CAPÍTULO SÉPTIMO
EN EL QUE EMMA HACE DE TIOVIVO Y DONDE LOS DOS AMIGOS CONOCEN A UN NIÑO DE NIÑOS

Los dos amigos estuvieron todo el día dando vueltas por la ciudad. El sol se había puesto ya en el horizonte y los tejados comenzaron a brillar a la luz del atardecer.

En las callejuelas, donde empezaba a anochecer, los chinos encendían farolillos de colores para que alumbraran. Los llevaban colgados de largas cañas; los chinos grandes llevaban faroles grandes, los pequeños, pequeños. Los más pequeños parecían gusanos de luz de muchos colores.

Con todas estas maravillas, los dos amigos habían olvidado que aparte de un par de frutas de mar para desayunar, no habían comido nada en todo el día.

—¡Esto pasa de la raya! —dijo Lucas, riendo—. Hay que hacer algo en seguida. Iremos a un restaurante y encargaremos una cena de campanillas.

—De acuerdo —dijo Jim—, ¿tienes dinero chino?

—¡Maldición! —contestó Lucas rascándose una oreja—. En esto no había pensado, pero con dinero o sin dinero el hombre tiene que comer. ¡Déjame pensar en ello!

Pensó un rato mientras Jim le miraba impaciente. De pronto Lucas exclamó:

—¡Ya lo tengo! Si no tenemos dinero, lo podemos ganar.

—¡Estupendo! —dijo Jim—, ¿pero cómo lo haremos tan rápidamente?

—Muy sencillo —contestó Lucas—, volveremos donde está Emma y anunciaremos que todo el que pague diez li, podrá dar una vuelta por la gran plaza del palacio, montado en ella.

Volvieron a la gran plaza del palacio imperial donde una inmensa muchedumbre, en actitud respetuosa, rodeaba todavía a la locomotora y la contemplaba asombrada. Ahora todos llevaban faroles.

Lucas y Jim se abrieron paso entre la gente y subieron al techo de su locomotora.

Un murmullo de expectación recorrió la muchedumbre.

—¡Atención, atención! —gritó Lucas—. ¡Distinguidos señoras y caballeros! Hemos venido desde muy lejos con nuestra locomotora y seguramente nos iremos muy pronto. ¡Aprovechen esta oportunidad única! Den un paseo con nosotros. En atención a ustedes sólo cuesta diez li. ¡Sólo diez li por un paseo alrededor de esta gran plaza!

Un cuchicheo recorrió la muchedumbre, pero nadie se movió de su sitio. Lucas empezó de nuevo:

—Acérquense tranquilamente, señores. ¡La locomotora no es peligrosa! ¡No tengan miedo! ¡Entren tranquilamente, distinguido público!

La multitud contemplaba pensativa a Lucas pero nadie se adelantó.

—¡Maldición! —le cuchicheó Lucas a Jim—, no se fían. Inténtalo tú.

Jim respiró hondo y gritó lo más fuerte que pudo:

—¡Queridos niños y niños de niños! Sólo os puedo aconsejar una cosa: ¡subid! ¡Es lo más divertido que os podéis imaginar, mejor que montar en un tiovivo! ¡Atención, atención! Empezaremos dentro de pocos minutos. Por favor, subid. ¡Sólo cuesta diez li por persona! ¡Sólo diez li!

Pero nadie se movía.

—Nadie se acerca —murmuró Jim, asombrado.

—Quizá sea mejor que primero demos una vuelta solos —opinó Lucas—. Es posible que entonces se animen y les entren ganas de subir.

Bajaron del techo y Emma empezó a andar. Pero el resultado fue muy distinto del que habían esperado. La gente huyó asustada y la plaza quedó desierta.

—No ha servido para nada —gimió Jim cuando se detuvieron.

—Tenemos que pensar en algo mejor —gruñó Lucas entre dientes.

Bajaron de la locomotora y empezaron a pensar, pero les molestaba el runruneo de sus estómagos vacíos. Por fin, Jim, en tono lastimero, dijo:

—Me parece que no encontraremos nada. ¡Si al menos conociéramos a alguien aquí! Un chino nos podría dar un buen consejo.

—¡Con mucho gusto! —pió de repente una vocecilla muy fina—. ¿Os puedo ayudar?

Lucas y Jim miraron asombrados hacia abajo y vieron a un chiquillo diminuto, más o menos del tamaño de una mano. Saltaba a la vista que se trataba de un niño de niños. Su cabeza no era mayor que una pelota de ping-pong.

El muchachito se quitó el pequeño sombrero redondo e hizo cortésmente una profunda reverencia de forma que su coleta quedó tiesa en lo alto.

—Mi nombre, honorables extranjeros —dijo—, es Ping Pong. Estoy a vuestra disposición.

Lucas se sacó la pipa de la boca y se inclinó igualmente con aire serio.

—Mi nombre es Lucas el maquinista. Entonces Jim se inclinó también y dijo:

—Me llamo Jim Botón.

El pequeño Ping Pong se volvió a inclinar y pió:

—He oído los runrunes de vuestros honorables estómagos. Para mí será un honor invitaros a comer. ¡Por favor, esperad un momento!

Y se fue corriendo con pasitos minúsculos hacia el palacio. Iba tan de prisa que parecía que fuera sobre ruedas.

Cuando hubo desaparecido en la oscuridad, los dos amigos se miraron perplejos.

—Siento curiosidad por saber qué sucederá —exclamó Jim.

—Esperemos y lo veremos —dijo Lucas, y le dio unos golpes a la pipa para vaciarla.

Cuando Ping Pong volvió, se tambaleaba bajo el peso de un bulto extraño que llevaba en la cabeza.

Era una mesita de laca no mucho mayor que una bandejita. La colocó en el suelo junto a la locomotora. Luego puso alrededor de la mesita unos almohadones del tamaño de un sello.

—Sentaos, por favor —dijo con gesto de invitación.

Los dos amigos se sentaron lo mejor que pudieron en los almohadones. Resultaba un poco difícil, pero no querían parecer descorteses.

Ping Pong se fue otra vez y volvió con un farol muy pequeño pero maravilloso, sobre el que habían pintado una cara sonriente. Colocó el bastón, del que colgaba el farol, entre los radios de una rueda de la locomotora. Así los dos amigos tenían una iluminación estupenda para su mesa. Entretanto se había hecho de noche y la luna no había salido todavía.

—¡Bien! —pió Ping Pong mirando satisfecho su obra—. ¿Qué les puedo traer para comer a los honorables señores?

—¡Ah! —dijo Lucas, algo sorprendido—. ¿Qué es lo que hay?

El pequeño anfitrión empezó a decir solícito:

—¿Quieren huevos centenarios con una tierna ensalada de orejas de ardillita? ¿Les gustarían lombrices dulces de tierra con nata agria? También es muy bueno el puré de corteza de árbol espolvoreada con raspaduras de cascos de caballo. ¿Prefieren avisperos con piel de serpiente en aceite y vinagre? ¿Qué les parecerían unas albóndigas de hormigas con exquisita baba de caracol? También son muy recomendables los huevos de libélula asados con miel o unos tiernos gusanos de seda con púas de erizo pasadas por agua. ¿A lo mejor prefieren patas de langosta resecas con una ensalada de antenas de abejorro?

—Querido Ping Pong —dijo Lucas, que le había echado a Jim muchas miradas de asombro—, son seguramente unos manjares deliciosos, pero hace poco tiempo que estamos en China y todavía no nos hemos acostumbrado a vuestra comida. ¿No habrá algo más sencillo?

—¡Oh, sí! —dijo Ping Pong, servicial—, por ejemplo, hay tordos empanados con crema de elefante.

—¡Oh, no! —dijo Jim—, no queremos decir esto. ¿No hay nada más razonable?

—¿Más razonable? —preguntó Ping Pong, asombrado. Entonces su cara se iluminó—. ¡Ya entiendo! —exclamó—. Hay colas de ratón y pudding de huevos de rana. Es lo más razonable que conozco.

Jim sacudió la cabeza.

—No —dijo—, tampoco quiero decir esto. Lo que yo digo es, por ejemplo, un gran pedazo de pan con mantequilla.

—¿Un qué? —preguntó Ping Pong.

—Pan con mantequilla —repitió Jim.

—No sé qué es —dijo Ping Pong, confuso.

—O huevos fritos con patatas —añadió Lucas.

—No —contestó Ping Pong—, no he oído hablar de esto en mi vida.

—O un asado de cerdo —continuó Lucas y la boca se le hizo agua.

El pequeño Ping Pong se agitó y miró a los dos amigos muy asustado.

—Perdonadme, honorables extranjeros, si me pongo nervioso —pió—, pero ¿seríais capaces de comer una cosa así?

—¡Claro! —exclamaron los dos amigos a la vez—, claro que seríamos capaces.

Meditaron un rato y de pronto Lucas el maquinista, haciendo castañetear los dedos, exclamó:

—¡Chicos, ya lo tengo! Estamos en China y en China hay arroz.

—¿Arroz? —preguntó Ping Pong—. ¿Arroz corriente?

—Sí —contestó Lucas.

—¡Ahora comprendo! —exclamó Ping Pong, feliz—. Os serviré un plato imperial. ¡Voy corriendo!

Iba a salir corriendo pero Lucas le sujetó fuerte por la manguita.

—¡Por favor, Ping Pong! —dijo—, ni escarabajos, ni cordones de zapatos asados y mezclados, si es posible.

Ping Pong lo prometió y desapareció en la oscuridad. Cuando volvió traía un par de tazas poco mayores que un dedal y las colocó encima de la mesa. Los dos amigos se miraron y pensaron que aquello resultaba tal vez algo escaso para dos maquinistas. Pero no dijeron nada porque estaban invitados.

Ping Pong volvió a salir corriendo, trajo otras fuentecitas y se volvió a marchar. Hizo muchos viajes y acabó llenando la mesa con cazuelas y fuentes de las que salía un olor muy apetitoso. Delante de cada uno de los dos amigos puso dos palitos que parecían dos lápices finos.

—Quisiera saber —le dijo Jim a Lucas en voz baja—, para qué sirven estos palitos.

Ping Pong, que había oído sus palabras, contestó:

—Estos palitos, honorable portador de botones, son los cubiertos. Sirven para comer.

—¡Ah! —exclamó Jim, preocupado.

—Bien —opinó Lucas—, vamos a intentarlo. ¡Buen provecho!

Lo intentaron. Pero a pesar del cuidado con que lo hacían, cada vez que cogían un grano de arroz con un palillo, se les caía antes de llegar a la boca. Era muy incómodo porque los dos estaban cada vez más hambrientos y la comida resultaba cada vez más tentadora.

Ping Pong era demasiado educado para sonreír siquiera ante la poca habilidad de los dos amigos. Por fin ellos también se pusieron a reír y Ping Pong se les unió.

—Perdónanos, Ping Pong —dijo Lucas—, pero comeremos más a gusto sin estos palitos. Si no, nos moriremos de hambre.

Y comieron directamente de los tazones, que eran tan pequeños como cucharillas de té.

En cada tazón había arroz guisado de una forma distinta y uno era más rico que el otro. Había arroz rojo, arroz verde y arroz negro, arroz dulce, arroz picante y arroz salado, puré de arroz, flan de arroz y pastel de arroz, arroz azul, arroz garrapiñado y arroz dorado.

Comieron y comieron.

—Dime, Ping Pong —preguntó Lucas al cabo de un rato—, ¿por qué no comes con nosotros?

—¡Oh, no! —contestó Ping Pong con semblante grave—, esta comida no es apropiada para niños de mi edad. Nosotros necesitamos una alimentación líquida.

—¿Por qué? —preguntó Lucas con la boca llena—, ¿cuántos años tienes?

—Tengo exactamente trescientos sesenta y ocho días —respondió Ping Pong, orgulloso—. Pero me han salido ya cuatro dientes.

Era verdaderamente increíble que Ping Pong tuviera sólo un año y tres días. Para poderlo entender hay que saber lo siguiente:

Los chinos son un pueblo muy, muy inteligente. Son el pueblo más inteligente de la tierra. Son también un pueblo muy antiguo. Existían ya cuando la mayor parte de los demás pueblos no existía todavía. De ahí que los niños, aun los más pequeños, sepan lavarse la ropa. Al año son tan despiertos que corren y se portan como personas mayores. A los dos años saben leer y escribir. A los tres ya resuelven los problemas más difíciles, de esos que, entre nosotros, sólo sabe resolver un profesor.

Así se explica que el pequeño Ping Pong se supiera desenvolver tan bien y pudiera cuidarse de sí mismo como lo haría su propia madre. En lo demás era tan criatura como todos los niños del mundo a su edad, y en lugar de pantalones llevaba todavía pañales. Las cintas de los pañales las llevaba atadas detrás, con un gran lazo.

Sólo era su inteligencia la que había crecido mucho.