Capítulo 18
Entretanto, el Nock con caparazón, que era muy previsor, había estado recogiendo en el mar una gran brazada de algas sedosas: son plantas fibrosas, delgadas como un hilo y muy resistentes, crecen principalmente en el mar de los Bárbaros, como todos los que tienen conocimientos de botánica de los océanos lo pueden confirmar. Todos estos hilos estaban unidos formando en un extremo una especie de cuerda muy gruesa y si Lucas y Jim la ataban en los topes delanteros de Emma, Sursulapitchi podría enganchar con mucha habilidad dos o tres caballitos de mar en cada hilo. Esto exigió algún tiempo y los dos amigos aprovecharon la pausa para tomar un bocadillo. En realidad, ninguno de los dos tenía apetito, pero el señor Tur Tur insistió amablemente que fueran razonables y que los aceptaran para que no les fallaran las fuerzas. Desde la hora del desayuno no habían tomado nada.
Cuando el sol se escondió en el horizonte, los caballitos de mar estaban enganchados. El viaje de inmersión podía empezar. Lucas y Jim se disponían a abrir la tapa del ténder para meterse en la cabina, cuando el señor Tur Tur les detuvo, exclamando:
—Respetados amigos, les ruego que me dejen ir con ustedes.
—¿Quiere venir con nosotros? —preguntó Lucas, asombrado—. Querido señor Tur Tur, esta empresa será bastante peligrosa.
—Ya lo sé —dijo el señor Tur, Tur, pálido, pero decidido—; precisamente por eso no me quiero quedar aquí, sino que deseo compartir el peligro con ustedes. Opino que eso es lo que hay que hacer entre amigos.
—Tiene usted razón —respondió Lucas—; bien, venga con nosotros.
Los tres entraron en la cabina por el agujero por donde se echaba el carbón. Desde el interior, Lucas cerró concienzudamente la tapa para que cerrara herméticamente como la tapa de una lata. Luego puso una plancha de hierro debajo del agujero del carbón y todo quedó listo. Lucas le hizo una seña con la mano al Nock con caparazón que miraba hacia adentro por la ventana. Uchaurichuuum nadó hacia la válvula de la caldera y el grifo del agua (Lucas le había enseñado lo que tenía que hacer), y las abrió.
Los tres que estaban en la cabina contuvieron el aliento y escucharon.
Desde el interior de la caldera se oía algo como un chapoteo. Luego, de pronto, el agua empezó a subir por las ventanillas hacia arriba; por lo menos así parecía. En realidad, la locomotora empezaba a hundirse, al principio lentamente, y luego siempre más de prisa. Cuando estuvo completamente sumergida bajo la superficie del mar, reinó un silencio completo, porque ya no se oía el ruido de las olas. La luz crepuscular verdosa inundó la cabina. Poco a poco la locomotora dejó de mecerse y se hundió con la suavidad de un ascensor, con lo que la luz verde se fue debilitando cada vez más. Los tres pasajeros vieron a la princesa de los mares que delante de ellos, con los caballitos de mar, nadaban hacia abajo y junto a la cabina a Uchaurichuuum, que se hundía también con ellos.
Lucas examinó las rendijas de las puertas y la plancha de hierro del agujero del carbón. Hasta aquel momento todo parecía estar en orden. No entraba ni una gota de agua. Bajó la cabeza satisfecho.
Poco a poco se hizo completamente oscuro. Debían de estar ya a gran profundidad. A Jim el corazón le latía con fuerza, y el gigante-aparente se estrujaba convulsivamente las manos. Lucas estaba muy ocupado junto al cuadro de mandos y encendió los faros de Emma. Dos crudos haces de luz penetraron la oscuridad negro-verdosa. Por delante de ellos pasaron peces muy raros y miraron asombrados, con sus ojos saltones, aquella claridad tan poco corriente. Algunos eran delgados y largos como espadas, otros tan cortos y parecían cofres cubiertos de púas. Luego pasaron peces planos y gigantescos, semejantes a grandes alfombras voladoras. Muchos de ellos estaban cubiertos de lunares y dibujos brillantes, otros tenían pequeñas linternas que colgaban de sus largos morros. El mundo que aparecía ante los ojos de los viajeros era al mismo tiempo siniestro y maravilloso.
La locomotora seguía hundiéndose como si el descenso no tuviera fin. Por fin, sintieron una sacudida. Estaban en el fondo. Pero lo que pudieron ver a la luz de los faros de Emma era horrible.
Miraran a donde miraran, sólo veían barcos hundidos que yacían los unos junto o encima de los otros. La mayor parte estaban medio destruidos, la madera casi no se distinguía porque estaba cubierta de algas, moluscos y corales. Los cascos tenían agujeros enormes por los que se divisaba el interior. Jim pudo ver, asustado, un esqueleto sentado encima de un cofre ruinoso, cubierto de algas, en el que brillaban incrustaciones de oro.
A la pequeña sirena no le fue muy fácil encontrar entre los restos de los naufragios un camino para la locomotora. Muchas veces tuvieron que pasar por dentro de un barco medio deshecho, como si fuera un túnel. Era realmente extraordinario ver a la locomotora, que tirada por una gran nube de caballos de mar se deslizaba por aquel inmenso cementerio de buques.
—Todo esto —dijo Lucas con voz apagada—, son barcos que chocaron contra las rocas magnéticas hace muchos siglos. —Al cabo de un rato añadió—: Me alegra pensar que esto, en el futuro, no volverá a suceder.
—Sí —dijo Jim, muy bajito—; yo me alegro de que ahora esté allí Nepomuk.
La locomotora ya había dado la vuelta al pie de las rocas magnéticas. Sursulapitchi dirigió a sus caballitos de mar para dar un segundo rodeo a las peñas de hierro. Luego un tercero y un cuarto, siempre en círculos mayores. Los viajeros miraban atentamente en todas las direcciones por las ventanillas y escudriñaban con la mirada todos los oscuros rincones. Pero a Molly no se la veía por ninguna parte. Sólo había miles y miles de buques hundidos.
Habían transcurrido varias horas en esta búsqueda infructuosa cuando Jim bostezó y murmuró para sí:
—Me parece que Molly no está aquí.
—Sí —dijo el señor Tur Tur y empezó a bostezar también, poniéndose educadamente la mano delante de la boca—. A lo mejor ni siquiera ha caído al agua.
—Se ha caído al agua —dijo Jim medio dormido—, pero no se ha hundido. Estaba calafateada. A lo mejor las olas se la han llevado.
—Es posible —gruñó Lucas—; eso sería una cosa muy desagradable, porque el océano es muy grande. Nos pasaríamos la vida buscando.
—Los hombres del mar nos podrán ayudar —dijo Jim, y volvió a bostezar.
—¿Os sucede lo mismo que a mí? —preguntó el señor Tur Tur, al cabo de un rato—. De repente he empezado a sentir una fatiga irresistible.
—Sí —respondió Jim, que no conseguía dejar de bostezar—; ¿qué será?
También Lucas había empezado a bostezar. De pronto se interrumpió y miró fijamente a Jim y al señor Tur Tur.
—¡El oxígeno! —exclamó—. No se trata de un cansancio normal. ¡Nos falta oxígeno! ¿Sabéis lo que eso significa?
—Que lo mejor sería —respondió el señor Tur Tur, asustado—, volver lo más rápidamente posible a la superficie.
—Exacto —gruñó Lucas. Golpeó en la ventanilla y el Nock con caparazón, que se había sentado junto a su prometida, en la parte anterior de la locomotora, se acercó con movimientos muy lentos y miró por el cristal. Lucas le explicó con gestos que tenían que volver en seguida a la superficie.
Uchaurichuuum asintió con la cabeza y se fue nadando lentamente hacia Sursulapitchi para explicarle el deseo de los viajeros. La princesa de los mares dirigió sin pérdida de tiempo a los animales hacia arriba. La locomotora empezó a subir.
El Nock con caparazón volvió a acercarse a la ventanilla, sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Por el semblante de los tres hombres del interior adivinó que la cosa empezaba a ponerse seria. Les hizo un ademán tranquilizador con la mano y volvió junto a la sirena para aconsejarle lo que debía hacer.
—Si hiciéramos salir el agua de la caldera —murmuró Jim, al que, a pesar del peligro, casi se le cerraban los ojos—, Emma subiría por sí sola.
—Debajo del agua no se puede hacer salir el agua —le explico Lucas—. Muchacho, hemos cometido una tontería.
—¿Y si saliéramos y nadáramos hacia arriba? —dijo Jim. Pero Lucas sacudió la cabeza.
—Desde aquí a la superficie hay demasiada distancia. Nos ahogaríamos antes de llegar.
—Pero, ¿qué haremos? —preguntó el señor Tur Tur con voz temblorosa.
—Esperar —respondió Lucas—. Esperemos que a los de afuera se les ocurra algo.
Entonces se puso a trabajar en la plancha de seguridad del agujero del carbón. La corrió lentamente y con cuidado hacia un lado para ver si había entrado algo de agua en el ténder. Por las rendijas de la caldera se había filtrado como medio cubo de ella y corría por el suelo de la cámara, pero al abrir la plancha de seguridad entró en la cabina el aire no utilizado que estaba antes en el ténder.
—Con esto tendremos para un rato —dijo Lucas.
—¿Cuánto? —preguntó el señor Tur Tur.
—No tengo ni idea —respondió Lucas—, de todos modos por ahora nos será útil. Tendremos que dejar de hablar para no gastar tanto oxígeno. Parece que los de ahí afuera han tomado ya una decisión.
Así era. El Nock con caparazón había recordado que a medianoche Nepomuk encendería las luces del mar. No podía faltar mucho para esa hora. Había que sacar, por lo tanto, lo más rápidamente posible a la locomotora del radio de atracción de las rocas de hierro. La única manera de volver a llevar a Emma a la superficie era conducirla hacia una isla cuya playa subiera suavemente desde el fondo del mar y por donde los caballitos de mar pudiesen arrastrarla. Sursulapitchi conocía una isla así. Estaba bastante lejos, pero si se daban prisa podrían llegar a tiempo. Como no podían perder ni un minuto, incitó a la legión de caballitos de mar a que corrieran todo lo posible y los animalitos galoparon.
Con gran atención y en silencio los viajeros vieron desde la cabina cómo la locomotora se alejaba de pronto de las rocas de hierro a una velocidad asombrosa.
—Van muy decididos —dijo Jim en voz baja y en un tono lleno de esperanza—; tengo curiosidad por saber adónde nos llevan.
—No habléis —respondió Lucas—, no sabemos lo que durará esto.
Volvieron a callar y miraron por los cristales el fondo del mar que pasaba ante ellos como un paisaje, cada vez a mayor velocidad.
Al principio, durante un buen rato, sólo vieron montañas de arena a medida que las cruzaban. Por allí no parecía haber vida; sólo vieron algunos cangrejos semejantes a pedazos de roca.
Al cabo de un rato llegaron a una grieta profunda que cruzaba todo el fondo del mar. Sursulapitchi y Uchaurichuuum hicieron que los caballitos de mar avanzaran todavía a mayor velocidad y saltaron con la locomotora por encima del abismo. Llegaron sanos y salvos al otro lado de la sima y el viaje continuó con la misma rapidez. El pelo plateado de la sirena flotaba detrás de ella serpenteando de una forma muy rara.
Ninguno de los viajeros hubiera podido decir cuánto tiempo llevaban viajando. Debía de ser casi medianoche. Pero ya se encontraban fuera del radio de atracción del gran imán. Los tres que estaban en la cabina luchaban contra la gran somnolencia que les embargaba irresistiblemente. ¿Llegarían, antes de que fuera tarde, a la desconocida meta salvadora?
De pronto se dieron cuenta de que empezaban a remontarse. Durante un rato les pareció incluso que habían llegado a una isla. Pero luego el suelo volvió a ser horizontal y dejaron de subir.
Jim casi no podía tener los ojos abiertos. Lucas no estaba mucho mejor que él y el gigante-aparente estaba ya dormido y respiraba muy débilmente.
Los dos amigos vieron por último, como en un sueño, pasar por delante de las ventanillas una tierra maravillosa. Bosques de corales que se alternaban con prados enormes llenos de flores de burbujas. Y allí, esas montañas, ¿no eran de piedras preciosas transparentes y multicolores? Ahora pasaban por un enorme puente que se balanceaba. ¿Había puentes en las profundidades? Luego… ¿qué era aquello? Una antiquísima ciudad hundida, con palacios y templos maravillosos, construidos con piedras preciosas de muchos colores.
Nepomuk debía de haber conectado en aquel instante el gran imán, porque alrededor de ellos, el fondo del mar se iluminó de pronto con una luz suave y verdosa. Los palacios caídos empezaron a brillar y relucir con los más maravillosos colores del arco iris.
Este cuadro formidable fue lo último que Jim vio medio en sueños. Luego ya no pudo resistir al cansancio y se durmió. Por último también a Lucas se le cerraron los ojos.
Los caballitos de mar siguieron adelante arrastrando la locomotora, por entre las calles de una ciudad sumergida, hacia su meta desconocida.