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LA SEÑORA JUSTA

El barrio de Arroyoscuro constaba sólo de cuatro casas diseminadas a lo largo de un camino angosto y serpenteante que bordeaba el río y desaparecía entre enormes matorrales unos doscientos metros más allá de la última casa. Esta estrecha vereda nacía en un desvío de la carretera que unía Quintana Salceda y Villagallarda, justo al lado de la primera casa del barrio, que pertenecía a doña Justa Galopín, viuda de Daza. Suyas eran, así mismo, las dos casas siguientes, mientras que el propietario de la última era Facundo Palomero.

En su fuero interno la viuda se consideraba dueña de todo el barrio, incluidas las tierras, el río, sus tres inmuebles y el de Palomero. Tal comportamiento de jugadora de “Monopoly” no obedecía simplemente a su codicia.

Cuando Justa Galopín conoció a Cosme Daza, el “Garrafón”, éste poseía, además de la exitosa taberna de la que provenía su mote, una extensa porción de tierra en la zona de Arroyoscuro donde estaba prohibido edificar al tratarse de unos terrenos calificados como “rústicos no urbanizables”. Sin embargo, el regalo de bodas que Cosme hizo a su joven esposa fue, precisamente, una casa construida en aquellos terrenos, al lado de la carretera de Villagallarda.

¿Cómo se las arregló el “Garrafón” para lograr que su finca fuese recalificada como “urbana y edificable”? Fácil: obsequió al concejal de urbanismo de Quintana Salceda con un pedazo de dicha finca. Un pedazo del que el concejal se deshizo con prontitud, no porque no le gustara el regalo, sino porque obtuvo un montón de dinero contante y sonante al venderle la parcela a un constructor. Éste edificó una casa unifamiliar de dos alturas que, con el paso de los años, se convertiría en la vivienda de Facundo Palomero.

Entre esta casa y la suya propia, Cosme Daza construyó otras dos que destinó al alquiler, con lo que se garantizaba unos suculentos ingresos cada mes hasta que necesitara estos inmuebles para otro menester. Porque el plan de Cosme y Justa era bastante sencillo: cuando alguno de sus hijos decidiera casarse y formar su propia familia, recibiría, como regalo de bodas de sus progenitores, una de las casas de Arroyoscuro.

El plan presentaba tres inconvenientes. El primero, tan nimio que los Daza prácticamente no lo tenían en cuenta, era que habría que desalojar a los inquilinos de las casas que tenían alquiladas. El segundo, algo más relevante, era que a alguno de los hijos le correspondería quedarse con la residencia familiar, lo que podría suponerle hacerse cargo de sus ancianos padres. Y el tercero, el más peliagudo, era que Cosme y Justa tenían cuatro hijos.

Cuando el primogénito, Valentín, contrajo matrimonio, se negó en redondo a aceptar una de las casas del barrio.

—Hijo mío —le insistió su padre—, esas casas me pertenecen y, por lo tanto, puedo disponer de ellas como se me antoje. Y lo que se me antoja es regalárselas a mis hijos para que no tengan que gastarse un dineral en comprarse un piso y sigan viviendo en el barrio donde se criaron.

—Si a mí me encantaría quedarme en Arroyoscuro, padre —aseguró Valentín—, pero dígame: si acepto, ¿qué ocurrirá con mis hermanos? ¿No comprende que les condenaría a una carrera para casarse porque el último en hacerlo se va a quedar sin premio?

—No te preocupes por eso, Valentín. Para cuando llegue la boda del último ya habré encontrado la solución.

—Entonces, tampoco se preocupe usted, padre; que cuando encuentre esa solución, yo me volveré a vivir al barrio.

—Siendo así —aceptó Cosme—, ya me quedo más tranquilo.

Tan tranquilo se quedó el bueno del señor Daza que se durmió en los laureles. Y no me refiero a una simple siestecilla, sino al sueño eterno.

A la señora Justa, como podrán figurarse, no le sentó nada bien quedarse viuda. A la lógica congoja producida por la pérdida del esposo se sumó un profundo disgusto cuando doña Justa tomó conciencia de que se había convertido, para el resto de sus días, en la viuda del “Garrafón”.

Pero sus mayores sufrimientos le llegaron con la emancipación de sus tres hijos menores. Las dos medianas, Basilia y Casilda, celebraron sus respectivas nupcias con apenas siete meses de diferencia. Y un año después de la última de estas bodas, le tocó el turno a Genaro, el benjamín. Los tres, en aras a evitar un cisma entre hermanos por el asunto de las casas de Arroyoscuro, siguieron el ejemplo del primogénito y adquirieron sendos pisos en el centro de Quintana Salceda. Con lo cual se salvaguardaba la armonía familiar, pero la señora Justa se quedó más sola que la una.

Esta soledad afectó sensiblemente a su estabilidad mental. Se le agrió el carácter de tal forma que, en el pueblo, cuando alguien tenía la desdicha de beber un vino picado, inmediatamente después de escupirlo exclamaba: ¡esto está más avinagrado que la viuda del “Garrafón”!

Lo peor para doña Justa era saber que la solución a sus problemas estaba, como quien dice, a tiro de piedra. Así que, una mañana, vio desde la ventana de su salón a Facundo Palomero que se aproximaba por el camino y decidió salirle al encuentro y hacerle una oferta. Abandonó presurosa su hogar, se plantó en medio del sendero y, en cuanto apareció su vecino, le soltó la cifra a bocajarro, sin siquiera darle los buenos días.

—¡Dos millones! —Es cierto: doña Justa era más agarrada que un chotis.

—¡Coño! —exclamó Palomero. No porque fuese un genio de la sinécdoque, sino por el susto que le pegó la viuda.

Ésta, que apenas había dirigido a Facundo más de dos palabras seguidas en los años que llevaban como vecinos, rompió inmediatamente dicha estadística.

—Le doy dos millones por la casa y el terreno.

—¿Dos millones? —preguntó Facundo quien, por aquellas fechas, debía una cantidad mucho mayor al banco y no se imaginaba que pronto saldaría la deuda de un solo golpe.

—Dos millones de pesetas —especificó doña Justa.

—Toma, claro. Ya me figuraba que no serían de maravedíes.

—Bueno, ¿qué me dice? —le apremió la viuda sin hacer el menor caso a la chanza.

—Qué quiere que le diga, buena mujer. Que, o pretende usted tomarme el pelo, o está muy desfasada en el asunto del precio de la vivienda, porque por dos millones, hoy en día, no compra ni una caseta para el perro.

—¡Paparruchas! —replicó ella despreciativa—. Le doy dos millones y medio y va que chuta.

—¿Que voy que chuto? Pero si eso no es ni la tercera parte de lo que le debo al banco.

La viuda puso los brazos en jarras y lanzó un sonoro bufido por la nariz. Enlutada de pies a cabeza y con sus noventa quilos plantados en medio del camino, era la viva imagen de un toro bravo a punto de embestir.

—Escúcheme bien, Palomero, y no intente torearme —hasta ella misma parecía asumir la semejanza—. Estoy dispuesta a darle tres millones, y de ahí no paso.

—Pues el que pasa soy yo —afirmó Facundo—. Si de verdad le interesa comprarme la casa, señora mía, hágame una oferta seria; de diez millones para arriba.

—¡Vamos, anda! —exclamó desdeñosa doña Justa—. ¡A robar, al mercadillo! ¿Es que me toma por tonta? Pero si no es usted más que un miserable cascaciruelas que no tiene dónde caerse muerto.

—Se equivoca —le indicó Palomero con mucho temple—. Tengo una casa que es de mi propiedad, aunque le deba una millonada al banco. Y puedo caerme muerto dentro de ella cada vez que me apetezca.

—¿Conque desprecia mis tres millones?

—Yo no desprecio nada, señora. Sus tres millones merecen todo mi respeto. Pero para que tome en consideración su oferta, tendrán que venir acompañados de otros siete.

—Se acordará de este día, gusarapo —le advirtió la viuda—. No crea que va a poder vivir mucho tiempo de vender ese barro verde que saca de espachurrar ciruelas. Cuando se quede sin un duro y el banco le amenace con quitarle la casa, entonces vendrá usted con las orejas gachas a mi puerta para pedirme los tres millones que ahora le parecen tan poca cosa.

—No cuente usted con ello, doña Justa —le recomendó Facundo—, porque con sus tres millones no saldo ni la mitad de la deuda que tengo con el banco.

—Usted sabrá lo que hace.

Con esta velada advertencia, la viuda dio por concluida la conversación. Volvió la espalda a Palomero y regresó a su residencia con paso marcial.

A partir de entonces, la señora Justa se mantuvo a la espera del día, que estaba segura habría de llegar, en el que el cascaciruelas se arrodillaría ante ella para suplicarle que le comprara la casa. Pero, para su desgracia, el destino se calzó un domingo las botas de fútbol y le marcó un golazo cuando ella menos se lo esperaba.

La noticia de la quiniela que acertó Palomero sumió a doña Justa en un estado cercano a la paranoia. De la mañana a la noche ocupaban su mente pensamientos cargados de odio hacia su vecino. Ni siquiera dormida lograba escapar a su obsesión. Le asaltaba con frecuencia una pesadilla en la que toda su descendencia la llamaba a gritos desde lo alto de una torre solitaria. Por más que la viuda apretaba a correr escaleras arriba para reunirse con ellos, la tarea le resultaba imposible por culpa de un personaje que subía por delante de ella y que iba añadiendo más y más escalones a una velocidad vertiginosa. En cuanto levantaba un nuevo tramo de la escalera infinita, el albañil prodigioso se volvía para que doña Justa pudiera contemplar su faz sonriente. La faz sonriente de Facundo Palomero.

Tenía otro sueño recurrente, muchísimo más placentero, en el que compartía el desayuno con sus hijos, hijas, yernos, nueras, nietos y nietas. Comoquiera que todos los presentes se afanaban por zampar como si pretendieran acabar con toda la producción alimenticia del país, cada dos por tres, la viuda ordenaba a un sirviente que les surtiera de más viandas. El sirviente, que no era otro que Facundo Palomero, obedecía ipso facto y les abastecía de tostadas con mermelada que preparaba a la misma velocidad con que fabricaba los escalones en el otro sueño.

Cierta mañana, una furgoneta de “El edén del electrodoméstico” se adentró despacio por el camino de Arroyoscuro para llevar a Facundo el televisor panorámico que había comprado. La viuda contempló desde su ventana la llegada del vehículo, y la rabia le hizo rechinar los dientes con tanto vigor que el conductor de la furgoneta echó el freno y se bajó a revisar el motor, convencido de que el chirrido venía de allí.

Decididamente, la señora Justa se había convertido en un negro recipiente lleno hasta el tope de odio visceral hacia Facundo Palomero.