Capítulo 3
Cuando estuvieron todos reunidos en la pequeña cocina de la señora Quée, el cartero dijo:
—Por lo que veo, las cartas de contestación están ya preparadas. El asunto del faro también está solucionado, así es que puedo seguir el viaje.
—¿Hacia dónde irá usted? —preguntó la señora Quée—. Si por casualidad se dirigiese a China, Lucas, Jim y Li Si podrían ir con usted. Para mí sería una gran tranquilidad.
—Iría muy a gusto —contestó el cartero—, pero, sintiéndolo mucho, ahora no tengo que ir hacia el lado de China. Ante todo, debo dirigirme hacia las islas Canarias, allí tengo que entregar algunas cartas y recoger muchos canarios que quieren que los lleve hacia otros países a visitar a sus parientes.
—¡Ni hablar! —exclamó Jim—. Queremos viajar con Emma, como la otra vez. ¿Qué opinas, Lucas?
—Hmm —gruñó Lucas, y asintió pensativo—, no tengo nada en contra. Sólo me pregunto si esta forma de viajar será muy a propósito para Li Si.
—Tienes razón —dijo Jim, mirando inquisitivo a Li Si.
La pequeña princesa dudaba. Ya una vez había viajado por el mar, con mucha ilusión, en una Emma calafateada, pero recordaba que el viaje había sido terriblemente incómodo. ¿Qué pasaría si hubiera tormenta y se mareaba? ¿Y si una gigantesca ballena engullía a la locomotora con sus pasajeros? ¿O si Emma se agujereaba y se hundían?
En un segundo se le ocurrieron a la princesita mil cosas terribles que podían suceder. Por eso dijo:
—Lo cierto es que no quisiera volver a China. Mis vacaciones no han terminado todavía.
—Eso es muy razonable —dijo la señora Quée—. Quédate tranquilamente aquí, Li Si. Así tendré a alguien que me haga compañía y me ayude en la tienda.
Entretanto, el cartero había estado recogiendo todas las cartas y las había metido en un saco. Jim y Lucas le acompañaron hasta la orilla. Se despidieron de él y el cartero partió.
Cuando el barco correo se hubo perdido de vista, los dos amigos se dirigieron a la pequeña estación para ver cómo estaban Emma y Molly.
Jim le dio unas palmadas cariñosas a la caldera de su pequeña locomotora, luego se volvió hacia Lucas, que le miraba sonriendo con satisfacción, y dijo:
—¿No te parece que desde anteayer ha crecido, Lucas?
—Pse —asintió Lucas con la pipa entre los dientes—, se ha desarrollado magníficamente. Pero si nos vamos con Emma, ¿qué haremos con Molly?
—¿Crees que nos la podríamos llevar?
—Como tú quieras, Jim —respondió Lucas—, al fin y al cabo se trata de tu locomotora. Pero tú conoces los peligros con que nos podemos encontrar, y Molly es muy joven todavía.
Jim suspiró. La decisión era muy difícil. Por fin, titubeando, dijo:
—Pero es posible que le convenga acostumbrarse a las aventuras.
—Bien —dijo Lucas—, entonces nos la llevaremos.
—¿Cuándo partiremos? —quiso saber Jim.
Lucas examinó el cielo. Desde el mediodía soplaba un vientecillo ligero que dispersaba los negros nubarrones. Por algún claro se empezaba a asomar ya el cielo azul.
—Tendremos una noche muy clara —explicó Lucas, que era un experto—. El viento es favorable, ni demasiado fuerte ni demasiado débil. Opino que lo tendríamos que aprovechar y levar anclas esta misma noche. ¿Estás de acuerdo?
—¡A la orden, Lucas! —dijo Jim.
—Bien —respondió Lucas—, vamos a prepararlo todo.
Y así lo hicieron. Mientras Lucas preparaba la estopa y el alquitrán para calafatear a las dos locomotoras, Jim informó a la señora Quée. Ésta suspiraba una y otra vez mientras, ayudada por Li Si, preparaba para Jim una pequeña mochila con ropa de abrigo a fin de que no se enfriara y metía en ella diez pañuelos para que el muchacho tuviera siempre alguno para sonarse y ponía jabón, toallas y cepillo de dientes encima de todo para que cada mañana se pudiera lavar las orejas y los dientes. La señora Quée estuvo a punto de olvidarse de la caja de juegos que tan útil les podía ser en el largo viaje. Por suerte, Li Si pensó en ello.
Entretanto, Jim había vuelto a la estación y mientras Lucas calafateaba a Emma, hizo lo mismo con Molly. Igual que cuando el primer viaje a China cerraron con mucho cuidado las puertas de la cabina y taparon todas las rendijas con estopa y alquitrán. Luego tuvieron que sacar el agua de las calderas para que estuvieran vacías y las dos locomotoras pudieran flotar en el agua como botellas vacías. Por fin, Lucas, ayudado por Jim, ató el mástil a la cabina de Emma y cuando hubieron terminado izaron la vela. A Molly no le pusieron mástil, porque decidieron que iría mejor a remolque de Emma, atada con una cuerda muy fuerte para que no se perdiera.
Cuando los dos amigos terminaron con los preparativos, empezaba a anochecer. Se lavaron a conciencia las manos que tenían muy sucias de alquitrán. Para ello emplearon, naturalmente, el jabón especial para maquinistas que tenía Lucas. Luego se fueron a la cocina de la señora Quée para cenar tranquilamente antes de partir. Mientras ponían la mesa, Jim se fue a su habitación, se puso su traje azul de maquinista y la gorra de visera. Durante la cena estaba tan excitado que no podía estar quieto y casi no comía, por lo que la señora Quée le repetía continuamente:
—Jim, querido, se te enfría la comida, estropearás tu estómago.
Pero no decía nada más, estaba silenciosa y preocupada. El viaje le llenaba el corazón de pena y de temores.
La princesita tampoco había dicho nada en todo el tiempo y se iba poniendo cada vez más pálida. Miraba a Jim con sus grandes ojos llenos de tristeza y de vez en cuando sus labios temblaban un poco. ¿Volvería a ver a Jim alguna vez? ¿Qué sería de ella si a él le sucediera algo? Sabía ya, desde cuando Jim le había liberado, junto con los demás niños, de su cautiverio del dragón, la valentía con que se enfrentaba con los más horribles peligros.
Después de la cena se fueron a la estación, donde las dos locomotoras calafateadas estaban ya dispuestas para el viaje. El viento hinchaba la vela sobre la cabina de Emma. La pequeña Molly estaba detrás de ella y una cuerda muy fuerte la mantenía atada a la locomotora madre. Lucas se metió en el ténder por el agujero de carga del carbón y llegó al interior de la cabina de Emma para guardar en su sitio la mochila de Jim, algunas mantas de lana, la caja de los juegos y otras muchas cosas. Esta vez también, por precaución, un remo que les podía ser útil en algún caso apurado. La señora Quée les había preparado un gran paquete de panecillos, y una docena de huevos duros y otras provisiones de viaje que Lucas guardó también. Cuando hubo terminado, los dos amigos empujaron cuidadosamente a Emma hasta la playa y la metieron en el agua. Luego con un cabo ataron la locomotora grande a la orilla.
Entonces apareció, seguido por el señor Manga, el rey Alfonso Doce-menos-cuarto; les dio la mano a Lucas y a Jim, y dijo:
—¡Amados y respetados súbditos! Estoy profundamente emocionado. No puedo explicar hasta qué punto me embarga la emoción. Estoy tan emocionado que no puedo decir nada más. Perdonadme por ello, no puedo hablar. Como despedida, antes de vuestro viaje, sólo puedo decir una palabra: los Estados Unidos de Lummerland y de Nuevo Lummerland os contemplan con orgullo. ¡Demostraos dignos de ello!
Después de haber pronunciado esta alocución, se quitó las gafas y limpió con su pañuelo de seda los cristales, que se habían empañado.
La señora Quée abrazó a Jim, le dio un beso de despedida y dijo:
—Jim, querido mío, por favor, sé muy prudente, ¿me oyes? Y cuídate mucho. ¡Prométemelo!
Entonces empezó a llorar; Li Si tampoco se pudo con tener, se agarró al cuello de Jim y sollozó:
—¡Jim, querido Jim, vuelve pronto! ¡Por favor, volved pronto los dos! Tengo mucho miedo de que os suceda algo. Y, por último, se adelantó el señor Manga, diciendo:
—Me uno efusivamente a los deseos de nuestras muy respetadas señoras.
Sacó también su pañuelo y se sonó, para disimular la pena que sentía por aquella despedida.
Lucas sacó grandes nubes de humo de su pipa y gruñó:
—No os preocupéis, amigos, hemos salido sanos y salvos de muchas situaciones peligrosas. Ven Jim, muchacho, es hora de partir.
Y se metió en el agua para llegar hasta Emma. Jim le siguió y montó detrás de su amigo sobre el tejado de la cabina de la locomotora grande. Soltaron las amarras, la vela se hinchó con el viento, el mástil crujió débilmente y el extraño barco, con su pequeña locomotora a remolque, se puso en movimiento.
Los que quedaron en tierra agitaban sus pañuelos y decían una y otra vez:
—¡Adiós! ¡Buena suerte! ¡Que os vaya bien! ¡Buen viaje y feliz regreso!
También Lucas y Jim estuvieron saludando con la mano hasta que Lummerland con sus dos picos desiguales hubo desaparecido en el horizonte.
El sol poniente se reflejaba en el océano sin fin que se extendió frente a ellos y formaba con su luz un camino dorado y brillante que iba desde el este hasta el oeste y por su centro avanzaban las locomotoras flotantes.
Lucas había apoyado su brazo en los hombros de Jim y los dos contemplaban el camino brillante de luz que les había de llevar a lugares remotos, quizá de nuevo a países y partes del mundo desconocidas. Nadie podía saber a dónde.