Capítulo 28

Salieron todos y se detuvieron en silencio en la gran plaza delante de la pagoda. El viento de la noche hacía vacilar la llama de sus velas. Nadie se atrevía a turbar el silencio. Todas las miradas se dirigían interrogantes y llenas de tensión hacia los doce hermanos. ¿Qué iban a decidir? ¿Intentarían llevar a cabo la hazaña o el príncipe Mirra tendría que seguir siendo para siempre un rey Sinpaís? Los piratas seguían allí con la cabeza baja y no se movían.

Jim no se pudo contener y dio un paso hacia ellos. Pero no le salieron las palabras de la boca. Los piratas levantaron los ojos y miraron largo rato al muchacho. Luego uno de ellos murmuró:

—¡Danos tiempo para pensar! Mañana al amanecer te diremos lo que hayamos decidido.

Jim asintió con la cabeza. Luego dio lentamente media vuelta y con Lucas se dirigió a palacio. El emperador, Li Si y los marineros les seguían.

Cuando los piratas se quedaron solos encendieron un fuego en el centro de la plaza y se sentaron alrededor, mirando fijamente las llamas. No les apetecía cantar y además la canción de los Trece Salvajes ya no tenía sentido. Aquella noche hablaron muy poco. Pero cuando las primeras luces del amanecer empezaron a borrar las estrellas del cielo, habían tomado una decisión. Apagaron el fuego y entonces vieron a Lucas y a Jim que se dirigían hacia ellos, cruzando la plaza.

Uno de los hermanos fue a su encuentro.

—Está decidido —dijo—, hundiremos el «Ojo de la Tempestad».

Jim agarró la mano de Lucas y respondió en voz baja:

—Iremos con vosotros.

Los doce hermanos le miraron asombrados.

—¿No queréis volver a vuestra casa? —preguntó uno de ellos.

—No —contestó Jim—. Por mí vais a hundir a vuestro país. Queremos compartir el peligro con vosotros.

Los piratas se miraron asombrados y en sus ojos apareció un brillo sospechoso.

Cuando el sol salió sobre Ping, el barco con las velas de color rojo de sangre navegaba ya por el océano hacia el «País que no puede existir».

La pequeña princesa entraba en aquel momento en la habitación de los dos amigos para despertarlos y decirles que podían desayunar. Pero sólo encontró una tarjeta, en la que Lucas, con letras mal escritas, había puesto:

¡HASTA LA VISTA EN JAMBALLA!

Leyó asustada el mensaje y marchó corriendo al parque para preguntarle al dragón cómo irían las cosas. Antes de llegar ante la gran pagoda se le ocurrió pensar que seguramente el dragón no hablaría con ella porque sólo hablaba con sus dos señores. Pero estaba tan preocupada que no se le ocurrió otra solución y entró a pesar de todo.

Asustada, se acercó al gigantesco «Dragón Dorado de la Sabiduría» y puso la tarjeta delante de sus ojos. Luego se echó atrás y como que no se atrevía a hablar, con el corazón encogido hizo una profunda reverencia y permaneció mucho rato con la cara casi tocando el suelo. El dragón no se movió.

—Por favor —dijo Li Si—, por favor, dime si les ocurrirá algo.

Pero sus labios pronunciaron, muy bajito, sólo un nombre: «¡Jim!».

—¡Tranquilízate, pequeña reina de Jamballa! —dijo de pronto una voz muy dulce.

Li Si le miró. ¿Era realmente el dragón el que había hablado? Seguía echado en el suelo, apoyado en las patas anteriores y sus ojos miraban por encima de la princesa, a lo lejos. Sólo él podía haber hablado, porque allí no había nadie más.

—¡Gracias! —exclamó Li Si y se volvió a inclinar profundamente—. ¡Gracias, «Dragón Dorado de la Sabiduría»!

Salió y se dirigió corriendo al encuentro de su padre, que estaba sentado en la terraza del palacio, y le explicó lo ocurrido.

—Hasta ahora el cielo ha protegido a nuestros nobles amigos —dijo el emperador, emocionado—, no los abandonará ahora.

Por la tarde, Ping Pong, con toda la flota, llegó al puerto de Ping. El capitán y los marineros del barco imperial acogieron con grandes muestras de alegría a los náufragos y les contaron lo que había sucedido desde que se habían separado.

Cuando el barco de velas de color rojo de sangre, se dirigía a una velocidad fantástica, a través del huracán, hacia la tromba marina, empezaba a anochecer. Los piratas volvieron a girar alrededor de la gigantesca columna de agua atravesada por los reyes, hasta alcanzar su misma velocidad. Entonces dejaron que el torbellino arrastrara el barco y por último aterrizaron en el silencioso «Ojo de la Tempestad» delante de su fuerte.

Jim y Lucas bajaron del barco con los piratas y los acompañaron hasta la gran sala donde se hallaba la trampa que llevaba al calabozo con las doce puertas de cobre oxidadas.

—¡Escucha! —dijo uno de los hermanos dirigiéndose a los dos amigos—, allá abajo no podréis ayudarnos en nada. Mejor será que volváis al barco y preparéis todo para zarpar. Cuando subamos tendremos que partir en seguida.

—Sí, si subimos —gruñó otro.

Callaron todos un momento. Luego el primer pirata agregó:

—Si no subimos tendréis que tratar de salir solos de aquí.

—De acuerdo —dijo Jim.

—Pero no esperéis demasiado —añadió el tercer pirata—, ya no podréis hacer nada por nosotros. Procurad al menos poneros a salvo.

—Hay algo que queremos decirte, Jim Botón —gruñó el primero—. Tanto si volvemos como si no volvemos: desde ahora somos tus amigos.

Todos le sonrieron a Jim. Luego abrieron la puerta de la trampa y bajaron, uno tras otro, hacia el calabozo.

—Ha llegado el momento, Jim —dijo Lucas—. ¡Vamos!

Al llegar al barco, Lucas ató unas cuerdas muy largas en los amarraderos con lo que el casco del buque quedó fuertemente atado al muelle. Le tiró los cabos a Jim, que estaba sobre cubierta. Jim los cogió y se preparó para tirar de ellos en cuanto fuese necesario. Luego Lucas subió también. No podían hablarse debido al estruendo de la tromba marina, del viento. Los dos amigos permanecían silenciosos el uno junto al otro y esperaban.

Entonces, se oyó un estrépito enorme que provenía de las profundidades. En el mismo instante, el «País que no puede existir» empezó a temblar y a estremecerse. El ruido se iba acercando y de todos los agujeros de las rocas comenzaron a salir verdaderos ríos de agua. Las aguas subían y se deslizaban como torrentes por toda la superficie.

Jim luchó consigo mismo porque no sabía si debía soltar los cabos. No se decidía a hacerlo.

De pronto en la entrada de la fortaleza «Ojo de la Tempestad» se formó una intensa cascada que dio contra el navío con una violencia aterradora. El barco se inclinó y estuvo a punto de zozobrar.

En medio de la blanca espuma, los dos amigos descubrieron un revoltijo de cuerpos humanos. Lucas reunió todas sus fuerzas, se asió con una mano a la barandilla y se inclinó sobre las aguas para alcanzarlos. Agarró a uno de los piratas por el brazo y como los doce hermanos estaban cogidos unos a otros, consiguió llevarlos a cubierta.

Pero era demasiado tarde para zarpar. El «País que no puede existir» se rebelaba a su hundimiento. Pero había sonado su hora y los elementos se precipitaban sin compasión sobre él. Los dos amigos y los doce piratas, aturdidos, se agarraron a los mástiles. El barco fue levantado en el aire y giró en él como un trompo. Luego las aguas que salían de la montaña cayeron en cascada y lanzaron el barco hacia las profundidades. Entretanto, el gigantesco monte se había cubierto de agua y de todos sus agujeros salían torrentes que burbujeaban y hervían. Los relámpagos los atravesaban continuamente.

Por último, el mar se abrió en círculo alrededor del «País que no puede existir» y formó un remolino de dimensiones increíbles. De las profundidades llegaba un estruendo que parecía proceder del interior de la Tierra y la enorme isla de roca se hundió en medio de un gorgoteo horripilante.

Al mismo tiempo la tromba marina cesó y el gigantesco remolino negro arrastró al barco llevándoselo hacia abajo, siempre en círculo, como si quisiera engullirlo en su garganta insaciable.

Pero los doce hermanos habían tenido tiempo suficiente para recobrar el ánimo. No quedaba nada de las velas rojas, pero la rueda del timón funcionaba todavía. El barco se había hundido ya unos doscientos metros hacia el fondo del mar y resbalaba en círculos por una pared de agua casi vertical. Los dos amigos contemplaron, a través de una espesa cortina de lluvia, cómo los piratas hacían retroceder el barco, metro a metro, por el enorme remolino y lo llevaban de nuevo a la superficie. Se quedaron pasmados. Se agarraron, casi ya sin fuerzas, al mástil.

Cuando volvieron en sí miraron asombrados a su alrededor. El remolino se había cerrado y sobre el mar, llano y tranquilo, soplaba una brisa suave. En el cielo de la tarde brillaba un último rayo de sol.

Los piratas, uno junto a otro sobre el barco destrozado, contemplaban, sobre el mar en calma, el lugar donde antes había estado su tierra.

Jim y Lucas se les acercaron.

Al cabo de un rato, uno de los piratas dijo, con voz ronca:

—Hemos hecho lo que quería el «Dragón Dorado de la Sabiduría». Hemos expiado nuestras culpas. ¿Pero ahora a dónde vamos, Jim Botón? Ya no tenemos patria. Si no quieres ser nuestro jefe y no nos llevas a tu reino tendremos que resignarnos a cruzar sin descanso en nuestro barco todos los mares del mundo.

—Lummerland es demasiado pequeño para todos nosotros —contestó Jim lentamente—. Pero en cuanto sepa dónde está Jamballa nos dirigiremos hacia allá y vosotros seréis mis guardias de corps y defenderéis mi reino.

—¿Y cómo nos llamaremos? —preguntó uno de los piratas, excitado.

—Príncipe Mirra y sus Doce Invencibles —contestó Jim.

Los piratas le miraron un momento con la boca abierta y prorrumpieron en gritos de júbilo.

—¡Jo, jo, jo! —chillaban riendo—. ¡Es estupendo, nos gusta, nos gusta! ¡Vivan el príncipe Mirra y los Doce Invencibles! —y rodearon al muchacho, le subieron a hombros y le lanzaron una y otra vez al aire. Lucas se rascó sonriendo la oreja y gruñó:

—¡Atención, amigos, no rompáis a nuestro príncipe!

Entonces los piratas empezaron a cantar con voz ronca y fuerte. Era su vieja canción de piratas, pero a medida que cantaban cambiaban las palabras de la melodía. Como los hermanos eran completamente iguales en todo, no tuvieron que pensar antes en la letra:

Ahora somos los Doce Invencibles,

jo, jo, jo, con un gran jefe negro.

Desciende de un rey, del Mago Baltasar,

jo, jo, jo, nuestro gran jefe negro.

Que nadie ose al reino amenazar,

jo, jo, jo, de nuestro príncipe negro.

Juramos ser fieles hasta morir,

jo, jo, jo, a nuestro gran jefe negro.

Cuando hubieron terminado sus primeras demostraciones de alegría y Jim volvió a sentir el suelo bajo sus pies y recobró el aliento, dijo:

—Ahora que somos amigos os puedo decir que no me gusta eso de no poder distinguiros. Tendríamos que hacer algo para que se os pudiera conocer.

—Sería estupendo —contestó uno de los hombres—. Nosotros también lo habíamos pensado, ¿no es cierto hermanos?

—Sí —respondió otro—; es cierto, pero no se nos ha ocurrido nada.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Jim—. Habéis dicho que cada uno de vosotros no conoce más que una letra.

—Así es, jefe —contestó uno de los hermanos, asombrado.

—Entonces es muy sencillo —dijo Jim—, cada uno de vosotros llevará un nombre que empiece con su letra.

—¡Que me parta un rayo! —murmuró uno de ellos—. El príncipe se ha sacado de la manga lo que no habíamos conseguido en toda nuestra vida. ¡No hay como tener algo en la cabeza!

Entonces los hermanos se adelantaron y escribieron su letra. Lucas se las leyó a Jim y los dos amigos pensaron un nombre aceptable para cada uno. No hubo dificultad más que para uno, para aquel que había creído siempre que su letra era una I. Necesitó un buen rato para darse cuenta de que en realidad era una J pero luego encontró que era una letra muy bonita.

Por último, Lucas les leyó los nombres por orden:

  1. Antonio
  2. Emilio.
  3. Fernando.
  4. Ignacio.
  5. Javier.
  6. Luis.
  7. Maximiliano
  8. Nicolás
  9. Rodolfo
  10. Sebastián
  11. Teodoro
  12. Ulrico

Los gigantescos muchachos estaban más contentos que un niño en la noche de Reyes y se alegraron muchísimo detener un nombre que les permitiría distinguirse de los demás.

—¿Hacia dónde nos dirigiremos ahora? —preguntó Ulrico.

—Hacia Lummerland —contestó Jim—, el dragón me dijo que volviera a casa y que allí me enteraría de todo.

—Bien —dijo Maximiliano—, ¿pero, con qué nos iremos? ¡Por todos los diablos, no queda ni un trozo de nuestras velas de color rojo de sangre! Y no tuvieron más remedio que ir a buscar las preciosas sedas bordadas con perlas, las alfombras y los encajes que con los demás tesoros estaban en la bodega. Cuando hubieron izado el último pañuelo de damasco y la última servilleta de brocado, el barco tenía un aspecto muy extraño pero hay que reconocer que era soberbio. Se dirigieron hacia el sol poniente, hacia la pequeña patria de Jim, con cientos de pequeñas y grandes y maravillosas velas desplegadas, que se hinchaban con el viento.