18
En lo que se tarda en pasar de un capítulo al siguiente, Dimas Pombo se plantó en la sede de “Apochical” y refirió a Vicente Valladar el asunto del testamento de Palomero.
—¿Me tomas el pelo, Dimas? —le preguntó Vicente con cara de pasmo.
—Que no, “Güevilín”, que es verídico.
—Vicente —dijo éste muy serio—, llámame Vicente.
—Uy, sí, perdona, “Güevi”, digo Vicente.
—¿Y dices que el sujeto está forrado? —inquirió Valladar, en cuyo rostro empezaba a vislumbrarse una leve sonrisa y un incipiente brillo en sus pupilas.
—Sin duda. Me contó que acaba de acertar una quiniela de catorce.
—Mira qué suerte.
—Ya ves. Y el hombre va y nombra como única heredera de toda su fortuna a la fundación “Apochical”. ¿Qué te parece?
—¿Qué me parece? —El amago de sonrisa desapareció de la faz de Vicente. —Me parece... me parece una broma cruel, una tomadura de pelo por parte del destino.
—No te entiendo, Vicente —afirmó, confuso, Dimas—. Yo creí que te haría ilusión comprobar que tu labor no cae en saco roto. Que tu trabajo le llega a la gente, hasta el punto de que alguien, que ni siquiera conoces, aprecie de tal manera a la fundación que decida dejarle su herencia. A mí me emocionaría.
—Pues a mí me saca de quicio —repuso Valladar con voz fúnebre—, ¿y sabes por qué?
—Francamente —confesó Dimas, cada vez más desconcertado—, no tengo la menor idea.
—Porque para cuando ese... ¿cómo has dicho que se llama?
—Facundo Palomero.
—Para cuando Facundo Palomero pase a mejor vida, de “Apochical” no quedará ni el recuerdo.
Dimas estaba tan estupefacto que permaneció quince segundos en silencio y con la boca abierta.
—Ahora sí que ya no comprendo nada —reconoció finalmente.
—No me entiendes, ¿eh? Pues escucha. Hace tiempo que uso el dinero de la fundación para mis propios asuntos que, como bien sabes, van de mal en peor. Así que ya te puedes hacer una idea de cómo están las cuentas de “Apochical”.
—¿En las últimas?
—Me temo que sí. Si no encuentro enseguida alguna fuente de ingresos que me permita devolver el dinero que he retirado de la cuenta y tapar de una vez por todas los chanchullos y componendas que me he visto obligado a hacer en los libros de la fundación, “Apochical” se va al garete en menos que canta un gallo y yo doy con mis huesos en la cárcel.
—¡Qué barbaridad!
—Así que el señor Palomero se llevará el disgusto de su vida cuando se muera. Su voluntad de dejar la herencia a la fundación “Apochical” se quedará en agua de borrajas, y su fortuna pasará directamente a las arcas del Estado. —Valladar se interrumpió de sopetón y alzó lentamente la ceja derecha. —A no ser, claro está, que don Facundo se dé prisa en diñarla.
—No lo creo muy probable —estimó Dimas—. El hombre tenía pinta de estar sano y fuerte como un roble.
—Pero existen los accidentes, amigo Dimas.
—Sí, claro; los accidentes son imprevisibles.
—No necesariamente —susurró Vicente, cuyos ojos comenzaban a recuperar el fulgor que habían perdido momentos antes.
Dimas le contempló con una expresión a medio camino entre el desconcierto y el temor.
—¿Piensas lo que pienso que piensas?
—No sé lo que piensas que pienso —le respondió Vicente—, pero esto es lo que yo pienso: si el señor Palomero quiere legar su fortuna a “Apochical”, más le vale darse prisa y morirse de inmediato. De esa manera, la fundación se salva, yo me libro de ir a chirona y don Facundo, una vez muerto, se llevará la alegría de que se cumpla su última voluntad.
—Ay, mi madre —suspiró Dimas, espantado y turulato—. Piensas lo que pensaba que pensabas.
—Lo difícil es —discurrió Vicente en voz alta— conseguir que este caballero fallezca cuanto antes.
—Me asustas, Vicente; y mucho. ¿Qué pretendes hacer?
—No lo sé, Dimas, no tengo ni idea. Pero tiene que haber algún modo de lograr que alguien estire la pata y que parezca una muerte natural.
—Eso no lo dudes —le indicó su amigo—. Ahí tienes a “Lucifer”.
—¡¿Dónde?! —Vicente pegó un brinco y, con una ágil cabriola, se escondió bajo la mesa.
—Tranquilízate, Vicente, y sal de ahí, que sólo era una manera de hablar. Yo me refería al gremio de los asesinos profesionales, que se encargan de cepillarse a los ciudadanos sin levantar la menor sospecha.
—Mira, Dimas —le advirtió Valladar mientras recuperaba la compostura—, a “Lucifer”, ni mentarlo. ¿Estamos?
—Disculpa, chico, disculpa. Estás muy tenso, Vicente. Tienes los nervios a flor de piel. ¿No has pensado en visitar a un psiquiatra?
—Déjate de psiquiatras —renegó Valladar.
—Yo lo digo porque creo que te puede venir bien.
—Lo que me vendría bien sería que Facundo Palomero se fuera al otro barrio por la vía rápida. Así, yo liquidaría mi deuda con los hermanos Cembollín y “Lucifer” no me liquidaría a mí.
—¿Pero es que hablas en serio de cargarte al señor Palomero? —le preguntó Dimas horrorizado.
Vicente sopesó unos segundos su respuesta. Finalmente, pasó su brazo derecho sobre los hombros de Dimas y le dio dos suaves cachetes en la mejilla con la mano izquierda.
—Qué inocente eres, Dimas —le dijo—. Te estoy tomando el pelo como a un pipiolín.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Me lo prometes? —insistió Dimas, no del todo convencido.
—Te lo juro por mi madre —declaró Valladar solemnemente—. ¿Es que me tomas por un delincuente, Dimas? ¿Tú me ves a mí organizando un homicidio? ¿O metiendo mano en los fondos de “Apochical”?
—Ah, ¿es que eso también era mentira?
—Mentira podrida, tontín, mentira podrida. —Vicente acompañó sus palabras con unos cuantos cachetes más. —Bastante delicada es ya la situación económica de la fundación. Aunque, ahora que lo pienso, podría sacar provecho de tu información en beneficio de “Apochical”. Si me pongo en contacto con el señor Palomero, estoy seguro de convencerle para que nos haga un donativo rumboso, ya que alberga tan buenos sentimientos hacia la fundación. Por supuesto —añadió al ver la cara de disgusto que ponía Dimas—, no mencionaré ni de refilón lo de su testamento; no temas. Le contaré que se trata de una campaña para recaudar fondos o algo por el estilo. ¿Te acuerdas de su dirección?
—Camino de Arroyoscuro, número cuatro —respondió Dimas—, en Quintana Salceda.
—Estupendo. Veremos si la generosidad que se reserva don Facundo para el más allá se puede hacer extensible al más acá.
—Sé prudente —le rogó su amigo— que, como se huela que te he venido con el cuento, me juego mi puesto de trabajo.
—Descuida, Dimas, que yo soy muy convincente cuando me lo propongo. Tú mismo te has tragado a pies juntillas todas las patrañas que te acabo de largar.
—Eso es cierto —reconoció Pombo—. A propósito; ¿también te inventaste lo de tu deuda con los Cembollines?
—Lamentablemente —confesó Valladar con gesto apesadumbrado—, eso no me lo inventé.
—¿Y lo referente a cierto asesino profesional cuyo nombre de diablo me has prohibido volver a mencionar en tu presencia?
—Real como la vida misma —admitió Vicente—. Y escalofriante, amigo Dimas; real y escalofriante.
Dimas le prometió que se estrujaría las meninges para dar con algún modo de ayudarle. Vicente se lo agradeció y le acompañó hasta la puerta. En cuanto Pombo puso el pie en el rellano, Valladar regresó a su despacho, tomó papel y bolígrafo y anotó el nombre y la dirección de Palomero. Acto seguido, se acercó a la ventana y vio a su amigo Dimas salir del portal.
<<Mira que eres ingenuo, Dimas —pensó—. ¿Cómo se te ocurre figurarte que yo vaya a matar a Palomero? Para eso están los profesionales de la cuestión, amigo mío. Claro que, ¿dónde voy a encontrar uno? Con semejante oficio, no creo que se anuncien en los periódicos o que figuren en las Páginas Amarillas. Tendrán que preservar su anonimato con una discreción absoluta.>>
Estas dos últimas palabras encendieron una chispa en la mente de Valladar. Corrió hacia la mesa de su despacho, abrió uno de los cajones y sacó de él la cartera que le había entregado Eugenia. Buscó la tarjeta de visita y la contempló con una amplia sonrisa de satisfacción y un destello triunfal en la mirada.