Capítulo 13

Al día siguiente, Lucas y Jim se levantaron muy temprano. Querían llegar al oasis del señor Tur Tur antes de la salida del sol. Temían que cuando empezara a hacer calor volvieran a aparecer los extraños espejismos. Jim recordó, con cierto malestar, que en el viaje anterior por el desierto estos fenómenos de la naturaleza les habían confundido tanto, que después de muchas horas de viaje se volvieron a encontrar sobre sus mismas huellas. No, sería mucho mejor llegar antes de la hora de los grandes calores a la segura casita del gigante-aparente.

Además, los estómagos de los dos amigos empezaban a hacer ruidos extraños. La noche anterior también se habían acostado sin cenar.

—Hace ya mucho tiempo —dijo Lucas, mientras se sentaban en el tejado de la locomotora y él cogía las cuerdas que colgaban del travesaño de los imanes—, hace ya mucho tiempo que no hemos comido nada. Tengo tanto apetito que sería capaz de comerme la visera de mi gorra.

Jim, soñoliento, asintió:

—Sí, pero yo preferiría un panecillo —murmuró.

—Yo también —respondió Lucas, divertido—, apuesto a que dentro de media hora tendremos un montón de ellos delante de nosotros sobre la mesa del señor Tur Tur.

Tiró de la cuerda de la derecha, el Perpetumóvil se elevó dulcemente en el aire y voló a poca altura, pero a velocidad creciente, hacia el interior del desierto.

La tierra aparecía desnuda y uniforme ante los ojos de los viajeros, pero en el cielo brillaba el amanecer con los colores más hermosos, que de minuto en minuto se multiplicaban y se volvían más maravillosos. Pero en esta ocasión los dos amigos no sentían ningún interés especial por las bellezas del cielo del desierto; sólo vigilaban con gran atención para descubrir el oasis y la casita del señor Tur Tur. Necesitaban encontrarlo, antes de que el sol estuviera muy alto y el calor hiciera centellear y reflejar el aire como un espejo.

Como Lucas no sabía exactamente en qué lugar estaba el oasis (la vez anterior fue el mismo gigante-aparente el que les indicó el camino), hizo volar el Perpetumóvil en un gran zigzag por encima del desierto. Había creído que la cosa era mucho más sencilla de lo que era en realidad, porque ni una vez asomó en el horizonte la rama de una palmera y mucho menos el tejado de una casa, ni un estanque con un surtidor.

—Si el señor Tur Tur está paseando por algún sitio —dijo Lucas para tranquilizar a Jim——, seguro que lo veremos, porque al fin y al cabo es un gigante-aparente.

En aquel momento el sol se levantó sobre el horizonte e inundó el desierto con sus rayos brillantes y abrasadores. Los dos amigos tuvieron que proteger sus ojos con las manos, porque aquella luz centelleante les cegaba.

—Ahora ya no nos queda mucho tiempo —dijo Lucas—; pronto empezarán los espejismos y entonces no tendrá objeto seguir buscando. Pero mientras el paisaje esté libre haré que el Perpetumóvil suba más alto. Desde arriba dominaremos mejor el desierto.

Volvió a poner el mástil en posición vertical, la locomotora dejó de avanzar en zigzag y se elevó. Los dos amigos miraron con toda atención por todo el horizonte.

—¡Allá! —exclamó de pronto Jim—. ¡Ya lo tengo! Es el señor Tur Tur.

A lo lejos, borrosa y poco clara, se veía una figura humana increíblemente grande. Parecía estar sentada en el suelo de espaldas a los dos amigos. Lucas volvió a poner el mástil magnético hacia delante y el Perpetumóvil, con velocidad creciente, se lanzó sobre su presa. Al acercarse, la gigantesca figura se fue haciendo más pequeña pero más clara. Entonces pudieron ver que el señor Tur Tur había apoyado los brazos sobre sus rodillas y escondía la cara entre las manos, como lo hacen las personas cuando están muy tristes.

—¿Crees que está llorando? —preguntó Jim, asustado.

—Jim —gruñó Lucas—, no lo sé.

Emma se acercó a una velocidad increíble al gigante-aparente que estaba sentado en el suelo, y a medida que se acercaba, más pequeño parecía. Por fin pareció del tamaño de la torre de una iglesia, luego de una casa, de un árbol y por última pareció un hombre normal.

Lucas hizo posar dulcemente a Emma sobre la arena, detrás del gigante-aparente. Cuando las ruedas se hundieron en la arena se oyó un crujido.

En aquel momento, el señor Tur Tur dio un salto como si le hubiera picado una avispa. Estaba pálido como un muerto y tenía la cara descompuesta, y sin mirar siquiera a quién o a qué cosa tenía delante, cayó de rodillas y, con su voz trémula y fina, exclamó:

—Oh, ¿por qué me persigues? ¿Qué es lo que te he hecho para que no sólo me desposeas de mi casa y de mi fuente, monstruo cruel, sino para que me persigas hasta aquí?

Se tapó la cara con las manos y todo su cuerpo empezó a temblar de miedo.

Lucas y Jim se miraron.

—Hola —gritó Lucas, bajando del tejado de la locomotora—, ¿qué le pasa, señor Tur Tur? Nosotros no somos ningún monstruo y tampoco pensamos devorarle.

Riendo añadió:

—Damos por descontado que nos ofrecerá usted un magnífico desayuno.

—Señor Tur Tur —dijo Jim—, ¿no nos reconoce? Somos Lucas y Jim Botón.

Lentamente el gigante-aparente bajó las manos y se fijó en los dos amigos, como hipnotizado.

Al cabo de un momento, sacudió la cabeza y murmuró:

—No, no, no es posible. No sois más que un espejismo. No me dejaré engañar.

Lucas le tendió su negra mano y dijo:

—Deme la mano, señor Tur Tur y entonces se dará cuenta de que somos realmente nosotros. Un espejismo no puede darle la mano a nadie.

—Imposible —exclamó el gigante-aparente—, los únicos amigos verdaderos que tengo, Jim Botón y Lucas el maquinista, están lejos, muy lejos de aquí y no podrán volver nunca más porque el «Valle del Crepúsculo» se ha derrumbado y por tanto no existe otro camino para llegar a este desierto.

—Para nosotros, sí —exclamó entonces Jim—, por el aire.

—Claro —asintió el gigante-aparente, apenado—, por el aire porque sois un espejismo.

—¡Rayos y truenos! —gritó Lucas, sonriendo—, si usted no me quiere dar la mano para que le pueda demostrar que somos nosotros mismos, se lo tendré que probar de otra forma. ¡Perdóneme, señor Tur Tur!

Cogió al gigante-aparente, lo levantó y lo puso en pie sobre sus dos delgadas piernas.

—Bien —dijo después—, ¿lo cree usted ahora?

Durante un buen rato el gigante-aparente no pudo articular palabra; luego su cara preocupada se empezó a aclarar.

—¡Es cierto! —susurró—. ¡Es cierto, sois vosotros!

Y abrazó a Lucas y a Jim.

—¿Sabe usted qué haremos? —dijo por fin Lucas—; ante todo iremos a su casa, señor Tur Tur, para desayunar. Tenemos lo que se dice un hambre de maquinista. No sé si comprenderá usted lo que es eso.

La cara del gigante-aparente se ensombreció.

Suspiró profundamente.

—No os podéis imaginar la alegría con que os llevaría a mi casa en el oasis, amigos, y con cuanto placer os prepararía el desayuno más apetitoso que hayáis probado jamás. Pero es imposible.

—¿Es que ya no existe la casa? —preguntó Jim, confuso.

—Sí —le aseguró el señor Tur Tur—, por lo que he podido comprobar desde lejos, la casa se conserva intacta. Pero, claro está, no me he atrevido a acercarme a ella desde hace unos días. Sólo una vez, por la noche, para llenar mi botella de agua, porque si no, me hubiese muerto de sed. Pero entonces él dormía.

—¿Quién? —preguntó Jim, asombrado.

—El ogro, que ha ocupado mi casa. He huido al desierto para escapar de él.

—¿Qué clase de ogro es? —exclamó Lucas.

—Es un monstruo grisáceo, de aspecto horrible, con una boca gigantesca y con una cola muy larga. De su boca sale humo y fuego, hace un ruido espantoso y tiene una voz asquerosa.

Jim y Lucas se dieron una mirada de asombro.

—Así lo creo —asintió Jim.

—Es posible —siguió diciendo el gigante-aparente—, que a esa clase de monstruos se les llame dragones. Vosotros lo sabéis mejor que yo porque habéis tenido tratos con esos seres, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Lucas—, y tenemos práctica con esas bestias. Venga, querido señor Tur Tur, nos dirigiremos a su oasis y veremos cómo es su visitante.

—Ni pensarlo —exclamó el gigante-aparente, aterrorizado—; jamás me acercaré a un monstruo tan peligroso.

Los dos amigos tardaron un buen rato en convencer al gigante-aparente de que sin su guía y su conocimiento del lugar no podrían encontrar el oasis y la casita y porque además habían, entretanto, empezado algunos espejismos. No eran muy importantes, sólo se veía a un camello deslizándose con esquís sobre la arena del desierto y, a lo lejos, dos chimeneas de fábrica que se movían vacilantes de aquí para allá, suspendidas en el aire, como si estuvieran esperando la base que les faltaba. Este trajín de los extraños espejismos en el aire se volvía cada vez más intenso y entonces no habría posibilidad de orientarse.

El señor Tur Tur venció su miedo cuando los dos amigos le prometieron que le protegerían.

Subieron los tres al tejado de Emma y se pusieron en marcha. Lucas renunció a su idea de hacer volar la locomotora para no asustar ya más al gigante-aparente. La condujo por medio de los imanes, de tal forma que rodó, como todas las locomotoras normales lo hacen, sobre sus ruedas. El señor Tur Tur estaba demasiado excitado para darse cuenta de que esta vez una fuerza muy distinta de la del vapor y del fuego era la que hacía que Emma avanzara.