Capítulo 12

Jim se despidió de Molly y luego los dos amigos se subieron al tejado de Emma y remaron un buen rato mar adentro, antes de que Lucas izara el mástil y colocara los imanes. El Perpetumóvil se separó ligera y silenciosamente de las olas y empezó a flotar hacia lo alto. Cuando hubieron alcanzado los cien metros, Lucas colocó el mástil en diagonal hacia adelante, la locomotora dejó de subir y empezó a volar avanzando. Pronto las rocas magnéticas no fueron más que un punto en el horizonte. Luego desaparecieron de la vista de los dos amigos.

El cielo seguía cubierto de nubes.

—Lo más importante —dijo Lucas al cabo de un rato—, es averiguar en qué dirección tenemos que volar.

—Sí —contestó Jim—, ¿cómo lo haremos? El mar es completamente igual por todos lados.

—Lo podremos saber al levantarse el sol —aclaró Lucas.

Jim contempló el cielo, pero a través de las nubes sólo se filtraba una luz mortecina y era completamente imposible saber dónde estaba el sol.

—Tendremos que volar por encima de las nubes —dijo Lucas—. Pero podremos estar muy poco rato allá arriba, porque a tanta altura el aire está tan enrarecido que casi no se puede respirar. ¡Agárrate, Jim!

Al decir estas palabras, Lucas volvió a levantar el mástil de forma que quedó casi en posición vertical. Emma saltó hacia arriba. Las enormes masas de nubes se acercaron más y más. Jim las miraba con cierto miedo porque el cielo parecía una inmensa cordillera con picos nevados, que estuviera colocada al revés.

—¿Tú crees —preguntó preocupado—, que no nos pasará nada, cuando choquemos con eso?

—Nada absolutamente —le tranquilizó Lucas—, todo lo más que cuando volemos a través de las nubes de lluvia, las encontraremos un poco húmedas. ¡Atención, ya estamos!

Habían alcanzado la parte inferior de las nubes y cuando se remontaron un poco más se encontraron de pronto metidos en una niebla impenetrable. Parecía que estuvieran en un enorme lavadero a vapor, pero no caliente, sino fresco y húmedo.

Volaron así largo rato sin que pudieran saber en realidad si avanzaban o no. De pronto la niebla se despejó y el Perpetumóvil se encontró volando sobre un paisaje de nubes blancas y deslumbrantes, en un brillante cielo azul en el que el sol lucía con una limpidez y magnificencia indescriptibles.

Sin poder pronunciar palabra, Jim paseó la mirada sobre el maravilloso panorama de nubes que tenía a sus pies. En mares que parecían de leche había montañas nevadas; sobre éstas se erguían castillos y torres que parecían de azúcar en polvo. Les rodeaban jardines y bosques en los que todos los árboles y arbustos parecían de plumas de las más finas y blancas. Todo se movía continuamente y con lentitud y las formas iban cambiando. Lo que un momento antes parecía el almohadón de un gigante, se transformaba en un gran tulipán blanco; lo que semejaba a un puente de alabastro entre dos picos de una montaña, se convertía en una lancha que se deslizaba por un mar cubierto de espuma; donde se veía una cueva misteriosa se levantaba, un momento más tarde, un gigantesco surtidor que parecía de hielo y nieve.

Lucas encontró el rumbo estudiando la situación del sol. Entonces hizo descender de nuevo a Emma, porque arriba el aire estaba tan enrarecido que no era posible soportarlo mucho rato.

Cuando hubieron volado durante un rato por encima de la superficie del mar, descubrieron delante de ellos en el horizonte, un claro. Allí terminaba, por fin, la espesa cortina de nubes y el sol brillaba sobre el mar. Pero, en el límite entre el buen y el mal tiempo, allí donde se encontraba la última nube, aparecía sobre las olas un brillante arco iris.

En silencio y majestuosamente se acercó el Perpetumóvil con sus dos pasajeros a este maravilloso arco de colores y de luz y lo cruzó tan cerca de sus paredes, que Jim pudo hundir su mano en el resplandor y la luminosidad. Pero, naturalmente, no sintió nada, porque ni la luz ni el color se pueden coger, a menos que uno sea también de luz y de color.

Dejaron el arco iris detrás y entraron en el buen tiempo. El sol descendía lentamente hacia el horizonte y le envolvía una delicada faja de cielo rojizo. Jim descubrió un pedazo de costa. Poco tiempo después volaban por encima de ella y Lucas hizo que Emma bajara un poco para estudiar de qué tierra se trataba.

Jim se echó sobre el tejado de la cabina para ver mejor. Lo que vio le pareció familiar: pequeños riachuelos corrían por los campos y los cruzaban graciosos puentes con extraños tejados en punta. Había árboles de las especies más variadas y todos ellos tenían algo en común; eran transparentes como si fuesen de cristal de colores. A lo lejos, sobre el horizonte, se levantaba una montaña enorme con incontables picos, todos ellos con estrías rojas y blancas. No había ninguna duda acerca del país sobre el cual volaban.

Jim se levantó y dijo:

—¡Es China!

Lucas asintió satisfecho.

—Lo había imaginado. Estamos en el buen camino para llegar a casa del señor Tur Tur.

—¡Mira! —exclamó Jim, señalando hacia abajo un lugar en la tierra donde todo brillaba y relucía—, allí están los tejados de oro de Ping. ¡Oh, Lucas, bajemos para darles los buenos días al emperador y a Ping Pong!

Pero Lucas sacudió muy serio la cabeza.

—Es mejor que no, Jim. Imagínate por un momento que nos acercáramos a la ciudad con nuestros imanes. Todo lo que es de hierro sería atraído y vendría hacia nosotros. No; por esta vez tenemos que renunciar a la visita. Me parece que lo mejor será que nos remontemos algo más por precaución para que no suceda nada. Lucas levantó hacia lo alto el mástil con los imanes. La locomotora empezó a subir siempre más alto. Ping, la capital de China, al pasar ellos por encima parecía una ciudad de juguete.

Entretanto, el sol se había puesto y la oscuridad empezaba a envolver la tierra cuando los viajeros alcanzaron el enorme monte «La Corona del Mundo».

—Me pregunto —dijo Lucas mientras se acercaba a él y parecían una mosca junto a las murallas de una ciudad—, si es mejor que nos arriesguemos a cruzar hoy la montaña o si es mejor que aterricemos y sigamos el vuelo mañana a la luz del día. Se está haciendo de noche.

—Sí —opinó Jim—, pero ya falta muy poco y en seguida estaremos al otro lado.

—Bueno —dijo Lucas, y levantó el mástil hacia arriba. La locomotora empezó en seguida a subir, siempre más alto. La pared de la montaña estaba muy cerca de ellos, envuelta en la oscuridad. La luna no había salido todavía.

Lucas se echó la gorra hacia atrás y miró hacia las cumbres. Por encima de ellas se veía el cielo negro en el que brillaban las estrellas.

—¡Rayos! —murmuró muy bajo—, esperemos que todo vaya bien. Según mis cálculos, hemos alcanzado ya la altura de las nubes.

La locomotora subió y subió. A cada momento se notaba cómo el aire se iba enrareciendo más. Jim tenía que tragar para que desapareciera la presión en sus oídos. Los dos amigos ya no podían distinguir a qué distancia estaba la Tierra.

Por fin alcanzaron la altura de la primera hilera de picos. Lucas inclinó el mástil hacia adelante. La locomotora dejó de subir y empezó a avanzar. Volaba en medio de un silencio total por encima de las majestuosas cumbres que se perdían en la oscuridad.

—¡Atención! —gritó de pronto Jim, porque delante de ellos apareció súbitamente una segunda cadena de montañas cuyas cumbres eran bastante más altas que las primeras. Pero Lucas también había advertido el peligro de un choque y había levantado el mástil. Emma subió como una flecha, pocos metros antes de llegar a la pared de piedra. ¡Pocos segundos más tarde se hubiesen estrellado contra la montaña!

Jim sintió que poco a poco le invadía una gran debilidad. Sus piernas y sus brazos le temblaban y empezó a jadear como si acabara de correr una carrera de resistencia.

Pero habían cruzado la segunda cadena de montañas y ya se distinguía fácilmente a la clara luz de las estrellas, la tercera. Los picos sobrepasaban en altura a los anteriores.

Lucas también tenía que respirar siempre más aprisa. El aire estaba tan enrarecido que casi no bastaba.

—¿No podríamos… —jadeó Jim—, meternos en la cámara y… tapar todas las rendijas…?

—No —respondió Lucas, tristemente—, no serviría de nada. Ahora hay que hacer otra maniobra para no chocar contra la montaña. Pero tú, si quieres, puedes meterte dentro. Yo ya me las arreglaré solo Jim.

—No —dijo Jim; me quedo contigo…

Habían sobrevolado la tercera cadena de montañas y se acercaban a la cuarta, cuya altura debía de ser como el doble de la primera. Por suerte las estrellas eran muy grandes y brillantes de forma que se distinguían muy bien los picos. Lucas —gimió Jim—, volvamos atrás. No la podremos cruzar.

—Lo mismo da ir hacia adelante que volver atrás. Estamos ya a mitad de camino —afirmó Lucas.

Brillantes anillos rojos y puntos de fuego bailaban delante de los ojos de Jim. Le silbaban los oídos y la sangre le golpeaba las sienes. Lucas también empezó a sentir que le fallaban las fuerzas. Sus brazos se volvieron débiles como los de un niño de pecho. El mástil se le escapó de las manos y se dobló hacia adelante…

En el mismo momento el Perpetumóvil saltó por encima de la cadena de montañas más alta.

En conjunto había siete cadenas de montañas, una después de otra, pero la cuarta, la que estaba en el centro, era la más alta. La quinta volvía a ser más baja, la sexta todavía más y la séptima volvía a tener la altura de la primera.

Esto fue lo que salvó a los dos amigos, porque pudieron hacer bajar lentamente a la locomotora hacia zonas donde había más aire y poco a poco respiraron mejor.

Detrás de la última cadena, esto lo sabían por su viaje anterior, comenzaba el desierto «El Fin del Mundo», tan llano como una tabla. No tenía que ser difícil aterrizar en él. Por otra parte, Lucas había llevado tanto tiempo el Perpetumóvil que consiguió hacerlo posar tranquilamente y sin peligro en la arena del desierto. La locomotora rodó unos metros y se detuvo.

—Bien, muchacho —dijo Lucas—, ya estamos.

—¡Estupendo! —respondió Jim, y suspiró aliviado.

—Y con esto —añadió Lucas, y se estiró de forma que le crujieron las articulaciones—, me parece que ya hemos hecho bastante por hoy.

—A mí también me lo parece —dijo Jim.

Se metieron, pues, en la cabina, se envolvieron en las mantas, bostezaron pero a la mitad del bostezo estaban ya completamente dormidos. Estaban cansadísimos. Y es comprensible.