidad de esperar un momento, por favor.

Y cerró la ventanilla.

Los dos amigos se quedaron ante la puerta y esperaron.

Y esperaron.

Y esperaron.

El momento había pasado hacía rato. Habían pasado ya muchos momentos, pero la gran cabeza amarilla no volvía a aparecer en la ventanilla de la puerta.

Cuando ya habían esperado bastante, Lucas gruñó:

—Tenías razón, Jim, antes hemos de ocuparnos de nuestro desayuno. Es posible que a mediodía comamos con el emperador.

Jim se volvió buscando al pequeño Ping Pong, pero Lucas dijo:

—No, Jim, no podemos permitir que un bebé nos invite. Sería ridículo que no supiéramos cuidar de nosotros mismos.

—¿Quieres decir —preguntó Jim dudando—, que tenemos que volver a intentar que Emma haga de tiovivo?

—A mí se me ha ocurrido algo mejor —aclaró—. Fíjate, Jim.

Y escupió un looping, uno muy pequeño, para que no lo pudiera ver nadie más que Jim.

—¿Entiendes? —preguntó guiñándole contento el ojo.

—No —contestó Jim.

—¿Te acuerdas de los acróbatas que vimos ayer? Nosotros también sabemos hacer unas cuantas cosas como ellos. ¡Daremos una función de circo!

—¡Qué bien! —exclamó Jim, entusiasmado. Entonces pensó que él no sabía hacer nada y preguntó desilusionado:

—¿Y yo qué haré?

—Tú harás de payaso y me ayudarás —dijo Lucas—. Ahora te darás cuenta, Jim, de lo útil que es dominar algún arte.

Se encaramaron al tejado de Emma y empezaron, como la noche anterior, a gritar por turno:

—¡Respetables señores! Éste es el circo ambulante de Lummerland y vamos a dar una función de gala como nunca se ha visto. ¡Por aquí, respetables señores, por aquí! Nuestra representación va a empezar en seguida.

La gente se fue acercando curiosa.

Como introducción, Lucas enseñaba que él, «el hombre más fuerte del mundo», podía doblar, sólo con las manos, una barra de hierro. Apareció con una palanca que había sacado de la locomotora.

Los chinos, que eran muy aficionados a todo lo que se refería al circo, se acercaron todavía más.

Ante las miradas asombradas de la muchedumbre, Lucas hizo un nudo con la palanca. Cuando hubo terminado, los espectadores prorrumpieron en un aplauso.

En el segundo acto, Jim sostenía en alto una cerilla encendida y Lucas, como artista escupidor, la apagaba desde una distancia de tres metros y medio. Jim, en su papel de tonto, hacía como si fuera muy torpe y tuviera mucho miedo de que el tiro le alcanzara.

Luego Lucas y Emma la locomotora, silbaron a dos voces una bonita canción. Resonó un aplauso ensordecedor. Jamás se había visto, en aquellas tierras, una cosa semejante.

En el último número, Jim pidió silencio para que el honorable público pudiera admirar un programa extraordinario y único. Y ante la expectación de todos los asistentes, Lucas escupió un maravilloso y gigantesco looping; ni el mismo Jim había visto nunca uno tan grande.

Los chinos rompieron en un aplauso atronador y querían volver a verlo todo. Pero antes de que los dos amigos empezaran una nueva función, Jim pasó entre la gente recogiendo dinero.

En la plaza, la muchedumbre curiosa había ido aumentando y Jim recogió una buena cantidad de dinero. Eran sólo pequeñas monedas con un agujero en el centro, para atarlas con una cinta. A Jim le pareció que era muy práctico porque de lo contrario no hubiera sabido cómo guardar todo el dinero.

Así pasaron horas y horas, sin que la gran cabeza amarilla volviese a aparecer en la ventanilla de la puerta.

El motivo era el siguiente:

Detrás de la puerta de ébano estaban las oficinas imperiales. Y en las oficinas todo tarda siempre muchísimo. El guarda de la puerta fue con su informe al jefe de los guardas de la puerta. El jefe de los guardas de la puerta fue al escribiente, el escribiente al subcanciller, el subcanciller al canciller, el canciller al consejero y así cada uno se dirigía al funcionario superior. Es fácil imaginar lo que una noticia tardaba en llegar hasta el bonzo.

En China a los ministros los llaman bonzos y el primer ministro lleva el título de «Superbonzo». En aquel tiempo, el superbonzo reinante se llamaba señor Pi Pa Po.

Desgraciadamente, hay que decir una cosa no muy agradable sobre el señor Pi Pa Po. Era terriblemente ambicioso y no podía soportar que nadie hiciera nada notable. Cuando se enteró de que habían llegado dos extranjeros que querían liberar a la princesa Li Si, se sintió lleno de envidia.

«Si hay alguien en el mundo que se tenga que casar con la princesa», se dijo, «ése soy yo, porque soy el único digno de ella».

En realidad no se hacía ilusiones, pero estaba celoso. Tenía miedo y no se atrevía a ir a la Ciudad de los Dragones a liberar a la princesa. Pero si él, el superbonzo Pi Pa Po, no se sentía capaz de ello, era mejor que nadie osara hacerlo. Él mismo se ocuparía de que no sucediera tal cosa.

«A estos extranjeros los arreglaré yo», se dijo. «Los denunciaré por espías y los mandaré encerrar en un calabozo. Solamente tengo que procurar que el emperador no se entere de nada porque me la podría cargar».

Y fue a buscar al capitán de la guardia imperial de palacio.

El capitán apareció, se cuadró y saludó con su gran sable curvado. Era un muchacho muy alto y fuerte con cara feroz y cubierta de cicatrices. Parecía muy salvaje pero, en realidad, era un hombre muy sencillo. Lo único que sabía hacer era obedecer. Cuando un bonzo le daba una orden, la cumplía sencillamente sin pensar en qué clase de orden era. Así se lo habían enseñado y así lo hacía.

—Señor capitán —dijo el superbonzo—, tráigame a los dos extranjeros que esperan fuera del palacio. Pero no hable con nadie de esto, ¿comprendido?

—Sí, señor —contestó el capitán, volvió a saludar y salió para llamar a los guardias de Corps.