9
El sol despertó generoso sobre la ciudad de Burgos aquel domingo de abril. Macucha de Rominchal dormía a pierna suelta en su habitación cuando su marido entraba en el piso inferior después de pasar la noche en un hotel en compañía de una joven viajante de grifos.
Evaristo probó suerte durante la reunión vespertina con la moza y ella aceptó encantada la invitación a cenar. A los postres, Rominchal se ofreció a acompañarla al hotel con el pretexto de que no era aconsejable que una joven atractiva anduviera sola por la calle a esas horas de la noche. Por lo visto, Evaristo tampoco consideró seguros para la representante de grifería los pasillos del hotel, ni el interior de su habitación, porque por acompañarla la acompañó hasta la cama.
La gachí resultó un desafío de campeonato para “el mariscal de los retretes”. En cuanto creía haberla dejado satisfecha y cerraba los ojos para abandonarse al sueño, la chavala volvía a la carga. Como no era cosa de quedar por flojo, Evaristo sacaba fuerzas de donde podía para demostrar su hombría a la señorita. Y así una y otra vez. La viajante de grifos era insaciable. El “Fósforo” tuvo que hacer tales esfuerzos que llegó un momento en que, más que disfrutar del sexo, parecía que estuviera siendo torturado.
Cuando, finalmente, la jovenzuela se quedó dormida, Evaristo aprovechó la circunstancia y se largó del hotel lo más rápido que pudo. De camino a casa, notaba cómo le temblaban las piernas, que amenazaban con venirse abajo en cualquier momento por el peso de sus orondas carnes. Le costaba respirar; tenía la sensación de que el aire se solidificaba en el recorrido entre su nariz y sus pulmones. La barriga le pesaba más que nunca y un leve escozor se había apoderado de sus genitales, pero estaba orgulloso de haberse comportado como un verdadero machote.
Entró en su domicilio poco después de las nueve de la mañana. Estaba agotado, deslomado, hecho fosfatina, pero no tenía tiempo para descansar.
<<Me ducho, me afeito, me visto —planificaba mentalmente— y, con un poco de suerte, me da tiempo de tomarme un café bien cargado en el bar de la esquina. Voy dando un paseo hasta la casa de Olegario y así me termino de espabilar. Menos mal que quedamos en que llevara él su coche, porque así puedo echarme una cabezadita en el trayecto hasta Quintana. Si me doy prisa, a lo mejor llego a casa de “Gari” a tiempo de desayunar con él, porque seguro que su mujer le habrá hecho rosquillas, o bizcochos.>>
Rosquillas y bizcochos; y en abundancia. Olegario Morón disfrutó de un opíparo desayuno.
—¿Está rico, mi amor? —le preguntó Benita, su mujer, que se dedicaba a planchar mientras su esposo se pegaba el banquete.
—Delicioso —contestó él en cuanto tuvo la boca vacía—. ¿Me estás planchando la camisa nueva, cariño?
—Ya lo estás viendo, Olegario —respondió Benita sin levantar la vista de la tabla de planchar.
—Pero mujer, si me puedo poner cualquier otra, que sólo voy a comer con mis amigos y nos conocemos desde que llevábamos pañales.
—¿Y qué quieres? ¿Que te planche el pañal de los domingos? Esta es tu mejor camisa y te va que ni pintada con el traje marrón.
—¿El traje marrón? Pero si está sin estrenar.
—Pues lo estrenas.
—Pero...
—Ni pero ni pera. ¿Qué pretendes? ¿Ir hecho un gañán? De eso nada. Que vas a comer con tus amigos, ¿y qué? Como si vas a merendar con el cónsul de las Molucas. Ya que os vais a dar un garbeo por Quintana Salceda, tienes que ir de punta en blanco, para que los de tu pueblo se den cuenta de que ya no eres un simple matarife, Olegario. Que ahora eres el director general del matadero.
Desde luego, a Benita no se le olvidaba el cargo que ostentaba su marido. Sobre todo porque fue ella la que le animó a solicitar la plaza, la que habló con el alcalde, la que dio la murga en la Diputación y la que visitó a la consejera. ¡Menuda era la mujer de Olegario! Menuda, sí; apenas pasaba del metro y medio. Pero le sobraban voluntad y temperamento para obligar a un río a fluir de la mar a la montaña. Cuando Benita se ponía firme y reclamaba lo que consideraba suyo por derecho, daban ganas de llamarla doña Arteria.
A Olegario Morón no se le ocurrió que podría trabajar en el matadero hasta que conoció a Benita. Él se sentía inclinado hacia la creación artística, porque poseía un talento natural para el dibujo, las manualidades, la pintura, la música... Era uno de esos tipos a los que les das un silbato y te interpretan con él “La Primavera” de Vivaldi. Pero Benita le hizo ver la principal diferencia entre mancharse las manos con pintura al óleo y pringárselas con sangre de cerdo: el sueldo fijo que pagaban por esto último en el matadero.
Olegario entró a trabajar en el matadero de Burgos como auxiliar de matarife cuando tenía veinte años. Después fue ascendiendo en el escalafón a medida que Benita se lo fue proponiendo.
—Además —insistía ésta mientras terminaba de planchar la camisa de su marido—, ¿tú crees que el Evaristo se va a presentar en chándal, con lo presumido que es?
—Si tienes razón, cielito —admitió Olegario—. Lo que pasa es que me da como apuro ponerme de estreno.
—¿Qué apuro ni qué ocho cuartos?
—Mujer, ya sé que Evaristo va siempre hecho un dandy, pero si aparecemos los dos con nuestras mejores galas, puede que Facundo y Virgilio piensen que queremos hacerles de menos.
—Qué inocente eres, Olegario. Facundo, ahora que tiene dinero, seguro que se os presenta como si fuera a una recepción en el Palacio Real. Y Virgilio se pondrá el traje de los domingos porque su madre no le dejará ir de trapillo.
Sonó el timbre de la puerta y Olegario se levantó.
—Aquí está el “Fósforo” —anunció mientras iba a abrir.
Evaristo llegó muy sonriente, abrazó a su amigo, besó las mejillas de Benita y lanzó una mirada golosa a las rosquillas y bizcochos que quedaban sobre la mesa del comedor.
—Llegas a tiempo —le informó Olegario—. ¿Te apetece tomar algo?
—Uy, no, gracias, si acabo de desayunar.
—Pues no sabes lo que te pierdes, porque Benita ha hecho unas rosquillas que tienen sabroso hasta el agujero.
—Ya que insistes —aceptó Evaristo poniendo cara de resignación mientras avanzaba decidido hacia la mesa—. Pero que conste que no es por gula, sino por hacer aprecio a la cocinera.
Olegario fue a vestirse a su dormitorio y Benita sirvió un café con leche a Evaristo para ayudarle a tragar los bizcochos y rosquillas de los que el mariscal no dejó ni las migajas.
—¿No estás más gordo, Evaristo?
Sin ofenderse por la pregunta de Benita, Rominchal se miró la barriga y la palmeó un par de veces.
—Puede ser —admitió.
—¿Cómo que puede ser? ¿No te dijo el cardiólogo que tenías que perder peso?
—Pero, Benita; si fuésemos a hacer caso de todo lo que nos dicen los médicos, apañados iríamos. Que no fumes, que no bebas, que adelgaces, que hagas ejercicio pero sin esforzarte demasiado, que no comas grasas, ni dulces...
—Vale, Evaristo —le interrumpió Benita—, pero después del susto que te llevaste no deberías tomarte a broma las recomendaciones del cardiólogo. Te advirtió muy seriamente de que no tienes el corazón para muchos trotes.
—Meter miedo. Eso es lo único que hacen los matasanos; meterte miedo para que, al menor dolorcillo, acudas corriendo a la consulta.
Benita se disponía a replicar cuando su marido reapareció hecho un brazo de mar con su traje marrón.
—¿Qué tal me sienta? —preguntó Olegario al tiempo que se giraba sobre sus talones para que los presentes le contemplaran por delante y por detrás.
—Como un guante, “Gari” —le aseguró su amigo—. Con ese tipitín que conservas, te queda la ropa estupendamente. Qué suerte tienes de haber sido un tirillas toda tu vida.
—Además de suerte —intervino Benita— y de buena planta, también tiene voluntad y constancia para cuidarse, ¿verdad, cariñín?
Olegario abrazó a su esposa, la levantó del suelo y le plantó un beso en la boca.
—Y sobre todo —le dijo manteniéndola en el aire—, te tengo a ti, guapetona, que me cuidas mejor que a un sultán.
—No hagas muchos excesos —le pidió Benita en cuanto volvió a poner pie a tierra— aprovechando que no estoy yo para vigilarte, ¿eh? Y mucho ojito con el bebercio, que vosotros cuatro cuando os juntáis...
—¡Quiá, mujer! Un vasito de vino con la comida y una copita de coñac para ayudar a hacer la digestión.
—La sal de frutas es lo que ayuda a hacer la digestión, y no el coñac —repuso ella con gesto severo—. Y mejor todavía, comer poquito.
—Eso va a ser complicado —vaticinó Evaristo—, porque Facundo me dijo que pensaba llevarnos a un asador de chuletas que hay cerca de Sodupe. Y ya sabéis lo exagerados que son los vascos para esto de menear los carrillos.
—Déjate de monsergas, Evaristo —dijo Benita—, que la cuestión no es la cantidad que te sirven sino la que tú te llevas al buche. ¿Sabéis cuál es la comida que menos engorda? —les preguntó mientras Olegario abría la puerta para salir.
—¿Cuál? —replicaron ambos al unísono.
—La que se queda en el plato.