Capítulo 29

El viaje hacia Lummerland era un viaje muy largo. El barco, imperial siempre había tardado varios días para llegar a él desde China. Desde el desaparecido «País que no puede existir» la distancia era más del doble. Pero mis lectores, después de haber leído las increíbles aventuras de los anteriormente llamados piratas y conociendo la velocidad de su barco, no se sorprenderán al enterarse de que los Doce Invencibles (así se llamarían en adelante) tardaron sólo una noche.

Cuando a la mañana siguiente muy temprano, Jim y Lucas subieron frescos y descansados a la cubierta, vieron a los doce hermanos, de pie en la proa, mirando asombrados con sus anteojos.

Al llegar los dos amigos, uno se volvió hacia ellos (se trataba de Teodoro) y le dijo sonriendo:

—Te has burlado de nosotros, príncipe jefe. ¡Conque ésa es tu minúscula isla en la que no íbamos a caber todos!

Los tres amigos miraron sorprendidos hacia el horizonte pero a simple vista no se distinguía nada.

—¿Por qué? —preguntó Jim—. ¿Qué pasa con la isla?

—Vedlo vosotros mismos —exclamó Antonio—. ¡Rayos, truenos y tempestades! ¡Si eso es una pequeña isla, yo soy una pulga!

Dos de los hermanos, Nicolás e Ignacio, pasaron sus anteojos a los dos amigos. Lucas y Jim miraron con ellos y durante un rato no pudieron decir nada.

A través de la bruma teñida de rojo por los rayos del sol que iba apareciendo en el horizonte se descubría el contorno de una tierra, o mejor, ¡de un continente entero! En algunos lugares la costa estaba cortada a pico sobre las olas azules, en otros había playa que se adentraba suavemente en el mar. Hasta donde alcanzaba la vista se distinguían montes y llanuras. Y cuando el sol asomó por encima de aquella tierra, las rocas empezaron a brillar y a teñirse con todos los colores del arco iris. La luz era tan fuerte que cegaba. Pero allí donde aparecía más viva era en cierto lugar cerca de la costa oeste. Jim no lo podía reconocer.

Dejó los anteojos y dijo:

—No, esto no es Lummerland. Debéis de haber equivocado el rumbo.

—Sí —gruñó Lucas—, me parece que sí. Este país no lo había visto en mi vida.

Los doce hermanos sacudieron la cabeza.

Jim volvió a mirar con el anteojo y como el barco se acercaba rápidamente a la costa, pudo ver mejor el lugar donde todo relucía tan maravillosamente. Se veían torres de piedras preciosas transparentes y de muchos colores; había también viejos templos y palacios medio derruidos, era una ciudad tan y tan magnífica que no hay palabras para describirla.

—¡Oh! —exclamó Jim—. Lucas, ¿sabes lo que es? Es la ciudad que vimos cuando fuimos al fondo del mar.

Los dos amigos tuvieron un presentimiento pero no se atrevieron a decir nada.

El continente, en su centro, se elevaba y en el lugar más alto se distinguía con dos picos desiguales, uno alto y otro algo más bajo. Y en medio de los dos, diminuto como una cabeza de alfiler, había un castillo. Algo más abajo, una pequeña mancha… ¡Era la tienda de la señora Quée! Junto a ella estaba la pequeña estación. ¡Bajo el sol había algo de hierro que brillaba! ¡Algo con forma de locomotora! ¡Algo parecido a Emma! No había duda, Lummerland se había convertido en la parte más alta de aquel maravilloso y enorme país que había surgido, hacía muy poco, sobre la superficie del mar. Ahora estaba allí, en el centro de aquel reino inmenso y magnífico que había permanecido tanto tiempo sumergido en las profundidades del océano, que acababa de aparecer aquella noche y que ahora brillaba bajo el sol del amanecer: ¡Jamballa!

Los dos amigos bajaron los anteojos y se miraron.

—¡Jim! —dijo Lucas.

—¡Lucas! —tartamudeó Jim.

Cayeron el uno en brazos del otro y durante un rato no dijeron palabra.

Los doce hermanos les rodeaban y por vez primera apareció en sus caras salvajes y temerarias una sonrisa tranquila y alegre.

El barco, con sus velas de colores llenas de perlas y encajes, se acercaba cada vez más a la costa, los objetos se hacían más claros y los detalles se empezaron a distinguir a simple vista. Junto a Lummerland había un bosquecillo de árboles de coral que sostenía en sus ramas un pequeño pedazo de tierra, que parecía estar en el aire. Era Nuevo-Lummerland, que había sido en otro tiempo una isla flotante. Allí estaba la pequeña casa con las persianas verdes.

—¡Eh, hermanos! —exclamó de pronto Nicolás, sorprendido— me parece que este país está habitado por seres muy raros.

En aquel momento el señor Tur Tur acababa de salir de su cabaña y les miraba extraordinariamente asombrado. Visto desde aquella distancia, su figura se elevaba hacia el cielo muchas millas. Y los anteriormente llamados piratas, que todavía no conocían al gigante-aparente, no demostraron sentir ningún temor, cosa que demostraba lo valientes que eran.

Lucas y Jim les explicaron a los hermanos la rara característica de aquel extraño viejo y cómo le habían llevado hasta Lummerland para hacerle servir de faro. Si los doce hubiesen podido contar algo para asombrar al príncipe negro y a su amigo lo hubiesen hecho en aquel momento, pero no encontraron nada tan extraordinario como lo que acababan de oír.

Entretanto, habían alcanzado la costa y anclaron en una hermosa caleta. Las rocas de piedras preciosas formaban un puerto natural con un verdadero muelle, de modo que desde la cubierta del barco, dando un gran paso, se podía poner pie en el suelo del viejísimo y recién descubierto país, Jamballa.

—Propongo —dijo Lucas y su voz tenía un tono solemne—, que en perenne recuerdo de este gran día, esta tierra no se llame ya Jamballa sino Jimballa.

A todos les pareció muy bien y Jim decidió:

—¡De hoy en adelante se llamará Jimballa!

Con estas palabras tomó posesión de su legítimo reino. Ahora le pertenecía de verdad, para siempre.

Se pusieron en marcha hacia Lummerland, que estaba en el centro del reino. El camino que tenían que recorrer era largo, porque Jimballa era muy grande. Y no iban muy aprisa ni adelantaban mucho porque los lugares que cruzaban les hechizaban y se detenían para contemplarlos. Todo era igual que en el fondo del mar. Cruzaron bosques de corales y el suelo estaba cubierto de conchas de nácar. Todavía no había hierba ni árboles verdes, pero no tardarían en crecer, porque el mar había hecho muy fértil aquella tierra en los mil y pico de años que había estado sumergida.

Encontraron rocas y montes de piedras preciosas rojas y verdes. Los tesoros de los piratas, que seguían en la bodega del barco, palidecían ante el esplendor de aquel país.

La comitiva, con Jim y Lucas a la cabeza, alcanzó por fin la frontera de Lummerland que ya nunca más sería bañado por las olas, ni grandes ni pequeñas, del mar.

El señor Tur Tur había despertado ya al rey Alfonso Doce-menos-cuarto y a los dos súbditos y todos estaban delante del castillo entre los dos picos y por el asombro no eran capaces de pronunciar palabra. No podían comprender el cambio que había ocurrido aquella noche. Jimballa había surgido tan suave e imperceptiblemente que nadie se había despertado.

Cuando Jim y Lucas se acercaron y les dieron los buenos días, empezaron a darse cuenta de las cosas. No es fácil describir la alegría de todos al volver a encontrarse. Y, como no es fácil describirla, prefiero no intentarlo. Lo tendréis que imaginar. ¡Qué alegría la de la buena y vieja Emma, cuando Lucas se acercó a ella emocionado y cariñoso y acarició su caldera! Nunca la había dejado tanto tiempo sola y nunca habían podido comprobar cuánto sentía uno la falta del otro. Nadie más que Jim podía hacerse cargo de ello, por que seguía sin tener a Molly.

Luego los amigos hicieron un relato de sus aventuras. Pero esta vez, claro está, no se pudieron reunir en la pequeña cocina de la señora Quée como lo hicieron después del viaje a la Ciudad de los Dragones. Era imposible que allí cupieran todos. Por tanto, los anteriormente llamados piratas se sentaron en la frontera de Lummerland, Jim y Lucas se acomodaron sobre la vieja Emma y los demás fueron a buscar sillas y se colocaron donde les parecía que oirían mejor. El rey Alfonso Doce-menos-cuarto arrastró su trono hasta la puerta del castillo, se sentó en él y balanceaba feliz sus pies calzados con zapatillas de paño escocés, mientras escuchaba el relato de los maquinistas, uno de los cuales llevaba una corona y por tanto era colega suyo.

Cuando la historia era más emocionante, murmuraba:

—Algunas veces las cosas se ponen muy difíciles para nosotros los reyes. Me hago cargo.

La señora Quée, que estaba muy contenta, fue a su tienda a buscar helados, dulces y demás golosinas y los ofreció a los presentes.

—Ahora que todo ha terminado tan felizmente y se ha encontrado por fin un lugar apropiado para cada uno, me permito preguntar si los dos respetables amigos han pensado en un empleo u ocupación adecuada para mi humilde persona. Es posible que recuerden que ya hablamos de ello en una ocasión.

—¡Claro que lo recordamos, señor Manga! —contestó Lucas y lanzó un gran anillo de humo hacia el cielo azul— y me parece que se nos ha ocurrido uno apto para usted.

Jim miró asombrado a Lucas. No estaba enterado de nada.

—Sí —siguió diciendo Lucas y le guiñó un ojo a su amigo—, nuestro príncipe quisiera aprender a leer, a escribir y a hacer cuentas y muchas cosas más. Eso me ha dicho.

—¿Es cierto? —preguntó el señor Manga, muy contento.

—Sí —dijo Jim—, claro. ¿Le gustaría enseñarme esas cosas, señor Manga?

—Con gran placer —exclamó el señor Manga.

Y así fue cómo Jim Botón, que se había convertido en el joven de Jimballa, empezó a ir cada día al colegio del señor Manga para aprender a leer, a escribir, a hacer cuentas y muchísimas cosas más. Y no exagero si os aseguro que el señor Manga demostró ser un maestro extraordinario, que Jim aprendía cada día más cosas y muchas veces se asombraba por lo mucho que el señor Manga sabía. Se le podía preguntar todo, era casi una «Flor de la Sabiduría».

Jim intentó convencer a los anteriormente llamados piratas para que fueran con él al colegio, pero a los hermanos no les hacía mucha ilusión la idea y Jim no insistió.

Las primeras cartas que Jim escribió iban dirigidas a todos los niños que habían estado prisioneros con la pequeña princesa en Kummerland. Les invitaba a ir a Jimballa. Entregó las cartas a los doce hermanos y en su barco les envió a invitar a aquellos niños que en otro tiempo habían raptado.

Poco después de que hubiera zarpado el barco con las velas de colores bordadas con perlas, atracó en la caleta que servía de puerto y que tenía los muelles de piedras preciosas, otro hermosísimo barco. Era el nuevo barco imperial de Pung Ging, el emperador de China y a bordo venían él mismo, Li Si y Ping Pong. Todos estaban enterados ya de las cosas maravillosas que habían sucedido.

—¿Os ha llamado por teléfono el rey Alfonso Doce-menos-cuarto? —preguntó Jim, sorprendido.

—No —respondió el emperador con una sonrisa amable—, ha sido otro el que nos lo ha comunicado todo. ¿No puedes adivinar quién ha sido?

—¿El «Dragón Dorado de la Sabiduría»? —exclamó Jim.

—Sí, él ha sido —contestó Li Si—. Piensa, Jim, que desde que el «País que no puede existir» se ha hundido, nos habla a todos. Ahora, cada día, todas las «Flores de la Sabiduría» van a dar clase con él que les explica los misterios del mundo.

—Así es —pió Ping Pong—, y me ha encargado además que te diga una cosa a ti, su señor y dueño. Dice que el día en que el príncipe Mirra y la princesa de China se casen, volverá a ti lo que es tuyo.

—¡Molly! —exclamó Jim fuera de sí por la alegría.

Naturalmente, estaba ansioso por recobrar su pequeña locomotora pero no comprendía cómo ocurriría. Se tenía que fijar el día de la boda para una fecha muy próxima, lo antes posible. Todos estaban de acuerdo.

Ping Pong había traído de China un cargamento de árboles jóvenes transparentes, muchas especies distintas de plantas del «Bosque de las Mil Maravillas». Las plantaron en seguida.

El señor Tur Tur permanecía encerrado en su pequeña casa. El preocupado gigante-aparente no quería asustar a los huéspedes con su extraña particularidad. La misma Li Si, que ya le conocía, no le había visto nunca desde lejos y el señor Tur Tur opinaba que lo mejor sería que todos se fueran acostumbrando poco a poco a su presencia. Pero el emperador y el pequeño superbonzo, además del capitán y sus marineros, le querían saludar. Se dirigieron a su pequeña casa para visitarle y él se sintió profundamente emocionado.