XVI
Elena no había dormido nada en toda la noche, en realidad, ni siquiera lo había intentado. Cuando la llamaron por teléfono para darle la noticia se quedó paralizada, debió de pasarse horas sentada en el sofá, anonadada, con el teléfono en la mano y mirando al vacío, incrédula, pensando que aquello era una pesadilla y se despertaría en cualquier momento. Pero al amanecer comprendió que estaba bien despierta, que aquella terrible noticia era real. Entonces se dio una ducha, cogió su coche, y se dirigió al tanatorio. Mientras cruzaba la ciudad, todavía se resistía a creerlo. Jamás se le pasó por la cabeza que algo así pudiera ocurrir, que le pudiera ocurrir a Laura...Daba por sentado que siempre estarían juntas, que envejecerían juntas. Y de pronto, Laura ya no estaba. Ya no volvería a compartir risas con ella, confidencias, recuerdos...
—Nunca fuimos a Katmandú—murmuró, sin saber por qué.
Entonces, le vino a la memoria el recuerdo de cuando eran unas adolescentes y, al salir de clase, bajaban por las Ramblas hasta el puesto de flores, situado a la altura de la calle del Carmen, que regentaban los padres de su amiga Emilia, , a los que la joven ayudaba en su tiempo libre.
A Laura y a ella les encantaba estar allí. Charlaban con Emilia de sus cosas, hacían planes para el futuro y se entretenían en la contemplación de aquella variopinta marea humana que deambulaba incesante arriba y abajo del famoso paseo. Turistas con su cámara al hombro sedientos de sol y aventuras, trotamundos, pacifistas, estudiantes cargados de libros y de ansias de libertad en la España sombría de los primeros años setenta en los que, aquel pequeño reducto en pleno corazón de la ciudad, en el que todo parecía posible, era como un oasis, como una ventana abierta al mundo por la que se colaban los aires de Europa, de aquella Europa tan próxima en la distancia y tan lejana al mismo tiempo, tan ajena a la vida oprimida de los españoles de entonces.
No estaban muy seguras de dónde quedaba Katmandú. Lo situaban por la India, que tampoco sabían ubicar en el mapa con exactitud, pero el nombre les sabía a lejanía, a aventura, a espiritualidad. Toda su pandilla de amigos soñaba con ir allí algún día siguiendo la estela de Los Beatles, conocer al gurú Maharishi y encontrar, a través de la meditación trascendental, el verdadero sentido de su existencia. Pero ninguno de ellos llegó a cumplir aquel sueño, al menos, ninguno de sus amigos más cercanos. La vida adulta fue imponiendo sus propias reglas y los condujo, a cada uno de ellos, por distintos derroteros. De la mayoría no volvieron a saber nunca, pero con toda probabilidad, y como ellas mismas, habrían dejado en el olvido aquella ilusión juvenil.
Ni siquiera comprendía por qué de pronto volvía a su mente aquel recuerdo. Tal vez porque era algo que Laura y ella tenían pendiente, como tantos otros sueños de juventud olvidados, y ahora tomaba conciencia de que ya nunca podrían hacerlo realidad, y esa certeza le causaba una enorme tristeza. Pese a que si Laura viviera, posiblemente ninguna de las dos habría vuelto a pensar en ello.
No obstante, por aquel entonces, aquella ilusión acicateaba la impaciencia de las tres amigas por acelerar el paso del tiempo y alcanzar la mayoría de edad y la supuesta libertad que debía traer consigo. Entretanto, en aquellos días despreocupados y jubilosos de Las Ramblas, distraían la espera observando con curiosidad cómo se desarrollaba la vida a su alrededor. Llamaban especialmente su atención los pintorescos vecinos del barrio, aquellos personajes un tanto estrafalarios que pululaban a diario por allí y que en la mayoría de los casos vivían en su propio mundo, inmersos en sus particulares historias vitales, atrapados en ellas, y ajenos a cuanto ocurría más allá de las viejas y familiares callejuelas. Todos tenían alguna historia fascinante que contar y se aferraban a ella con obstinación puesto que eso era lo único que los diferenciaba como personas; su pasad y sus recuerdos, era todo cuanto tenían. Su presente consistía sólo en sobrevivir un día más, y el futuro, simplemente no existía para ellos.
Uno de aquellos personajes era Lili, una mujer encantadora y prematuramente envejecida que subsistía de las propinas que le daban los floristas a cambio de hacer pequeños recados y llevar ramos de flores a sus destinatarios.
Lili había sido en su juventud una reina del cabaret. Nació, para el mundo del espectáculo, como Lili Garbo por obra y gracia de un avispado empresario teatral que quiso dotarla de un nombre con reminiscencias hollywodienses para darle un aire más internacional. Fue durante algún tiempo la estrella indiscutible de El Molino—por aquel entonces, el Moulin Rouge, como su homónimo parisino—, pero la noche, la vida disoluta, y algún amorío desdichado combinados con la bebida y su extremada juventud, acabaron pronto con su prometedora carrera y cayó en el olvido y en la más despiadada miseria.
A Lili le agradaba desempolvar sus viejos álbumes de fotos para las muchachas y contarles, una y otra vez, anécdotas de sus años de esplendor que ellas escuchaban con agrado. Era una mujer entrañable. Alegre y vivaracha, correteaba de puesto en puesto seguida siempre de cerca por su fiel compañero, un perrillo menudo y flaco como ella misma al que llamaba Molinillo porque le recordaba tiempos más felices y por el incesante movimiento de su cola, según decía.
Un buen día Lili no apareció a media mañana por La Rambla de las Flores, como tenia por costumbre, ni tampoco en los dos días sucesivos. A las jóvenes les extrañó su ausencia; no recordaban un sólo día en que no la hubieran visto rondando por allí, les constaba que aquel reducido mundo era toda su vida: allí conseguía su sustento diario y también tenía a sus amigos. Laura insistió en que se llegaran a su casa. Sabían donde vivía, Lili lo había mencionado en varias ocasiones; podía encontrarse enferma, apuntó Laura, preocupada.
Las dos amigas se acercaron a la calle Hospital y empujaron una desvencijada puerta que daba paso a un estrecho y oscuro corredor. Bajo la escalera se encontraba la vivienda que ocupaba Lili. No había ningún timbre, por lo que golpearon la puerta con los nudillos y enseguida les respondieron los ladridos de Molinillo, instantes después reconocieron la voz apagada de Lili que preguntaba quién llamaba.
—¡Somos Laura y Elena! ¡Las amigas de Emilia, la florista!—gritó Elena para que Lili pudiera oírla.
—¡Ah! ¡Pasad!—dijo la mujer, con un tono de voz más animado.
La puerta se abrió gimiendo quejosamente y todavía tuvieron que forzarla un poco para que cediera y poder entrar. Lili sólo había tenido que estirar el brazo desde la cama en la que se hallaba recostada, para abrirla.
Entraron en el pequeño habitáculo y, después de cerrar tras de sí, apenas quedaba espacio para moverse. Molinillo las reconoció y celebró su llegada dando saltos en torno a ellas, alborozado; después, subió a la cama con sumo cuidado y se tumbó a los pies de su ama, vigilándola atentamente con sus ojillos vivarachos.
—¡Que alegría de veros!—dijo Lili sonriendo feliz.
—Lili ¿Qué te pasa?—preguntó Laura, alarmada.
—¡Oh! No es nada—la tranquilizó la mujer—. Sólo estoy un poco resfriada. Siento no tener nada que ofreceros...pero sentaos, sentaos, por favor.
Acompañó sus palabras con un ademán indicándoles que se sentaran sobre la cama -no había ninguna silla en la habitación-, lo que Laura hizo con cuidado mientras Elena se quedaba de pie.
—¿Te ha visto algún médico?—insistió Laura, poniendo su mano sobre la frente de Lili.
—¡Oh! No hace falta, no te preocupes. La vecina de arriba me trajo un medicamento de la farmacia y ya me siento mucho mejor. Hoy ni siquiera he tenido fiebre.
Mientras Lili y Laura conversaban, Elena echó una ojeada al cuarto: el mayor espacio lo ocupaba la cama, y a los pies de ésta había una cómoda con dos cajones sobre la que se acumulaban toda clase de objetos —probablemente recogidos en la calle—, y un hornillo de alcohol con un pequeño cazo de latón encima. Paralelo a la cama se encontraba un armario con un espejo en la puerta que apenas reflejaba sombras, a causa de las oscuras manchas que el paso del tiempo había ido dejando en él, y se hallaba ligeramente inclinado porque le faltaba una de las patas. No había ninguna ventana; la escasa luz existente provenía de una triste bombilla que colgaba de un cable en el centro de la habitación. Olía a orines; el baño común se encontraba en el piso superior, y Lili no se había sentido con fuerzas de subir y bajar aquel tramo de escaleras para poder utilizarlo y tenía que arreglárselas con un orinal—les explicó avergonzada, a modo de disculpa—. Ellas le restaron importancia para que se quedase tranquila, y Elena se preguntó cómo alguien podía vivir de aquella forma sin que jamás se le hubiese escuchado una sola queja.
—¿Comes bien?—indagó Laura, tomando tiernamente una mano de Lili entre las suyas.
—Sí. La vecina de arriba me trae algo todos los días. Y también a Molinillo. Es una buena mujer y se porta muy bien con nosotros. ¿Verdad, chiquitín?
El perro movió el rabo al oír su nombre y Laura lo acarició.
—De todas formas vamos a ir a buscarte algo caliente—insistió Laura.
—No hace falta que os molestéis...
—Me quedaré más tranquila, Lili.
—Como quieras...—aceptó la mujer, algo azorada. No le gustaba vivir de la caridad ajena, siempre había tenido a gala ser capaz de ganarse la vida por sí misma—. Lo que sí que os agradecería es que os llevarais a Molinillo a dar una vuelta. La vecina lo saca todos los días al portal para que haga sus necesidades, pero me da pena el pobrecillo, está acostumbrado a pasarse todo el día en la calle.
—No te preocupes—dijo Laura—. Le daremos un buen paseo. Enseguida volvemos. ¿Necesitas algo más?
Ella negó con la cabeza y las chicas se fueron a una plazoleta cercana donde soltaron al perro que no paró de dar saltos y corretear alegremente a su alrededor, feliz de poder disfrutar de un poco de libertad y de espacio en el que moverse. Después, encargaron comida para Lili en un bar y pidieron algunas sobras para el can, tras lo que regresaron a casa de la enferma. Estuvieron con ella un rato más mientras se tomaba el consomé y la tortilla francesa que le habían traído, y Molinillo se deleitaba con un revoltijo inidentificable de alimentos que, sin embargo, parecía disfrutar sobremanera. Más tarde se despidieron con la promesa por parte de Lili, de que al día siguiente sería ella la que iría a visitarlas a la parada de las Ramblas.
Pero Lili no apareció, y Laura se empeñó en volver a su casa para comprobar cómo seguía, y ya de paso, llevarle algo de comer y un ramo de margaritas, que eran sus flores preferidas. Al llegar se encontraron la puerta de la vivienda abierta y la habitación estaba vacía. Corrieron a casa de la vecina con el corazón encogido en el pecho. La mujer, con ojos llorosos, les dijo lo que más temían oír: Lili había fallecido durante la noche y ella encontró su cuerpo sin vida cuando fue por la mañana a llevarle un vaso de leche caliente. La habían trasladado al depósito.
Salieron de la casa conmocionadas. Era la primera vez en sus cortas vidas que se enfrentaban a la muerte como algo real y tangible; ya no era una entelequia, un asunto misterioso y ajeno a ellas, algo que les ocurría a los demás. Su amiga Lili había muerto y eso significaba que nunca más volverían a verla. No recorrería más los puestos de flores de Las Ramblas repartiendo su simpatía y su ingenio a raudales, ni volvería a contarles viejas historias y a mostrarles sus amarillentas fotografías.
Las dos muchachas resolvieron ir hasta el depósito con la intención de llevarle las flores a Lili y despedirse de ella. Laura no podía parar de llorar. Se disponían a coger un taxi cuando descubrieron a Molinillo al otro lado de la calle; el pobre animal miraba con inquietud a todas partes y daba vueltas sobre sí mismo sin saber hacia adónde dirigirse; buscaba a su ama angustiado, con el rabo recogido entre sus patas y los ojillos asustados. Laura lo llamó. El perrillo levantó las orejas y corrió a su encuentro, contento de encontrar por fin a una persona amiga. El taxista se negaba a llevar al perro en su coche, pero cedió al fin, ante la insistencia de las niñas y la desolación que reflejaban sus semblantes.
Laura tomó la decisión de llevarse a Molinillo a su casa, seguro que a Lili le habría gustado. Aunque la joven sabía que eso supondría un duro enfrentamiento con sus padres, ya que su madre tenía una fobia irracional y endémica hacia la mayor parte de especies animales, y era capaz de cruzar de acera por no toparse con un perro que viniera de frente. Sin embargo, pudieron más las lágrimas de la muchacha y la triste historia de Lili que los temores maternos y la oposición paterna. El perrito se quedó. Y vivió feliz junto a su nueva familia los años que le restaron de vida. Pero Laura no se conformó con eso. Al día siguiente, arrastró a Elena por todos los puestos de floristas de Las Ramblas para comunicar la triste noticia y recolectar el dinero suficiente para comprarle a Lili un ataúd y una lápida en la que hizo grabar su nombre: “Lili Garbo”—nunca supieron cual era el verdadero—, en letras bien grandes, para que destacara en el cementerio como lo que había sido: una rutilante estrella del cabaret.
Así era Laura, suspiró Elena con tristeza, mientras, tras aparcar cerca del tanatorio, se encaminaba hacia allí con paso lento.
Entró en el edificio y subió a la primera planta. Había mucha gente; varios grupos de personas se congregaban frente a las distintas salas de velatorio, y sin embargo, apenas si se oían unos leves murmullos, como si los allí presentes temieran molestar a los difuntos. Enseguida distinguió a Marta que, en cuanto la vio, se encaminó hacia ella con gesto abatido, a Elena le pareció que a aquella pobre niña le suponía un enorme esfuerzo salvar los pocos metros que las separaban y fue a su encuentro. La muchacha era una sombra de sí misma; tenía los ojos hundidos, secos, agotadas ya todas las lágrimas. Esbozó una triste sonrisa y se fundió en un largo abrazo con Elena. Ninguna de las dos dijo nada, ¿Qué podían decir? El mundo se les había vuelto del revés y no existían palabras para expresar la dolorosa perplejidad en que las había sumido aquel acontecimiento desolador, inesperado. Elena besó a Marta y la acarició con ternura, después, enlazadas por la cintura, se acercaron al grupo de amigos y familiares que intercambiaban saludos, comentarios con voz queda, frases de consuelo, de pesar.
La madre de Laura salió a su encuentro tratando de contener un llanto que se desbordó en cuando abrazó a la más íntima amiga de su hija.
—No sabes cuanto lo siento...— musitó Elena, con la voz entrecortada por la emoción.
—Lo sé, querida, lo sé—se apartó un poco de ella para mirarla con consternación, con los ojos inundados de lágrimas—. No hay derecho...yo tenía que haberme ido antes que ella, es ley de vida. Los hijos no deben morir nunca antes que sus padres. Es horrible, Elena, horrible...
Elena asentía sin saber que responder. Acariciaba el brazo de la madre tratando de confortarla al tiempo que oprimía a la hija contra su costado y la sentía blanda, abandonada a su abrazo, muda, presa de estupor, con aquella expresión de ausencia, de cansado aturdimiento en el rostro.
—¿Y tu marido?—preguntó Elena al no ver al padre de Laura.
—Le he tenido que dejar en casa. Todavía no sabe nada de lo ocurrido. No sé como decírselo, Elena. En el estado en que se encuentra esto lo matará a él también. No podrá soportarlo...—sollozó la mujer, desconsolada.
—No, mujer, ya verás como todo irá bien...—dijo tratando de darle ánimos, avergonzada de la vacuidad de sus propias palabras. Le constaba que aquel hombre adoraba a su hija, a su única y preciosa hija, y que en el mundo de sombras en el que habitaba ella era la luz que de tanto en tanto conseguía devolverlo a la realidad y hasta le hacía sonreír. ¿Qué podría decirle aquella pobre mujer cuando preguntase por su Laurita? ¿Cómo le explicaría que nunca más volvería a verla?
Tragó saliva en un infructuoso intento por deshacerse del nudo que atenazaba su garganta y señaló con un cabeceo la salita en la que reposaba Laura.
—Voy a entrar un momento a verla—anunció.
Las dos mujeres asintieron y ella se abrió paso entre la gente saludando con brevedad a algunos conocidos hasta llegar a la sala donde se hallaba el féretro con los restos mortales de su amiga. Cuando la vio allí, tendida e inmóvil, se llevó instintivamente una mano a la boca para contener un grito de angustia que pugnaba por escapar de su garganta. Estaba preciosa... Con aquella dulce expresión que la había acompañado siempre. Le acarició suavemente el cabello, pasó su mano por la fría mejilla, y la besó en la frente. Y fue entonces cuando el entumecimiento emocional, la incredulidad que la había mantenido entera desde que supo lo ocurrido, se deshizo de súbito para dar paso a un incontenible llanto. Hacía mucho tiempo que no lloraba, no podía recordar cuando fue la última vez, pero en aquel momento, sentada junto a Laura, las lágrimas salían a borbotones de sus ojos y anegaban sus mejillas mientras ella se cubría la boca con ambas manos para evitar que la oyeran desde fuera, hasta que logró calmarse un poco.
—Nunca fuimos a Katmandú, Laura...—le dijo en un mudo reproche.
Era como si culpase a su amiga por haber incumplido su promesa, y con su muerte, hubiese cercenado cualquier posibilidad futura, como si la hubiese traicionado. Porque se había ido sin avisar y la había dejado tremendamente sola. Elena, por primera vez en su vida, se sentía desamparada, perdida.
Marta posó con suavidad su mano sobre el hombro de Elena.
—La van a bajar a la capilla—dijo en voz baja—Es la hora del funeral.
Elena asintió, y tras limpiarse la cara con un pañuelo y apoyarla por un instante sobre la mano de la muchacha, en un gesto de cariño, se puso en pie lentamente. Marta se inclinó para besar a su madre por última vez. Elena acarició la mano de su amiga y ambas salieron de la estancia apoyándose la una en la otra.
Fuera, se encontraron con Ruth. Llevaba sus voluminosas rastas discretamente recogidas en una cola baja y era evidente que se había esmerado en elegir un vestuario lo más discreto posible, pero aun así, su aspecto resultaba extravagante en aquel austero escenario, y muchos de los presentes la miraban con curiosidad sin que se apercibiera de ello, o, si lo hacía, no parecía preocuparle en absoluto. Abrazó a Marta y murmuró unas palabras de pésame. La abuela de la joven se aproximó a ellas y se llevó a la muchacha para que recibiera las condolencias de unos conocidos que acababan de llegar.
—Es la hostia, tía...—se lamentó Ruth consternada, con lágrimas en los ojos, cuando se quedó a solas con Elena—. No me lo puedo creer... ¡Qué putada!
—Y que lo digas—corroboró Elena, dándole unas palmaditas en el hombro, y repitió con rabia—: ¡Qué putada...!
Marta reclamó la presencia de Elena tendiéndole la mano y ésta se unió a ella y a su abuela para bajar juntas a la capilla. Rehusó la invitación de sentarse en uno de los primeros bancos reservados a la familia, prefirió quedarse en pie en un lateral. Poco después, Gloria se acercó a ella con aire compungido y se saludaron con un gesto. Hacía calor y la pequeña capilla del tanatorio estaba atestada de gente. Elena miró a su alrededor, había muchas personas a las que no conocía; suponía que serían amigos de la familia, vecinos, simples conocidos, personas relacionadas con el trabajo de Laura...era natural que todos quisieran despedirse de ella: todo el que hubiera tenido la oportunidad de conocerla tenía que quererla por fuerza. Distinguió a Javier al fondo, del brazo de su esposa, que la saludó con un cabeceo; se le veía muy afectado, tan incrédulo como ella misma.
Elena trataba de atender respetuosamente a las palabras del sacerdote, pero le sonaban huecas, vacías de contenido, rutinarias. Aquel individuo ni siquiera había conocido a Laura, se limitaba a hacer su trabajo, pensó Elena, que era un tanto reacia a toda la parafernalia religiosa, pero dirigió su mirada a Marta y a la madre de Laura, y viéndolas comprendió que, probablemente, todo aquel ceremonial les proporcionaba un cierto consuelo. Era una suerte, se dijo, tener alguien a quien encomendarse cuando la realidad era demasiado cruda para poder aceptarla.
Finalizado el ritual religioso, todos fueron saliendo en silencio de la capilla y despidiéndose de la familia tras reiterarles sus condolencias.
—Parece mentira...—dijo Gloria mientras aguardaba para hacer lo propio junto a Elena, que se mantenía un poco apartada—. Hace unos días nos estábamos riendo juntas en el gimnasio... ¿Quién hubiera podido imaginar que ocurriría algo así?
Elena asintió en silencio.
—¿Sabes? —Dijo con tristeza—. Estaba a punto de dejar a Ernesto. Ojalá lo hubiera hecho antes de irse con él a Sitges y sufrir ese horrible accidente...
—Sí—afirmó Gloria. Y prosiguió—: ojalá pudiéramos saber lo que nos depara el destino.
Elena asintió pensativa. Después miró a Gloria:
—Y tú ¿Cómo estás?
—Bien...—respondió encogiéndose de hombros.
—¿Cómo van las cosas en casa?
Gloria en los últimos tiempos había estado coqueteando con la idea de separarse de su marido, aunque para sus amigas, a todas luces se trataba más de un intento de llamar la atención de Diego que de una decisión meditada y firme, tomada con seriedad.
—Mejor—declaró aliviada por poder cambiar de tema—, Diego últimamente está más atento conmigo, pero si quieres que te diga la verdad, ya me da igual. He conocido a una persona...
Elena la miró interrogante y esbozó una leve sonrisa, y Gloria sonrió a su vez con picardía. Miró a su alrededor y, comprendiendo que no era el momento ni el lugar, refrenó su deseo de contarle a Elena su última aventura.
—Ya te contaré—prometió. Y añadió con un suspiro—: Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda, Elena. Ya ves, en el momento menos pensado...
Teresa, del brazo de Oscar y seguida por su hija Beatriz y el novio de ésta se acercó a ellas con expresión afligida.
—¡Qué desgracia más grande! ¡Pobrecilla!—Se lamentó, saludándolas a ambas con sendos besos—. Dios no debería llevarse así a las personas buenas...
Tras intercambiarse saludos y cruzar algunas palabras, Teresa y los suyos se dispusieron a despedirse de la familia de Laura. Gloria les siguió. Y cuando ya se hubieron ido todos, Elena se acercó de nuevo a Marta, que lloraba desconsolada en brazos de su padre y la besó con ternura. Dedicó también unas palabras a Javier y abrazó a la madre de Laura. Después, salió apresuradamente del tanatorio.
Fuera, el mundo parecía distinto, sin Laura. La vida seguía para ella, para Elena, pero sería una vida extraña en la que ya no estaría su amiga, su hermana, toda su familia. Una vida que de repente se le antojaba carente de sentido, vacía, absurda. Sentía rabia, impotencia, una inmensa tristeza por todo lo que a Laura se le había quedado por hacer, por vivir. Aquello era una gran estafa, una tremenda traición, una burla del destino. Tantas cosas que se les quedaron por decir, por compartir... No podía estar más de acuerdo con Gloria, tan acertada en su frivolidad: la mejor forma de vivir era sin pensarlo demasiado, intentando disfrutar de cada momento como si fuese el último porque cualquier momento podía serlo.
Carpe Diem..., se dijo Elena. Cuán triste y premonitoria le sonaba ahora aquella máxima.