CAPÍTULO TERCERO
EN EL QUE SE ESTÁ A PUNTO DE TOMAR UNA DECISIÓN MUY TRISTE CON LA QUE JIM NO ESTÁ CONFORME

Pasaron los años y Jim era ya casi un medio súbdito. En cualquier otro país hubiera tenido que ir a la escuela para aprender a leer, a escribir, a hacer cuentas, pero en Lummerland no había ninguna escuela. Y como no había ninguna escuela nadie pensaba en que Jim era ya lo bastante mayor para aprender a leer, a escribir y a contar.

Naturalmente, Jim tampoco se preocupaba por ello y vivía feliz.

Una vez al mes, la señora Quée le medía. Le hacía apoyar descalzo en el marco de la puerta de la cocina y controlaba lo que había crecido con un libro que le colocaba sobre la cabeza. Hacía una señal con un lápiz en el marco de la puerta y la señal quedaba cada vez un poco más arriba.

La señora Quée se alegraba mucho de que Jim creciera. Pero había otra persona que se preocupaba por ello: el rey, que tenía que gobernar el país y era responsable del bienestar de sus súbditos.

Una noche llamó a Lucas el maquinista a su palacio entre los dos picos. Lucas entró, se quitó la gorra de la cabeza y la pipa de la boca y dijo amablemente:

—¡Buenas noches, señor rey!

—¡Buenas noches, querido Lucas, maquinista! —contestó el rey sentado junto a su teléfono de oro, señalando con una mano una silla vacía—, por favor, siéntate.

Lucas se sentó.

—Bien —empezó el rey y tosió dos veces—, querido Lucas, no sé cómo decírtelo, pero sé que me comprenderás.

Lucas no respondió. El aspecto serio del rey le hacía titubear.

El rey volvió a toser, miró a Lucas con mirada solemne y preocupada y empezó de nuevo:

—Tú has sido siempre un hombre comprensivo, Lucas.

—¿De qué se trata? —preguntó Lucas con cautela.

El rey se quitó la corona, le echó aliento y frotándola con la manga de la chaqueta le sacó brillo. Lo hizo para ganar tiempo porque se sentía confuso y desconcertado. Se volvió a colocar bruscamente la corona en la cabeza, volvió a toser y dijo decidido:

—Querido Lucas, he pensado mucho en ello y he llegado a la conclusión de que no se puede hacer nada más. Lo tenemos que hacer.

—¿Qué es lo que tenemos que hacer, Majestad? —preguntó Lucas.

—¿No lo he dicho ya? —murmuró el rey, sorprendido—. Creí haberlo dicho hace un momento.

—No —contestó Lucas—, usted ha dicho solamente que teníamos que hacer algo.

El rey le miró asombrado. Al cabo de un rato sacudió la cabeza y dijo:

—¡Qué raro!, hubiera asegurado que ya había dicho que deberíamos prescindir de Emma.

Lucas creyó no haber oído bien y preguntó:

—¿Qué es lo que tenemos que hacer con Emma?

—Prescindir de ella —contestó el rey y añadió tristemente —: Naturalmente no en seguida, pero sí lo más pronto posible. Sé que para todos nosotros es una decisión muy triste ésta de separarnos de Emma, pero lo tenemos que hacer.

—Jamás, Majestad —dijo Lucas, decidido—. No, de ninguna manera.

—Mira, Lucas —dijo el rey, conciliador—, Lummerland es un país pequeño. Un país extraordinariamente pequeño en comparación con otros países como Alemania o África o China. Para un rey una locomotora, un maquinista y dos súbditos son suficientes. Pero cuando llega otro súbdito…

—¡Pero si no es más que medio! —exclamó Lucas.

—Oh, claro, claro —dijo el rey, afligido—, pero ¿por cuánto tiempo todavía? Crece cada día más. Tengo que pensar en el futuro de nuestro país pues para eso soy el rey. Dentro de muy poco Jim será un verdadero súbdito. Entonces querrá tener una casa. Y dime, por favor, ¿dónde vamos a colocar esa casa? No hay sitio porque todos los sitios libres están llenos de vías. Es necesario que nos reduzcamos. No hay más remedio.

—¡Caramba! —gruñó Lucas y se rascó detrás de la oreja.

—Ya ves —prosiguió el rey—, nuestro país padece ahora sencillamente de exceso de población. Casi todos los países del mundo padecen de lo mismo, pero Lummerland de forma más grave. Tengo preocupaciones terribles. ¿Qué tenemos que hacer?

—No, yo tampoco lo sé —dijo Lucas.

—O tenemos que suprimir a Emma la locomotora, o uno de nosotros tendrá que emigrar en cuanto Jim Botón sea un súbdito completo. Querido Lucas, tú eres amigo de Jim. ¿Quieres que el chico se tenga que marchar de Lummerland cuando sea mayor?

—No —dijo tristemente Lucas—, me voy dando cuenta. —Al cabo de un rato añadió—: Pero tampoco me puedo separar de Emma. ¿Qué sería de un maquinista sin su locomotora?

—Por ahora —opinó el rey—, ve pensando en ello. Sé que eres un hombre razonable. Todavía tienes tiempo para decidir, pero hay que tomar una decisión.

Y como señal de que la audiencia había terminado le tendió la mano.

Lucas se levantó, se puso la gorra y abandonó cabizbajo el palacio. El rey se hundió suspirando en su sillón y se secó el sudor de la frente con su pañuelo de seda. La conversación le había fatigado mucho.

Lucas bajó lentamente hacia su pequeña estación donde le esperaba Emma, la locomotora. La golpeó cariñosamente y le dio un poco de aceite porque era lo que más le gustaba. Luego se sentó en el suelo y hundió la cabeza entre las manos.

Era una de aquellas tardes en que el mar estaba tranquilo y en calma. El sol poniente se reflejaba en el océano sin fin, formaba con su luz un camino brillante y dorado desde el horizonte hasta los pies del maquinista Lucas.

Lucas contemplaba aquel camino que conducía lejos, a países y partes del mundo desconocidas, nadie sabía a dónde. Veía cómo el sol se escondía lentamente y cómo el camino de luz se volvía cada vez más estrecho para desaparecer al fin. Inclinó tristemente la cabeza y dijo en voz baja:

—Bien, nos iremos, pero los dos.

Del mar llegaba un viento suave y empezaba a refrescar. Lucas se levantó, se acercó a Emma y la contempló largo rato. Emma se dio cuenta de que algo sucedía. Las locomotoras no tienen una gran inteligencia —por eso necesitan siempre un conductor—, pero tienen una gran sensibilidad. Y cuando Lucas murmuró en voz baja y tristemente: «Mi querida vieja Emma», le dolió tanto que empezó a resoplar.

—Emma —dijo Lucas despacio y con voz desconocida—, no me puedo separar de ti. Donde sea, en la tierra o en el cielo, si llegamos a él.

Emma no comprendió nada de lo que Lucas le decía, pero le quería mucho y no podía soportar verle tan triste. Empezó a sollozar de forma desgarradora.

Lucas sólo consiguió consolarla después de muchísimos esfuerzos.

—Es a causa de Jim Botón, ¿comprendes? —dijo con acento conciliador—. Pronto será un súbdito entero y entonces aquí faltará sitio para uno de nosotros. Y como para un país un súbdito es más importante que una locomotora, gorda y vieja, el rey ha decidido que tienes que marcharte. Pero si tú te vas, yo me voy contigo, esto está claro. ¿Qué haría yo sin ti?

Emma respiró hondo e iba a seguir sollozando cuando de repente una voz aguda preguntó:

—¿Qué sucede?

Era Jim Botón que había estado esperando a Lucas y que, esperándole, se había dormido en el ténder. Se despertó cuando Lucas empezó a hablar con Emma y sin querer lo había oído todo.

—¡Hola, Jim! —exclamó Lucas, sorprendido—. Lo que hablábamos no era para que tú lo oyeras. Pero de todos modos, ¿por qué no lo has de saber? Sí, Emma y yo, los dos, nos vamos. Para siempre. Tiene que ser así.

—¿Por mi culpa? —preguntó Jim, asustado.

—Considerando las cosas a la luz del día —dijo Lucas—, se ve que el rey no está equivocado. Lo que sucede es sencillamente que Lummerland es demasiado pequeño para todos nosotros.

—¿Cuándo pensáis marcharos? —balbuceó Jim.

—Lo mejor es no alargar las despedidas cuando son inevitables —contestó Lucas gravemente—. Me parece que nos iremos esta noche.

Jim meditó un rato.

De pronto dijo, resuelto:

—Me voy con vosotros.

—Pero, Jim —exclamó Lucas—, no puede ser de ninguna manera. ¿Qué diría la señora Quée? No lo permitiría jamás.

—Lo mejor es no decirle nada —respondió Jim con decisión—. Le dejaré una carta sobre la mesa de la cocina y en ella se lo explicaré todo. Cuando sepa que me he ido contigo no se preocupará demasiado.

—Tal vez —dijo Lucas y puso una cara muy pensativa—. Pero tú no sabes escribir.

—Ahora mismo le dibujaré una carta —aclaró Jim.

Pero Lucas sacudió la cabeza.

—No, muchacho, no te puedo llevar conmigo. Verdaderamente es muy amable de tu parte y yo te llevaría muy a gusto. Pero no es posible, eres todavía casi un niño y sólo nos…

Se detuvo porque Jim volvió de repente la cara hacia él y en ella vio reflejada una pena muy grande.

—Lucas —dijo Jim lentamente—, ¿por qué dices esas cosas? Os ayudaría mucho.

—¡Hombre, sí! —contestó Lucas algo confuso—, naturalmente; eres un chico útil y en algunos sitios puede ser una ventaja el ser pequeño. Está bien…

Encendió la pipa y permaneció un rato en silencio. Estaba a punto de acceder, pero quería probar al muchacho. Por esto empezó de nuevo:

—¡Piensa en ello, Jim! Emma tiene que marcharse, precisamente para que tú, más adelante, tengas bastante sitio. Si tú te vas ahora, Emma se podría quedar tranquilamente y yo también.

—No —dijo Jim, terco—, yo no abandonaré a mi mejor amigo. O nos quedamos los tres o nos vamos los tres. Como no nos podemos quedar, nos iremos los tres.

Lucas sonrió.

—Es muy amable por tu parte, Jim —dijo poniendo una mano sobre el hombro de su amigo—. Pero temo que al rey no le parezca bien. Seguro que esto no se le ha ocurrido.

—Me da lo mismo —aclaró Jim—. Me iré contigo de todas maneras.

Lucas volvió a meditar un buen rato y se envolvió en el humo de su pipa. Lo hacía siempre cuando estaba emocionado. No quería que nadie le viera; pero Jim le conocía muy bien.

—¡Bueno! —la voz de Lucas salió por fin de la nube de humo—. Te esperaré aquí a medianoche.

—De acuerdo —contestó Jim.

Se dieron la mano y Jim se marchaba ya cuando Lucas le volvió a llamar.

—Jim Botón —dijo Lucas y su voz sonó alegre—, eres el tipo más simpático que he encontrado en mi vida.

Dicho esto se volvió y se alejó rápidamente. Jim le miró pensativo y luego se fue también hacia su casa. Las palabras de Lucas resonaban todavía en sus oídos. Pero al mismo tiempo pensaba en la señora Quée, que había sido siempre tan buena y tan cariñosa con él.

Se sentía feliz y desgraciado al mismo tiempo.