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Tras acarrear sobre sus hombros (y los del contable de “Sanitarios Rominchal”) el ataúd con el cadáver de su amigo Evaristo, Facundo, Virgilio y Olegario se sentían, salvando las distancias, como el ciclista que se quedó a falta de metro y medio para batir el record de la hora: tristes y sedientos.
Sabedores de que no hay medicina más apropiada para aliviar ambas sensaciones que cierto elixir prodigioso procedente de La Rioja, acudieron en busca de unas dosis a un bar cercano donde se encontraron con todos los que habían asistido al oficio, excepto el cura y el muerto.
—Con lo poco aficionado que era el “Fósforo” a pisar la iglesia —recordó Virgilio tras el primer trago de vino— y el pobrecillo ha estado en dos distintas en cuestión de días.
—Al menos lo del domingo —matizó Olegario— fue por diversión.
Benita, que se hallaba muy cerca de ellos conversando con unos conocidos, debía de tener la antena desplegada en dirección al grupo de su marido porque, en un santiamén, se plantó con gesto desafiante ante el atónito Olegario.
—¿Cómo que diversión? —le espetó. No es que a Benita la faltaran modales. Desde muy niña aprendió que no es de buena educación inmiscuirse en conversaciones ajenas pero, qué quieren que les diga; seguro que a Robespierre le enseñaron que no es de buen gusto cortarle la cabeza al prójimo, y ya ven el caso que hizo.— ¿Es que os corristeis la juerga en una iglesia?
—Qué ocurrencias tienes, mujer —repuso su esposo con mansedumbre—. Tal como lo dices parece que nos hubiésemos dedicado a saltar de banco en banco, encestar monedas en el cáliz o jugar a las cuatro esquinas en el presbiterio durante la misa. Lo único que hicimos fue echar un “San Pablo” en la iglesia de Quintana, como hacíamos de chavales.
—Pero es que ya no sois unos críos —le reprochó Benita muy severa—; sois unos hombres hechos y derechos. Tú, Olegario, tienes un cargo de relevancia, una posición y una familia. Tú, Virgilio, tienes a tu madre y un negocio del que eres responsable. Y tú, Facundo, tienes... tú tienes...
—Tengo que disculparme —admitió Facundo sacándola del atolladero— porque la idea de jugar un “San Pablo” fue mía. Pero no te preocupes, Benita, que no montamos ningún escándalo, ni llamamos la atención. Sólo el difunto Evaristo, que en paz descanse, alzó levísimamente la voz cuando ganó la apuesta.
—Lo que son las cosas —reflexionó Virgilio—; quién iba a decirle que ése sería el último dinero que ganaría en su vida. No tuvo tiempo ni de gastárselo.
Benita dio unas suaves palmadas en el hombro de Virgilio para consolarle.
—Por eso no te apures —le dijo—, que ya se lo gastará Macucha, que es quien se queda con todo.
—¿Con todo? —se escandalizó Facundo—. ¿Y los gemelos?
—Los gemelos también se los queda —le contestó Benita—, que para eso los parió.
—Eso ya lo sé, Benita. Quiero decir que si a los gemelos no les toca alguna parte de la herencia.
—Les tocará, les tocará, me figuro que les tocará —supuso Benita—. Pero como son menores de edad, quien se encargará de administrarles los cuartos será su madre, como es lógico.
—Si yo no digo que no sea lógico —se explicó Palomero— pero, sabiendo lo mucho que Evaristo quería a los gemelos y que a Macucha ya no la podía ni ver...
—Pero seguía casado con ella, ¿verdad? —le cortó Benita sin contemplaciones—. Pues no hay más vuelta de hoja. Si vuestro amigo hubiera hecho testamento, tal vez habría podido amargarle la fiesta a su viuda que, por cierto —añadió dirigiendo la mirada hacia un rincón del bar—, ahora mismo está charlando con el consejero de Comercio —y, tan súbitamente como había irrumpido en ella, abandonó la conversación.
—Desde luego, “Gari” —comentó Palomero, perplejo por el brusco mutis de Benita—, tu mujer no ha perdido una pizca de energía con los años.
Olegario dedicó unos segundos a intentar discernir si lo que acababa de hacer Facundo era elogiar a su esposa o compadecerse de él.
—Y que lo digas, “Palito”. Ahí la tienes, dándole la murga al consejero para conseguirme el puesto de coordinador de todos los mataderos de la comunidad autónoma.
—¿Está vacante? —quiso saber Virgilio.
—Qué va, “Viriji”, qué va. Es un cargo que no existe pero, como a la Benita se le ha metido entre ceja y ceja, lo más probable es que lo acaben creando en cualquier Consejo de Gobierno de la Junta más temprano que tarde.
—Vaya carácter que tiene tu señora.
—No lo sabes tú bien, “Viriji”. Mírala; ya ha hecho reír al consejero y hasta le ha provocado una sonrisa a la desconsolada viuda.
—No me parece que Macucha —observó Facundo— sea, precisamente, la imagen del desconsuelo.
—Será que le traiciona saberse heredera universal de la fortuna de Evaristo —conjeturó Virgilio—. ¿Cómo no se le ocurriría al “Fósforo” hacer testamento para evitar que ella se quedase con todo?
—Caray, “Viriji”, es que eso de hacer testamento —argumentó Facundo— hay gente a la que le produce una cierta aprensión.
—No me digas que tú tampoco lo has hecho.
—¿Tú sí?
—Naturalmente.
—Mira, “Palito” —intervino Olegario—, por mucha aprensión que te pueda producir, yo creo que te conviene hacerlo.
—No, “Gari”, si a mí no me da aprensión ninguna. Pero, ¿a quién voy a dejarle mi herencia? Si no tengo a nadie.
—Más a mi favor. Soltero, sin descendencia ni parentela, como la diñes sin testar, tus bienes se los reparten entre los bancos y el Estado.
—¡Ah no! —se sublevó Palomero—. ¡Ni hablar del peluquín! Mañana mismo me paso por una notaría y hago testamento. Aunque, la verdad, no se me ocurre a quién coño dejarle la herencia.
—Bien pensado, no te falta razón —convino Virgilio—. Yo nombré herederos a los hijos de mi hermana Virtudes pero tú, como no tienes sobrinos, ni primos, ni parientes cercanos ni lejanos...
—De todas formas, “Palito”, no es obligatorio que designes como heredero a alguien de tu familia —le informó Olegario—. Puedes dejarle tus bienes a quien mejor te parezca. En realidad, ni siquiera tiene por qué tratarse de una persona. Puede ser una institución, o un club. Qué sé yo; la Cruz Roja, un orfanato, el colegio de sordomudos, la banda de música de Villagallarda...
—O la “Cofradía de amigos del chorizo y el porrón” —concluyó sardónico Palomero.
—Vale, hombre; sólo te estaba poniendo ejemplos. Podrías elegir a tu equipo de fútbol favorito, que me figuro que te habrá hecho pasar buenos ratos.
—Ya veo por dónde vas, “Gari”, pero lo cierto es que los mejores ratos los he pasado con vosotros, con mis amigos. Bueno; he de reconocer que también he pasado muy buenos ratos con las señoritas putas.
—¡Ajajá! —exclamó triunfal Olegario—. ¡Ahí lo tienes!
—¿Qué pasa? ¿Es que también existe “Pelanduscas sin fronteras” o “Pilinguis mundi”?
—No que yo sepa, pero existe “Apochical”.
—¿Apochi qué?
—“Apochical” —repitió Morón—, “Apoyo a las chicas de alterne”. Es una fundación que se encarga de ayudar a las prostitutas de la ciudad.
—Pues tiene nombre de pesticida —opinó Virgilio.
—O de jarabe contra el estreñimiento —estimó Facundo—. ¿Y tú por qué la conoces, “Gari”?
—Porque tiene su sede a un par de manzanas del matadero.
Facundo permaneció durante unos instantes ensimismado, con la mirada perdida en el fondo de su vaso.
—Coño, “Palito”, te has quedado traspuesto —le dijo Olegario—. ¿En qué estás pensando?
—En dos cosas —le contestó Facundo tras salir del trance—. La primera: que no me parece mala idea lo de dejar mi herencia a las putas. Y la segunda: que habrá que pedir otra ronda —anunció mostrando a sus amigos el vaso vacío.
—Ésta corre de mi cuenta —se ofreció presuroso Virgilio. Recogió los tres vasos y emprendió la marcha en dirección a la barra.
El local estaba tan atestado que Virgilio tuvo que abrirse paso apartando al personal con una mano mientras sujetaba los vasos con la otra. En cuanto le sirvieron la ronda y pagó, se dio cuenta de que tenía un problema. Iba a necesitar las dos manos para llevar los vasos de vino, pues no le parecía correcto meter los dedos en el tinto para sujetar los vasos a modo de pinza. Y desplazarse entre la gente con ambas manos ocupadas se le antojaba una prueba harto complicada. Pero como no se le ocurría ninguna otra solución, agrupó los vasos sobre la barra y los abarcó con las dos manos. Cuando consideró que los tenía bien sujetos, se volvió dispuesto a solicitar a voz en grito que le dejaran la vía libre. Pero nada más girarse, se quedó con la boca abierta. A un palmo de sus narices, una hermosa mujer madura clavaba sus rutilantes ojos verdes en él y le ofrecía una pícara sonrisa.
—Caramba, “Virgilín” —le dijo con voz melosa—, ¿tan afectado sigues por nuestra ruptura que te tomas los chatos de vino de tres en tres?
—Go... yi... ta —susurró muy despacio Virgilio mientras su rostro se ponía colorado y su mente entraba en tal estado de enajenación que ni siquiera se enteró cuando se le cayeron los tres vasos de vino al suelo.