CAPÍTULO VEINTIUNO
EN EL QUE JIM Y LUCAS CONOCEN UNA ESCUELA EN KUMMERLAND, «LA CIUDAD
DE LOS TORMENTOS».
Cuando Emma había rodado ya un rato por las calles, se encontraron con una dificultad imprevista. ¿Cómo encontrar la calle Vieja en esa gigantesca ciudad? No podían bajar y preguntárselo sencillamente a alguien. No les quedaba más que una solución: dedicarse a buscar la calle al azar. Tardarían horas pero no tenían otro remedio. Tuvieron suerte. Al llegar al cruce siguiente, Lucas, que espiaba por entre las mantas, descubrió en una esquina un indicador de piedra con la inscripción:
CALLE VIEJA
Era cuestión de recorrerla toda hasta dar con el número y éstos estaban esculpidos en lo alto de las entradas.
Al poco rato encontraron el número 113.
—¿Tienes miedo, Jim? —preguntó Lucas sin levantar la voz.
Jim recordó a los gigantes-aparentes y pensó que las cosas vistas de cerca no son a veces tan peligrosas como parecen. Decidido, dijo:
—No, Lucas. —Y para no faltar a la verdad añadió—. No mucho.
—Bien —dijo Lucas—, entonces podemos seguir.
—Sí —agregó Jim—, podemos seguir.
Lucas guió con cuidado a Emma por el enorme portal. Llegaron a un hueco de escalera tan grande como una estación. La escalera subía como una enorme espiral, dando vueltas. No se podía ver dónde terminaba. Una débil oscuridad reinaba en el grandioso lugar. Y, cosa curiosa, la escalera no tenía escalones, sino que subía hacia arriba como una calle sinuosa. En todo Kummerland no podía haber escalones y la razón es muy clara: los dragones pequeños como un tejón no hubieran podido subir por ellos y los escalones bajos hubiesen sido muy incómodos para los dragones del tamaño de un tren de mercancías. Por eso no existían escalones. Además esta solución tenía otra ventaja. En aquel momento bajaba a toda velocidad un dragón. Se había sentado simplemente sobre su cola, revestida de cuerno y se deslizaba por la escalera en espiral como en un trineo.
Los dos amigos estaban muy satisfechos de que no hubiese escalones, porque para Emma hubieran representado un inconveniente tremendo. En cambio, así podían subir cómodamente.
Así lo hicieron hasta que llegaron con prontitud al tercer piso.
Se detuvieron delante de la primera puerta a la izquierda. Era tan alta y ancha que un autobús de dos pisos podía pasar por ella sin dificultad. Pero desgraciadamente la cerraba una gran losa de piedra.

Debajo había un llamador, también de piedra, en forma de calavera con una anilla entre los dientes.
Lucas le leyó la inscripción a Jim en voz baja.
—¿Llamamos? —dijo Jim temblando.
Lucas sacudió la cabeza. Miró con atención a todos lados. Cuando comprobó que por los alrededores no había ningún dragón, bajó decidido de la locomotora y se apoyó con todas sus fuerzas en la losa de piedra. Haciendo un esfuerzo enorme consiguió moverla; la apartó todo lo que pudo para dar paso a Emma y volvió a subir a la cabina.
—Es una suerte tener a Emma —explicó en voz baja.
Puso en marcha a la locomotora, entró en la vivienda lo más aprisa que pudo y una vez dentro frenó, saltó al suelo y cerró la entrada volviendo a colocar la losa en su sitio. Luego le hizo una seña a Jim. El muchacho bajó de la cabina.
—Sin permiso, ¿se puede entrar tranquilamente en una casa con una locomotora? —preguntó Jim, preocupado.
—Es lo único que podemos hacer en este caso —contestó Lucas en voz baja—. Ahora tenemos que explorar el terreno.
Dejaron a Emma recomendándole que permaneciera callada como un muerto. Luego se arrastraron, Lucas delante y Jim detrás, por el largo y oscuro pasillo. Al pasar por delante de los huecos de las puertas se detenían y miraban hacia dentro. En ninguna habitación se veía nada, ni hombres ni dragones. Todos los muebles eran de piedra, mesas de piedra, sillas de piedra, sofás de piedra con almohadones de piedra; en una pared colgaba un gran reloj, todo de piedra y su tictac tenía un sonido rocoso. No había ventanas, pero por unos agujeros situados en la parte alta de las paredes, se filtraba una luz nublada.
Cuando los dos amigos se hallaban próximos al final del pasillo oyeron de pronto, procedente de la última habitación, una voz aguda y horrible que rugía furiosa. Luego volvió a reinar el silencio. Lucas y Jim escucharon con atención. Entonces llegó hasta ellos la voz asustada de un niño, tan baja que casi no se oía, que recitaba algo. Los dos amigos se miraron. Se acercaron rápidamente a la puerta de la habitación y espiaron el interior.
Ante ellos se abría una gran sala con tres filas de pupitres de piedra. En los bancos se sentaban unos veinte niños de distintos países, niños pieles rojas y niños blancos, niños esquimales y niños morenos tocados con turbantes; en el centro se sentaba una niña encantadora, con dos trencitas negras y una carita delicada como la de una muñeca china de porcelana. Era, sin duda alguna, la princesa Li Si, la hija del emperador de China.
Los niños estaban atados a los bancos con cadenas de hierro, de manera que podían moverse pero no podían escapar. De una pared de la sala colgaba una pizarra de piedra muy grande y junto a ella había un gigantesco pupitre hecho con un solo bloque de piedra, que parecía un armario. Detrás estaba sentado un horrible dragón. Era bastante más grande que Emma, la locomotora, pero mucho más delgado, casi flaco. Tenía un morro en punta, cubierto de cerdas y pinchos. Sus ojos punzantes y pequeños miraban a través de unas gafas centelleantes y en una de sus patas sostenía una caña que hacía silbar continuamente en el aire. Una gruesa nuez le subía y bajaba por el cuello largo y delgado y de la boca feroz le salía un único diente repugnante. Estaba claro: este dragón no podía ser más que la señora Maldiente.
Los niños se sentaban muy tiesos y no se atrevían a moverse. Tenían las manos sobre los pupitres y miraban al dragón con ojos llenos de terror.
—Esto parece un colegio —le dijo Lucas a Jim al oído.
—¡Dios mío! —suspiró Jim, que no había visto un colegio en toda su vida—. ¿Todos los colegios son así?
—¡Dios nos libre! —gruñó Lucas—. Algunos colegios son muy agradables. Además en ellos los profesores no son dragones, sino personas como es debido.
—¡Sssssileeeencio! —gritó el dragón haciendo silbar el bastón en el aire— ¿Quiéeen ha cuchchchichcheado?
Lucas y Jim enmudecieron y se retiraron. En la clase reinaba un silencio lleno de terror.
La mirada de Jim se dirigía siempre a la pequeña princesa y cada vez, al verla, sentía una punzada en el corazón. La princesita le gustaba mucho. No recordaba haber visto nunca a nadie que le gustara tanto desde el primer momento. Aparte de Lucas, naturalmente. Pero esto era muy distinto. A pesar de la amistad, no se podía decir que Lucas fuera precisamente guapo, pero la princesa lo era. Era tan graciosa y parecía además tan delicada y fina, que le entró en seguida el deseo de protegerla. Todo el miedo desapareció y decidió liberar a Li Si, costara lo que costara.
El dragón, furioso, lanzó centellas a través de sus gafas y gritó con su voz chillona:
—¡Jjja!, ¿no me querrrréis decirrrr quququién ha hablllllado? ¡Esperrrrad!
Su nuez subía y bajaba y de pronto el monstruo vociferó:
—¿Cuuuuántos son ssssieteee porrrr ocho? ¡Tú!
Se levantó un niño piel roja que el dragón señaló con el puntero. Era todavía muy pequeño, tendría unos cuatro o cinco años. Pero llevaba ya tres plumas en su negra cabellera. Debía de ser el hijo de un jefe. Miraba a la señora Maldiente con ojos asustados y tartamudeó:
—Siete por ocho, siete por ocho, son, son…
—¡Son, son! —gruñó el dragón, mordaz—. Rrrrápido.
—Siete por ocho son veinte —dijo el pequeño piel roja, decidido.
—¿Sssssí? —silbó el dragón, sarcástico—, ¿esssso dices? ¿Sson vvvveinte?
—¡No, nnno! —balbuceó el pequeño aterrorizado—. Quería decir quince.
—¡Bassssta! —gritó el dragón y le echó unas centellas a través de las gafas—. ¿Nnno losssabesss? Errres el chico mássss tonto y másss perrezzzzoso que conozzzzco. ¡La tonterrrría y la perrreza se tieneeen que cassstigarrrr!
El dragón se levantó, fue hacia el muchacho, lo puso encima del banco y furioso le pegó. Cuando hubo terminado el castigo se volvió a sentar detrás del pupitre jadeando más calmado. El pequeño piel roja tenía los ojos llenos de lágrimas pero no lloraba. Es sabido que los pieles rojas son muy valientes.
Jim, a pesar de su piel negra, se había puesto pálido por el coraje y la indignación.
—¡Qué cobardía! —dijo.
Lucas asintió. No podía hablar y apretaba los puños.
El dragón preguntó impaciente:
—¿Cuántossss sssson sssiete porrrr ocho, Li Si?
El corazón de Jim dio un salto. Era imposible que la pequeña princesa recibiera una paliza. Pero también era imposible que supiera contestar a una pregunta tan difícil. Jim tenía que hacer algo.
Pero Jim no había pensado que Li Si era una niña china y que los niños chinos de cuatro años saben hacer las cuentas más difíciles.
La pequeña princesa se puso en pie y con una voz que sonó tan dulcemente como el gorjeo de un pajarito, dijo:
—Siete por ocho son cincuenta y seis.
—Jjjjja —resopló el dragón con rabia porque había contestado bien—. ¿Y cuántttto sssson trrrrece mennosss ssseissss?
—Trece menos seis —respondió Li Si con voz de pájaro—, son siete.
—¡Bahhhh! —dijo el dragón, furioso—, te crrrees muy intellllligente porrrrque lo sabessss todo, ¿noooo? Errrres una niña mmmmuy imperrrtinente y prrresumida, ¿comprrendessss? Perrro esperrra a verrr si me sssabessss contestarrrr a esssto: Dime en sssseguidddda la tttabla del ssssiete. ¡Perrrro de prrrrrisa!
—Uno por siete, siete —empezó Li Si y sonó como si cantara un ruiseñor—, dos por siete, catorce, tres por siete, veintiuno… —Y siguió así y dijo toda la tabla del siete muy bien. Jim no hubiera creído nunca que una cosa así fuera tan agradable de oír. El dragón escuchaba atento, pero sólo para descubrir alguna equivocación. Entretanto hacía silbar maliciosamente el puntero en el aire.
Lucas susurró:
—¡Jim!
—¿Sí?
—¿Tienes valor?
—Sí.
—Bien, Jim. Escucha: ya sé lo que tenemos que hacer. Le daremos una oportunidad al dragón y veremos si deja salir a los niños voluntariamente. Si no lo hace tendremos que usar la fuerza, aunque a mí no me guste la violencia.
—¿Cómo lo haremos, Lucas?
—Tú tienes que entrar y hablar con él, Jim. Cuéntale lo que quieras, eso lo dejo en tus manos. Pero no le reveles nada sobre Emma y sobre mí. Yo esperaré fuera con Emma y si es necesario iremos a ayudarte. ¿Está claro?
—A la orden —dijo Jim, decidido.
—A ver cómo lo haces —murmuró Lucas y se escurrió para ir a buscar la locomotora.
Mientras tanto, la princesa había terminado con las tablas. No se había equivocado ni una sola vez y por ello el dragón estaba visiblemente furioso. Se acercó a Li Si, le dio unos golpes y chilló:
—Biennn, ¿crrrreías que me ibassss a molessstarrrr si no te equivvvvoccccabassss, chiquilla engrrrreída y orrrrgullosa? ¿Quéeee? ¿Cómo? ¡Contessssta cuando te prrrreguntttten!
La princesa permanecía muda. ¿Qué hubiera podido contestar?
—¿Quéeeeee? —silbó el dragón—, errrrres demasssssiado orrrgullosa parrra contessstarrrme. ¡Ya te corrrregirrré yo! ¡Esperrrrra! Errrrres arrrrrogante y vanidossssa. ¡Y la arrrrogancia y la vanidad sssse tienen que cassstigarrrrr!
El dragón iba a colocar a la pequeña princesa sobre el banco, cuando una voz de muchacho colérica y clara, exclamó:
—¡Un momento, señora Maldiente!
El dragón se volvió sorprendido y vio en la puerta a un muchachito negro que le miraba sin miedo.
—Usted no le puede hacer nada a Li Si —dijo Jim muy serio.
—¡Innnnmunnnndo pájjjjarrrrro imperrrrtinente! —gruñó el dragón fuera de sí—. ¿De dddónde ssssalessss y quién errrres?
—Yo soy Jim Botón —contestó Jim, tranquilo—. Vengo de Lummerland para liberar a la princesa. Y a los demás niños también.
Se oyó un cuchicheo en el grupo de niños y todos miraron a Jim con los ojos muy abiertos. Sobre todo la pequeña princesa estaba muy sorprendida por la forma en que el muchachito negro hacía frente, sereno y valiente, al gigantesco monstruo.
El dragón dio unos puñetazos y unos golpes en el aire y chilló indignado:
—¡Silenccccio!, ¿cómo os atrrrrevéis, cuadrrrrilla de alborrrrotadorrrres?
Luego se volvió hacia Jim y le preguntó con fingida amabilidad frunciendo los labios:
—¿Te han mmmmandddddadddddo los «Trrrrece Sssssalvajessss», pequeño?
—No —contestó Jim—. No me ha mandado nadie.
En los centelleantes ojos del dragón apareció una sombra de duda.
—¿Qué ssssignifffica essssto? —musitó—. ¿Hassss venido sssssolo? ¿Quizáaaaa me tienesssss ssssimpatía?
—No —contestó Jim—, esto no. Vengo a descubrir el misterio de mi nacimiento y en esto quizás usted me pueda ayudar.
—¿Porrrr qué prrrrecissssamente yo? —preguntó el dragón acechando.
—Porque en el paquete en que llegué a Lummerland había un trece como remitente e iba dirigido a la señora Maldiente o algo parecido.
—¡Jjjja! —exclamó el dragón, sorprendido y una mueca maliciosa apareció en su cara cubierta de púas.
—¡Entoncessss errrressss tú, corrrrazoncito! ¡Te he essssperrrado mucho tiempo!
Jim sintió un escalofrío en la espalda, pero preguntó educadamente:
—¿Me puede usted decir quiénes son mis verdaderos padres?
—No necessssitasss buscarrrr mássss, hijo mío —el dragón se rió—. Errrres mío.
—Al principio me lo temí —dijo Jim, decidido—. Pero ahora sé que no tengo nada que ver con usted.
—Perrrro yo te comprrrrré a los «Trrrece Ssssalvajessss» —gruñó el dragón y pestañeó malicioso.
—Me da igual —aseguró Jim—. Prefiero volver a Lummerland.
—¿De verrrrdad? —preguntó el dragón, traicionero—. ¿Serrrrías capazzz de hacerrrrme esssso? ¡Qué cosssas tienessss, muchacho!
—Sí —dijo Jim—. Y me llevaré a la princesa y a los otros niños conmigo.
—¿Y ssssi yo no entrrrrrrego a lossss niñossss? —indagó el dragón suavemente.
—¡Me los tendrá que entregar, señora Maldiente! —contestó Jim y él y la pequeña princesa se miraron.
El dragón estalló en una risa chillona y malévola:
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Qué desssscarrro! ¡Hohohoho! ¡Ha venido ssssolo! ¡Hasss caído en la trrrrampa! ¡Jajajá!
—Sería mejor que no se riera de esa manera —exclamó Jim, encolerizado—. ¿Entregará voluntariamente a los niños, sí o no?
El dragón se moría de risa.
—¡No! —resolló—. ¡No, pequeño cangrrrrejjjjo, essso segurrro que no lo harrré!
Su risa se terminó de repente. Lanzó hacia Jim unas centellas peligrosas y rugió:
—Todos essssos niñosss me perrrtenecen, me perrrtenecen a mí sola, ¿comprrrrendes? Nadie tiene ningún derrrecho sobrrre ellosss. Se los he comprrrado todosss a los «Trrrrece Ssssalvajessss». He pagado porrrr ellos. Ahorrra son míosss.
—¿Pero de dónde sacan los «Trece Salvajes» esos niños que le venden? —preguntó Jim, mirando fijamente al dragón.
—Eso no te imporrrta —resopló el dragón, enfadado.
—Pero señora Maldiente —replicó Jim con valentía—, esto me importa mucho. La princesita, por ejemplo, ha sido raptada.
El dragón se puso fuera de sí por la rabia. Golpeaba el suelo con su gran cola y chilló:
—¡No me imporrrta nada! Ahorrra me perrrtenece. Y tú también me perrrtenecesss. No volverrrás a verrr tu paíssss, idiiiiota. ¡No te dejarrré marrrcharrrr nunca másss!
Y empezó a acercarse a Jim.
—¡Fffffff! —resopló—. ¡Como saludo te zurrrarrré a gusssto, corrrazoncito, parrra que se te passsen esssas ganasss de hablarrr que tienes, imperrrtinente!
E intentó darle con la garra. Pero Jim era muy rápido y se escabulló. El dragón golpeaba con el puntero pero los golpes daban en el vacío. Jim corría como una comadreja entre el gran pupitre de piedra y los bancos. El dragón le perseguía sin conseguir alcanzarle. Se enfadaba cada vez más y se ponía rojo y verde por la rabia y en el cuerpo le salían bultos y verrugas. Era un espectáculo muy desagradable.
Jim se quedó sin aliento. Tosía y necesitaba respirar aire puro porque el dragón escupía continuamente humo y fuego. ¿Pero, dónde estaba Lucas? Había prometido acudir con Emma en su ayuda. La enorme habitación estaba llena de humo y Jim apenas podía ver por dónde andaba. Por fin sonó el silbido de Emma. El dragón se volvió y vio por entre los vapores que llenaban la estancia un monstruo espantoso que avanzaba hacia él. Parecía no ser tan grande como él mismo, pero era más grueso y más fuerte.
—¿Qué quierrre usted aquí? —chilló el dragón en el colmo de la ira—. ¿Quién le ha perrrrmitido…?
No pudo decir nada más porque Emma, que le embestía como un huracán, le dio un golpe con su parte delantera. El dragón se defendió con sus poderosas garras y con su larga cola acorazada. Se entabló acto seguido entre los dos una lucha terrible.

El dragón aullaba, chillaba, resoplaba y escupía ininterrumpidamente fuego y humo contra Emma y resistía tanto que durante un rato fue muy difícil saber quién llevaba la mejor parte. Pero Emma no se dejó acobardar. Escupía fuego y humo como el dragón y volvía una y otra vez al ataque. Poco a poco su disfraz saltó en pedazos, y cada vez fue más claro que no era un monstruo sino una locomotora.
Los niños, atados a sus bancos y sin poder escapar, seguían la lucha horrorizados. Pero cuando descubrieron la verdadera naturaleza de Emma, dieron gritos de júbilo y la animaban entusiasmados.
—¡Una locomotora! —gritaban—. ¡Bravo, locomotora! ¡Viva la locomotora!
Por fin Emma lanzó su último ataque y, con todas sus fuerzas, dio un golpe al dragón. El dragón cayó al suelo, estiró las patas y quedó inmóvil.
Lucas bajó de la cabina y exclamó:
—¡Rápido, Jim! Tenemos que atarle antes de que vuelva en sí.
—¿Pero con qué? —preguntó Jim, sofocado.
—Con esto, con nuestras cadenas —chilló nervioso el pequeño piel roja—. Quitadle la llave; la llave colgada del cuello.
Jim saltó sobre el dragón y cortó con los dientes la cuerda que sujetaba las llaves, luego abrió el candado de la cadena del niño más cercano. Cuando llegó el turno de la princesita se dio cuenta de que ésta se ponía colorada y movía la cabeza con un gesto encantador.
—¡La fiera vuelve en sí! —exclamó Lucas—, ¡date prisa!
Rodearon la boca del dragón con una cadena para que no la pudiera abrir y luego le ataron las patas anteriores y posteriores.
—¡Bien! —suspiró Lucas ya más tranquilo secándose el sudor de la frente cuando Jim hubo abierto el último candado—. Ahora ya no nos puede ocurrir nada serio.
Cuando Jim hubo liberado a todos los niños se desencadenó, naturalmente, un gran alboroto. Todos estaban fuera de sí por la alegría. Se reían, daban gritos de júbilo y los más pequeños saltaban y aplaudían.
Lucas y Jim se sentaron en medio del jaleo y sonrieron. Los niños se empujaban y les daban una y otra vez las gracias. También se acercaron a Emma, la alabaron merecidamente y le dieron palmadas en su gordo vientre.
Un par de muchachitos se subieron a ella y la examinaron detenidamente. La cara deformada de Emma se iluminó de placer y de emoción.
Lucas salió al pasillo y echó el pesado pestillo de la puerta de piedra de la vivienda.
—Bien, niños —les dijo a los chiquillos cuando volvió—, por el momento estamos seguros. Nadie nos puede coger por sorpresa. Disponemos de algún tiempo. Propongo que meditemos la forma de salir de esta Ciudad de los Dragones. Me temo que la huida por la caverna de entrada por donde hemos venido sea demasiado peligrosa. El disfraz de Emma se ha destrozado y además no cabemos todos en la cabina. Los dragones guardianes seguramente se darían cuenta de que pasa algo raro. Tenemos que pensar en otro plan.
Estuvieron pensando un buen rato pero ninguno dio con una solución. De pronto Jim, arrugando la frente, preguntó:
—¿Li Si, cómo echaste tu mensaje al agua?
—Lo eché en el río que nace detrás de nuestra casa —contestó la princesa.
Jim y Lucas se miraron asombrados y este último, dándose una palmada en la frente, exclamó:
—¡Ah!, ¿nos habrá dicho Nepomuk una mentira?
—¿Se puede ver el río desde aquí? —preguntó Jim.
—Sí —contestó la princesa—, venid, os lo enseñaré.
Llevó a los dos amigos a una habitación situada al otro lado del pasillo. Había allí unas veinte camas de piedra. Era el dormitorio donde, cada noche, el dragón encerraba a los niños. Empujando una cama hacia la pared y subiendo a ella se alcanzaba el agujero de la pared. ¡Era cierto!, abajo en el centro de una curiosa plaza triangular, había un gigantesco pozo redondo del que nacía un poderoso manantial de extraña agua amarilla que se vertía por encima del pretil de piedra formando un ancho río que serpenteaba por el negro suelo de las calles.
Lucas y Jim contemplaron pensativos el nacimiento de ese río; no podían dudar de su importancia. Mientras tanto, los niños reunidos en el dormitorio rodeaban ansiosos a los dos amigos.
—Si la corriente llevó hasta China la botella con el mensaje de Li Si —dijo Jim no muy seguro—, también hemos de poder llegar nosotros.
Lucas se quitó la pipa de la boca.
—¡Caramba, Jim —gruñó—, eso es una gran idea! No, eso es más que una idea, es un plan hábil, es el más audaz. Será un viaje hacia lo desconocido.
Cerró los ojos y fumó con decisión.
—Pero yo no sé nadar —se atrevió a decir una niña, muy asustada.
Lucas sonrió divertido.
—No importa, muchachita. Tenemos un barco estupendo.
Nuestra gran Emma nada como un pato. Pero, naturalmente, para ello necesitamos alquitrán o pez para calafatear todas las rendijas.
Esto, por suerte, no representaba ninguna dificultad, porque en la despensa del dragón había muchos barriles de pez. Los dos amigos pudieron comprobarlo inmediatamente. La pez era uno de los principales alimentos de los habitantes de Kummerland.
—¡Atención, chicos! —dijo Lucas—, será mejor que esperemos la noche. Protegidos por la oscuridad nos iremos en la locomotora, siguiendo la corriente de la Ciudad de los Dragones y mañana temprano estaremos muy lejos de aquí.
Los niños, entusiasmados, estuvieron de acuerdo con el plan.

—Bien —añadió Lucas—, lo más razonable será que nos acostemos un poco para almacenar fuerzas. ¿Comprendido?
Para mayor seguridad, Lucas cerró la puerta de la clase, donde Emma vigilaba al dragón encadenado y luego se echaron en las camas de piedra del dormitorio acomodándose lo mejor que pudieron y se durmieron. Sólo Lucas permaneció despierto; se sentó en una esquina, en un gigantesco sillón de orejas de piedra, fumó con gusto su pipa y vigiló el sueño de los niños.
El pequeño piel roja soñaba en su choza natal y en su tío-abuelo, el jefe «Águila blanca» que le entregaba una nueva pluma. Y el pequeño esquimal soñaba en una casa de hielo, semiesférica, en la que se reflejaba una aurora boreal, y en su tía Ulubolo, la de los cabellos blancos, que le ofrecía una taza de aceite de hígado de bacalao caliente. Y la pequeña holandesa veía en sus sueños los enormes campos de tulipanes de su patria, en el centro la pequeña casa blanca de sus padres y, delante de ella, unos quesos del tamaño de ruedas de molino. La pequeña princesa, en su sueño, iba de la mano de su padre por un delicado puente de porcelana.
Jim Botón se hallaba en Lummerland, en la pequeña cocina de la señora Quée. El sol entraba por la ventana y él le contaba sus aventuras. La pequeña princesa Li Si estaba sentada junto a la señora Quée y le escuchaba llena de admiración.
Cada niño soñaba así algo de su tierra y mientras más iba oscureciendo más se acercaba, poco a poco, la hora de la partida.