Capítulo 4

Las estrellas estaban ya altas en el cielo y los dos amigos seguían el viaje en el tejado de su Emma flotante y charlaban.

—Me intriga pensar en lo que dirá el señor Tur Tur cuando nos vea llegar —dijo Jim—, ¿se alegrará?

—Apostaría que sí —respondió Lucas y sonrió—; sólo me pregunto cómo llegaremos hasta él.

—Ah, sí, es cierto —dijo Jim, que parecía muy asustado—, no podemos ir por el «Valle del Crepúsculo», porque la última Vez que pasamos por allí se derrumbó. No había pensado en ello.

—Claro —gruñó Lucas, fumando pensativo—, ése es el asunto. Pero ahora no podemos decidir nada. Opino que lo mejor será que lleguemos lo más lejos que podamos. Luego veremos lo que se puede hacer. De una forma o de otra llegaremos.

—Sí —asintió Jim—, estoy de acuerdo contigo.

En silencio contemplaron la luna que bañaba el mar con su luz plateada. El viento movía dulcemente las cortinas de niebla que se apoyaban sobre las olas y las iba transformando en extrañas figuras, siempre distintas.

—¡Buenos días! —dijo de pronto una voz débil que parecía el murmullo de una fuente—, mejor dicho, buenas noches, que es más exacto en estos momentos.

Lucas y Jim miraron asombrados alrededor, pero no pudieron ver a nadie. Por ello Lucas preguntó:

—¿Quién es? No vemos a nadie.

—¡Pero si estoy aquí! ——exclamó la voz desde muy cerca—; ¡mirad, os estoy haciendo señas con la mano!

Los dos amigos pasearon la mirada por toda la superficie del agua. De pronto, Jim descubrió una pequeña mano entre las olas y se la indicó a Lucas. Entonces los dos vieron muy claramente a una muchachita muy graciosa del tamaño del brazo de Jim. Tenía una cara muy hermosa, pero sus ojos eran tal vez demasiado grandes, la boca tal vez demasiado ancha y la naricita tal vez demasiado respingona, y todo ello hacía que se pareciera demasiado a un pez. Su cabello plateado, semejante a unas algas, le colgaba de la cabeza, y la pequeña criatura, desde la cadera hacia abajo, terminaba en cola de pez. Lo más curioso era que esta sirena (los dos viajeros adivinaron en seguida que se trataba de una de ellas) era casi completamente transparente. Su cuerpecito parecía hecho de ambrosía. Por esto era muy difícil distinguirla en el agua.

—Buenas noches —dijo Jim, amablemente—, tiene usted una cola preciosa, señorita.

—¿Les gusta? —preguntó la pequeña sirena, halagada.

—¡Y cómo! —respondió Lucas, muy cortés—, es ciertamente la cola más bonita que le haya visto jamás a una señorita.

La sirena estalló en una risa clara y chapoteante que sonaba como las olas que llegaban a las playas de Lummerland. Luego preguntó curiosa:

—¿Puedo preguntar hacia dónde os dirigís? ¿Sois quizá dos pobres náufragos?

—Oh, no señorita —respondió Lucas, sonriendo—; vamos de viaje hacia China y más lejos todavía.

—¡Ah, bueno! —dijo la sirena—, ¿pero puedo preguntar qué es ese barco tan extraño que tenéis?

——Este barco —respondió Lucas, sacando pequeñas nubes de humo—, se llama Emma y en realidad no es un barco.

—Lo siento mucho, pero no lo entiendo —respondió la pequeña sirena, algo confusa—, ¿qué clase de barcos son éstos que en realidad no son barcos? No había visto nunca ninguno igual.

—Estos barcos que en realidad no son barcos —aclaró Lucas guiñándole el ojo a Jim—, son locomotoras.

—¡Ah, sí! —dijo la sirena—, son colomo… son moloto… ¿cómo has dicho?

—Locomotoras —repitió Jim.

—Sí, pero por favor —preguntó la sirena y se acercó curiosa—, ¿puedo preguntar qué es una molocotora?

—Claro que lo puede preguntar, señorita —dijo Lucas alegremente, una locomotora es algo que tiene ruedas y anda por la tierra con humo y fuego además, ¿lo comprende?

—¡Oh, sí! —respondió la sirena, contenta—, entonces una motoco… quiero decir una relomocota es una especie de barco de vapor, pero para lugar seco.

—No está mal —dijo Lucas, divertido—, se puede decir que es algo así. Es usted extraordinariamente inteligente, señorita.

La muchacha del mar rió halagada y luego dijo:

—Entonces este barco que no es en realidad ningún barco, es una especie de barco.

Y se volvió a reír y palmoteo con las manos. Los habitantes del mar juzgan algo parcialmente las cosas del mundo, en cierto modo sólo desde el punto de vista acuático. Se preocupan mucho cuando encuentran algo que no entienden desde el punto de vista del agua. Pero cuando por fin llegan a comprender lo que para ellos era incomprensible, se sienten muy contentos y aliviados. No hay que tomarlo a mal porque, por lo demás, son seres muy simpáticos. Además muchas personas hacen, a su manera, lo mismo.

—¿Quiénes sois vosotros dos? —siguió preguntando con curiosidad la sirena.

—Yo soy Lucas el maquinista —respondió Lucas— y este es mi amigo Jim Botón, que también es maquinista. La locomotora pequeña, la que va a remolque de la otra, le pertenece.

—Perdonadme por ser tan curiosa —dijo la sirena—, pero para nosotros los habitantes del mar es muy importante saber si entendéis algo de electricidad e imanes y cosas parecidas.

—Nosotros sólo somos maquinistas —respondió Lucas—, pero sabemos algo sobre electricidad.

—¡Esto es maravilloso! —chilló contenta la sirena—. Se lo tengo que decir ahora mismo a papá. ¡Esperad un momento, por favor! Vuelvo en seguida.

Y se fue.

Los dos amigos no tuvieron casi tiempo de asombrarse cuando la sirena volvió a aparecer en la superficie y exclamó:

—¡No os asustéis! ¡Es papá!

De pronto se oyó un formidable estruendo, un tremendo chapoteo y el mar, junto a ellos, se levantó alto como una montaña, de tal forma que Emma empezó a balancearse y a crujir peligrosamente. Entonces asomó una cara tan gigantesca que parecía la de una ballena. Era verde y transparente como la de la pequeña sirena. Sobre el cráneo sin pelo, pero lleno de algas y conchas, llevaba una corona enormemente grande. Los ojos sobresalían y parecían dos bolas, pero tenían un brillo tan dorado y misterioso como los de un sapo. Sobre el labio superior de aquella boca, inimaginablemente grande, colgaba un bigote parecido al de muchos peces. Resumiendo, era un espectáculo tan horrible que Jim, por el miedo, no sabía si llorar o reír. En cambio, Lucas, como de costumbre, no dejaba adivinar su asombro.

—¿Os puedo presentar? —preguntó la sirena—. Éstos, querido padre, son el señor Lucas, maquinista de colomotoras, y Jim Botón. Y éste —siguió diciendo, dirigiéndose a los amigos—, es mi padre, Lormoral, rey de estos mares.

Lucas, respetuoso, se quitó la gorra.

—Me alegro de conocerle, rey Lormoral.

—Papá —prosiguió la muchacha del mar—, estos dos extranjeros entienden en electricidad, en magnetos y en todas esas cosas, son maquinistas de rolomocotas.

—Bieeen —el rey del mar dejó oír su voz profunda y resonante—, venid en seguida conmigo al fondo del mar y mirad a ver qué es lo que se ha estropeado.

—No será posible —respondió Lucas, pensativo—, lo sentimos mucho, rey Lormoral.

El rey de los mares frunció el entrecejo y como sus cejas tenían el tamaño del seto de un jardín, su aspecto era amenazador.

—¿Por qué no? —gruñó y sonó el eructo de una ballena.

—Porque nos ahogaríamos, Majestad —dijo Lucas, amistosamente—, y con ello no le seríamos de ninguna ayuda.

—Tenéis razón —roncó el rey de los mares.

—¿Qué pasa en realidad? —preguntó Lucas.

Entonces la pequeña sirena volvió a intervenir en la conversación:

—La luz del mar no funciona. Siempre había funcionado perfectamente, pero desde hace un año parece que algo se ha estropeado.

—Sííí —bramó el rey de los mares—, es un asunto desagradable. Para hoy tenemos previstas grandes iluminaciones en honor a mi bis-bis-bis-bisabuelo Gurumuch. Bajo su reinado se inauguró la instalación para la iluminación de los mares.

—Ante todo quiero hacerle algunas preguntas —dijo Lucas—. ¿De dónde venía antes la electricidad para la iluminación del mar?

—Nunca me he preocupado por esas pequeñeces —gruñó bruscamente el rey de los mares—. Había luz y ahora no la hay.

La pequeña sirena intervino de nuevo en la conversación.

—Mi tía bisabuela Gúrgula conoció al gran rey Gurumuch personalmente y me ha contado muchas veces que la electricidad llegaba al mar desde un gigantesco imán.

—¿Y dónde está este imán, señorita? —indagó Lucas.

—En el mar de los Bárbaros —respondió temerosa la princesa de los mares—. No nos gusta hablar de él y procuramos no acercarnos allí. Es un lugar muy tétrico.

—¿Está muy lejos? —inquirió Lucas—, tenemos cosas muy importantes que hacer y no podemos perder demasiado tiempo; pero si lo podemos hacer rápidamente, le echaremos una mirada al imán.

—Si queréis —exclamó la princesa de los mares, alegre—, os podría prestar mis seis morsas blancas favoritas. Son las mejores morsas de todo el océano, de pura sangre y hasta ahora han ganado todas las carreras de natación en que han tomado parte. Si las atamos delante de vuestro barco os llevarán a la velocidad del viento hasta el imán y os volverán a traer aquí, u os llevarán a donde vosotros queráis. No perderíais tiempo y, en cambio, llegaríais mucho más de prisa a vuestro destino.

—¡Estupendo! —dijo Lucas, sonriendo abiertamente—, si os podemos hacer un favor, no tendremos inconveniente en dar un paseíto por el mar de los Bárbaros.

—¡Bieeen! —gruñó el rey Lormoral con voz profunda, y desapareció en el mar, sin saludar, en medio de un tremendo remolino. También esta vez Emma se balanceó peligrosamente.

—Perdonad —murmuró la pequeña princesa de los mares, tapándose la cara con la mano—. A veces mi padre no es muy amable. Tiene ya seis mil años ¿sabéis?, y hace algún tiempo que padece ardor de estómago. Para los habitantes de mar todos los ardores son algo muy malo.

—Lo creo —dijo Lucas, con simpatía—, y seis mil años son muchos años.

—Antes —prosiguió la princesa—, cuando todavía no padecía esa enfermedad, era el mejor habitante del mar que os podéis imaginar.

—Ahora lo es usted, señorita —contesto Lucas, y la princesa al escucharlo dejó oír de nuevo su risa clara y chapoteante y se volvió un poco más verde. Entre las sirenas eso es lo mismo que para nosotros sonrojarse.