10
La misa dominical de once y media en la iglesia de San Pablo de Quintana Salceda no figuraba en las guías como acontecimiento de interés turístico, pero era la favorita de los feligreses del lugar. Las clásicas beatas que llevaban años siendo las primeras en entrar en la iglesia para asistir a dicha misa se encontraron con una sorpresa aquel domingo de abril. Sentados en el último banco, el más cercano a la puerta, dos vecinos del pueblo, Facundo Palomero y Virgilio Mier, y dos que lo fueron antaño, Olegario Morón y Evaristo Rominchal, conversaban a media voz. La sorpresa para las beatonas no fue que estos cuatro se les hubieran adelantado, sino el mero hecho de que estuvieran allí, puesto que ninguno de ellos había pisado la iglesia en los últimos diez años.
—Entonces, ¿os parece bien mil duros por cabeza? —propuso Facundo a sus amigos, ajeno a las nada discretas miradas que les dirigían quienes entraban en el templo.
—Sea —aceptó Olegario mientras los otros dos asentían—. Pero, ¿quién empieza?
—Cualquiera menos “Viriji” —advirtió Evaristo—, porque seguro que su madre le habrá suministrado información privilegiada.
Virgilio dio un leve empellón en el hombro a Evaristo.
—¿Pero qué dices, hombre? —le espetó—. A ver si te piensas que mi madre se dedica a sonsacarle información al cura.
—Supongo que no —admitió Rominchal—, pero como habrá venido a misa a primera hora de la mañana...
—Pues te acabas de colar, “Fósforo” —replicó Virgilio—, porque resulta que mi madre viene con sus amigas a la misa de una y media. Pero ya que te pones tan tiquismiquis, lo mejor será que lo hagamos por orden alfabético.
—Y un huevo —saltó como un resorte Evaristo—. Mier, Morón, Palomero y Rominchal. Venga, “Viriji”, a ver si te crees que nos acabamos de caer del guindo.
—Mira que eres mal pensado —reprochó Virgilio a su amigo—. Cuando digo por orden alfabético no significa que tenga que ser de apellidos; también puede ser de nombres de pila, ¿no?
Evaristo relajó el semblante y levantó las manos como si le apuntaran con un arma.
—Eso ya es distinto —afirmó— y, en mi modesta opinión, perfectamente aceptable.
—Toma, claro; como que así vas tú el primero —intervino Facundo—. Dejémonos de discusiones y juguémonos el orden a los fósforos, con permiso del aquí presente.
Evaristo rió de buena gana y sacó de su bolsillo una caja de cerillas que entregó a Palomero. Éste extrajo cuatro fósforos de la caja y, valiéndose de las uñas, descabezó uno de ellos.
—Orden alfabético de apellidos, empezando por el que saque la cerilla sin cabeza, ¿de acuerdo? —propuso Facundo al tiempo que ofrecía a sus amigos su puño derecho del que asomaban los extremos inferiores de las cuatro cerillas.
Aceptaron la propuesta y fueron escogiendo fósforos hasta que Olegario dio con el que no tenía cabeza.
—Mira qué bien —declaró ufano—. Me quedo con los filipenses, que siempre me trajeron suerte.
—Ea, pues todos para ti —le dijo Facundo—. Yo elijo a los corintios. ¿Y tú, Evaristo?
—Gálatas, gálatas. Hoy es día de gálatas.
—Pues yo estoy con los efesios —anunció Virgilio.
—Así me gusta “Viriji” —comentó Evaristo muy socarrón—, que te mantengas fiel a tu estirpe. Tú con los adefesios.
Se echaron a reír los cuatro, con lo que llamaron aún más la atención de los feligreses que ya ocupaban la mayor parte de los bancos de la iglesia. Virgilio sacó su cartera y extrajo de ella un billete de cinco mil pesetas.
—¿Ponemos ahora el fondo para la apuesta —preguntó en voz muy baja, dado que el sacerdote acababa de hacer acto de presencia y el silencio se había adueñado del templo—, o lo dejamos para después?
—Guarda eso, “Viriji” —le apremió Facundo en un susurro—, que como el cura olfatee el dinero, se tira a por él en plancha desde el púlpito.
La ceremonia trascurrió con la habitual solemnidad, con los feligreses alzándose y volviéndose a sentar cada dos por tres y el párroco alternando los recitados con las partes cantadas, como en una zarzuela. Durante los cánticos, a Olegario le dio por improvisar la segunda voz de cada pieza, Facundo y Virgilio tarareaban los trozos cuya letra no recordaban o desconocían, y Evaristo se limitó a repetir las últimas sílabas de cada línea con un segundo de retardo.
—Así parece —le explicó a Facundo cuándo éste le preguntó qué hacía— que he cantado la canción enterita pero que tengo un oído garrafal o un pésimo sentido del ritmo.
La mayoría de los asistentes encontró tiempo, entre tanto levantarse, sentarse, cantar y hasta estrecharse la mano unos a otros en un momento dado de la misa, para cotillear acerca de los cuatro cincuentones que se sentaban en el último banco. Se habló de lo muchísimo que había engordado Rominchal desde la última vez que se había dejado ver por Quintana Salceda. Se comentó el formidable aspecto que lucía Morón, con su figura atlética y su espesa mata de pelo cano. Se especuló con la posibilidad de que Palomero hubiera regresado al redil de la fe católica en agradecimiento por el premio en la quiniela que el Todopoderoso le había concedido. Se elogió el empeño de la viuda de Mier que, sin duda, había conseguido, por fin, que su hijo volviera a asomar por la iglesia tras largos años de descarrío. Se alabó, de manera sucinta, la elegancia de los cuatro, si bien se empleó más saliva en criticar la creciente calva de Facundo y lo mal que cantaba Evaristo, que no había forma de que cogiera el ritmo, caramba.
Ajeno a tanto cuchicheo, el sacerdote continuó con la liturgia y se colocó ante el atril.
—Lectura —anunció con su característica pompa— de la carta del apóstol San Pablo a los gálatas.
—¡Alabado sea el Señor! —clamó la voz de Evaristo en el silencio del templo.
El cura y los feligreses dirigieron al unísono sus miradas hacia el fondo de la iglesia y vieron cómo los cuatro amigos abandonaban el recinto a la carrera mientras se tronchaban de risa.
Una vez en el exterior, Evaristo proclamó entre carcajadas:
—Queridos gálatas: por la presente os comunico que, gracias a vosotros, acabo de ganarles tres mil duritos a mis mejores amigos.
—Menuda suerte has tenido —le dijo Olegario al tiempo que le entregaba un billete de cinco mil.
—De suerte nada, “Gari”; intuición, pura intuición. En cuanto he puesto el pie en la iglesia me he dicho: aquí huele a gálatas.
—Pues cualquiera viviría en Galacia, si los nativos olían así de mal —apuntó Facundo mientras pagaba a su amigo—. A mí el tufo tan peculiar que tiene esta iglesia, mezcla de humedad y de no sé qué más, me desagradaba de crío, cuando venía casi todos los domingos, y ahora, después de tantos años sin asomar el hocico por ahí dentro, todavía me ha resultado más repulsivo.
—No, si ahora nos saldrás —comentó Virgilio— con que si dentro de la iglesia hubiese olido a rosas, tú habrías seguido asistiendo a misa domingo tras domingo como un fiel devoto.
—Ni aunque oliera a perfume de azahar, “Viriji”. Bien sabes tú que el único motivo por el que venía a la iglesia cuando éramos adolescentes era el “San Pablo” que nos jugábamos cada domingo, y eso que sólo apostábamos veinte duros por cabeza.
—A propósito, “Viriji” —terció Evaristo—, ¿vosotros los adefesios tenéis por costumbre pagar a vuestros acreedores, o preferís haceros los suecos?
Virgilio le entregó el dinero con un mohín de disgusto.
—Aquí tienes tus mil duros, escandaloso. Que hay que ver la que has formado en misa.
—La emoción, “Viriji”; la emoción que me ha embargado.
—Pues te podía haber embargado en silencio, “Fósforo”. Ya verás qué pronto le va alguien con el cuento a mi madre. Y a ver qué le digo yo entonces.
—Dile la verdad —sugirió Olegario.
—Sí, claro. Le cuento a mi madre que he vuelto a la iglesia, después de tantos años negándome a venir, sólo para jugar con mis amigos, y es capaz de traerme agarrado de una oreja ante el cura para que me confiese.
—Coño, “Viriji”, que ya no tienes diez años —le recordó Facundo.
—Ni tú tampoco, “Palito”, pero, ¿a que no te atreves a contárselo a mi madre y quedarte quieto al alcance de su mano?
—Ah, no. Ni de coña. Todavía me acuerdo del coscorrón que me atizó el día que se me ocurrió sugerirle que os iría mejor el negocio si te dejara vender revistas guarras en la librería.
—El caso es que se pasa la vida quejándose de lo torpe que se encuentra y lo que le cuesta hacer el menor movimiento —expuso Virgilio—, pero suelta la mano con una agilidad y una rapidez que para cuando quieres apartarte ya te has llevado el sopapo.
Los cuatro amigos caminaron hasta una explanada cercana a la iglesia donde habían aparcado sus respectivos coches Olegario y Facundo.
—¿Cómo es que te has comprado un monovolumen, “Palito” —preguntó Olegario mientras se acomodaba junto a Evaristo en el asiento trasero del “Ford Galaxy” nuevecito de Palomero.
—Más que nada, por la perspectiva que tienes de la carretera cuando conduces. Se ve que, después de llevar tantos años la furgoneta, me he acostumbrado a este punto de vista.
—No eres tú raro ni nada. —Rominchal no parecía muy satisfecho con la explicación. —Pudiendo comprarte un “Mercedes”, te conformas con esto.
—¿Y para qué narices quiero yo un “Mercedes”? ¿Para llamar la atención en el pueblo, donde el único que tiene un “Mercedes” es el alcalde?
—Y Chamorro —le corrigió Virgilio.
—Eso; el alcalde y Chamorro.
—¿Qué Chamorro? —quiso saber Olegario.
—¿Qué Chamorro va a ser? —le dijo Facundo—. El churrero.
—¿El churrero? —Evaristo no daba crédito a lo que oía. —¿Cómo ha podido prosperar tanto ese mindundi, con la birria de churros que perpetraba el condenado?
—Porque cerró la churrería en cuanto le nombraron concejal de urbanismo —le respondió Palomero.
—¿El churrero es concejal?
—Como lo oyes, “Fósforo”. Y por lo visto, el ladrillo y el cemento se le dan infinitamente mejor que la masa y el aceite.
—Luego nos quejamos de lo mal que van las cosas —reflexionó Evaristo con gesto adusto—, pero la culpa es nuestra, por permitir que nos gobiernen los churreros.
—Tranquilízate —le aconsejó Facundo— y no te pongas a renegar, que cuando empiezas no hay quien te pare. —Se ajustó el cinturón de seguridad, puso en marcha el motor y partieron con rumbo norte.