20
Al día siguiente, Facundo madrugó para llevar a Virgilio y su madre al ambulatorio de Villagallarda. Doña Araceli había accedido a hacerse un reconocimiento y tenía cita a las ocho de la mañana. Serían poco más de las siete cuando Facundo pasaba, al volante de su “Galaxy”, junto a la casa de la viuda de Daza y se tomaba la molestia de hacer que el motor rugiera al máximo para perturbar el sueño de doña Justa. Vano empeño. Doña Justa ya llevaba un buen rato levantada.
Por lo general, la viuda del “Garrafón” solía quedarse en la cama después de despertarse, bien para recuperar la calma tras alguna pesadilla o bien para prolongar en su imaginación algún sueño placentero. Pero esa mañana, doña Justa saltó fuera del lecho en cuanto sonó el despertador. Estaba ansiosa por poner en práctica su nuevo plan.
Había decidido, y perdonen la crudeza de la expresión, joderle la vida a Palomero. Para empezar, su primer objetivo era arruinarle el huerto. Pero pretendía hacerlo de un modo que pareciese natural, sin que pudiera llegar a sospecharse su intervención.
Pasó la tarde anterior recorriendo los campos de los alrededores en busca de una familia de orugas que, según se comentaba en el pueblo, le habían devorado media huerta a un vecino en un abrir y cerrar de ojos.
Doña Justa escudriñó, hoja por hoja, la mayor parte de la floresta municipal, con el magro resultado de dos gusanitos verdes y otro más gordo y coloradote que, con mucha benevolencia y pocos conocimientos de zoología, podía ser tomado por oruga.
Se encontraba muy lejos de su casa y estaba cansada y desilusionada por no dar con las voraces oruguillas, cuando reparó en que el sembrado junto al que se hallaba estaba salpicado de montoncitos de tierra. Docenas de pequeños montículos que no habían sido fabricados por la mano del hombre, sino por las garras de algún laborioso topo.
La viuda modificó su plan sobre la marcha y se lanzó a la captura del animalito. Buscó de topera en topera hasta que, tras más de una hora de agotadores esfuerzos, consiguió atrapar al autor de aquella red de galerías. Era un ejemplar magnífico, del tamaño de una pantufla del número cuarenta y cinco, pelaje oscuro y unas patas dignas de la mejor vedette del “Folies Bergères”.
El topo, que por toda cena se zampó dos gusanitos verdes y otro más gordo y coloradote, reposaba en manos de doña Justa cuando Facundo revolucionaba el motor de su coche al pasar junto a la casa de la viuda.
<<Ruge, ruge, cascaciruelas —maliciaba doña Justa para sus adentros—, que más rugirás cuando esta bestiecilla te deje el huerto hecho un colador. ¿Verdad que sí, topito? ¿Que vas a hacer una escabechina en los terrenos de ese pelafustán?>>
Mientras observaba cómo el vehículo de Palomero se alejaba hacia el casco urbano de Quintana Salceda, la viuda se sentía tan excitada que decidió ponerse a limpiar la casa para tranquilizarse. Tras dejarlo todo como los chorros del oro, se tomó el segundo café con leche del día y, a las nueve de la mañana, salió con el topo en brazos dispuesta a llevar a cabo su plan.
El huerto de Palomero estaba separado del camino por una peculiar construcción que Facundo, su creador, denominaba “la tapia”. En realidad, este término sólo cabía aplicarlo con propiedad al primer tramo de la construcción, un muro de ladrillo y cemento de casi dos metros de altura que nacía en una esquina de la casa y terminaba tres metros más allá. La intención de Facundo cuando comenzó a levantar “la tapia” era que este muro cercara todo el contorno de su parcela, pero enseguida se le acabó el dinero para cemento y ladrillos y se vio obligado a completar su obra con los más variopintos materiales procedentes, en su mayor parte, del vertedero municipal.
Entre otras cosas, había dos oxidados somieres de muelles, una puerta de nevera, una mesa de futbolín con solo tres barras y cinco muñecos de futbolistas muy deteriorados; un sofá de cuatro plazas con la tapicería hecha jirones y sin apenas relleno, dos lavabos rotos, uno sobre el otro, una valla publicitaria sin publicidad, una mampara de ducha, el armazón, sin ruedas, de un carro, y un gran número de piezas de madera, plástico, piedra y metal de muy diversas formas y tamaños. A esta construcción, que tenía forma de ele y terminaba en un barracón que Facundo utilizaba como almacén y garaje, le faltaba la firma de Marcel Duchamp para figurar en los libros de Arte.
Ahora bien, su eficacia como medida disuasoria que impidiera la entrada de intrusos en la propiedad de Palomero era sumamente escasa. No sólo porque los somieres resultaran fácilmente escalables, ni porque la mesa de futbolín se la pudiese saltar cualquiera, sino, sobre todo, porque en el lado que daba al río no había ningún muro, ni valla, ni nada que dificultara el acceso.
Doña Justa llegó ante la puerta de la vivienda de Facundo. A partir de allí, el camino se apartaba del río con un giro a la derecha y discurría paralelo a la amalgama de chismes que conformaban “la tapia”. La viuda, sin un instante de vacilación, se dirigió hacia la izquierda, rodeó la casa y accedió tranquilamente a los terrenos de su odiado vecino. Caminó hasta el borde del huerto y se detuvo pensativa junto a un hermoso ciruelo.
—¿Dónde será mejor que te deje? —susurró acercando su cabeza a la del topo—. ¿Al pie de este ciruelo? ¿En el rincón de las fresas?
Comoquiera que el animal no mostraba ninguna preferencia, optó por depositarlo allí mismo. Se inclinó hacia delante, extendió los brazos cuanto pudo y dejó caer al topo.
—Hale, campeón, a excavar —le animó.
Pero el bicho no movía un músculo.
—¿A qué esperas? ¿No te gusta el vergel que te he proporcionado para ti solito? Pues espabila y ponte a dar buena cuenta de él, haragán, no te hagas el remolón.
El topo, más que el remolón, se diría que se hacía el muerto. En vista de la nula reacción del animal, doña Justa le espoleó por medio de una leve patada en la retaguardia. No es que la viuda tuviera el toque de Platini, pero lo cierto es que su puntapié surtió el efecto deseado. El topo sacudió sus cuartos traseros, arrimó el hocico al suelo y comenzó a horadar el terreno.
El dulce sabor de la victoria empezaba a estimular las papilas gustativas de doña Justa cuando el ruido de un motor truncó su momento de gloria y le obligó a ponerse en guardia. Temerosa de que se tratara del vehículo de Palomero, abandonó a paso ligero la propiedad de éste y salió al camino a tiempo para contemplar la llegada de un vetusto utilitario. Un individuo peludo, con la cara más larga que un día sin pan, descendió del coche y se dirigió a doña Justa.
—Buenos días, señora —la saludó cortésmente.
—¿Es a mí? —replicó la viuda echando vistazos a su alrededor, como si aquello fuera la plaza del pueblo a la salida de la misa de once y media.
—Sí, claro que es a usted. ¿Es esta la casa de don Facundo Palomero?
—De momento sí.
—¿Sabe usted si está don Facundo en casa?
—No está, no. Ha salido muy temprano.
—Qué lástima —lamentó el velloso—. Es que me encargó un trabajo en su propiedad, pero el caso es que me han surgido algunas dudas acerca de...
—¿Y a mí que me cuenta? —le interrumpió bruscamente la señora Justa—. ¿Se cree que me importa?
—Disculpe, señora, pero yo pensaba que...
—¡Que me deje! —exclamó la viuda y, acto seguido, se alejó al trote rumbo a su domicilio.
Hermógenes Portosilandínez se quedó de una pieza. Vio a la arisca dama desaparecer tras una curva del camino y decidió desentenderse de ella y concentrarse en su trabajo.
Por su parte, doña Justa no tenía la menor intención de olvidarse de aquel extraño sujeto. Así que, en cuanto se creyó fuera del alcance de la vista del peludo, se salió del camino y regresó para vigilarle escondida detrás de unos matorrales.
El comportamiento tan chocante que había mostrado la viuda durante su conversación con Hermógenes provocó en éste una cierta desconfianza. Como no tenía claro si la señora estaba en sus cabales, hizo caso omiso de la información que le había suministrado y llamó a la puerta de Palomero.
<<Aquí no hay nadie —dedujo mientras volvía a oprimir el timbre—. No me ha engañado la vieja. A ver qué hago yo ahora, porque no tengo claro por dónde empezar. Con tanto empeño por disimular, al final no me enteré de qué clase de alimaña es la que tengo que liquidar. Mira que soy cenutrio. También el tal Facundo podía haber sido un poco más explícito, caramba. No voy a tener más remedio que irme a Burgos y hablar con él en persona.>>
Se disponía a regresar a su coche cuando se percató de que podía acceder a la parcela por el lado que daba al río, y decidió echar una ojeada. Buscó señales de nidos bajo el alero del tejado y examinó con detenimiento las paredes de la casa, pero no descubrió nada relevante.
—Se ve que el señor Palomero —murmuró mientras se aproximaba al huerto— es un hortelano de primera categoría. No hay duda de que se esmera de lo lindo en mantener sus cultivos en perfectas condiciones. Qué frutales tan esplendorosos, qué plantas tan lozanas, qué limpio y bien organizado lo tiene todo. Lástima de ese trozo de felpudo marrón que está ahí tirado.
Se agachó para retirar el elemento que estropeaba tan bello panorama y, al verlo de cerca, se llevó tal sorpresa que a punto estuvo de caerse de bruces.
—¡Pero si es el culo de un topo!
Sujetó la porción del animal que sobresalía del terreno y tiró de ella con brío.
—¡Válgame el cielo, qué pedazo de ejemplar! —exclamó admirado por el tamaño de la criatura que pendía en sus manos cabeza abajo.
Sin dudarlo un segundo, aferró con firmeza al topo y se dedicó a escudriñar palmo a palmo el huerto.
—Aquí no hay ningún otro intruso —determinó cuando concluyó el reconocimiento—. Por no haber, no hay ni siquiera toperas. ¿Qué pasa? —preguntó al topo—. ¿Eres un vago redomado, o un solitario de tomo y lomo?
Emprendió muy contento la marcha hacia su automóvil, portando en sus manos al topo como si fuese a ofrecerlo en una ceremonia religiosa, mientras caía en la cuenta de que aquellos serían los tres mil duros que más fácilmente habría ganado en toda su vida. Al abrir la puerta del maletero de su utilitario le pareció que ésta rechinaba más de lo habitual. Prestó atención y notó que el chirrido no cesaba cuando él dejaba de mover la puerta. Agudizó el oído y descubrió que el continuo estridor no procedía de su coche, sino de algún punto detrás de los matorrales que bordeaban el camino en el lado opuesto al río.
—¿Qué especie de bicharraco producirá ese ruido? —se preguntó mientras metía al topo en una caja de madera que llevaba en el maletero—. ¿Será alguno de tus parientes lejanos, topito?
Se trataba de una pregunta retórica, naturalmente. Sin embargo, Hermógenes aguardó unos instantes antes de cerrar la caja con una tapa provista de respiraderos, como si esperase que el animal le respondiera. Claro que si el topo hubiese dispuesto de la facultad de hablar, la habría aprovechado para protestar enérgicamente por tanto trasiego absurdo de un sitio a otro, tanto uso y abuso de un discapacitado visual y tanta insistencia en preguntarle tonterías.