CAPÍTULO DIECIOCHO
EN EL QUE LOS VIAJEROS SE DESPIDEN DEL GIGANTE-APARENTE Y PARECE QUE NO PUEDEN SALIR DE «LA BOCA DE LA MUERTE».

El desierto era llano como una tabla y tenía el mismo aspecto en todas las direcciones. Pero el señor Tur Tur no dudó en ningún momento del camino que tenían que seguir. No habían andado más que tres horas cuando alcanzaron el límite norte del desierto «El Fin del Mundo».

El paisaje estaba iluminado por la clara luz de la luna, pero allí donde terminaba el desierto, terminaba todo. No había nada, ni suelo, ni tierra, ni cielo. Sencillamente nada. Desde lejos no se veía más que tinieblas de un negro de carbón, de pez y de ala de cuervo, que desde el nivel del desierto llegaba hasta el cielo.

—¡Asombroso! —dijo Lucas—. ¿Qué es eso?

—Es la región de las «Rocas Negras» —aclaró el señor Tur Tur.

Avanzaron hasta el lugar donde empezaba la oscuridad. Lucas detuvo a Emma y todos bajaron.

—La Ciudad de los Dragones —empezó a explicar el señor Tur Tur—, está en algún lugar de «El País de los Mil Volcanes». Este es una inmensa meseta llena de miles de pequeñas montañas que escupen fuego. Por desgracia no conozco el lugar exacto donde se halla la Ciudad de los Dragones, pero ya la encontrarán.

—Bien —dijo Lucas—, pero ¿qué son estas tinieblas?

—¿Tendremos que pasar por allí? ¿Tendremos que cruzarlas? —preguntó Jim.

—No hay más remedio —contestó el señor Tur Tur—. Vean, amigos: «El País de los Mil Volcanes», como ya les he dicho, es una meseta que se encuentra a setecientos metros más arriba de «El Fin del Mundo». El único camino para llegar hasta allí pasa por la región de las «Rocas Negras». Éstas son tan completamente negras que absorben toda la claridad. La luz no se puede ver. Sólo en ciertos días particularmente luminosos hay una luz tenue. Entonces se puede ver en el cielo una mancha violeta muy desvaída. Es el sol. Pero normalmente reina una oscuridad profunda.

—Pero si no se ve nada —preguntó Lucas, pensativo—, ¿cómo vamos a encontrar el camino?

—Desde aquí el camino es completamente recto —aclaró el señor Tur Tur—. Tiene unas cien millas de longitud. Si siguen siempre recto no puede pasarles nada. Pero no deben salirse nunca del camino. A la izquierda y a la derecha hay terribles precipicios en los que caerían sin remedio.

—¡Buena perspectiva! —gruñó Lucas rascándose nerviosamente la oreja.

Jim, asustado dijo para sí: «¡Dios mío!».

—En el lugar más elevado —prosiguió el señor Tur Tur—, el camino pasa por un gran arco de roca que se llama «La Boca de la Muerte». Es el lugar más oscuro en el que, incluso en los días más luminosos, reina una oscuridad impenetrable. Reconocerán «La Boca de la Muerte» por unos terribles gemidos y alaridos.

—¿Por qué gime? —preguntó Jim, que empezaba a estar inquieto.

—Es el viento que sopla continuamente por ese arco —contestó el señor Tur Tur—. Les aconsejo además que cierren bien las puertas de la locomotora. Como en la región reina una noche eterna, el viento es tan frío que las gotas de agua se hielan antes de llegar al suelo. No tienen que salir de la locomotora. En ningún caso. Se quedarían en seguida tiesos por el frío.

—Gracias por los buenos consejos —dijo Lucas—. Creo que lo mejor será esperar el amanecer para emprender el viaje. Aunque haya poca luz siempre será mejor que nada. ¿Qué opinas, Jim?

—Estoy de acuerdo —contestó Jim.

—Entonces lo mejor será que me despida ahora —dijo el señor Tur Tur—. Les he dicho todo lo que sé, amigos. Y yo preferiría volver a casa antes de que se haga de día. Es por los espejismos, ¿comprenden?

Se estrecharon la mano, se dijeron adiós y el señor Tur Tur les rogó que, cuando volvieran a pasar por el desierto «El Fin del Mundo», le visitaran. Jim y Lucas se lo prometieron. Entonces el gigante-aparente se puso en camino hacia su oasis.

Los amigos le miraron mientras se alejaba. Su estatura se volvía más grande a cada paso y se hizo gigantesca cuando alcanzó el horizonte. Allí se detuvo para saludar con la mano; Lucas y Jim le devolvieron el saludo. El señor Tur Tur siguió caminando y aumentando de tamaño pero también, a medida que se alejaba, se le distinguía menos, hasta que su desmesurada figura desapareció en el cielo nocturno.

—¡Un hombre simpático! —dijo Lucas y fumó a grandes chupadas—. Da mucha pena.

—Sí —asintió Jim, pensativo—. Lástima que tenga que estar tan solo.

Se fueron a dormir al objeto de reunir fuerzas para su viaje por la región de las «Rocas Negras».

A la mañana siguiente el sol salió brillando claramente por encima del desierto. Jim y Lucas desayunaron, cerraron las puertas de la cabina y subieron los cristales de las ventanillas y emprendieron la marcha por las tinieblas oscuras como carbón, pez y ala de cuervo.

Todo era exactamente como había dicho el señor Tur Tur: el luminoso sol casi no se distinguía. Sólo se veía una mancha violeta en lo alto del cielo. Alrededor todo estaba completamente oscuro.

Lucas oprimió un interruptor para encender los faros. No sirvió de nada. Las rocas negras absorbieron la luz y todo siguió tan oscuro como antes.

El frío crecía a medida que adelantaban. Lucas y Jim se echaron las mantas encima, pero pronto no les bastaron. Aunque Lucas echaba carbón al fuego, el frío penetraba, siempre más cortante, por los cristales de las ventanillas. Jim estaba tan helado que sus dientes empezaron a castañetear.

Adelantaban muy despacio. Transcurrieron horas y más horas y según los cálculos de Lucas habían recorrido sólo la mitad de las cien millas.

Jim ayudaba a echar carbón porque Lucas ya no podía hacerlo solo. Tenían que echarlo siempre más aprisa para que el agua hirviera y se convirtiera en vapor. Emma se arrastraba cada vez más lentamente. De su chimenea y de sus válvulas colgaban témpanos de hielo.

Lucas contemplaba preocupado las provisiones de carbón que disminuían por momentos.

—Espero que logremos salir de aquí —murmuró.

—¿Cuánto puede durar el carbón? —preguntó Jim soplándose sus dedos helados.

—Posiblemente una hora —contestó Lucas—, o quizá no tanto. Con este consumo es muy difícil calcularlo.

—¿Podremos llegar? —preguntó Jim temblando por el frío. Sus labios rojos se habían vuelto ya completamente azules.

—Si no tenemos ningún tropiezo, es posible —gruñó Lucas y se calentó las manos heladas con la pipa.

La pálida mancha violeta del cielo, había desaparecido. Se acercaban, pues, a «La Boca de la Muerte». Pasaron unos minutos y de pronto oyeron unos gemidos y alaridos terribles:

«¡Huuuuiiiiuuuiioooohhh!».

Sonaban tan horriblemente que no es posible describirlo. Ni tan siquiera se pueden imaginar, si no se han oído. El tono no era muy fuerte pero en la negra soledad resultaba angustioso y casi no se podía soportar.

—¡Oh, Dios mío! —tartamudeó Jim—, me parece que me volveré a poner cera en las orejas.

Pero, con el frío, el montón de velas se había vuelto duro como la piedra y no se podía partir. Así es que los dos amigos no tuvieron más remedio que aguantar los gritos y las lamentaciones.

«¡Aaaaaauuuu!», se oía en el exterior, pero ya mucho más cerca.

Lucas y Jim apretaron los dientes.

En aquel momento, Emma se detuvo y lanzó un largo silbido cargado de temor. Se había salido del camino y sentía de pronto que delante de sus ruedas se abría el abismo.

—¡Maldición! —dijo Lucas y movió dos palancas, una después de la otra. Pero Emma temblaba y se negaba a seguir.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Jim, con ojos asustados.

—No te preocupes —rezongó Lucas—. Seguramente no quiere seguir porque nos hemos desviado.

—¿Qué pasará ahora? —susurró Jim.

Lucas no respondió, pero Jim conocía la cara de Lucas cuando estaban en peligro. Su boca se convertía en una línea, le salían los huesos de la mandíbula y los ojos se le ponían muy pequeños.

—¡Que no falle el fuego! —dijo finalmente—, si no, estamos perdidos.

—¡Pero no podemos quedarnos aquí! —objetó Jim.

Lucas se encogió de hombros y Jim no volvió a hacer preguntas. Si Lucas no sabía qué tenían que hacer era porque las cosas marchaban muy mal.

Ahora el viento tenía un sonido siniestro. Era como si «La Boca de la Muerte» se burlara cruelmente.

«¡Huhuhuhohohooo!».

—¡No pierdas las esperanzas, muchacho! —le consoló Lucas. Pero su voz no era muy convincente.

Esperaron y esperaron; pensaron después en lo que tenían que hacer. Por el frío no podían bajar de la locomotora. Además tampoco les hubiera servido para nada. No podían volver atrás porque Emma no quería moverse. ¿Qué tenían que hacer? ¡Nada! Pero necesitaban decidir algo porque cada segundo perdido acercaba el momento en que se terminaría el carbón.

Mientras meditaban con el entrecejo fruncido, sin que se les ocurriera la menor idea aprovechable, afuera se estaba preparando su salvación. El vapor que salía de la chimenea se helaba en el aire y volvía a caer transformado en nieve. El viento arrastraba los copos y el suelo alrededor de la locomotora se iba cubriendo de nieve. Los remolinos blancos se depositaban sobre las rocas negras y cuando éstas estuvieron completamente cubiertas de nieve, dejaron de absorber la luz y el camino se hizo visible. En medio de la negra nada se divisaba un pedazo de camino blanco.

Jim fue el primero en descubrirlo. Había hecho un agujero en la escarcha de la ventanilla e intentaba espiar el exterior.

—¡Eh, Lucas! —exclamó—, ¡mira!

Lucas miró. Luego se incorporó, inclinó la cabeza, aspiró profundamente y dijo:

—Estamos salvados.

Entonces encendió su pipa.

También Emma se movió para seguir adelante. Encontró otra vez el camino justo y de nuevo entró en la oscuridad color carbón negro y ala de cuervo.

«¡Huuuuoooojjjjjooooh!», aullaba el viento y parecía como si se dirigieran directos hacia la muerte.

«¡Ooooooaaaaaajjjjj!», gemía. Entonces salieron del arco de rocas; habían atravesado «La Boca de la Muerte».

«¡Huiuiuiuijj!», el aullido se volvió a oír detrás, pero sonaba ya lejos. Luego se oyó otra vez, pero entonces muy distante.

No les quedaban más que diez paletadas de carbón, pero por suerte el camino descendía porque «La Roca de la Muerte» estaba en el punto más alto. A cada minuto Lucas echaba una paletada de carbón al fuego: un minuto-dos minutos-tres minutos-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez minutos… Ahora ardía la última paletada de carbón. Pero en derredor no se hacía más claro. La locomotora avanzaba siempre con mayor lentitud. Parecía que se iba a detener…

El último segundo fue como si atravesaran un telón. La clara luz del sol penetró por las ventanillas heladas. Emma se detuvo.

—Bien, Jim —dijo Lucas—, ¿qué te parecería si nos tomáramos un poco de descanso?

—A la orden —contestó Jim dando un profundo suspiro de alivio.

Quitaron con cuidado el hielo de los cerrojos y abrieron la puerta. El aire caliente les dio en la cara. Bajaron para deshelar y templar al sol sus miembros entumecidos.