Capítulo 11
Cuando estuvieron terminados todos los preparativos, los dos exploradores hicieron rodar con cuidado a la locomotora calafateada hasta el agua. Luego se subieron al tejado de la cabina.
Emma se hundió dulcemente en las olas, meciéndose, virando despacio, de forma que su proa asomara sobre la superficie del agua. El mástil estaba en posición horizontal delante de la cabina. Su extremo, con los dos pedazos de imán, se elevaba unos dos metros por encima de la parte más saliente de la caldera.
—Tendremos que remar un rato —explicó Lucas—, para que Molly no sea atraída y vuele detrás de nosotros. Es una suerte que haya pensado en traer el remo.
Cuando la distancia le pareció suficiente, agarró los dos cordeles.
—¡Llega el momento decisivo, Jim!
Tiró del cabo de la derecha, el atizador se colocó en el centro de los dos trozos; en el mismo instante se estableció el contacto y la fuerza empezó a atraer a Emma con mucha potencia. La locomotora se abalanzó sobre el imán, pero como éste estaba colgado del mástil que había sujetado fuertemente a la cabina, era naturalmente imposible que pudiera alcanzarlo. Éste iba siempre delante y Emma, atraída por su terrible fuerza no tenía más remedio que seguirle.
—¡Eh! —chilló Jim, ilusionado—, ¡funciona!, ¡y qué bien funciona! ¡Viva!
La espuma saltaba por sobre la proa de Emma como en el viaje con las morsas, pero la velocidad iba siempre en aumento.
—¡Agárrate bien! —exclamó Lucas en medio del fragor—, ahora intentaré pilotar yo.
Cogió el mástil y movió sus goznes hacia la derecha. La locomotora describió en seguida una gran curva ancha y soberbia.
—¡Fantástico! —Jim dio gritos de júbilo—, ¿pero, la podrás detener?
Lucas tiró del cordel de la izquierda, el atizador se inclinó y los trozos de imán quedaron sin conexión. La velocidad disminuyó, pero la locomotora había adquirido tanto impulso que siguió avanzando. Lucas inclinó el mástil hacia atrás y al mismo tiempo tiró del cordón de la derecha: la fuerza de atracción volvió a sentirse, pero esta vez hacia atrás y ello hizo que la locomotora se detuviera tan de repente que Jim se cayó al agua.
Lucas soltó el imán y ayudó a su amigo a volver al tejado de la cabina.
—Funciona estupendamente —dijo Jim y escupió algo de agua—, sobre todo el freno.
—Sí, es cierto —respondió Lucas—, no podemos desear nada mejor.
—¿Cómo llamaremos a nuestro invento? —preguntó Jim—. Me parece que le tendríamos que dar un nombre.
—En eso tienes razón —dijo Lucas—, forzosamente tiene que tener un nombre.
Encendió su pipa y fumó un rato.
—¿Cómo te gusta más. Jimoneta o Jimóvil?
—No —opinó Jim con modestia—, porque parecería que el invento es mío.
—Tú también has intervenido —dijo Lucas——, en todo caso en los principios.
—¡Pero lo más importante lo has inventado tú! —insistió Jim. Por eso Lucomóvil o Lucomotora me parecería mucho mejor.
—No —dijo Lucas—, porque parece la palabra locomotora mal pronunciada. Tenemos que encontrar un nombre más razonable. Otros inventores han bautizado sus obras por algo particular que ofrecían sus inventos. ¡Ya lo tengo! El nuestro se llamará «Perpetumóvil».
—¿Qué significa eso? —preguntó Jim poniéndose muy nervioso.
—Significa —le explicó Lucas—, que funciona siempre por sí solo y no necesita nunca carbón ni bencina ni nada parecido. Muchos inventores se han roto la cabeza pensando en la forma de fabricar un Perpetumóvil de éstos. Pero no han conseguido dar con ella. Si llamamos Perpetumóvil a nuestro invento, todo el mundo sabrá que hemos solucionado este problema. ¿Qué opinas?
—Si es así —dijo Jim muy serio—, estoy de acuerdo contigo, lo mejor será llamarlo Perpetumóvil.
—Bien —asintió Lucas, sonriendo—, este asunto está solucionado. Pero ahora tengo que hacer otra prueba muy especial con nuestro Perpetumóvil. En realidad la más importante. ¡Agárrate, Jim! ¡Empiezo!
Al pronunciar estas palabras, Lucas enderezó el mástil de forma que quedó en posición vertical. Los trozos de hierro colgaban del travesaño directamente sobre la locomotora. Lucas tiró de la cuerda de la derecha.
¡Sucedió algo asombroso!
Al principio lentamente, luego cada vez con mayor rapidez, la pesada Emma se levantó por encima del agua y quedó suspendida levantándose sobre las olas, un metro, dos, tres… Subía como un ascensor. Jim, por el susto se agarró fuertemente a su amigo que era muy grande y con los ojos muy abiertos por el asombro miró hacia abajo, hacia el mar.
Lucas también estaba sorprendido. Al comenzar esta prueba, él mismo había tenido dudas acerca del resultado. Pero ahora ya no se podía dudar. El Perpetumóvil era capaz, no sólo de avanzar por sí mismo sino de levantarse en el aire.
—Éste es un momento memorable —murmuró Lucas solemnemente.
—Sí —respondió Jim—, yo también lo creo así.
Cuando habían volado ya unos veinte metros sobre la superficie del mar, un fuerte golpe de viento dio en el Perpetumóvil y lo arrastró porque como la locomotora ya no tenía un suelo firme bajo sus ruedas y flotaba en el aire, se hallaba a merced de los vientos igual que un barco lo está de las corrientes marinas.
Lucas intentó pilotar. Inclinó un poco el mástil hacia la derecha y el Perpetumóvil sintió en seguida la fuerza de atracción y volvió a su sitio. Pero Emma subía siempre más alto. Estaban ya a unos cincuenta metros de altura. Jim no se atrevía a mirar hacia abajo porque hubiera tenido vértigo.
Lucas, después de su feliz experimento de pilotaje se había vuelto más atrevido y empezó a describir grandes círculos y curvas en el aire con el Perpetumóvil, moviendo el mástil una vez hacia aquí, otra hacia allá. Cuando ya le había zarandeado bastante, la velocidad aumentó extraordinariamente y Emma siguió la dirección fijada. Pero la locomotora dejó de remontarse. A ratos Lucas la hacía bajar como si fuera un planeador. Debido a esos movimientos frenéticos Jim empezó a sentir una sensación muy rara en el estómago y la pobre Emma estaba medio atontada. Se había acostumbrado ya bastante bien a nadar, pero que ahora tuviera que volar como un pájaro, no parecía compatible con la dignidad de una locomotora honorable.
Por fin, Lucas dirigió el Perpetumóvil hacia la superficie del mar. Mediante unas maniobras muy hábiles pudo frenar la velocidad vertiginosa que llevaba y hacerlo posar sobre el agua. La espuma cubrió la proa de Emma como cuando la nieve cubre a una máquina quitanieves.
Entonces desconectó el imán y remó hacia las rocas de hierro, de las que se habían alejado bastante.
—La pequeña princesa de los mares no ha vuelto todavía —dijo Jim cuando hubieron llegado al punto de partida—, las riendas de las morsas están en el mismo sitio en que las dejamos.
—Lo había imaginado —gruñó Lucas—, los habitantes del mar tienen una noción muy especial del tiempo.
—Pero nosotros no podemos estar aquí cien años esperando —exclamó Jim, preocupado—, tenemos que ir a buscar al señor Tur Tur.
—¡Claro! —afirmó Lucas—, y no esperaremos mucho tiempo; hoy mismo saldremos en su busca. Iremos por el aire, en nuestro Perpetumóvil.
—¡Oh, sí! —exclamó Jim, ilusionado—; ahora podremos volar tranquilamente por encima de la montaña «La Corona del Mundo».
—¡Exacto! —dijo Lucas y fumó con aire resuelto—; además, de esa forma el viaje será muy rápido.
—En realidad, con el rodeo que hemos dado y la reparación no hemos perdido mucho tiempo —afirmó Jim.
—Al contrario —contestó Lucas—, no hubiéramos podido hacer nada mejor para llegar más aprisa a nuestra meta.
—Pero —añadió Jim—, ¿qué dirá la princesa de los mares si ha encontrado un guarda para el gran imán y vuelve aquí con él y nosotros no estamos?
—Sí —murmuró Lucas, pensativo—, tienes razón. Le tendríamos que dejar un aviso.
—¿Y qué haremos con Molly? —preguntó Jim—, ¿tendremos que hacer con ella otro Perpetumóvil?
—No es posible —dijo Lucas—, en el aire se atraerían entre sí y chocarían. Sería demasiado peligroso.
—Es verdad —opinó Jim después de haberlo pensado un rato—; quizá sea mejor dejar a Molly aquí y recogerla a la vuelta. ¿No te parece?
Lucas asintió.
—Me parece que realmente eso es lo mejor. Buscaremos para ella un lugar protegido del viento y para que no le suceda nada malo la ataremos. Para ello utilizaremos las riendas de las morsas. Si durante nuestra ausencia la pequeña sirena vuelve, buscará las riendas, encontrará a Molly y pensará que volveremos pronto a recogerla.
—Bien —dijo Jim—, yo también creo que no le puede suceder nada si la dejamos aquí.
Empujaron, pues, a la pequeña locomotora hacia un lugar resguardado del viento. Había por allí una cueva pequeña en la que cabía perfectamente. Jim le hizo un collar con las riendas de las morsas y lo aseguró con siete nudos a un clavo de hierro que clavó en la cueva.
—Bien, muchacho —dijo Lucas—, ahora ni siquiera un terremoto podría sacar a Molly de su escondrijo. Pero me ha entrado un hambre feroz. Antes de ponernos en marcha tenemos que comer para almacenar fuerzas. Ya empiezo a pensar en la verdura tan buena que comeremos esta noche en casa del señor Tur Tur.
—¿Pero tú crees —preguntó Jim—, que esta noche estaremos allí?
—Es posible —respondió Lucas—, además, con nuestro Perpetumóvil, la cosa no es difícil.
Fueron a buscar la bolsa con las provisiones de la señora Quée y se las comieron todas, hasta la última miga.
Es universalmente sabido que el apetito aumenta desmesuradamente cuando se hacen inventos importantes. Si alguien no lo cree así, lo puede probar.