CAPÍTULO VEINTIDOS
EN EL QUE LOS VIAJEROS DESCIENDEN BAJO TIERRA Y DESCUBREN COSAS MARAVILLOSAS

Mientras tanto se había vuelto muy oscuro. El reloj de piedra de la habitación vecina dio las diez. Había llegado el momento.

Lucas despertó a los niños. Encendieron unas antorchas para tener luz. Luego sacaron de la despensa un barril de alquitrán, lo subieron entre todos hasta el horno de la cocina del dragón, encendieron fuego y lo dejaron hasta que la masa negra empezó a burbujear. Entonces Lucas fue a buscar a Emma la locomotora, a la clase y la llevó a la cocina y junto con Jim empezaron a impermeabilizar las rendijas de las ventanas y las puertas de la cabina, cubriéndolas cuidadosamente con alquitrán caliente.

Los niños les miraban admirados.

—¿Qué haremos con el dragón? —preguntó Jim mientras trabajaban—. ¿Le dejamos encadenado?

Lucas meditó un momento y sacudió la cabeza.

—No, se moriría de hambre. Le hemos derrotado y no sería bonito que nos vengáramos con crueldad de un enemigo indefenso, aunque se lo merezca.

—Pero si le dejamos libre —dijo Jim, preocupado—, empezará a gritar y a meter ruido y no podremos marcharnos.

Lucas asintió pensativo.

—Entonces no nos queda más remedio que llevárnoslo. Me gustaría saber algo acerca de él. Además se merece un buen castigo.

—¡Pero pesa demasiado! —exclamó Jim—. Emma se hundiría y además no hay sitio para nosotros.

—Exacto —exclamó Lucas, sonriendo—, por eso el monstruo tendrá que conformarse con ir detrás de nosotros nadando.

—Para eso habrá que quitarle las cadenas —añadió Jim y arrugó la frente—. Es terriblemente fuerte, se resistirá y no podremos con él.

—Yo creo que sí —contestó Lucas y rió divertido—. Será muy sencillo. Ataremos un extremo de la cadena a la parte posterior de Emma y el otro extremo en el único diente del dragón. Lo tiene tan salido que le podremos dejar la boca atada. Antes de partir le desataremos las patas y si se resiste, peor para él, porque lo sentirá por su diente. Verás que se volverá más manso que un cordero.

Todos encontraron muy acertado el plan. Cuando terminaron de calafatear, llevaron de nuevo a Emma a la clase. Al verles llegar el dragón levantó la cabeza; parecía estar despejado. Pero estaba muy bien atado y no podía ser peligroso. Se tenía que conformar con lanzar chispas por los ojos y, de vez en cuando, nubéculas amarillas por las orejas y por las ventanas de su nariz. Cuando Lucas le explicó que habían decidido que les siguiera nadando, dio un respingo y se debatió desesperado entre las cadenas.

—¡Escucha! —dijo Lucas muy serio—. Tienes que ser razonable, porque de nada te serviría no serlo.

El dragón pareció darse cuenta de que tenía razón porque dejó caer la cabeza, cerró los ojos e hizo como si estuviera muerto. Pero a nadie le dio pena aunque él esperaba que así fuera.

A la luz de las antorchas Lucas cogió unas tenazas de la caja de las herramientas y juntó todos los restos de cadenas que colgaban todavía de los bancos. Luego unió un extremo de esta larga cadena a la parte posterior de Emma y la otra al enorme diente del dragón. Este extremo lo ató con muchísimo cuidado para que la fiera no lo pudiera arrancar por el camino.

Cuando terminó les dijo a los niños que montaran en la locomotora y él y Jim permanecieron todavía en tierra. Cuando todos estuvieron acomodados, Lucas, que no cabía en el interior de la cabina, se colocó delante, junto a Emma, para dirigirla. Le hizo una seña a Jim para que soltara las cadenas de las patas del dragón y se apartara rápidamente.

—¡Ven, Emma! —dijo Lucas.

La locomotora empezó a andar y la cadena se puso tirante. El dragón abrió los ojos y se levantó haciendo un gran esfuerzo. No se había dado cuenta de que sus patas estaban libres y al notarlo, tal como lo había supuesto Jim, intentó resistir al tirón de la cadena. Pero al mismo tiempo salió de su boca un gemido de dolor porque el diente era su punto más sensible y el tirón le hizo un daño tremendo. No tuvo más remedio que seguir a Emma. Estaba a punto de estallar por la cólera y sus pequeños ojos lanzaban chispas de indignación. Cuando alcanzaron la puerta de la vivienda, Lucas les gritó a los niños:

—¡Apagad las antorchas! ¡La luz nos podría descubrir!

Después, con la ayuda de Jim, abrió la pesada puerta de piedra y el extraño tren se empezó a mover muy lentamente en medio de una completa oscuridad, por la escalera espiral, hacia la planta baja, hasta llegar a la calle.

Dos dragones trasnochadores pasaban por el otro lado de la calle. Por suerte, los niños, que casi no se atrevían a respirar, no se dieron cuenta de nada, a causa de la oscuridad y porque estaban demasiado preocupados para fijarse en lo que les rodeaba.

Lucas dirigió con cuidado la locomotora, rodeando la casa y pronto llegaron al río. El agua tenía un extraño reflejo dorado y a su luz se veían brillar en la noche las olas que corrían veloces.

Lucas detuvo a Emma y examinó la orilla. Esta bajaba suavemente hacia el agua. Satisfecho volvió sobre sus pasos y advirtió a los niños:

—¡Quedaos sentados!, y tú, mi buena Emma —añadió—, tienes que volver a hacer de barco. ¡Hazlo bien, confío en ti!

Abrió el grifo de la parte inferior de la caldera y el agua empezó a salir del interior de Emma. Cuando la caldera estuvo vacía, cerró el grifo y ayudado por Jim, empujó la locomotora hacia la orilla, hasta que empezó a resbalar sola por la pendiente. Los dos amigos montaron rápidamente al techo.

—¡Agarraos! —exclamó Lucas con voz apagada cuando Emma entró suavemente en el río. La corriente era muy fuerte y arrastró a la locomotora flotante.

El dragón que, como todos sus semejantes, tenía miedo al agua, estaba todavía en la orilla, asustadísimo. Tenía motivos para sentir miedo porque sabía que al contacto con el agua sus fuegos y su suciedad desaparecerían y esto era para él algo espantoso. Hizo un par de intentos para romper la cadena y luego corrió un rato por la orilla detrás de la locomotora, pero encontró un puente y no tuvo más remedio que echarse al agua. Dio un par de resoplidos, como si fuera un perro, porque no podía hacer más con la boca encadenada, y entregándose a su destino se dejó llevar por las olas. Al principio jadeó y silbó pero cuando las aguas, que se habían agitado al entrar él en la corriente, se aquietaron, se vio que cuando no tenía más remedio sabía nadar perfectamente. Así avanzaron durante un rato en silencio por la ciudad en tinieblas.

¿A dónde les llevaría el río? ¿Les habría mentido Nepomuk y pasaría por «El País de los Mil Volcanes»? ¿Existía algún misterio que el medio dragón desconociera?

La fuerza de la corriente iba en aumento. Se iba volviendo muy rápida. En cuanto distinguían algo en medio de la oscuridad, los viajeros se acercaban a la orilla, y por lo tanto al muro del gigantesco cráter que rodeaba a la ciudad como una muralla defensiva.

—¡Atención! —exclamó de pronto Lucas, que con Jim estaba sentado a horcajadas en la parte delantera de la caldera. Todos se agacharon y entraron en un túnel de roca completamente oscuro. Iban cada vez a mayor velocidad. No se veía nada. Sólo se oía el rugido de la corriente y de las olas al dar contra las paredes rocosas.

Lucas se sentía inquieto por los niños. De hallarse solo con Jim, el peligro no le hubiera preocupado. Los dos estaban acostumbrados a las situaciones más arriesgadas. ¿Pero cómo soportarían los pequeños el viaje? Eran todavía muy chiquitines y además había varias niñas. Debían de tener un miedo horrible pero ya no era posible volver atrás y con aquel ruido ensordecedor no había manera de consolarles y animarles. Lucas no podía hacer más que esperar y ver.

Descendían en una carrera cada vez más vertiginosa. Los niños cerraban los ojos, se abrazaban fuertemente y se agarraban a la locomotora. Estaban asustados de aquella velocidad y de aquella carrera que parecía no tener fin y que les arrastraba hacia las profundidades de la tierra.

Por fin la corriente se hizo más lenta y las olas espumosas se calmaron; luego el río empezó a deslizarse tan silencioso y tranquilo como al principio del viaje. Pero ahora los viajeros se hallaban en algún lugar muy profundo debajo de la corteza de la tierra. Cuando se atrevieron a abrir los ojos, vieron brillar en la oscuridad una extraña y encantadora luz de muchos colores. Pero no podían distinguir nada.

Lucas se volvió hacia los niños y exclamó:

—¿No hemos perdido a nadie? ¿Estamos todos?

Los niños no se habían recobrado aún del miedo que habían pasado y necesitaron un buen rato para contarse. Por fin le pudieron contestar a Lucas que todo seguía en orden.

—¿Qué hace el dragón? —preguntó el maquinista mirando hacia atrás—, ¿sigue atado a la cadena? ¿Vive todavía?

Sí, al dragón tampoco le había pasado nada grave aparte de que había tragado grandes cantidades de agua.

—¿Dónde estamos exactamente? —quiso saber el muchachito del turbante.

—No te preocupes —le contestó Lucas—, espera a que se haga más claro y entonces lo sabremos. —Y encendió la pipa, que se le había apagado durante la carrera hacia las profundidades.

—De todas maneras es seguro que estamos en el camino de Ping.

Jim procuró consolarles porque se había dado cuenta de que alguno de los más pequeños estaba a punto de llorar.

Se tranquilizaron y comenzaron a curiosear mirando a su alrededor. La débil luz encantada se había convertido en una luz crepuscular color púrpura y su brillo les permitía ver que el río pasaba por una caverna alta con el techo en forma de bóveda. La claridad provenía de cientos de miles de piedras preciosas rojas, incrustadas en las paredes, en forma de cristales del tamaño de un brazo. Esos rubíes centelleaban y resplandecían y alumbraban como si fueran miles y miles de linternas. El espectáculo era impresionante.

Al cabo de un rato la luz cambió. Se volvió de un verde brillante y procedía de un bosque de gigantescas esmeraldas que colgaban del techo de la caverna como prodigiosas estalactitas hasta llegar casi a la superficie del agua. Más tarde, el río les llevó por una gruta muy baja y larga en la que la iluminación violeta era debida a millones de amatistas que cubrían las paredes como si fueran musgo. Luego cruzaron otra caverna de una luminosidad tan grande que los niños se vieron obligados a cerrar los ojos. Del techo colgaban gigantescos racimos de diamantes, brillantes y claros, que parecían cientos de arañas de luz.

Hacía rato que los niños habían dejado de hablar. Al principio, murmuraban algo de vez en cuando, pero luego enmudecieron y se ensimismaron en la contemplación del maravilloso mundo subterráneo. A veces, la corriente acercaba la locomotora a las paredes de la caverna de modo que podían sin gran esfuerzo arrancar piedras preciosas y llevárselas como recuerdo.

Cuando, más tarde, Lucas se dio cuenta de que la corriente volvía a crecer, ninguno de los viajeros hubiera sido capaz de decir cuántas horas habían transcurrido en la contemplación de tantas maravillas. Las paredes se fueron estrechando y se tiñeron de un color rojo atravesado por anchas estrías y rayas blancas en zigzag. Al mismo tiempo la luz encantada se fue volviendo más débil porque ya no había piedras preciosas. Por fin volvió a ser completamente oscuro, como al principio del viaje subterráneo. Ahora, sólo de vez en cuando, brillaba en la oscuridad la luz en un cristal aislado. El agua volvió a bramar y retronar y los viajeros se resignaban ya a otra carrera hacia una mayor profundidad.

Pero les esperaba una sorpresa mucho más agradable. Por segunda vez cruzaron un portal de roca y entonces Emma salió del agua espumosa, con sus pasajeros y el dragón a remolque, al aire libre.

Les recibió una maravillosa y clara noche estrellada. El río se deslizaba majestuoso y en silencio por un ancho cauce. Las dos orillas estaban bordeadas por enormes árboles centenarios. Sus troncos eran transparentes como cristal de colores. El viento soplaba entre las ramas y se oía un delicado sonido parecido al que producen miles de pequeñas campanitas. La locomotora pasó por debajo de un puente de fina porcelana en forma de gracioso arco que cruzaba el río.

Los viajeros miraban perplejos a su alrededor. La primera en recobrar el habla fue la pequeña princesa Li Si.

—¡Viva! —exclamó—, ¡esto es China! ¡Estamos en mi tierra! ¡Estamos salvados!

—No es posible —dijo Jim—, para ir de China a Kummerland tardamos muchos días y ahora llevamos, a lo más, dos horas de viaje.

—A mi también me parece extraño —gruñó Lucas sorprendido—. No me gustaría que estuviésemos equivocados.

Jim se subió a la chimenea para ver mejor. Escudriñó toda la región y luego miró hacia atrás. El arco de roca que acababan de cruzar hacía pocos momentos estaba al pie de una enorme montaña, con estrías rojas y blancas, que cruzaba todo el país. No había duda, era «La Corona del Mundo».

Jim bajó de la chimenea y en voz baja y muy serio, les dijo a los niños:

—¡Es cierto, estamos en China!

—¡Jim —exclamó la princesita—, oh, Jim, soy feliz, soy feliz, soy feliz!

Y como estaba a su lado, por la alegría le dio un beso. A Jim le pareció como si le hubiera tocado un rayo.

Los niños reían, gritaban, se abrazaban unos con otros y alborotaban tanto que Emma empezó a inclinarse peligrosamente y hubiera volcado si Lucas no les hubiera mandado estar quietos.

—Esto no puedo explicármelo más que de una manera —le dijo a Jim cuando Emma navegaba ya tranquilamente—, la de que viajando por el interior de la tierra hemos acortado el camino. ¿Tú qué opinas?

—¿Qué? —preguntó Jim—, ¿qué has dicho?

E hizo un esfuerzo para volver en sí porque le parecía estar soñando.

—Bien, muchacho —murmuró Lucas y se rió para sus adentros. Se había dado cuenta de por qué su amigo no veía ni oía nada excepto a la princesita.

Se dirigió a los niños y les dijo que cada uno tenía que contar su historia. Les quedaba por recorrer un buen trecho de camino antes de llegar a Ping y estaba impaciente por saber cómo, cada uno de ellos, había caído en poder del dragón de Kummerland.

Todos estuvieron conformes. Lucas encendió su pipa y la pequeña princesa Li Si fue la primera que empezó a contar su historia.