Capítulo 15
Cuando los cuatro estuvieron sentados alrededor de la mesa en casa del señor Tur Tur y estaban a punto de empezar el apetitoso desayuno que el gigante-aparente había preparado a toda prisa, Nepomuk preguntó de pronto:
—¿Qué comeré yo?
Sobre la mesa humeaba una gran cafetera llena de café de higos chumbos y había leche de coco y azúcar de uva y una fuente muy grande llena de pan de mono y de algarrobas y miel de cactos y mermelada de granada. Más allá había tortitas de dátiles, pastelillos fritos de plátano, rosquillas de piña, pastel de adormideras, castañas asadas y mantequilla de nueces. Con esta lista, mis lectores volverán a recordar que el señor Tur Tur sólo se alimentaba de plantas porque era un gran amigo de los animales. A las personas como él se las llama vegetarianas.
Todos estarán de acuerdo en que con semejante desayuno se les hacía la boca agua. Pero el pobre Nepomuk contemplaba apenado la mesa y estaba a punto de llorar. Prefería un gran recipiente de lava incandescente o por lo menos un cubo de alquitrán hirviendo. Pero en el oasis del señor Tur Tur no había alimentos de esta clase.
Jim y Lucas le explicaron al gigante-aparente lo que sucedía con la comida del medio dragón.
—¿Qué hacemos? —preguntó el señor Tur Tur muy apenado. No quería de ninguna forma parecer poco hospitalario, ¿pero dónde podía encontrar rápidamente una comida pasable para Nepomuk?
Por fin el medio dragón se tuvo que conformar con un gran caldero de arena del desierto frita. No era en realidad su manjar predilecto, pero era mejor que nada. Y su apetito era bastante considerable.
Después de haber comido y de que Nepomuk eructara varias veces de manera muy perceptible al tiempo que le salían dos nubes de humo rosadas por las orejas, el señor Tur Tur dijo:
—Y ahora, mis queridos amigos, decidme por favor a qué debo la alegría de vuestra visita.
—No —exclamó Nepomuk impertinente—, antes quiero contar mi historia.
Lucas y Jim se miraron divertidos. El pequeño medio dragón no había cambiado. Se esforzaba, como antes, por comportarse de un modo grosero y descortés como un dragón de pura raza.
—Yo estaba… —empezó Nepomuk, pero el señor Tur Tur le interrumpió con cara muy seria:
—Ya que está usted con nosotros, querido Nepomuk, y no con sus semejantes, le ruego que se amolde a nuestras costumbres.
—¡Ya! —exclamó Nepomuk a media voz. Puso cara de ofendido, hizo el gesto de volver a hablar pero al fin mantuvo cerrada su boca desproporcionadamente grande.
—Bien —empezó Lucas después de haber encendido con calma su pipa y haber lanzado unas nubes de humo hacia el techo—, el asunto es el siguiente: en Lummerland necesitamos urgentemente un faro. Mi amigo Jim Botón tuvo la idea maravillosa de rogarle a usted que se prestase a desempeñar ese cargo tan importante en nuestro país. En todo el mundo no hay nadie capacitado para ello como usted, señor Tur Tur.
—¿Por qué? —preguntó el señor Tur Tur, sorprendido.
Lucas y Jim le explicaron cómo creían poder arreglar el asunto. La cara del gigante-aparente se iluminó y cuando los dos amigos le aseguraron que en la isla nadie le tendría miedo porque era imposible verle desde la distancia suficiente para que pareciera gigantesco, el simpático viejo saltó de su silla impulsado por la alegría y exclamó:
—¡Cuánto os lo agradezco, amigos míos! Mi mayor deseo se ha cumplido. No sólo voy a vivir en un país donde nadie me temerá, sino que además podré utilizar mi extraña característica para ser útil a los demás. ¡Oh, habéis hecho indeciblemente feliz a este viejo!
En los ojos del gigante-aparente brillaron unas lágrimas de alegría.
Lucas, como hacía siempre cuando estaba emocionado, sacó grandes nubes de humo de su pipa y gruñó:
—Me alegro mucho, señor Tur Tur, de que esté usted conforme. Nos será muy útil. Además se encontrará muy bien en Lummerland.
—Estoy de acuerdo —aseguró Jim. Estaba muy satisfecho porque la idea de hacer servir de faro al gigante-aparente había sido suya.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Nepomuk entrometiéndose. Durante todo el rato había puesto una cara muy ofendida pero como nadie le hacía caso, por fin se decidió a hablar.
—¿Por qué lo preguntas? —inquirió Jim—, ¿qué tenemos que hacer contigo?
—¿No podría ir yo también a Lummerland? —preguntó ansioso—. ¿No tenéis un pequeño volcán donde yo pueda vivir? Cada día haría temblar un poco la tierra y haría salir la cantidad de lava que quisierais. Ya veréis, será maravilloso. ¿Hecho?
Lucas y Jim se volvieron a mirar pero esta vez estaban más preocupados que alegres. Recordaban que en una ocasión el medio dragón les había prestado un gran servicio y ahora hablaba sin mala intención.
—Querido Nepomuk —dijo Lucas, pensativo—, no creo que te gustará vivir con nosotros.
—¡Bah! —contestó el medio dragón y agitó su garra—, no os preocupéis, yo sabré componérmelas para estar cómodo.
—No tenemos ningún volcán —añadió rápidamente Jim—, ni siquiera uno muy pequeño.
—Y además —añadió Lucas—, disponemos de muy poco sitio. Lo tenemos muy justo para el señor Tur Tur y eso porque hemos añadido Nuevo Lummerland. Te tengo que decir honradamente, querido Nepomuk, que nos gustaría llevarte y que te estamos muy agradecidos, pero en Lummerland no encajarías.
—A mí también me lo parece —afirmó Jim muy serio. Nepomuk miró desconsolado durante un momento a los dos amigos, luego su gorda cara se torció en una mueca de profundo dolor. Hizo una inspiración profunda, abrió de tal forma su enorme boca que fue imposible ver nada más de su cuerpo y empezó a dar unos berridos tan fuertes que la misma Emma, la locomotora, hubiera sido incapaz de imitar. En medio de esos rugidos que partían el corazón, se podían adivinar algunas palabras que más o menos decían:
—Huuhuhu - pero yoo quieeroo - huhuhu - ir - convosootroos alummerhuhulanhuhu - no -puedoovoolveer - huhuhu - draagoooneesmeha - nhanechadoo - huhuhu - meecomeeran sivueeel -voo - ohahuhuhuh.
Los dos amigos y el señor Tur Tur tardaron mucho rato en calmar al medio dragón, que berreaba sin parar y en averiguar lo que significaban sus aullidos de dolor. En pocas palabras se trataba de lo siguiente:
Los habitantes de Kummerland, la Ciudad de los dragones, descubrieron un buen día que no sólo habían desaparecido los niños que tenían prisioneros, sino también la señora Maldiente, el dragón. Habían decidido sagazmente que alguien debía de haber entrado en la ciudad y raptado al dragón. Se llevaron a cabo largas investigaciones y se interrogó repetidamente a los dragones guardianes. Por fin las pesquisas habían sacado a la luz el asunto de la locomotora disfrazada. Con ello se aclaró que alguien que estaba muy enterado, había ayudado a los intrusos. Esto llevó a investigar la vida del medio dragón del «País de los Mil Volcanes». Pronto se encontró una pista que condujo hasta Nepomuk. La desdicha llegó al pequeño volcán, en el límite de la meseta, bajo la forma de cuarenta y dos gigantescos dragones guardianes con la orden de apresar y devorar al traidor causante de la desgracia.
Por suerte Nepomuk se dio cuenta a tiempo del peligro y pudo escapar. Había podido sobrevivir al frío de hielo y a la noche eterna de la «Región de las Rocas Negras» gracias a que antes de huir había bebido un enorme cubo de lava incandescente. Esta le mantenía el calor interior. A pesar de ello estaba ya casi helado cuando llegó por fin al desierto «El Fin del Mundo». Durante dos o tres días los espejismos le habían desorientado y se había alimentado miserablemente de arena y pedazos de roca cuando un anochecer descubrió a lo lejos al señor Tur Tur. Entonces huyó a toda velocidad y no hubiera parado de correr si no hubiera divisado de pronto la pequeña casa blanca con las persianas verdes y se hubiera escondido en ella.
Cuando Nepomuk terminó su relato, volvió a sollozar y dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas moteadas de amarillo y azul.
—Si no me queréis con vosotros —balbuceó—, no sé a dónde ir. No me puedo quedar, solo y sin nada para comer, en este desierto.
—Tiene razón —se dijo Lucas.
Todos callaron y bajaron la vista. Al cabo de un rato, Jim, consolador, dijo:
—No tiene que temer nada, Nepomuk. Tú nos ayudaste y ahora te ayudaremos nosotros. Seguro que se nos ocurrirá alguna solución.
Lucas se quitó la pipa de la boca, entornó los ojos y miró atentamente al medio dragón.
—Me parece que tengo una idea —dijo pensativo—, sólo me pregunto si Nepomuk será apto para un oficio de tanta responsabilidad.
—¿Tú crees —preguntó Jim, ansioso—; que en las rocas magnéticas…?
—Lo podríamos probar —contestó Lucas—, ¿por qué no ha de poder? Creo que Nepomuk, con las experiencias tan tristes que ha vivido, ha cambiado mucho y se ha vuelto más despabilado.
—Claro que ahora soy más listo —dijo Nepomuk con ansiedad—. ¿De qué se trata?
—De un trabajo muy serio, querido Nepomuk —respondió Lucas—, de un trabajo que sólo podemos confiar a una persona que merezca toda nuestra confianza. —Y luego le explicó lo que había de las rocas magnéticas y por qué era necesario un guardián que conectara o desconectara, según lucra necesario, la gigantesca fuerza.
—Ya ves —terminó diciendo Lucas echando grandes nubes de humo—, que se trata de un oficio de gran responsabilidad. No podrás cometer nunca ninguna descortesía o maldad dragonil. Nos tienes que dar tu solemne palabra de honor de que así lo harás; depositamos en ti toda nuestra confianza.
Mientras escuchaba estas palabras, el medio dragón permaneció en silencio y muy serio, pero sus ojos redondos empezaron a brillar. Les tendió, primero a Lucas y luego a Jim, su garra y dijo:
——Os doy mi palabra de honor de amigo de que podéis confiar en mí. Ya no cometeré impertinencias de dragón porque ahora los dragones son mis enemigos. Ya no quiero parecerme a ellos. En cambio vosotros sois mis amigos y por ello quiero irme pareciendo poco a poco a vosotros.
—Bien —dijo Lucas—, probaremos contigo. Pero me pregunto de qué te alimentarás. Necesitas tener algo para comer.
—¡Indispensable! —exclamó Nepomuk—, pero habéis dicho que allá abajo hace mucho calor porque el centro volcánico incandescente de la Tierra está muy cerca. Haré un pozo y con dos cubos tendré tanta lava como quiera y será la más suculenta que existe.
Pensando en ello, Nepomuk se relamió.
Lucas miró divertido a Jim y luego gruñó:
—¡Estupendo! Me parece que Nepomuk es en realidad el más apropiado para este trabajo. ¿Qué opinas, Jim?
—Me parece que sí —dijo Jim.
—¡Gracias! —suspiró Nepomuk desde lo más profundo de su alma y debido a las preocupaciones que había sufrido y a la nerviosidad pasada, le entró hipo y al mismo tiempo lanzó un par de veces anillos de humo verdes y violeta por la nariz y por las orejas.
—Queridos amigos —dijo Lucas, levantándose—, con esto hemos terminado. Me parece que lo mejor será que no nos entretengamos mucho y que volvamos lo más rápidamente posible con nuestro Perpetumóvil a las rocas magnéticas. Allá nos espera nuestra pequeña Molly y no la queremos dejar mucho tiempo sola.
Jim meditó preocupado sobre el viaje de vuelta por encima de las montañas. ¿Cómo soportaría el gigante-aparente el vuelo por el aire enrarecido? ¿Y qué pasaría si no lo podía soportar? Estaba a punto de exteriorizar sus preocupaciones cuando el señor Tur Tur, con semblante asustado, preguntó:
—¿Ha hablado usted, mi respetado amigo, de un vuelo?
—Sí, señor Tur Tur —respondió Lucas, solemne—, y no tendremos que esperar mucho tiempo. De otro modo no podríamos salir de este desierto porque el «Valle del Crepúsculo» está obstruido por los derrumbamientos.
Se interrumpió de pronto y chasqueó los dedos.
—El «Valle del Crepúsculo» —exclamó Lucas—, ¿por qué no hemos pensado en ello?
—¿En qué? —preguntó Jim, que no entendía nada.
—¡Podemos volar por el «Valle del Crepúsculo»! —explicó Lucas—, o mejor dicho, por el lugar donde estaba antes. Allí los picos de las montañas se han derrumbado y no será necesario que nos remontemos a tanta altura. Esto simplifica considerablemente el asunto.
Jim asintió aliviado, mirando a su amigo.
—Es una buena idea, Lucas.
Se notaba a la legua que al gigante-aparente, cualquier clase de vuelo, alto o menos alto, le llenaba de un tremendo malestar. Si no le hubiese gustado tanto la perspectiva de convertirse en faro de Lummerland es seguro que hubiera vacilado en tomar esa resolución. Con la cara muy pálida se dispuso a llenar una gran bolsa de provisiones con bocadillos y una calabaza con té. Cuando hubo terminado, con voz entrecortada, dijo:
—Amigos, estoy preparado.
Salieron de la casita y se dirigieron uno tras otro en silencio hacia el desierto, donde les esperaba Emma. Como era casi mediodía y el aire centelleaba por el calor del sol, el extraño juego de los espejismos había alcanzado su apogeo. Los cuatro caminantes vieron a la derecha, junto a ellos, mientras se dirigían hacia la locomotora, una enorme estatua ecuestre sobre la que crecía un roble en cuyas ramas había muchos hombres con paraguas abiertos. A la izquierda, cerca de Emma, flotaban tres bañeras pasadas de moda, una detrás de la otra, en círculo y parecían estar jugando a la gallina ciega. En el centro había un policía de tráfico, vestido de blanco, de pie sobre una plataforma. De repente los espejismos se desvanecieron.
Lucas sonrió:
—Bien muchachos, ya estamos. —Montó en Emma y le acarició el gordo vientre.
El señor Tur Tur se volvió y contempló emocionado su oasis y su pequeña casa blanca con las persianas verdes.
—¡Adiós, pequeña casa querida! —dijo en voz baja y agitó ligeramente una mano—, fuiste para mí, durante muchos años, el único refugio. No te volveré a ver nunca más. ¿Qué será de ti?
En aquel momento apareció en el cielo, sobre el oasis, un enorme barco con velas de color rojo como de sangre, sobre las que, en negro, había un gran 13. Se dirigió hacia el horizonte a una velocidad vertiginosa y desapareció.
Lucas siguió la aparición con mirada interesada y Jim también la contempló mientras le fue posible verla.
—¿Tú crees —prosiguió—, que era el barco de los Trece Salvajes?
—Es posible —gruñó Lucas—, es decir, es sumamente probable. Si supiéramos de dónde ha venido el espejismo, sabríamos ya mucho. Pero desgraciadamente lo ignoramos.
Y se dirigió hacia los dos invitados al viaje y exclamó alegre:
—¡Suban, por favor, señores!
El señor Tur Tur se tuvo que meter en la cabina y echarse en el suelo, para que se le viera lo menos posible. Porque Lucas, previsor como siempre, pensó en la terrible impresión que les causaría a los habitantes de China si vieran volar de pronto por el cielo un gigante tan enorme o aunque fuera sólo un pedazo de él, por ejemplo su cabeza si se le ocurría asomarse a la ventanilla. El gigante-aparente estuvo completamente de acuerdo con esta medida de precaución. Además prefería ver lo menos posible durante el viaje por el aire.
Nepomuk se metió también en la cabina. Se colocó en seguida, lleno de expectación, junto a una ventana. Podía curiosear todo lo que quisiera. Y quería verlo todo porque era terriblemente curioso.
Luego los dos amigos subieron al tejado de Emma, Lucas levantó el mástil hacia arriba y tiró del cordel de la derecha. Lentamente y sin ruido el Perpetumóvil se elevó del suelo, fue ganando velocidad y subió hacia el cielo.