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En su horario laboral eran “Sindy”, “Jenny”, “Nancy” y “Sally”, cuatro expertas profesionales del sexo, veteranas de la noche burgalesa. Pero sentadas en la sala de reuniones de la sede de “Apochical” eran Gumersinda, Eugenia, Venancia y Salustiana, las cuatro respetables miembros de la junta directiva de la fundación.
Vicente Valladar solía reunirse con ellas una vez al mes para tenerlas contentas y cubrir el expediente. Las manejaba a su antojo, porque les bastaba con sentirse importantes por ser directivas pero les traía sin cuidado lo que hubiera que dirigir. Por regla general, estas reuniones eran una balsa de aceite para Valladar, que aparentaba interés en las propuestas que le hacían, casi siempre por boca de Venancia, encantada de utilizar el vocabulario culto que aprendía de la tele, y las despachaba tras endilgarles una ración de cuentos chinos.
—Veníamos comentando, aquí las miembras —Venancia, que acostumbraba a erigirse en portavoz del grupo, fue quien abrió el fuego—, que ya llevamos más de dos meses sin defectuar el repertorio de porsilácticos.
—¿Sin qué? —replicó Vicente desconcertado.
—Sin repartir condones —le aclaró Gumersinda.
—Ah, ya. ¿Dos meses dices? Mucho tiempo me parece.
—Que sí, “Güevi”, que sí —insistió Venancia—. Me recuerdo muy bien porque el último repertorio fue justo el día que entrábamos en mi signo del Ciriaco, Aguario. ¿Qué pasa? ¿Es que tienes problemas con el subministro?
—¿Con quién? —preguntó Vicente, que ignoraba quién podía ser el tal subministro pero, en cualquier caso, estaba seguro de que ya tenía suficientes problemas.
—Con el subministro de los porsilácticos, hombre —le contestó Venancia como si fuese algo obvio—. Porque si es por eso, en mi modista opinión, lo mejor sería cambiar de preveedor. Contracta con otras impresas para que te den unos porsupuestos y después eslegimos el que más nos convezca.
—Agradezco mucho tu sugerencia —mintió Vicente, que ni siquiera había comprendido del todo el significado de la propuesta de Venancia—, pero resulta que el problema no es tan sencillo como que se nos hayan terminado los condones. Lo que se nos ha terminado es el dinero para comprarlos. —Hizo una pausa para observar la reacción de la junta directiva ante tan nefasta noticia y, en vista de que las cuatro mujeres se limitaban a mirarle boquiabiertas, prosiguió. —No es que tengamos la cuenta a cero, pero la verdad es que estamos en abril, restan dos tercios del año y, con lo que nos queda, haría falta un milagro para llegar al verano.
—¿Tan mal están las cosas? —se asustó Salustiana—. Pero, ¿cómo es posible? ¿No nos ingresaron el dinero de la subvención a primeros de año?
—Sí claro, la subvención —Vicente pronunció esta última palabra con un deje de desprecio—. Vosotras pensáis que la subvención es un manantial inagotable de dinero. Pero de eso nada. Es una cantidad limitada para todo el año, cuya mayor parte no puede tocarse porque está reservada para una serie de partidas obligatorias. Y con el resto hay que pagarlo todo. Este local, las minutas de los abogados, todo el tema de salud...
—¿De salud? —la súbita interrupción de Gumersinda hizo temer a Vicente que había llevado su embuste demasiado lejos—. ¿Cómo que de salud? Pero si de todos los gastos médicos se hace cargo Sanidad.
—Es verdad —Venancia se sumó al motín—. Yo fui la semana pasada al deambulatorio para hacerme un analís y me dijeron que no tenía que pagar nada. Que de eso se encarga la Conserjería de Sanidad.
—Eso no es del todo exacto —pretextó Vicente—. Tenemos un convenio con el Departamento de Salud en virtud del cual, dicho departamento tiene a su cargo una parte de vuestra cobertura sanitaria. Principalmente, los gastos ordinarios. Pero los extraordinarios le corresponden a “Apochical”. Y eso unido a todo lo demás, desde la cuenta del teléfono a las campañas informativas, representa una serie de dispendios que nos han conducido a la situación actual.
—¿Y no podrían aumentarnos la subvención?
—Estoy en ello, Eugenia, pero no me parece muy factible. Y, en todo caso, el aumento sería efectivo con relación al próximo ejercicio, es decir, al año que viene. Así que, mientras tanto, habrá que reducir al mínimo los gastos hasta que encontremos alguna fuente de ingresos alternativa.
Un apesadumbrado silencio se apoderó de la estancia durante unos instantes. Los que tardó Venancia en tener una idea que, de inmediato, puso en común.
—¿Y si buscamos un esponjo que nos patronice?
—¿Un qué, que nos qué? —preguntó atónito Vicente.
—Un esponjo —repitió Venancia sonriente—, un patronizador, como los equipos de fúlbor.
—¡Ah, demonios! ¡Un espónsor! —comprendió por fin Valladar.
—Eso es. Los fulboristas llevan los rétulos con la marca que les patroniza en el chandas, en el pecho, en la espalda y hasta en los glúteros del culo.
Vicente se dirigió a Venancia con un ojo más cerrado que el otro y la boca ligeramente torcida.
—¿Y dónde te parece a ti —le preguntó— que pueden llevar tus compañeras la propaganda? ¿En las bragas? ¿Tatuada en las pechugas? ¿O es que, a partir de ahora, vais a hacer la calle disfrazadas de jugadoras del Betis?
—Bueno, “Güevi”, tampoco te sulfurices —le rogó Venancia—, que sólo era una preposición.
—¡Y no me llames “Güevi”, que me llamo Vicente!
—Vale, chico, vale. Qué arenisco te pones. Ni que tuvieras piedras en la versícula. Con ese mal carácter te vas a volver un rascarrabias de padre, madre y ruiseñor mío.
Como enzarzarse en disputas personales sólo supondría alargar una reunión que ya le estaba resultando difícil de soportar, Vicente hizo caso omiso de las críticas de Venancia y retomó el hilo de su discurso.
—Lo que quiero que comprendáis es que nuestra situación económica es complicada y que, por el momento, habrá que dejar aparcadas campañas como la del reparto gratuito de preservativos.
—Es una pena —se lamentó Eugenia—. Otra vez a rascarnos el bolsillo. Total, para que luego el cliente no quiera ponerse el condón ni a tiros.
—Ah, pues yo siempre les hago hincapiés en la necesariedad de que se posicionen el perseverativo —manifestó muy orgullosa Venancia—. Se lo digo muy clarito y les pongo entre la espalda y la pared. Es condición sin escualo: o te posicionas el porsiláctico o no hay servicio. Una de dos; o témpora o mores.
—Oye, Vicente —intervino Gumersinda —. ¿Qué te parece si vamos guardando las facturas de los condones que compramos y después te las entregamos a ti para que intentes que nos reembolsen el dinero?
—Encuentro interesante tu sugerencia —afirmó Valladar sin demasiada convicción—, aunque tengo serias dudas sobre su posible efectividad. Pero si os apetece hacerlo, adelante. ¿Algún otro asunto que queráis comentar?
Como cabía esperar, Venancia no dejó escapar la oportunidad.
—Aprovechando que mi suegra pasa por Valladolid, me gustaría que discutiéramos la pobremática de las púlgaras.
—Mira, Venancia, eso tiene fácil solución —aseguró Vicente, decidido a despachar la cuestión por la vía rápida—. En cuanto te encuentres una pulga, te cambias de pensión y le dices a la dueña que desinfecte las habitaciones.
—Las púlgaras, “Güevi”, las púlgaras —repitió Venancia ante el rostro estupefacto de Valladar—, las púlgaras de Pulgaria. Desde hace algún tiempo hay unas cuantas extranjeras trabajando en las güisquerías de las afueras y están tirando los precios. Ahora le informas de la tarifa a un cliente y te suelta que, por ese precio, se lo hace dos veces con una púlgara, una biela rusa o una negra. Uy, perdón, que no se les puede llamar negras. Una afroafricana.
—Y lo peor es que son unas auténticas guarras —añadió Salustiana indignada— que, según se ve, están dispuestas a todo. Cualquier parroquiano de confianza, de los que toda la vida se han conformado con un coito normal y corriente, como Dios manda, te pide ahora que le hagas unas marranadas que para qué.
Vicente tomó bolígrafo y papel y fingió anotar todo cuanto le referían.
—Tendré que consultar con nuestros abogados —declaró con tono ampuloso— si procede denunciar a estas señoritas por competencia desleal. ¿Algún asunto más?
Por fortuna para Valladar, Venancia acababa de perder su interés en la reunión y sólo tenía oídos para lo que le estaba contando Salustiana en voz baja: el catálogo de aberrantes cochinadas que le habían solicitado algunos de sus clientes habituales desde la llegada a la ciudad de las prostitutas extranjeras.
Así que el presidente dio por concluida la sesión con celeridad y las cuatro directivas abandonaron la sala con la satisfacción del deber cumplido.
Una vez solo, Vicente abrió el libro de cuentas y se dedicó a escudriñar sus propios, y ya prácticamente indescifrables apuntes, a la búsqueda de algún subterfugio que le ayudara a paliar sus crecientes problemas crematísticos. Lo único que consiguió fue que, en sólo cuarenta segundos, su ceño se frunciera tan profundamente que parecía tener una ceja vertical en medio de las otras dos.
Tan adusto se le quedó el gesto que Eugenia, que regresó a la sala de reuniones apenas un minuto después de haber salido, en lugar de saludarle le preguntó:
—¿Te encuentras bien, Vicente?
—Sí, claro, de maravilla. ¿Qué haces tú aquí?
—Verás: es que se me ha olvidado darte esto. —Sacó de su bolso una cartera de caballero. —Es de un cliente. Se la dejó la otra noche. Pensé entregarla en Correos o dársela a los municipales, pero vi que tiene quince mil pesetas y, la verdad, no me fío de que le fuese a llegar intacta.
Vicente cogió la cartera y la guardó en un bolsillo de su chaqueta.
—Has hecho bien. No están los tiempos como para fiarse de los servicios públicos.
—Eso mismo pienso yo. Pero ahora ya me quedo más tranquila.
—Claro, Eugenia. Descuida, que yo me encargo de devolvérsela a su dueño.
—Muchas gracias. Eres un sol —y se quedó contemplándole, embobada.
—¿Quieres algo más?
—¿Quién? ¿Yo? No, nada, nada. Bueno..., sólo saber si puedo hacer algo por ti porque, con estos líos de las cuentas de la fundación, seguro que estás agobiadísimo.
—Gracias, pero puedo arreglármelas solito —replicó Valladar hoscamente—. No te preocupes por mí y vete antes de que las otras tres empiecen a hacer comentarios.
—Tienes razón. Pues no son cotillas ni nada.
Cuando volvió a estar a solas, Vicente sacó la cartera que Eugenia le había entregado y la examinó. Encontró tres billetes de cinco mil, una tarjeta bancaria, otra de un videoclub, un calendario con la foto de una gachí en pelotas, una papeleta de demanda de empleo y un carné de identidad. El propietario de aquella cartera no era lo que se dice un adonis. Al menos, en la foto de su carné parecía un cruce entre la mula Francis y Rintintín. Enormes cejas negras, que casi se unían con el flequillo y las patillas, ensombrecían unos ojos oscuros y diminutos. Entre los hundidos pómulos emergía una nariz pronunciada y torcida, bajo la cual reaparecía el frondoso pelaje en forma de bigote y barba. Todo ello repartido en una cara larga, casi tan larga como el nombre que figuraba junto a la foto y que Vicente trató de leer.
—Hermógenes Potorsín, Portorsi, Protrosí...
Abandonó sus intentos al hallar una tarjeta de visita oculta bajo el carné. En ella, además de unas señas y un número de teléfono, aparecía de nuevo el nombre larguísimo e impronunciable y una palabra que Vicente leyó con asombro.
—Exterminador.
Y junto a ella, una misteriosa inscripción añadida a mano:
Discreción absoluta.