Capítulo 25

A la mañana siguiente (es decir, cuando el reloj del capitán indicó que afuera el sol debía de haber salido ya, porque, naturalmente, en la fortaleza «Ojo de la Tempestad» era imposible ver nada), Li Si, con las provisiones de los piratas, preparó un suculento desayuno para todos, compuesto de bizcocho, mantequilla salada, sardinas en lata, arenques ahumados, mayonesa de langosta y un gran tazón de café. Mientras comían y bebían. Jim volvió a explicar con todo detalle lo que habían dicho los piratas. Cuando empezó a hablar de lo de la corona y el pergamino, Li Si preguntó:

—¿No dijeron dónde están esas cosas? Sería muy interesante saberlo.

—No —contestó Jim—; de eso no hablaron.

—Buscaremos —dijo Lucas—, seguro que estarán escondidas en algún sitio.

Cuando terminaron el desayuno, cogieron las antorchas, las encendieron acercándolas al fuego y registraron solos o en grupos todas las innumerables galerías y cámaras de la fortaleza.

No tardaron mucho porque Jim y Li Si encontraron la cámara del tesoro.

Los dos niños recorrieron de la mano, maravillados, la gran habitación llena, de arriba abajo, de brillantes y refulgentes joyas. Había objetos de todas las clases, de oro y de plata, desde candeleros y bañeras, hasta grandes copas de oro, cucharillas y dedales de plata; había cofres y armarios repletos de alhajas, monedas y piedras preciosas y fardos de colchas de seda, bordadas con perlas y el suelo estaba cubierto de gruesas alfombras persas. Naturalmente, reinaba un desorden infernal porque los piratas no le daban mucha importancia al orden.

Jim y Li Si pasearon lentamente por la habitación y de pronto se detuvieron ante un pequeño cesto de junco calafateado, es decir, con todas las rendijas recubiertas de pez.

—¡Es éste! —susurró Li Si, excitada.

Jim levantó la tapa y miró el interior.

Allí había una maravillosa corona con doce puntas y un cetro.

—Sí —dijo Jim—, éste es.

Llamaron a Lucas y a los demás y les enseñaron lo que habían encontrado. Lucas examinó en seguida el cetro y descubrió que la punta se podía desenroscar. En el interior, enrollado, estaba el antiguo pergamino y lo sacaron. Tenía, más o menos, el aspecto que podéis contemplar en las dos páginas siguientes.

Desconocido que encuentres a este niño,

has de saber:

Al que lo salve y lo recoja con amor

y lealtad, verá algún día su bondad

premiada regiamente.

Pero al que le haya daño le será

quitado el poder y la fuerza; será

atado y juzgado. Porque por medio

del niño lo torcido se enderezará.

Este es el misterio de su origen.

Tres reyes santos y sabios llegaron

hasta Jesús niño para llevarle sus regalos.

Pero uno de ellos era negro y su nombre

era Baltasar. El reino grande y hermoso

de este rey de cara negra, se perdió y no

se encontró nunca más.

Desde entonces los descendientes del

rey Baltasar van errantes por los países

y los mares de la tierra, buscando siempre

su reino perdido, su patria llamada Jamballa.

Han transcurrido desde entonces treinta y

dos generaciones. Y nosotros, los últimos,

habremos naufragado con nuestro barco

antes de que nadie lea este mensaje.

Porque la tempestad nos engulle. Este

niño es, en orden de sucesión, el

descendiente número treinta y tres del santo

rey Baltasar, y está escrito que él encontrará

Jamballa. Lo ponemos en esta cesta de juncos

para que se salve por intercesión del Cielo.

Ponemos a este niño en las manos de Dios y

por ello que su nombre sea:

Príncipe Mirra.

Los ojos de Jim se habían vuelto muy grandes y oscuros, al oír el mensaje que Lucas leía. Admiraba, con el corazón le latía muy fuerte, la corona que tenía en la mano. Los demás permanecían en silencio. Era un momento muy solemne.

Lucas hizo un guiño a su pequeño amigo y dijo:

—Póntela, te pertenece.

Entonces Jim se puso la brillante corona sobre sus negros cabellos encrespados.

El capitán y los marineros se quitaron las gorras, se inclinaron y murmuraron:

—¡Nuestra felicitación, Majestad!

Y luego el capitán exclamó:

—¡Viva nuestro príncipe Mirra! ¡Viva, viva!

Los lobos de mar se unieron a los vítores y lanzaron al aire sus gorros.

—¡Rayos, Jim, muchacho! —dijo Lucas, contento—; ahora te has convertido en un príncipe. Y además, ¡qué príncipe! Pero hay que reconocer que lo has merecido. Espero que a pesar de ello sigamos siendo amigos, ¿no?

—¡Oh, Lucas! —respondió Jim, completamente atontado por la felicidad.

—¡Jim, oh Jim, cuánto me alegro! —exclamó Li Si, batiendo palmas—; ahora sí que somos un príncipe y una princesa.

—Ah —gruñó Lucas, sonriendo satisfecho—. Y así, mi compañero será el primer y único maquinista del mundo con corona.

Cuando volvieron a la sala principal y se sentaron alrededor del fuego, discutieron sobre lo que debían hacer con los piratas y con sus tesoros. Primero decidieron juzgar a los Trece Salvajes para condenarlos con arreglo a la ley. Llevaron a los piratas atados al salón, y los colocaron en un rincón vigilados por los marineros, que se pusieron a los dos lados.

—Si yo tuviera que decidir —empezó diciendo el capitán—, opinaría que estos tipos no merecen más que la muerte. Los tendríamos que echar a los tiburones, tal como ellos pensaban hacer con nosotros.

Los piratas no abrieron la boca. Estaban pálidos, pero tenían un aire insolente. En sus semblantes apareció una sonrisa sardónica.

—Claro —dijo uno de los marineros—; todos estamos de acuerdo con el capitán.

Jim miró pensativo a los ladrones, que seguían en silencio. Luego sacudió la cabeza y dijo:

—No; eso no me parece justo.

—Pero lo merecen —exclamó el capitán, furioso—. No hay duda.

—Es posible —respondió Jim—; pero en una ocasión me salvaron la vida. Fue cuando me sacaron del agua.

—Eres tú quien debe decidir —dijo Lucas, pensativo——. Porque tú has sido el que los ha vencido.

—Si soy yo el que tiene que decidir —dijo Jim, muy serio—, les perdono la vida.

La mueca sarcástica de la cara de los piratas desapareció. Se miraron confusos porque no estaban acostumbrados a oír cosas como aquéllas. Li Si también contemplaba a Jim llena de asombro. Pensaba que era muy generoso, que su generosidad era verdaderamente principesca.

Los piratas habían cambiado entre sí unas palabras en voz baja. Luego uno de ellos tomó la palabra:

—Jim Botón, tus palabras han salvado tu vida y la de tus amigos. Somos hombres feroces, pero sabemos apreciar la generosidad. ¡Por el infierno, la muerte y los dragones, claro que lo sabemos! Por ello os concederemos, a ti y a tus amigos, la libertad.

—¡Escuchadle! —gritó furioso el capitán imperial, y se puso muy colorado por la ira que le embargaba. ¡Estos tipos se han vuelto locos o es que su desfachatez es tan grande como el océano! Esto lo merecéis por vuestra magnanimidad. Los tendríamos que colgar sin más contemplaciones.

—Calma, calma —Lucas interrumpió al enfurecido lobo de mar—. No me parece que se estén burlando de nosotros. Vamos a escuchar lo que tienen que decir.

El pirata había escuchado impasible la explosión de odio del capitán. Con voz ronca dijo:

—Jim Botón, nos has derrotado y nos has atado tal como decía el mensaje del antiguo pergamino. Sí, lo has hecho. Estábamos dispuestos a morir aguantando el tipo y sin abrir la boca. El demonio nos hubiera venido a buscar. Pero, ¿sabéis lo que os hubiese sucedido? No hubierais podido salir nunca del «Ojo de la Tempestad». ¿Creéis que esos marineros y ese capitán hubieran sido capaces de gobernar el barco por el gran tifón? ¡Por el fuego eterno que eso no lo puede hacer nadie en el mundo más que los Trece Salvajes!

—Tiene razón —murmuró Jim, desconcertado.

El capitán del barco imperial abrió la boca para decir algo. Pero no se le ocurrió nada a propósito y la volvió a cerrar.

—Jim Botón —agregó otro pirata—, hemos decidido sacaros a ti y a tus amigos de aquí y llevaros al lugar de donde habéis venido. Pero con una condición.

—¿Cuál? —preguntó Jim.

—Que nos devuelvas la libertad —respondió el pirata, con ojos brillantes.

—Sería muy cómodo para vosotros —silbó el capitán.

Jim meditó. Luego sacudió la cabeza.

—No —dijo—, no lo puedo hacer. Seguiríais recorriendo los mares y poniendo en peligro las vidas de los demás. Volveríais a abordar los barcos y a robar lo que encontrarais en ellos. Raptaríais niños y cometeríais muchas fechorías. Si la condición es ésta, nos tendremos que quedar todos aquí.

Los piratas enmudecieron. Por fin, uno de ellos se levantó y miró a Jim con fiereza.

—Jim Botón —dijo con voz ronca—, te voy a decir lo que haremos. Hemos hecho un juramento: que cuando alguien nos derrote, los Trece Salvajes desaparecerán. Lo hemos jurado. No admitiremos nunca un castigo, ni justo ni injusto. Nadie más que nosotros mismos puede decidir nada sobre nosotros. Lo hemos jurado. Hemos llevado una vida libre y salvaje de piratas. Ahora estamos vencidos. Por eso ahora que remos escoger nuestra muerte libre y salvaje de piratas. Nos dirigiremos hacia el norte y allí, en la noche eterna, entre los hielos eternos, nosotros y nuestro barco nos helaremos. ¡Lo haremos así, como nos llamamos los Trece Salvajes!

Jim miró a los piratas con sus grandes ojos. Sentía admiración por la arrogancia de los Trece Salvajes, a pesar de las maldades que habían cometido.

—Si os dejo en libertad —preguntó Jim—, ¿me daréis vuestra palabra de honor de nunca volver a hacer daño a nadie?

Pareció que los piratas meditaban. Al cabo de un rato uno de ellos dijo:

—Hay algo que queremos resolver antes de que llegue nuestra última hora. El dragón os ha ayudado a encontrarnos, así se lo dijiste ayer a tus amigos.

—Sí —contestó Jim—; sin su ayuda no hubiera conseguido venceros.

El pirata asintió y miró a sus hermanos.

—Le buscaremos. Tenemos una cuenta pendiente con él. Nos ha traicionado.

Jim miró a Lucas que fumaba pensativo.

—Todavía no saben —le susurró Jim a su amigo—, que se ha convertido en un «Dragón Dorado de la Sabiduría». ¿Tú crees que le podrán hacer daño?

—Creo que no —opinó Lucas, muy serio—; pero me parece que será muy útil que el dragón y los Trece Salvajes se vuelvan a encontrar.

Jim se dirigió de nuevo a los piratas y dijo:

—Sé dónde está el dragón, pero no le podréis encontrar sin mi ayuda. ¿Me juráis que no queréis hacer daño a nadie más?

—Lo juramos —respondieron los piratas a la vez, con voz ronca.

Entonces, Jim se levantó y les quitó las ligaduras. Los demás le miraban conteniendo la respiración. Los piratas se pusieron de pie y miraron al muchacho con una mirada extraña.

—Bien —dijo Jim cuando hubo desatado al último de los prisioneros—; ahora llevaremos todos los tesoros al barco y zarparemos.

Los piratas parecieron dudar un momento, pero luego obedecieron la orden. Naturalmente, los marineros les ayudaron a empaquetarlo todo y durante un rato se pudo contemplar el espectáculo insólito de unos honrados lobos de mar que transportaban cofres llenos de alhajas y paquetes de sedas maravillosas ayudando a los más despiadados piratas que hayan existido jamás.

—¡Rayos, muchacho! —gruñó Lucas y lanzó unas boca nadas de humo—; éste es un asunto arriesgado.

—Lo es —añadió el capitán—. ¡Cerdos marinos asados con siete cerditos marinos! Si en esta cueva de ladrones hubiera un peine, me peinaría porque se me han puesto los cabellos de punta. Hay que reconocer que el príncipe Mirra ha hecho lo único razonable que se podía hacer. Soy un viejo lobo de mar y mis hombres tienen mucha experiencia, pero no hubiéramos conseguido salir de esta tromba marina. Ningún marino decente se atrevería ni a soñar en hacer lo que estos tipos del demonio van a lograr. Tengo que reconocer que es un asunto arriesgado, pero Jim Botón lo ha conseguido.

—Espera —gruñó Lucas—; todavía no ha terminado.

Cuando todo estuvo preparado para la partida, uno de los piratas se acercó a Jim y exclamó:

—Estamos listos. ¿Hacia dónde nos tenemos que dirigir?

—Hacia China —dijo Jim.

Salieron, subieron al barco con las velas de color rojo de sangre y empezó el arriesgado viaje de vuelta.