CAPÍTULO DÉCIMO
EN EL QUE LUCAS Y JIM SE ENCUENTRAN EN GRAN PELIGRO
El circo Lummerland acababa de terminar una representación y el aplauso de los espectadores resonaba por toda la plaza.
—¡Bien! —le dijo Lucas a Jim—. Ahora nos iremos tranquilamente a desayunar. Tenemos ya bastante dinero.
Y dirigiéndose a los espectadores, les dijo:
—¡Ahora habrá un pequeño descanso!
En aquel momento se abrieron las puertas de ébano del palacio y bajaron por la escalera treinta hombres uniformados. Llevaban unos cascos dentados en la cabeza y sables curvados en el costado, la multitud enmudeció y se apartó con miedo. Los treinta soldados marchaban directos hacia Lucas y Jim. Se pusieron en círculo alrededor de los dos amigos y el capitán se acercó a Lucas.
—Ruego a los honorables extranjeros que se dignen seguirme a palacio sin vacilar —ordenó con voz ronca y profunda.
Lucas miró al capitán de la cabeza a los pies. Luego se sacó la pipa del bolsillo, la llenó con calma y la encendió. Cuando estuvo encendida volvió a dirigir su atención al capitán y dijo lentamente:

—No, en este momento no nos dignamos. Ahora queremos ir a desayunar. Os lo habéis tomado con mucha calma y ahora nosotros no tenemos prisa.
En la cara llena de cicatrices del capitán apareció una sonrisa que quería ser amable y ladró:
—Estoy aquí por orden superior y os tengo que llevar a los dos. He de cumplir la orden. Mi oficio es obedecer.
—El mío no —contestó Lucas y lanzó una nubecita de humo—. ¿Quién es usted?
—Soy el capitán de la guardia del palacio imperial —exclamó, y saludó con el sable.
—¿Le ha enviado el emperador de China? —preguntó Lucas.
—No, venimos por orden del señor Pi Pa Po, el superbonzo.
—¿Qué opinas, Jim? —le preguntó Lucas a su amigo—. ¿Que desayunemos o que vayamos primero a ver al señor Pi Pa Po?
—Yo tampoco lo sé —dijo Jim, al que todo lo que ocurría le parecía algo sospechoso.
—Bien —dijo Lucas—. Seremos más amables que él y no le haremos esperar. ¡Ven, Jim!
Rodeados por la guardia palaciega, subieron los noventa y nueve escalones y entraron en palacio por la puerta. Detrás de ellos se cerraron las pesadas hojas de ébano.
Pasaron por una galería adornada magníficamente. Gruesas columnas de jade sostenían un techo de nácar brillante. Por todas partes colgaban cortinajes de terciopelo rojo y de costosa seda floreada. A la izquierda y a la derecha había pasillos laterales. Jim y Lucas veían muchas puertas, una a cada cinco metros. Había un número incontable de puertas porque cada pasillo lateral tenía a su vez otros pasillos laterales y todos ellos eran tan largos que parecía que no tuvieran fin.
—Esto, honorables extranjeros —dijo el capitán, cansado—, son las oficinas imperiales. Si se dignan seguirme les conduciré a la presencia del ilustre superbonzo señor Pi Pa Po.
—A decir verdad —gruñó Lucas—, preferimos ver al emperador en persona y no al ilustre señor Pi Pa Po.
—Es posible que el muy ilustre señor superbonzo les acompañe a la presencia del muy poderoso emperador —contestó el capitán haciendo una mueca que quería ser amable.
Marcharon, pues, durante largo rato por los muchos pasillos, hasta que llegaron ante una puerta.
—Aquí es —dijo el capitán respetuosamente.
Lucas llamó a la puerta y sin preocuparse por nada entró con Jim en la habitación. Los soldados se quedaron esperando sentados en el pasillo.
En la habitación había tres bonzos muy gordos, sentados en sillas muy altas. El bonzo que estaba en el centro tenía una silla más alta que los demás y llevaba un vestido de oro. Era el señor Pi Pa Po. Los tres tenían unos abanicos de seda con los que se daban aire. Delante de cada bonzo había un escribiente de cuclillas en el suelo y provisto de tinta china, papel y pincel, porque en China se escribe con pincel.
—¡Buenos días, señores! —dijo Lucas en tono amistoso tocándose la gorra con los dedos—. ¿Es usted el señor Pi Pa Po, el superbonzo? Quisiéramos ver al emperador.
—Quizás —añadió el segundo bonzo mirando de reojo al superbonzo.
—No es del todo imposible —dijo el tercer bonzo. Los tres bajaron la cabeza sonriendo y los escribientes estallaron en risas contenidas mientras se inclinaban sobre los papeles en los que escribieron las ingeniosas palabras de los bonzos, para conservarlas a la posteridad.
—Permítanme unas preguntas —dijo el superbonzo—, ¿quiénes son ustedes?
—¿Y de dónde vienen en realidad? —quiso saber el segundo bonzo.
—¿Qué buscan aquí? —se interesó el tercero.
—Yo soy Lucas el maquinista y éste es mi amigo Jim Botón —dijo Lucas—. Venimos de Lummerland y queremos ver al emperador de China para comunicarle que estamos dispuestos a liberar a su hija de la Ciudad de los Dragones.
—Un propósito muy digno de alabanza —opinó el superbonzo, sonriendo—. Pero esto lo puede decir cualquiera.
—¿Lo pueden demostrar? —preguntó el segundo bonzo.
—¿Tienen algún permiso? —añadió el tercero.
Los escribientes estallaron otra vez en risas sofocadas y lo escribieron todo para la posteridad; los bonzos se abanicaron e inclinaron la cabeza, sonriendo.
—Oigan ustedes, señores bonzos —dijo Lucas echando hacia atrás su gorra y sacándose la pipa de la boca—. ¿Qué es lo que quieren? Mejor sería que no se mostrasen tan arrogantes. Me parece que el emperador se enfurecerá cuando se entere de la importancia que se dan.
—De esto —dijo el superbonzo sonriendo—, es posible que no se entere jamás.
—Sin nosotros —aclaró el segundo bonzo satisfecho—, los honorables extranjeros no llegarían nunca hasta el emperador.
—Les dejaremos llegar a él cuando lo hayamos comprobado todo —terminó el tercero. Y los bonzos volvieron a bajar la cabeza sonriendo y los escribientes escribieron y estallaron en risas contenidas.
—Muy bien —dijo Lucas, suspirando—. Pero dense prisa, por favor, con las comprobaciones. Todavía no hemos desayunado.
—Dígame, señor Lucas —empezó el superbonzo—, ¿tienen ustedes algún documento?
—No —contestó Lucas.
Los bonzos levantaron las cejas y se miraron uno a otro significativamente.
—Sin documentos —dijo el segundo bonzo—, no tienen prueba alguna de que existen.
—Sin documentos —añadió el tercero—, oficialmente ustedes no existen. Así es que no pueden ir a ver al emperador. Porque un hombre que no existe no puede ir a ningún sitio. Esto es lógico.
Y los bonzos inclinaron la cabeza y los escribientes estallaron en risas sofocadas y lo escribieron todo para la posteridad.
—¡Pero si estamos aquí! —exclamó Jim—. Por lo tanto existimos.
—Esto lo puede decir cualquiera —respondió el superbonzo sonriendo.
—Esto no es, ni con mucho, una prueba —dijo el segundo bonzo.
—De todas formas oficialmente no lo es —añadió el tercero.
—Lo más que podemos hacer es extenderles un documento provisional —dijo el superbonzo, condescendiente—. Esto es realmente todo lo que podemos hacer por ustedes.
—Bien —dijo Lucas—, ¿podremos ir a ver al emperador con eso?
—No —respondió el segundo bonzo—. Con eso no podrán ver al emperador.
—¿Qué es lo que podremos hacer entonces? —quiso saber Lucas.
—Nada —dijo el tercer bonzo, sonriendo.
Otra vez los tres bonzos se abanicaron e inclinaron la cabeza, los escribientes estallaron en risas sofocadas y escribieron las palabras llenas de ingenio de sus superiores.
—Os voy a decir una cosa, mis señores bonzos —dijo Lucas lentamente—. Si no nos lleváis en seguida a presencia del emperador, os demostraremos que existimos. Y también oficialmente. —Diciendo esto les enseñó su gran puño negro y Jim enseñó su pequeño puño negro.
—¡Detengan sus lenguas! —silbó el superbonzo con una sonrisa pérfida—. ¡Esto es una ofensa a los bonzos! Por esto sólo, podría haceros meter en el calabozo.
—¡Esto es el colmo! —gritó Lucas, que empezaba a perder la paciencia—. Tenéis el propósito de no dejarnos llegar hasta el emperador, ¿verdad?
—Sí —contestó el superbonzo.
—¡Jamás! —exclamaron también los escribientes mirando de reojo a los bonzos.
—¿Y por qué no? —preguntó Lucas.
—Porque sois espías —contestó el superbonzo y sonrió triunfante—. ¡Seréis detenidos!
—Bien —dijo Lucas con una calma peligrosa—. ¿Creéis que nos podéis tomar el pelo, bonzos gordos y estúpidos? Con nosotros os habéis equivocado.
Se dirigió primeramente hacia los escribientes, les arrancó los pinceles de la mano y se los metió en las orejas. Los escribientes cayeron al suelo gritando lastimeramente.
Luego Lucas, sin quitarse la pipa de la boca, cogió al señor Pi Pa Po, lo levantó en el aire, lo volteó y lo metió de cabeza en la papelera. El superbonzo gritaba y aullaba por la rabia y pataleaba, pero no se podía liberar. Le había metido con demasiada fuerza.
Luego Lucas cogió a los dos otros bonzos por el cogote, uno en cada mano, abrió la ventana con el pie y los sostuvo afuera en el aire con el brazo tendido. Los dos bonzos se lamentaban pero no se atrevían a patalear por miedo a que los dejara caer. Aquel lugar estaba muy alto. Por eso colgaban muy quietos y miraban hacia abajo con cara pálida.
—¿Qué? —preguntó Lucas con la pipa entre los dientes—, ¿qué os parece? —Los sacudió un poco y a los dos les empezaron a castañetear los dientes—. ¿Nos llevaréis en seguida a ver al emperador o no?
—Sí, sí —gimieron los dos bonzos.
Lucas los metió adentro y los puso de pie sobre las piernas temblorosas. Pero en aquel momento apareció en la puerta la guardia palaciega. Los gritos del superbonzo la había alarmado. Los treinta hombres entraron atropelladamente en la habitación y se dirigieron hacia Lucas y Jim con los sables desenvainados. Estos saltaron hacia una esquina de la habitación para tener las espaldas guardadas. Jim se colocó detrás de Lucas que paraba los sablazos con la pata de una silla y empleaba la mesita de uno de los escribientes como escudo. Pronto tuvo que coger otra mesita y otra silla porque las primeras habían quedado destrozadas por los sables. Jim se las pasó rápidamente. Pero estaba claro que no podrían resistir mucho tiempo, porque sólo había tres mesitas y tres sillas en la habitación. La resistencia terminaría pronto y… ¿entonces qué?
Como la lucha acaparaba toda su atención, ni Jim ni Lucas repararon en la carita asustada que, más o menos a un palmo del suelo, apareció de pronto en la puerta abierta, miró durante un segundo en la habitación y volvió a desaparecer.
Era Ping Pong.
Había dormido hasta muy entrada la mañana, porque el día anterior se había acostado más tarde que de costumbre. Por esto no encontró a sus amigos junto a la locomotora. La gente le contó que la guardia de palacio había ido a buscar a los dos maquinistas. Al oír esto, Ping Pong sintió una gran inquietud. Recorrió todos los pasillos del palacio imperial hasta que desde lejos oyó el ruido de la lucha; se dirigió hacia allí y vio la puerta abierta. Le bastó una mirada para hacerse cargo de la gravedad de la situación. Sólo una persona le podía ayudar: el mismísimo poderoso emperador. Ping Pong corrió como una comadreja por los corredores, subiendo las escaleras, por salas y aposentos. A veces tuvo que pasar por entre dos centinelas que intentaban detenerle cruzando sus alabardas, pero se escurría pasando por debajo. Se caía en las curvas, resbalaba en el brillante suelo de mármol y perdía momentos muy valiosos. Pero se levantaba en seguida y seguía corriendo dejando pequeñas nubes de polvo detrás de él. Subió dando brincos por una ancha escalera de mármol y corrió por encima de una alfombra interminable. Corrió y corrió y corrió…
Le faltaban solamente dos antesalas para llegar al salón del trono del emperador… Ya no le faltaba más que una. Allí estaban las dos grandes hojas de la puerta del salón… pero —¡qué espanto!— dos criados las estaban cerrando lentamente. En el último segundo se escurrió por una estrecha rendija y entró en el salón del trono. La puerta se cerró suavemente tras él.
El salón era inmenso; en el fondo Ping Pong vio al muy poderoso emperador sentado en un trono de plata y diamantes, bajo un baldaquín de seda azul celeste. Junto al trono, sobre una mesita, había un teléfono incrustado de diamantes.
En un ancho semicírculo se hallaban reunidos los poderosos del reino, los príncipes, los mandarines, los tesoreros, los nobles, los sabios, los astrólogos y los grandes pintores y poetas de China. Todos ellos aconsejaban al emperador en los asuntos importantes del reino. También había músicos con violines de cristal y flautas de plata y un piano chino, recubierto de perlas.
Precisamente en aquel momento los músicos empezaban a tocar una melodía alegre. En el salón reinaba un gran silencio y todos escuchaban atentos. Pero Ping Pong no podía esperar a que terminara la música porque en China los conciertos duran mucho más que en ningún otro lugar del mundo. Se abrió paso entre la multitud de los dignatarios y cuando estuvo a unos veinte pasos de distancia del trono, se echó al suelo sobre el vientre —así era como se saludaba en China al emperador— y se arrastró con un esfuerzo tremendo hasta los escalones de plata.
Los dignatarios se agitaron nerviosos. Los músicos dejaron de tocar porque perdieron el compás y por todo el salón se oyó un murmullo de indignación.
El emperador de China era un hombre muy grande y muy viejo, con una barba fina y blanca como la nieve que le llegaba hasta el suelo; miró asombrado, pero no molesto, al minúsculo Ping Pong que estaba a sus pies.
—¿Qué quieres, pequeño? —preguntó lentamente—. ¿Por qué interrumpes mi concierto?
Hablaba en tono bajo, pero su voz tenía tal sonoridad que se la podía oír hasta el último rincón del salón del trono.
Ping Pong jadeaba.
—¡Jipp… —consiguió decir—, lúe… locomott… peí… peligro!
—Habla despacio, pequeño —le rogó el emperador con amabilidad—. ¿Qué sucede? Tómate el tiempo necesario, no tengas prisa.
—¡Quieren salvar a Li Si! —jadeó Ping Pong.
El emperador se puso en pie de un salto.
—¿Quiénes? —exclamó—, ¿dónde están?
—En el despacho —gritó Ping Pong— con el señor Pi Pa Po… ¡de prisa!… ¡Gua… guardia de palacio!
—¿Qué pasa con la guardia de palacio? ¿Qué? —preguntó el emperador, excitado.
—… ¡quieren matar! —dijo Ping Pong casi sin aliento.
La agitación fue enorme. Todos corrieron hacia la puerta. Los músicos abandonaron sus instrumentos y corrieron también. Delante de todos iba el emperador a quien la esperanza de que alguien salvara a su hija, ponía alas en los pies. Detrás de él corrían los dignatarios en tropel y en el centro de éstos el pequeño Ping Pong. Nadie se preocupaba por él y en todo aquel jaleo tenía miedo de que lo atropellaran.
Mientras tanto, Lucas y Jim se hallaban en muy mala situación. La guardia palaciega con sus sables había hecho pedazos todos los muebles de la habitación. Los dos amigos estaban indefensos ante los soldados armados. Treinta sables puntiagudos se dirigían hacia ellos.
—¡Ponedles cadenas! —gritó el superbonzo, que entretanto había conseguido ponerse en pie, mientras intentaba inútilmente sacar la cabeza de la papelera—. ¡Sí, sí, sí, atadles con cadenas! ¡Son espías peligrosos! —chillaban los otros bonzos y los escribientes.
A Lucas y a Jim los ataron de pies y de manos con gruesas cadenas y los llevaron a la presencia del señor Pi Pa Po y de los otros dos bonzos.
El superbonzo, sonriendo furioso, preguntó a través del enrejado de la papelera:
—¿Cómo os encontráis? Lo mejor será que os corten ahora mismo vuestras honorables cabezas.
Lucas no respondió. Juntó todas sus fuerzas e intentó romper las cadenas. Pero eran de acero chino y tan gruesas, como para atar a un elefante.
Los bonzos sacudieron la cabeza y los escribientes se rieron de los esfuerzos de Lucas.
—Jim, muchacho —dijo éste por fin, dirigiéndose a su pequeño amigo; hablaba despacio y con voz ronca, sin preocuparse de los escribientes ni de los bonzos—, ha sido un viaje muy corto. Siento que tengas que compartir mi suerte.
Jim tragó saliva.
—¡Pero somos amigos! —contestó en voz baja, mordiéndose el labio inferior para que no le temblara.
Los escribientes volvieron a estallar en risas y los bonzos inclinaron las cabezas dirigiéndose los unos a los otros sonrisas irónicas.
—Jim Botón —dijo Lucas—, eres el chico más simpático que he encontrado en toda mi vida.
—¡Conducidlos al lugar de la ejecución! —ordenó el superbonzo. Los soldados cogieron a Lucas y a Jim para llevárselos.
—¡Alto! —dijo de pronto una voz no muy fuerte, pero que todos oyeron perfectamente. Se volvieron.
Allí, en la puerta, estaba el emperador de China y detrás de él todos los dignatarios del reino.
—¡Abajo los sables! —ordenó el emperador.
El capitán palideció por el miedo y bajó la espada. Los soldados le imitaron.
—¡Quitad las cadenas a los extranjeros! —mandó el emperador—. Y ponédselas inmediatamente al señor Pi Pa Po y a los otros.
Le obedecieron en seguida.
Lo primero que hizo Lucas en cuanto se vio libre, fue encender la pipa que se le había apagado; luego dijo:
—¡Ven, Jim!
Los dos amigos se dirigieron hacia el emperador de China. Lucas se quitó la gorra de la cabeza y la pipa de la boca y dijo:
—¡Buenos días, Majestad! ¡Me alegro de poderle conocer, por fin!
Y los tres se dieron la mano.