Capítulo 5

Entretanto, a lo lejos, había aparecido un hombre de mar, que tenía una expresión boba, unos ojos saltones y parecía una carpa. Llevaba las riendas de seis morsas blancas, las cuales al ver a la princesa de los mares empezaron a resoplar de alegría y a golpear el agua con sus aletas.

—¡Aquí estoy, princesa Sursulapitchi! —exclamó el hombre del mar con voz aguda y chillona—, aquí traigo a las seis morsas blancas.

—Muchas gracias, Wutchel —respondió la princesa del mar—, se amable y engánchalas delante de este barco tan extraño.

Y dirigiéndose a los dos amigos, prosiguió:

—Wutchel es el jefe de nuestras cuadras, tiene a sus ordenes a todos los animales de tiro, desde el más pequeño caballito de mar hasta la morsa más grande.

Mientras el jefe de cuadras Wutchel enganchaba las seis morsas pura sangre delante de la locomotora, Jim y Lucas, por consejo de la sirena, arriaron las velas y las guardaron con cuidado en la cámara.

Cuando todos los preparativos estuvieron terminados, Wutchel preguntó:

—¿Tengo que guiar yo, princesa Sursulapitchi?

—No —respondió la sirena—, yo misma lo haré. ¡Muchas gracias, querido Wutchel!

—De nada —chilló el hombre de mar y desapareció en las aguas. La princesa Sursulapitchi se sentó en lo alto de la locomotora y cogió las riendas.

—¡Ahora, agarraos fuerte! —exclamó, dirigiéndose a los dos amigos; luego chasqueó un par de veces, muy flojo, con la lengua, y las seis morsas de pura sangre empezaron a avanzar.

Emma empezó a deslizarse por encima del agua a una velocidad vertiginosa. La blanca espuma saltaba de izquierda a derecha de la locomotora formando un arco. La pequeña Molly, a remolque, bailaba solemnemente sobre las olas.

Al cabo de un rato la pequeña sirena se llegó junto a los dos amigos, que se hallaban en la cabina, y se sentó confiada a su lado. Las seis morsas eran animales tan obedientes y dóciles que mantenían, sin que nadie les guiara, el rumbo y la velocidad.

—Es posible que os extrañe —dijo la princesa de los mares— que en todo nuestro océano no exista nadie que pueda arreglar las luces del mar.

—Sí, ¿cómo es posible? —preguntó Lucas—. Antes habría algún técnico que se ocupara de estas cosas.

—Sí, teníamos uno —la princesa Sursulapitchi suspiró—, pero pensad en la cantidad de cosas de las que hay que ocuparse: los peces luminosos, en lo más profundo del océano, las flores de luz, las rocas encendidas que tienen que iluminar el agua en los lugares donde nunca llega un rayo de sol. Pero, por desgracia, ahora el técnico no está aquí. Se llama Uchaurichuuum. ¿Le conocéis, por casualidad?

—Por desgracia, no —dijo Lucas.

—Es un Nock con caparazón encantador —les informó la muchacha del mar, soñadora—, tiene más o menos mi edad, alrededor de los tres mil años.

—¿Qué dice, señorita? —exclamó Lucas—, ¿tan joven?

—Sí —respondió la princesa de los mares—, ya es increíblemente listo.

—Por favor —fue Jim el que habló—, ¿qué es un Nock con caparazón?

—¿No lo sabéis? —exclamó la sirena muy asombrada.

Un Nock con caparazón es un Nock con un caparazón en la espalda, así como una tortuga es una especie de sapo con un caparazón. Nock es como llamamos nosotros a los hombres del agua. Es muy parecido a mí, pero no tiene cola, sino un caparazón, ¿comprendéis?

—Esto es muy interesante —dijo Lucas, divertido.

—¿Verdad que sí? —murmuró la muchacha del mar, riendo feliz—. A mí también me lo parece. Tiene un aspecto muy elegante. Y el ser tan inteligente creo que le viene de sus parientes. Las tortugas también son animales muy sabios.

—¿Dónde se ha metido ahora? —quiso saber Lucas.

—Como veréis —suspiró la sirena, afligida—, esto es lo triste. En realidad, el que tiene la culpa es papá. Uchaurichuuum es mí prometido y mi padre le ha encargado una misión que tiene que cumplir. Mi padre ha dicho que si Uchaurichuuum consigue llevarla a cabo nos podremos casar. Pero la misión es tan terriblemente difícil que temo que en todo el mundo no haya nadie capaz de cumplirla. Mi prometido, al despedirse me dijo que tardaría como máximo dos o trescientos años en volver, pero hace ya cuatrocientos que se fue. No he recibido de él ni una carta y es posible que haga tiempo que esté muerto.

Entonces la princesa de los mares empezó a llorar, sollozando de tal forma que partía el corazón. Cuando una sirena llora no derrama sólo pequeñas lágrimas como una muchacha normal; esto lo podéis comprender. Es, por así decirlo, una criatura de agua, por ello de los ojos le salían a la pequeña Sursulapitchi verdaderos ríos. El agua manaba igual que cuando se estruja una esponja. Los dos amigos se sentían conmovidos ante tanto dolor, y Lucas dijo consolador:

—Volverá, señorita. Pero, ¿qué clase de misión tan difícil es ésa que le ha encargado el rey Lormoral?

—Mi prometido tiene que fabricar el «Cristal de la Eternidad» —aclaró la sirena, e hipó.

—¿Fabricar qué? —preguntó Jim.

—El «Cristal de la Eternidad» —repitió Sursulapitchi—; un cristal especial que nunca se rompe. Se le puede forjar y darle martillazos como si fuera metal, pero no hay nada que lo destroce.

Por otra parte, es claro y transparente como el agua más pura. ¿Habéis visto la corona que llevaba mi padre? Está hecho con «Cristal de la Eternidad», y existe desde que hay habitantes en el mar. Fue hecha hace un tiempo inmemorial por un gran artista de los mares y se ha conservado hasta nuestros días hermosa y en perfecto estado.

—¡Ah! —dijo Jim, y sus ojos se abrieron por el asombro—, ¿con qué se hace ese cristal?

—El que conoce el secreto —contestó la sirena—, puede transformar cualquier metal, hierro, plomo, plata o el que sea en «Cristal de la Eternidad». Pero sólo existe un ser en el mundo que conozca el secreto. Y sólo cuando este ser se muere le revela al oído a su sucesor la manera de fabricar el cristal.

Lucas dijo pensativo:

—Entonces, Uchaurichuuum puede tener que esperar mucho todavía si no encuentra al que le pueda revelar el secreto.

—No —contestó la sirena—, mi prometido es ahora el sucesor. Gracias a un viejo maestro de las profundidades ha adquirido conocimientos maravillosos.

Los dos amigos se miraron perplejos.

—Entonces todo está en regla —exclamó, súbitamente, Lucas.

—Ah —suspiró la sirena—, si sólo se tratara de eso, de descubrir el secreto, sería muy sencillo. Entre nosotros ha habido siempre hombres que han conocido el secreto, y a pesar de ello hace cien mil años que no se ha fabricado el «Cristal de la Eternidad». Tenéis que saber que ningún hombre del mar lo puede hacer sin la ayuda de otro. Pero este otro tiene que ser un hombre de fuego. Hubo un tiempo en que éramos amigos de los hombres de fuego, pero desde entonces han pasado muchos, muchos años. Nadie recuerda cuándo empezó la guerra entre los dos reinos, pero de todas formas lo importante es que somos enemigos. Desde entonces no se ha vuelto a fabricar el «Cristal de la Eternidad».

—Bien —gruñó Lucas, pensativo—, y ahora Uchaurichuuum busca a un hombre de fuego que esté dispuesto a hacer las paces.

—Sí —asintió la princesa Sursulapitchi—, desde hace cuatrocientos años, y es posible que tenga que seguir buscándolo durante cien mil años más. Es muy difícil olvidar una enemistad tan grande y tan antigua.

—Es natural —dijo Lucas, y más cuando todos se han acostumbrado a ella.

Mientras hablaban, el mar y el cielo habían ido cambiando poco a poco de aspecto. El agua se había vuelto más negra y más siniestra y el cielo se había llenado de nubes amenazadoras. Sólo de vez en cuando asomaban la luna o alguna estrella brillante. Las olas se hacían más altas y su estruendo sonaba amenazador y salvaje.

—Hemos llegado ya al mar de los Bárbaros —explicó la sirena, estremeciéndose—; pronto estaremos junto al gran imán.

—¿No será peligroso para Emma y Molly? —preguntó Jim, preocupado—. Lo digo porque las dos son de hierro y el gran imán las puede atraer.

La sirena sacudió la cabeza.

—Antes, cuando estaba entero, hubiera podido suceder. En otros tiempos llegaron barcos que habían perdido el rumbo. No había salvación ni escape para ellos. Eran atraídos por una fuerza tremenda y acababan estrellándose contra el imán. Si intentaban virar y huir, el imán arrancaba los clavos y las partes de hierro del barco, de forma que éste se rompía en pedazos y se hundía irremediablemente. Hoy día todos los lobos de mar lo saben y toman sus precauciones para no entrar en el mar de los Bárbaros.

—Pero, a pesar de todo, podría suceder —opinó Jim— que algún barco se perdiera por aquí.

—Sí —contestó la sirena—, podría suceder. Pero ahora no importa, porque el imán está roto.

—Sí —insistió Jim, preocupado con su idea—, pero si lo arreglamos volverá a ocurrir.

—Sí —concedió la sirena—, entonces, sin duda, todos los barcos que vengan aquí estarán irremisiblemente perdidos. Esto es cierto.

—Entonces sería mucho mejor —exclamó Jim, asustado— dejarlo tal como está y marcharnos.

La princesa de los mares le contempló muy asustada y murmuró:

—En tal caso el mar no volverá a tener luz nunca más y en las profundidades reinará una oscuridad eterna.

Los tres callaron desconcertados y meditaron sobre ello. ¿Qué debían hacer? Se tenían que decidir por una de las dos posibilidades, pero hicieran lo que hicieran, significaría la desgracia para alguien. Por fin, Lucas dijo que tenían que estudiar el asunto más de cerca. Era posible que pudieran encontrar una solución que fuera buena para todos.

No había pasado mucho rato, cuando vieron brillar algo en medio de la oscuridad del horizonte. Cuando estuvieron cerca y por un momento la luna asomó entre las nubes, vieron dos enormes rocas agrietadas, de hierro brillante, que surgían del negro mar. Su silueta se recortaba siniestra sobre el cielo oscuro.

Dieron un par de vueltas alrededor de las rocas, hasta que encontraron un lugar llano donde pudieron atracar con las locomotoras.

Después de haber empujado a Emma y a Molly hasta un lugar seco, ayudaron a la princesa de los mares a desenganchar a las seis morsas blancas, para que los animales pudieran descansar en el mar después del gran esfuerzo que habían realizado y pudieran buscar algo para comer.

Lo primero que hizo Lucas, mientras la princesa de los mares reposaba en un lugar poco profundo de la orilla, fue encender su pipa y después de haber echado un par de bocanadas de humo, le dijo a Jim:

—Bien, muchacho, ahora examinaremos atentamente esta instalación de electricidad.

—¡A la orden, Lucas! —respondió Jim.

Sacaron de la locomotora la caja de las herramientas y la gran linterna que les había prestado tan buenos servicios en el viaje anterior, y cuando lo tuvieron todo a punto, Lucas se dirigió a la muchacha del mar y le gritó:

—No tema, señorita; pronto estaremos de vuelta.

Y se pusieron en marcha.