11
Los domingos, de no mediar tormenta, Vicente Valladar se daba el gusto de salir a tomar el aperitivo. Y no dejó de hacerlo aquel domingo de abril, pese a sentirse con el mismo ánimo que un peso pluma aficionado a punto de saltar al ring para enfrentarse al campeón mundial de los pesos pesados. Tan taciturno era su semblante que Dimas Pombo, el amigo con quien acostumbraba a compartir el aperitivo dominical, se interesó por su salud nada más verle entrar en la taberna donde solían encontrarse.
—¿Estás bien, “Güevilín”?
—Vicente —replicó éste de inmediato—, llámame Vicente.
—Vale, chico, vale. Pero es que traes muy mala cara. Y menudas ojeras...
—Como que no he pegado ojo en toda la noche.
—¿Estás enfermo? ¿Te duele algo?
—Qué va, qué va. Es que tengo un problema que no logro quitarme de la cabeza.
—¿Y para qué están los amigos? Anda, cuéntame lo que te pasa, a ver si yo puedo echarte una mano.
Este Dimas, que se tenía por el mejor amigo de Vicente, era en realidad el único amigo de Vicente. Creía tener la misma edad y la misma estatura que Valladar, pero era mayor y más alto que él, porque Vicente se ponía cinco años de más y unas alzas de medio palmo en los zapatos.
A diferencia de Vicente, Dimas estaba casado. Había pegado, varios años antes, un modesto braguetazo del que obtuvo un buen empleo y una esposa fea y oblonga lejanamente emparentada con cierto notable burgalés, a la sazón, jefe de Dimas. A éste, lo que más le satisfacía de su matrimonio era, precisamente, lo útil que le resultó para encontrar trabajo ya que, en lo tocante a su señora, Dimas Pombo se atenía a una simple regla de comportamiento: molestarla lo mínimo y pasar con ella el menor tiempo posible. De ahí que Pombo compartiera con Valladar la querencia hacia las profesionales del sexo. En una curiosa simbiosis, Vicente se ocupaba de conseguir que las protegidas por “Apochical” le hicieran precios especiales a Dimas y éste suministraba a Valladar información sobre todo lo que sucedía en la ciudad. Porque Dimas poseía una rara habilidad para enterarse de todo antes que nadie. Desde el chismorreo más inofensivo a la noticia bomba. Y aunque por regla general detestaba el cotilleo, con Vicente hacía una excepción porque consideraba que los verdaderos amigos se lo cuentan todo el uno al otro.
—Vamos, hombre, ábreme tu corazón —instó al cariacontecido Valladar—. ¿Qué es eso tan grave que no te deja dormir?
Vicente guardó silencio mientras el camarero les servía sendos vasos de vino blanco. Luego, echó un vistazo a los parroquianos que se hallaban cerca de ellos, y cuando estimó que todos parecían estar pendientes de sus propios asuntos, se decidió a confesar.
—Lo que me sucede es que he tenido una mala racha en el hipódromo.
—No me sorprende. Como nunca haces caso de mis consejos...
—Para el carro, Dimas. Si esos jamelgos que tú me recomendabas, y a los que yo no hacía el menor caso, hubiesen ganado las carreras en las que participaban, a estas alturas tendrías que ser más rico que la reina de Inglaterra.
—Pero si es que yo nunca apuesto en las carreras —se justificó Dimas.
—Más a mi favor. Valiente fe demuestras tener en los pencos que recomiendas, cuando ni tú mismo apuestas por ellos.
—No es falta de fe; es sólo que yo jamás juego. Me mantengo apartado del vicio.
Vicente dio un sorbo al vino y alzó la ceja derecha.
—Venga, Dimas, no te las des de virtuoso conmigo.
—Yo no me las doy de nada, pero conozco perfectamente los quebraderos de cabeza que causa el vicio del juego. ¿O no es de eso, precisamente, de lo que me estás hablando? —añadió con una malévola sonrisa que borró de inmediato para engullir un trozo de tortilla de patata.
—Sí, sí, supongo que de eso se trata.
—Quedamos en que sufriste una mala racha —farfulló Dimas con la boca llena.
—Malísima. Pero lo peor fue que, cuando ya estaba sin blanca, me llegó un soplo formidable. Tenía una apuesta segura y los bolsillos vacíos. ¿Qué podía hacer?
Dimas le contestó después de echar un trago de vino para ayudar a la tortilla a descender esófago abajo.
—Largarte a tu casa y olvidarte para siempre de las carreras de caballos.
—Eso resulta fácil decirlo ahora, a toro, mejor dicho, a caballo pasado. Y más para alguien que no juega nunca.
—Entonces, ¿qué hiciste?
—Recurrí a unos prestamistas.
—Feo asunto.
—Horrendo —reconoció Vicente—. En lugar de recuperarme, sólo conseguí aumentar mis problemas. Porque ahora los muy canallas ya no se conforman con reclamarme lo que les debo y han empezado a amenazarme.
—Vaya por Dios. ¿Quiénes son esos rufianes?
—Los hermanos Cembollín.
—Entonces no te preocupes, que los Cembollines no se comen a nadie.
—No, si no son los Cembollines los que me preocupan.
—¿Ah no? —dijo Dimas al tiempo que lanzaba un par de aceitunas al interior de sus fauces.
—No. Lo que ocurre es que me han dado un plazo para pagarles y, si no liquido la deuda antes de esa fecha, me han amenazado con pasar mi nombre a “Lucifer”.
—¡“Lucifer”! —exclamó Dimas con tal ímpetu que las dos aceitunas salieron disparadas de su boca y pasaron rozando la oreja izquierda de Vicente— ¡Me cago en mi sombra! ¡Eso son palabras mayores! ¡“Lucifer” no falla nunca! ¡De la lista de “Lucifer” sólo se sale con los pies por delante! ¡“Lucifer” es el mayor proveedor del cementerio de Burgos!
—Sí, eso —musitó Vicente con voz fúnebre—, tú dame ánimos.