Capítulo 22

A la mañana siguiente, cuando los dos amigos desayunaban con el emperador, se maravillaron de que Li Si no fuera a despedirles. El emperador mandó llamar a su hijita, pero acudieron las damas que, muy nerviosas, le comunicaron que la niña debía de estar escondida y que no la encontraban por ningún sitio.

—Seguramente —dijo Jim, afligido—, sigue enfadada por lo de ayer y no quiere venir a saludarme.

—Eso sería muy poco amable —opinó el emperador, muy serio—. No puedo dejar de censurar su conducta.

—Sí, las pequeñas princesas son sólo pequeñas princesas —gruñó Lucas—. De todos modos salúdela usted en nuestro nombre y dígale que en cuanto hayamos terminado nuestros asuntos haremos un viaje por el mar, especial para ella. Eso la consolará.

No tenían ya tiempo y por lo tanto no se pudieron entretener buscando a Li Si. El emperador les acompañó hasta el puerto, les abrazó y dijo:

—Que el cielo os proteja y que la fortuna, que hasta ahora os ha acompañado siempre, no os abandone en esta arriesgada aventura. Para mí y para mi pueblo el sol no brillará y ninguna risa ni música resonará en todo el reino hasta que volváis sanos y salvos.

¡No podía sospechar cuánta razón había en sus palabras!

Los dos amigos subieron al barco donde Ping Pong les estaba esperando. El momento de la partida había llegado. Levaron anclas y retiraron la pasarela.

En el muelle, la muchedumbre permanecía en silencio y rodeando al emperador. Todos miraban, con el corazón encogido, cómo el barco se alejaba lentamente.

Lucas y Jim se hallaban en el puente de mando junto a su viejo amigo el capitán, cuya cara estaba tan curtida por el viento y el sol que parecía un guante de cuero.

—¿Hacia dónde nos tenemos que dirigir, camarada? —preguntó el capitán después de haberles saludado—. Necesito saberlo para darle las órdenes al timonel.

—Por desgracia nosotros tampoco lo sabemos —contestó Lucas, y lanzó una gran nube de humo—. «El Dragón Dorado de la Sabiduría» dijo que debemos dejar que el barco vaya a la deriva porque así el viento y las corrientes lo llevarán al lugar exacto. Sí, eso dijo.

El capitán miró asombrado a los dos amigos.

—Eso lo habéis soñado —gruñó—, o bien os queréis burlar de mí. Aquello de la isla flotante de la otra vez podía aceptarse, pero esto pasa de la raya.

—No —le aseguró Jim—; es realmente así. El dragón dijo además que si cogíamos una sola vez el timón perderíamos el rumbo.

—¡Que me haga cosquillas una langosta! —gritó el capitán—. ¡Muchacho, con eso se reirán hasta las sardinas en aceite! Me llevo muy bien con vosotros, pero ningún lobo de mar ha llevado jamás un rumbo tan estúpido. Vosotros sabréis lo que os proponéis.

Al timonel se le dio la orden precisa de que no tocara el timón y dejara que el barco fuera a la deriva. El hombre se quedó allí, contemplando, con cara pensativa, cómo la rueda daba vueltas por sí sola, cuando las olas chocaban con el timón.

El barco cruzaba el mar sin rumbo fijo siguiendo una curiosa línea zigzagueante. Los marineros se apoyaban ociosos en la barandilla y esperaban. Soplaba una brisa ligera casi inapreciable y avanzaban muy lentamente a pesar de que todas las velas estaban izadas. El sol ardía sobre la cubierta. De este modo pasó el día.

Cuando llegó la noche, Jim y Lucas se echaron un rato en su camarote, pero el calor era insoportable. Daban vueltas intranquilos y no podían conciliar el sueño.

A medianoche empezó a soplar un viento fresco y el barco avanzó más aprisa; pero por la mañana se calmó. El mar estaba completamente tranquilo. No se movía ni una ola.

Cuando Jim y Lucas subieron a cubierta al amanecer, la mayor parte de la tripulación estaba ya allí, esperando en silencio, junto a la barandilla y de vez en cuando los hombres escupían sobre las perezosas olas.

La nerviosidad de todos aumentaba de minuto en minuto.

El único que en aquel barco dormía profunda y tranquilamente, era el pequeño superbonzo. La agitación de los últimos días le había agotado de tal forma que al zarpar había ido a la cocina y se había tomado un biberón de leche de lagartija. (Ésta, como todos recordarán, era a su juicio el alimento más sano para los niños de niños delicados y de poca edad). Vencido por una fatiga repentina, buscó un lugar fresco para dormir y eligió una cuba de madera. A fin de estar tranquilo y a oscuras, abrió su sombrillita y la colocó sobre la abertura. Dormía tranquila y profundamente y desde su refugio de madera se oían sus débiles ronquidos, parecidos al zumbido de una mosca encerrada.

¿Y Li Si?

La princesita había pasado una noche terrible. Todo su valor la había abandonado. Estaba sentada en su escondite, detrás de los sacos y tenía un miedo terrible. El silencio tan profundo aumentó su terror y llegó a pensar que estaba completamente sola a bordo cruzando el océano al encuentro de los Trece Salvajes.

Empezó a amanecer hacia el este, cuando de pronto sopló una ráfaga de viento que hizo encrespar la superficie del mar. Soplaba del sur. En aquel momento, el marinero de guardia en el mástil más alto, exclamó:

—¡Baaaarco a la viiiista! ¡Direeeeccioooón suuuuur!

Todos miraron hacia el horizonte con los nervios en tensión y contuvieron el aliento.

¡Por fin lo vieron!

Un gran barco surgió de pronto, acercándose a una velocidad increíble. Todas sus velas estaban izadas, velas de un color rojo de sangre. Justamente en el centro de la mayor había un enorme 13 pintado en negro.

—¡Ahí están! —exclamó Jim.

—Sí —contestó Lucas—, ya empieza, muchacho. Los tendremos que sorprender antes de que nos descubran, porque si no se nos escaparán. Su barco es el más rápido que he visto jamás.

—¡Alarma, alarma! —la voz majestuosa del capitán resonó sobre la cubierta—. ¡Todo el mundo a sus puestos!

La tripulación se colocó junto a los cañones, preparada para hacer fuego. Los marineros se habían ceñido los sables y puesto sus pistolas en las fundas del cinturón.

Todos vigilaban en silencio cómo se acercaba el barco de los piratas. Estaba ya a una milla de distancia. Pero parecía que nadie había descubierto todavía al barco imperial pintado de azul.

—¡Jim! —chilló Li Si con voz llena de terror y se acercó corriendo por la cubierta; se agarró fuertemente a Lucas y tartamudeó:

—¡Por favor, no! ¡Por favor, por favor, no! ¡Alejémonos rápidamente! ¡Quiero volver a casa! ¡Oh, por favor, no!

Sollozaba de un modo que partía el corazón y temblaba y se estremecía.

—¡Rayos y truenos! —exclamó Lucas, apretando los dientes—, ¡esto es lo que nos faltaba! ¿Qué hacemos ahora?

Por un momento dudó si debía atreverse a atacar a los Trece Salvajes teniendo a la princesa a bordo. Jim se quedó petrificado por el terror.

—¡Li Si! —fue lo único que pudo decir—. ¿Por qué lo has hecho?

—Llévala abajo —le ordenó Lucas—, y enciérrala en nuestro camarote para que esté en lugar más seguro. Desde ahora será muy peligroso estar en cubierta.

—A la orden, Lucas —dijo Jim, y se fue, arrastrando a la muchacha, que sollozaba.

Aunque el incidente duró muy poco, bastó para que Lucas perdiera la ocasión de atacar. Cuando se hallaban a media milla de distancia, los Trece Salvajes descubrieron el barco imperial camuflado y viraron a la velocidad del rayo hacia el oeste; huían a través del viento.

—¡Seguidles! —exclamó Lucas.

—¡Emprended la persecución! —tronó el capitán. El timonel se colocó de un salto junto al timón que le habían prohibido tocar. Mientras la mitad de la tripulación aseguraba las velas, la otra mitad se colocaba junto a los cañones preparada para disparar.

Pero el barco pirata se desvió y se dirigió contra viento, hacia el sur, navegando siempre en zigzag.

Jim había vuelto a la cubierta y permanecía junto a Lucas. En aquel momento el barco pirata cruzaba por delante de ellos a una distancia de unos cien metros. A simple vista se podían distinguir aquellos hombres siniestros. Estaban con los brazos cruzados y les contemplaban riendo con sarcasmo. Y en el castillo de popa del barco enemigo se veía a Molly, atada con gruesas cuerdas.

—¡Molly! —gritó Jim—. ¡Molly, ya vamos!

—Les dispararemos delante de la proa —dijo el capitán—, para que se detengan. A lo mejor se entregan voluntariamente.

—No lo creo —gruñó Lucas, golpeó su pipa y se la guardó en el bolsillo—. Jim, muchacho, tengo el presentimiento de que hoy entraremos en calor. Tendremos trabajo.

—¡Fuego! —exclamó el capitán, y sonó un disparo.

La bala se hundió en el agua delante de la proa del barco de los Trece Salvajes.

—¡Ja, ja, ja! —se oyó reír a los piratas, que luego empezaron a berrear en voz alta:

Trece hombres sentados en un ataúd,

jo, jo, jo, con un barril de ron…

—Bien —rechinó el capitán—, ¿queréis más? ¡Atención, cañones de babor, una salva! ¡Fuego!

El estampido de diez cañones resonó en el mar. El humo de la pólvora nubló durante un momento la vista. Cuando desapareció, pudieron ver que el barco pirata había descrito un círculo muy cerrado y que todas las balas habían caído al mar.

—¡Virad! —exclamó el capitán para volverles a alcanzar, y dirigiéndose a Lucas continuó—: Que esos hombres no me pongan nervioso porque lo sentirán.

Pero entretanto los piratas habían tenido una idea. No dejaron que el barco imperial se acercara tanto que sus balas le pudieran alcanzar. A veces se alejaban hasta el horizonte de modo que casi no se les distinguía. Luego se detenían como si no pudieran seguir avanzando, hasta que el barco imperial casi les alcanzaba.

—¿Por qué estas maniobras? ¿Por qué no huyen?

—No lo sé —gruñó Lucas, empujando su gorra hasta el cogote—; este asunto no me acaba de gustar. Tengo la desagradable sensación de que nos preparan una trampa.

Y había supuesto bien.

Cuando ya habían perseguido durante una hora al barco pirata, que con increíble habilidad les seguía el juego, el cielo se empezó a encapotar con negras nubes. En pocos minutos el aspecto del mar cambió completamente. Empezó a soplar un viento fuerte que silbó contra las velas. Las olas comenzaron a levantarse más y más y oscureció.

—¡Nos han metido en el centro de un tifón! —le gritó Lucas al capitán, y sujetó su gorra.

—Sí —dijo el capitán—, por esta vez abandonaremos el campo y, lo más rápidamente que podamos, volveremos hacia atrás.

—¡Enhorabuena! —respondió Lucas.

—¡Virad! —ordenó el capitán con voz de trueno—. ¡Damos la vuelta!

Pero si creían que los Trece Salvajes les iban a dejar volver tan fácilmente, se equivocaban. Había llegado el momento que los piratas habían esperado. A una gran velocidad se dirigieron hacia el barco imperial y le cortaron la retirada.

—¡Ya os enseñaremos, pandilla! —exclamó furioso el capitán—. ¡Cañones de estribor, una salva! ¡Fuego!

Por encima del mar se volvió a oír el estampido de diez cañonazos. Esta vez las balas no erraron el blanco. Pero, ¿qué sucedía? En lugar de penetrar en el barco pirata, las balas rebotaban sobre la quilla y volvían hacia atrás hasta caer sobre la cubierta del barco imperial.

—¡Demonios! —gruñó Lucas—, ¡su barco está blindado!

Entre los silbidos del viento se oían las carcajadas de los piratas y su canción:

Amaban el oro, el vino y el mar,

jo, jo, jo, con un barril de ron.

Pero al fin el demonio los fue a buscar,

jo, jo, jo, con un barril de ron.

—¡Ahora mismo os irá a buscar! —gritó el capitán, y ordenó—: ¡Fuego!

Todo se llenó de humo y las balas que volvían caían una tras otra en la cubierta del barco imperial.

—¡No disparéis! —exclamó Lucas—. ¿No ve usted, capitán, que nuestros disparos no sirven para nada?

—¿Qué hacemos entonces? —tronó el capitán en medio del estruendo.

—Tenemos que intentar escapar —respondió Lucas.

Era fácil decirlo; los piratas abrieron fuego en aquel mismo momento. Una salva tras otra cayeron sobre la cubierta de nuestro barco. Los Trece Salvajes estaban tan pronto a la derecha como a la izquierda y seguían haciendo fuego sin interrupción.

Jo, jo, jo, con un barril de ron…

Se les oía cantar. De pronto el viento, que chocaba silbando contra las velas, empezó a cambiar de dirección; a veces venía del sur, a veces del norte, del este, del oeste. Las velas de seda azul colgaban de las vergas hechas jirones.

—¡El tifón! —le gritó Lucas al capitán—. ¡Ya está aquí!

Sí; allí estaba el tifón. Un rayo azul cayó del cielo y dio en el palo mayor del barco imperial, que empezó a arder. Sonó un trueno ensordecedor. Olas de la altura de una casa se lanzaron sobre el barco. Los relámpagos surcaban ininterrumpidamente el cielo negro como la pez, y el ruido de los truenos se oía sin cesar. Pronto empezó a caer una lluvia espesa que cubrió el mar de espuma, de tal forma que parecía leche hirviendo. Pero fue una suerte, si de suerte se puede hablar en una situación tan desesperada, porque el agua que caía apagó el fuego.

Los dos barcos, el azul y el de las velas rojo sangre, bailaban de aquí para allá sobre el blanco mar, bajo el cielo negro.

El tifón parecía no tener nada que ver con el barco pirata. Éste bailaba y saltaba como un delfín sobre las olas espumeantes; tan pronto estaba aquí como allá y en medio del estruendo del mar embravecido se oía una y otra vez la canción de los Trece Salvajes:

Trece hombres sentados en un ataúd

jo, jo, jo, con un barril de ron.

Bebieron tres días vino a su salud…

Y dispararon otra salva contra el barco imperial, que se había convertido en un miserable buque medio destrozado. Poco a poco se fue haciendo pedazos, que salían despedidos por el aire.

El primer hombre de la tripulación que cayó por encima de la borda fue el timonel. Lo arrastró una ola, alta como una torre, que se lanzó rugiendo sobre el barco. Sólo tuvo tiempo de agarrarse a una plancha de madera y asirse a ella para no hundirse. El barco, sin timón, iba a la deriva, abandonado sin remedio a la furia de la tempestad y crujía lastimosamente.

Lucas tenía cogido a Jim por la cintura y se agarraba con toda su fuerza al palo mayor medio quemado.

—No podemos hacer nada, Jim —sollozó—; tendremos que esperar a que esos salvajes nos aborden…

La lluvia cesó repentinamente y él también se interrumpió. Los piratas pararon el fuego y se acercaron. Su barco bailaba sobre las olas al costado del otro. Con largos palos provistos de un gancho de hierro en la extremidad, acercaron los dos buques y aquellas figuras misteriosas y temerarias saltaron con los sables desenvainados, lanzando exclamaciones y gritos. Cada uno de ellos era tan parecido al otro que era imposible distinguirlos.

—¡Rápido, Jim! —exclamó Lucas—. Vamos a buscar a Molly.

Y diciendo esto se lanzó a la lucha. Se abría paso con una barra de hierro que había encontrado. Jim le seguía. Pronto llegaron junto a la pequeña locomotora. Lucas arrebató el sable a uno de los piratas, le cogió por el cogote y le tiró por la escalerilla, a la bodega del barco pirata. Luego, con unos cuantos sablazos cortó la cuerda que ataba a Molly y con Jim la empujó por un hueco de la destrozada barandilla hasta el barco imperial, que seguía junto al barco pirata.

Cuando los piratas les descubrieron empezaron a echar pez ardiendo sobre la cubierta del barco imperial. Casi toda se apagó con el agua que había, pero parte de ella cayó en la bodega donde había estado escondida Li Si. Pronto empezaron a salir densas nubes de humo.

En realidad, los marineros eran más que los piratas, pero muchos habían caído al mar o habían sido lanzados por la borda. Y aunque hubiesen sido cien veces más numerosos de nada les hubiese servido. Con unos hombres gigantescos que tenían la fuerza de un oso y que parecían no conocer el miedo, no hubiesen conseguido nada. Los que luchaban desesperadamente eran cada vez menos. Los apresaban uno tras otro, los ataban y se los llevaban al barco pirata.

Ping Pong despertó de su sueño al empezar el tifón. Era muy pequeño y no podía ayudar a sus amigos y se tuvo que conformar con asistir en silencio a la terrible derrota. Al último que vio luchar como un león fue a Lucas. Pero cuando siete gigantes se le echaron encima, se vio obligado a entregarse. Le ataron también y le trasladaron como a los otros al barco pirata, donde por una escotilla le tiraron a una habitación completamente oscura.

¿Dónde estaba Jim?

Sin que nadie le viera se había subido al último mástil que quedaba en pie en el barco imperial. Pero las llamas que llegaban desde abajo empezaron a prender en los jirones de las velas. La humareda envolvió al muchacho y éste empezó a ahogarse. Las llamas se acercaban más y más. No tenía elección: en el momento en que los dos barcos se abordaron, con un salto peligrosísimo, pasó a la arboladura del barco pirata. Quedó colgado entre las velas de color rojo de sangre y se agarró lo más fuerte que pudo. Vio cómo los piratas registraban de arriba abajo el barco imperial, cómo cogían a Li Si y la metían en su barco con los demás prisioneros y también cómo cargaban con las armas, las municiones y los objetos de valor que encontraban y se las llevaban.

Cuando hubieron terminado, colocaron una carga de dinamita en la bodega, encendieron una mecha muy larga, volvieron a toda prisa a su barco y se alejaron rápidamente. Cuando estaban a cien metros de distancia, en el barco imperial se produjo una tremenda explosión; el barco se partió por la mitad y las dos partes se hundieron en el mar. Durante un momento, Jim vio brillar la caldera de la pequeña locomotora; luego ésta también desapareció bajo las olas.

—¡Molly! —sollozó Jim, muy bajo, y dos lágrimas muy gruesas le resbalaron por las negras mejillas.

Por el agua flotaban algunos maderos y tablas, y algo más lejos descubrió una pequeña barrica sobre la que había una sombrilla de colores abierta. Jim no podía imaginar que allí dentro estaba Ping Pong.