21
La jornada laboral de Vicente Valladar solía regirse según la costumbre del clásico funcionario displicente: un desayuno al llegar y, a la media hora, el siguiente.
Regresaba hacia la sede de “Apochical” tras engullir el tercer piscolabis de la mañana cuando detectó la presencia de un misterioso sujeto apostado junto al portal de la fundación. El individuo, que sostenía en las manos un enigmático paquete, estaba en posesión de un rostro patibulario capaz de atemorizar a una horda de cosacos, pero a Vicente no le impresionó demasiado porque ya lo había visto antes en una foto de carné.
—¿El señor Portosín Silandín no sé qué más? —le preguntó al llegar junto a él.
—Portosilandínez —respondió solícito—. ¿Y usted es...
—Soy quien le hizo el encargo, sí. Pero no hablemos aquí, en plena calle —sugirió Vicente mientras lanzaba miradas recelosas a diestro y siniestro—; subamos a mi oficina.
Ya en la sala de reuniones de “Apochical”, se sentaron frente a frente y Hermógenes depositó sobre la mesa la caja de madera que llevaba. A continuación, se acomodó en la silla y permitió que una sonrisa de triunfo asomara por entre la frondosidad de su vello facial.
—¿Sabe? Este ha sido el trabajo más fácil que me han encargado desde que me dedico a este negocio.
—Lo celebro —manifestó sin mucha convicción Vicente, que dirigía su vista alternativamente a Hermógenes y a la caja y no dejaba de preguntarse qué demonios habría allí dentro.
—Como se lo cuento. Ha sido bajar del coche, meterme en su propiedad, verle asomar el culo e irme a por él.
—¿Y no ha opuesto resistencia?
—Ni la más mínima. ¿No ve que le he pillado por sorpresa?
—Ah, claro —dijo Vicente, que seguía alternando sus miradas entre la caja y Hermógenes.
—Bueno, pues aquí lo tiene —anunció éste al tiempo que empujaba la caja hacia Valladar con una expresión de júbilo que no habría sido mayor si allí dentro hubiese introducido la piedra filosofal envuelta en papel de regalo.
Vicente dejó de alternar sus miradas. Ya no le quitaba el ojo de encima a la caja de madera. ¿Sería posible que aquel bárbaro peludo hubiera descuartizado a Palomero y le trajera alguno de los pedazos dentro de la caja?
—¡Ábrala, hombre —le espoleó Hermógenes—, que no le va a morder!
¡Qué horror! ¡Qué espanto! ¡Qué atrocidad! ¿Acaso el muy cafre había metido allí la cabeza de Palomero? No, no podía ser eso. Vicente recapacitó y se dijo a sí mismo que, a no ser que Palomero luciera en vida una cabecita de tamaño ridículo, no... Un ruido procedente del interior de la caja cortó en seco sus conjeturas. Algo allí dentro había empezado a rascar la madera.
—¡Pero, ¿qué leches hay aquí dentro?! —gritó mientras se separaba de la mesa cuanto podía.
—¿Qué va a haber? —replicó Hermógenes tan tranquilo—. Un topo —reveló al tiempo que destapaba la caja y sacaba de ella al animal.
Vicente volvió a alternar la dirección de sus miradas. Esta vez, de la cara hocicuda y llena de pelo del bicho a la cara hocicuda y llena de pelo de Hermógenes.
—Un... topo —balbuceó.
—Y de los gordos —corroboró el exterminador—. No sé cómo se dio usted cuenta de que estaba en el huerto, porque no había ninguna topera pero, en vista del tamaño del animal, le aseguro que hizo muy bien en llamarme. Esta alimaña podía haberle causado un estropicio de campeonato. No llevo mucho tiempo en esto del exterminio y el control de plagas, pero he visto algunas parcelas atacadas por topos y sé de lo que me hablo. Y eso que, comparados con este grandullón, aquellos eran unos alfeñiques.
—Si me disculpa —le interrumpió Vicente, cuyo interés en la materia era nulo—, voy a mi despacho a buscar su cartera y el dinero que le debo.
Instantes después, Hermógenes Portosilandínez recuperaba su cartera y, sin saberlo, las quince mil pesetas que llevaba en ella cuando la perdió.
—Ha sido un placer trabajar para usted —afirmó, gozoso—. Si le parece —añadió mientras extraía de la cartera su tarjeta de visita—, anote mi número de teléfono por si vuelve a necesitar mis servicios.
—No se preocupe; ya lo tengo apuntado en mi agenda personal —mintió Vicente.
—Estupendo. Es que no me parece muy recomendable llevar encima estas tarjetas, ¿sabe? —explicó mientras la rompía en pedazos—. En mi situación, cobrando el subsidio de desempleo, no conviene que se sepa que me dedico a exterminar bichos, ¿comprende? Ya sabe: discreción absoluta.
—Absoluta, absoluta —repitió Valladar con el semblante mustio.
—Si a usted no le importa, me gustaría quedarme con la caja, que me viene de perilla para esta clase de animales.
—Llévesela —concedió Vicente—, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que se lleve dentro de ella a ese bicho peludo.
—¿No lo quiere?
—¿Quién? ¿Yo? ¡Quite, quite! —renegó haciendo aspavientos con ambas manos—. ¿Para qué iba yo a querer un topo? Ande, lléveselo y haga usted con él lo que mejor le parezca.
—Está bien —aceptó Hermógenes. Introdujo con delicadeza al animal en la caja y se encaminó hacia la puerta. —Entonces, hasta la próxima, señor Palomero.
—Palomero, Palomero —masculló Valladar con esquivez—. Hay que joderse.
—¿Cómo dice? —preguntó Hermógenes ya con una mano en el pomo de la puerta.
Sobre dicha mano colocó Vicente su diestra mientras rodeaba con su brazo izquierdo la cintura del exterminador. Parecía que pretendía sacarle a bailar, pero lo que hizo fue sacarle de la oficina.
—Cosas mías —le dijo, una vez lo había depositado, mediante una maniobra elegante e impetuosa, al otro lado de la puerta—, cosas mías, señor Potrosinsillín y todo lo demás.
—Es Portosilan...
—Sí, ya lo sé —y le cerró la puerta en las narices.
<<Demasiado sencillo me parecía —reflexionó Vicente— contratar a un asesino a sueldo. Con razón resultaba tan barato. En fin; por lo menos, no me ha causado problemas. ¡Y no me ha costado un céntimo!>>.
Con el topo a buen recaudo en la caja y una leve sensación de desconcierto motivada por el peculiar comportamiento de su cliente, Hermógenes montó en su coche y partió rumbo a su domicilio. Durante el trayecto, una idea genial fue tomando forma en su mente.
A menos de un kilómetro del casco urbano de Villagallarda, detuvo su vehículo cerca de un ostentoso chalet rodeado de varias hectáreas de terreno cultivado. Con la caja bajo el brazo, se aproximó sigilosamente al cercado de estacas y alambre de espino que bordeaba la parcela, magníficamente surtida de flores y árboles frutales y con un huerto que habría hecho las delicias del mismísimo San Isidro. Hermógenes se agachó para fingir que se anudaba los cordones de las zapatillas, quitó la tapa de la caja y sacó al topo. Lo dejó caer, con suavidad, al otro lado de la cerca y le propinó una palmadita en el culo para que avanzara. Pero, a esas alturas, después de tanto ir y venir, de tanto zarandeo y de tanta falta de respeto para con su retaguardia, el topo no necesitaba el menor estímulo. Movió sus patas a toda velocidad y excavó un hoyo en la tierra por el que desapareció en menos tiempo del que se tarda en decir Hermógenes Portosilandínez.
Éste regresó a su automóvil, tomó asiento y sacó de la guantera un cuaderno y un bolígrafo. Tras cuatro minutos de concentración, un gesto de satisfacción sacudió los abundantes pelos de su rostro. Ni Emily Brontë, el afortunado día en que la musa le susurró al oído el argumento de “Cumbres borrascosas”, se lanzó a escribir con el vigor y la premura que empleó Hermógenes en aquel momento. Su mano derecha se agitaba sobre el papel como gobernada por un sismógrafo en pleno terremoto. Completó el texto en un periquete, arrancó la cuartilla del cuaderno, se colocó el bolígrafo sobre una oreja, sacó de la guantera un rollo de cinta adhesiva y, así pertrechado, salió del coche.
Caminó hacia la entrada de la finca sin apresurarse, contemplando el paisaje con aire distraído, paso lento y cara de no haber roto nunca un plato. Con la misma naturalidad que cualquier hijo de vecino que sale a pasear con una hoja de papel en una mano, un rollo de celo en la otra y un bolígrafo encima de una oreja.
Se detuvo ante la puerta del chalet y atisbó los alrededores con disimulo. Una vez convencido de que nadie le observaba, fijó su atención en los dos pilares de ladrillo que flanqueaban la entrada al chalet, coronados ambos por sendas macetas que quedaban a la altura de sus narices, lo que las hacía ideales para su plan. A cualquier habitante del chalet que tuviera las narices al menos metro y medio por encima de los pies le saltaría a la vista, al salir de la casa, un cartel pegado en uno de aquellos tiestos. Siempre y cuando dicha hipotética persona no fuese ciega.
Como Hermógenes estaba al tanto de que en aquel chalet no residían personas ciegas, ni mucho menos hipotéticas, cortó a mordiscos varios trozos de cinta adhesiva y pegó la cuartilla en una de las macetas. A continuación, contempló con un orgullo casi paternal las cuatro líneas de texto que acompañaban a su número de teléfono.
¿TIENE PROBLEMAS CON TOPOS?
PÓNGASE EN MANOS DE UN PROFESIONAL
DISCRETO, RÁPIDO, EFICAZ Y BARATO
HERMÓGENES PORTOSILANDÍNEZ. EXTERMINADOR
El gesto de satisfacción desapareció de su cara con un repentino fruncido de cejas y un simultáneo alzamiento de bigote que provocaron que la nariz se le arrugara como un fuelle.
<<Demasiado obvio —estimó—. Cualquiera podría sospechar por la coincidencia entre la aparición del topo en la finca y la del cartel de alguien que se ofrece, precisamente, para exterminar topos>>.
Tomó el bolígrafo que llevaba sobre la oreja e insertó una frase entre las dos primeras líneas:
¿O OTROS BICHOS PARECIDOS?
No había terminado de encajar de nuevo el bolígrafo sobre la oreja cuando advirtió el error que acababa de cometer. Trató de transformar la primera letra o en una u, pero sólo consiguió convertirla en una o más gorda. Reaccionó de inmediato y agregó detrás de la o, con letra más pequeña, la palabra con.
—Ahora sí que sí —se felicitó en voz baja.
Repasó meticulosamente su obra y sonrió complacido. Súbitamente, las cejas se le dispararon hacia lo alto y la mandíbula se le vino abajo.
—¡Me cago en mi sombra! —exclamó aprovechando que tenía la boca abierta—. ¡He vuelto a meter la pata! ¡Otra vez he puesto mi nombre completo!
En cualquier otra ocasión, una adversidad semejante habría hecho a Hermógenes desistir de su empeño, pero en aquel momento, tras haber recuperado su cartera y la tarjeta de visita que tanto le preocupaba, se sentía repleto de recursos. Empuñó una vez más el bolígrafo y tachó todas las letras de su nombre y su apellido, excepto las iniciales.
—Hache pe. Exterminador —leyó—. Mira por dónde, le da cierto aire de misterio.
Examinó de nuevo el texto completo y, por fin, se dio por satisfecho. Lo encontró correcto, adecuado, incluso brillante. Es cierto que tenía unos cuantos tachones pero, qué diablos; seguro que la gran Emily también emborronó lo suyo cuando se puso a escribir “Cumbres borrascosas” por más cuidado que hubiese puesto la musa al dictársela.
Hermógenes condujo hacia su casa feliz, contento y silbando la sintonía de “Bonanza”. De repente, la alegre melodía se convirtió en un agudísimo pitido; en la mente de Hermógenes acababa de irrumpir la voz de su esposa.
<<Hermógenes, alma de cántaro —le decía con tono pausado pero severo—, ¿quieres hacer el favor de contarme dónde estabas tú escondido el día que repartieron los cerebros? ¿Cómo narices se te ocurre poner ese cartel en la puerta del chalet del alcalde? ¿Qué piensas hacer cuando te llame? ¿Pedirle que te recomiende al consejero de Economía? O, ya puestos, al ministro de Hacienda. Tú todo esto lo haces para sacarme de quicio y que me vuelva majareta, ¿verdad? Porque no me puedo creer que seas tan rematadamente lelo. Con lo espabiladillo que parecías cuando éramos novios. No es que te considerara una lumbrera, tampoco es eso. Pero no podía figurarme que debajo de tanto pelo sólo había un imbécil integral. Te lo advierto, Hermógenes: como termines en la cárcel te va a ir a visitar ese topo que acabas de liberar en la finca del alcalde, porque lo que es yo, me divorcio, me largo con los críos y si te he visto no me acuerdo.>>
Un bronco bocinazo sacó a Hermógenes del trance. Se dio cuenta entonces de que su coche había perdido velocidad hasta quedar prácticamente parado en medio de la carretera. Circunstancia que no parecía ser del agrado del conductor del vehículo que se hallaba detrás del suyo, a juzgar por la ristra de insultos, juramentos y venablos que soltó por su boca.
—¡Ya voy, cariño, ya voy! —exclamó Hermógenes y, tras asestar un brusco giro al volante, pisó el acelerador a fondo para ir en busca de su cartel.