CAPÍTULO DIECISIETE
EN EL QUE EL GIGANTE-APARENTE ACLARA EL PORQUÉ DE SU ORIGINALIDAD Y
SE MUESTRA AGRADECIDO
En el oasis del señor Tur Tur había un pequeño y claro estanque en cuyo centro una fuente murmuraba como un surtidor. Alrededor crecía una hierba fresca y jugosa y muchas palmeras y árboles frutales levantaban sus copas hacia el cielo del desierto. Bajo estos árboles había una casita que brillaba por su limpieza y tenía postigos verdes en las ventanas. El gigante-aparente cultivaba flores y verduras en un pequeño jardín que había delante de la casa.
Lucas, Jim y el señor Tur Tur se sentaron en la habitación, alrededor de una mesa de madera y cenaron. Comieron varias clases de verduras exquisitas y, para postre, una deliciosa ensalada de frutas.
El señor Tur Tur era vegetariano. Así se llama a las personas que no comen nunca carne. El señor Tur Tur era un gran amigo de los animales y por eso no los mataba para comérselos. Se ponía muy triste si los animales huían de él porque era un gigante-aparente.
Mientras los tres permanecían sentados tranquilamente alrededor de la mesa, Emma esperaba fuera, junto al surtidor. Lucas había levantado la cúpula que tenía detrás de la chimenea y ella dejaba que el agua fresca le entrara tranquilamente en la caldera. Estaba sedienta por el gran calor que había pasado durante el día.
Después de la cena, Lucas encendió su pipa, se echó hacia atrás en la silla y dijo:
—Gracias por la buena comida, señor Tur Tur. Pero estoy muy interesado por conocer su historia.
—Sí —insistió Jim—, ¡cuéntenosla, por favor!
—Bien —dijo el señor Tur Tur—, no hay mucho que contar. Existen hombres que presentan ciertas particularidades características. Por ejemplo, el señor Botón tiene la piel negra. Es así por naturaleza y en ello no hay nada raro, ¿no es cierto? Pero, por desgracia, la mayoría de las personas no piensan así. Si usted, por ejemplo, es blanco, está convencido de que sólo su color es el bueno y siente algo contra los que son negros. A menudo los hombres somos muy poco razonables.
—En cambio —añadió Jim—, a veces resulta muy cómodo tener la piel negra, por ejemplo para ser maquinista.
El señor Tur Tur asintió muy serio y continuó:
—Vean, amigos: si uno de ustedes se levantara ahora y se alejara, se volvería cada vez más pequeño y al llegar al horizonte no sería más que un punto. Si regresara, se iría volviendo cada vez más grande y al llegar ante nosotros tendría su verdadera estatura. Pero han de reconocer que en realidad conservaría siempre la misma. Sólo parece que se vuelve cada vez más pequeño cuando se aleja y cada vez más grande cuando se acerca.
—¡Exacto! —dijo Lucas.
—Bien —aclaró el señor Tur Tur—, conmigo sucede lo contrario. Eso es todo. Cuanto más lejos estoy, más grande parezco y cuanto más me acerco, más se ve mi verdadera estatura.
—Usted quiere decir —preguntó Lucas—, que no se vuelve pequeño cuando se aleja. ¿Y que no es usted un gigante cuando está lejos, sino que sólo lo parece?
—Exacto —contestó el señor Tur Tur—. Por eso he dicho que soy un gigante-aparente. De igual modo a las demás personas se les podría llamar enanos-aparentes, porque de lejos parecen enanos aunque no lo sean.
—Esto es muy interesante —murmuró Lucas y lanzó pensativo dos anillos de humo muy artísticos—. Pero dígame, señor Tur Tur, ¿cómo es que le sucede esto? ¿Ha sido siempre así? ¿Y también cuando era niño?
—Siempre he sido así —dijo el señor Tur Tur, apenado—, y no puedo hacer nada. En mi niñez esta particularidad no era tan exagerada como ahora, pero a pesar de ello nunca tenía compañeros con quienes jugar porque todos me tenían miedo. Pueden ustedes imaginar mi pena. Soy un hombre muy tranquilo y muy sociable, pero cuando llego a algún sitio todos huyen horrorizados.
—¿Por qué vive usted aquí en el desierto «El Fin del Mundo»? —quiso saber Jim, muy interesado. Aquel simpático viejo le daba mucha pena.
—Sucedió así —explicó el señor Tur Tur—. Nací en Laripur. Es una gran isla al norte de la Tierra del Fuego. Mis padres eran las únicas personas que no me tenían miedo. Eran unos padres muy buenos. Cuando murieron decidí emigrar porque quería buscar un país donde los hombres no me temieran. He viajado por todo el mundo pero en todas partes sucedía lo mismo. Por fin me vine a este desierto para no poder asustar a nadie. Ustedes, amigos míos, son las primeras personas, después de mis padres, que no me han tenido miedo. Por encima de todo he estado deseando poder hablar con alguien antes de morir y gracias a ustedes he podido ver realizado este deseo. Desde ahora en adelante, cuando me sienta solo, pensaré en ustedes y será para mí un gran consuelo saber que en algún sitio del mundo tengo unos amigos. Como agradecimiento quisiera poder hacer algo por ustedes.
Lucas estuvo meditando un rato sobre lo que había oído. También Jim estaba entregado a sus pensamientos.
Le hubiera gustado ser capaz de decirle al señor Tur Tur algo que le pudiera consolar pero no se le ocurría nada a propósito.
Por fin Lucas interrumpió el silencio:
—Si está usted dispuesto, señor Tur Tur, nos podría prestar un gran servicio.
Entonces le explicó de dónde venían, todo lo que habían visto y pasado en su camino hacia la Ciudad de los Dragones para liberar a la princesa Li Si y para descubrir alguna pista que aclarara el misterio de Jim.
Cuando Lucas hubo terminado, el señor Tur Tur contempló con respeto a los dos amigos y dijo:
—Son ustedes unos hombres muy valientes. No dudo de que puedan salvar a la princesa aun cuando entrar en la Ciudad de los Dragones sea mayor peligro.
—Quizá nos pueda usted indicar el camino hasta allí —dijo Lucas.
—Sería demasiado inseguro —contestó el señor Tur Tur—. Mejor será que les acompañe yo mismo por el desierto. Pero sólo puedo llegar hasta la región de las «Rocas Negras». Desde allí tendrán ustedes que seguir solos.
Meditó unos segundos y prosiguió:
—Pero hay otra dificultad. Vivo aquí desde hace muchos años y conozco el desierto como la palma de mi mano, y no obstante hace unos días estuve a punto de perderme sin remedio… Los espejismos se han vuelto más temibles en estos últimos tiempos.
—Hemos tenido una suerte enorme al encontrarle a usted, señor Tur Tur —dijo Lucas.
—¡Oh, sí! —contestó el señor Tur Tur serio y frunció el entrecejo—. Solos, no hubieran podido salir jamás de este desierto. Mañana o a más tardar pasado mañana, los buitres se los hubiesen comido.
Jim se estremeció.
—Bien, pongámonos en marcha —propuso Lucas—. La luna ya ha salido.
El señor Tur Tur preparó unos panes y llenó de té el termo de oro del emperador de China. Luego los tres fueron hacia la locomotora.
Antes de partir Jim quiso volver a ver la extraña particularidad del señor Tur Tur y el señor Tur Tur se mostró dispuesto a complacerle.
La luna era tan brillante y clara que se podía ver casi como si fuera de día. Jim y Lucas se quedaron de pie junto a Emma y el señor Tur Tur avanzó hacia el desierto.
Los dos amigos pudieron ver cómo a medida que se alejaba se volvía siempre más grande y cómo cuando se acercaba de nuevo, se volvía más y más pequeño hasta que, al llegar junto a ellos, recobraba su estatura normal.
Luego Lucas se quedó solo y Jim se fue con el señor Tur Tur, para ver si era cierto que sólo aumentaba de tamaño aparentemente. Cuando se hubieron alejado un trecho de Lucas se volvieron y Jim preguntó:
—¿Qué es lo que ves, Lucas?
Lucas contestó:
—Ahora tú eres del tamaño de mi dedo meñique y el señor Tur Tur es tan largo como un poste de telégrafos.
En cambio, Jim pudo comprobar que el señor Tur Tur, que estaba a su lado, no había crecido y que seguía siendo como siempre.
Después fue Jim el que se quedó junto a Emma y Lucas se alejó con el señor Tur Tur. Jim también observó que Lucas se hacía cada vez más pequeño y el señor Tur Tur siempre más grande. Cuando los dos volvieron, Jim dijo, satisfecho:
—¡Sí, señor Tur Tur, usted es realmente un gigante-aparente!
—¡No hay la menor duda! —aseguró Lucas—. ¡Ahora emprendamos el viaje, amigos!
Subieron los tres a la cabina, cerraron las puertas y se adentraron en el desierto. Las nubéculas de vapor de la chimenea de la buena de Emma subían hasta el cielo siempre más hacia arriba hasta que se desvanecían en lo más alto, donde brillaba la luna plateada.