VI

Al finalizar la clase de mantenimiento físico Laura recogió su toalla y se secó el sudor del rostro mientras se acercaba a Ruth que estaba guardando los CDs utilizados durante la sesión.

—¿Sabes algo de Beatriz y Teresa?

—Sí—respondió Ruth—, ayer fui a visitarlas.

—¿Cómo están? ¿Y Beatriz?

—Bueno, ya te puedes imaginar...Teresa saca fuerzas de donde no hay para animar a su hija. Y Beatriz sigue muy deprimida. Es difícil para una chica de su edad aceptar lo que le ha pasado.

—Si, pobre niña. Es horrible...

Desde el accidente Teresa no había vuelto a aparecer por el gimnasio. Todo cuanto sabían de ella y de su hija era a través de Ruth, que cuando se enteró de lo ocurrido acudió de inmediato al hospital y se prestó a ayudarlas en todo lo que pudieran necesitar. Sobre todo, intentaba dar ánimos a la pobre Teresa que estaba deshecha viendo a su pequeña postrada en cama y sus sueños destruidos para siempre.

El coche que atropelló a Beatriz le había destrozado una pierna. Los médicos hicieron cuanto estuvo en su mano, pero finalmente tuvieron que admitir que no quedaba más remedio que amputar por debajo de la rodilla, ya que los daños sufridos a partir de ahí eran irreparables. Cuando se lo dijeron a Teresa se arrojó a los pies del médico, desesperada, suplicándole que no lo hiciera, que no le cortara la pierna a su niña. Le explicó entre sollozos que su hija era bailarina, que aquello arruinaría su vida. No fue fácil hacerle comprender que antes de tomar aquella decisión se había hecho todo lo posible por evitarlo, y más aún tratándose de una chica tan joven, pero las condiciones en las que le había quedado la pierna, que en parte habían conseguido recomponer tras una complicada operación, no dejaban otra opción.

—¡Mi pobre niña...! ¡Mi pobre niña...!—repetía Teresa, desolada, sin poder contener el llanto en los escasos momentos en los que salía de la habitación de su hija. Luego, se enjugaba las lágrimas, tomaba aire, y componía una sonrisa antes de volver junto a la cabecera de la cama.

Blanca, la profesora de ballet de Beatriz, y su hijo David acudían a diario al hospital a visitar a la infortunada joven y tratar de confortar a su madre que no se separaba de su lado. En aquellos duros momentos era Teresa la que más apoyo necesitaba; Beatriz no estaba al corriente de la gravedad de sus fracturas y su única preocupación era estar recuperada a tiempo para el inicio del nuevo curso en Madrid y volver a bailar cuanto antes.

—¿Cómo voy a decírselo?—preguntaba Teresa, consternada—sólo es una niña. ¿Por qué ha tenido que ocurrirle a ella?

Nadie tenía respuesta para aquellas preguntas. Las palabras de consuelo sonaban huecas, vacías. Sólo cabía un abrazo, un gesto de cariño, y permanecer a su lado para servirle de apoyo cuando las fuerzas la abandonaban. Y Teresa necesitó de sus amigos más que nunca cuando, después de la operación, Beatriz tuvo que enfrentarse a la cruda realidad.

—¿Por qué has dejado que lo hicieran? —Le gritó a su madre fuera de sí, deshecha en lágrimas—¡Me habéis convertido en un monstruo de feria! ¡No quiero vivir así! ¿Por qué no me habéis dejado morir? ¡Te odio! ¡Te odio!

Tuvieron que administrarle un sedante para que se calmara, y cuando Beatriz se durmió entre sollozos, Teresa, al límite de sus fuerzas, sufrió un desvanecimiento.

—¿Por qué nos castiga Dios así?—se lamentaba cuando recobró el conocimiento—Ojalá me hubiera ocurrido a mí. ¡Pobre hija mía...!

Beatriz se encerró en un mutismo absoluto, se negaba a comer y no quería ver a nadie. Cuando su madre entraba en la habitación le lanzaba una mirada cargada de odio y se volvía en la cama dándole la espalda con desdén. No obstante, Teresa seguía hablándole con extremada dulzura, pensando que, pese a todo, su hija la oía y que, tarde o temprano, sus palabras de aliento acabarían venciendo su resistencia. Así se lo había indicado la psicóloga que visitaba a la niña y que tampoco recibía de ella más que un empecinado silencio.

—Tenga paciencia—le decía a Teresa—Beatriz ha sufrido un shock terrible. Necesita tiempo para asimilarlo.

Durante los primeros días, tras la intervención, médicos y enfermeras tuvieron que emplearse a fondo para realizarle las curas mientras la muchacha se debatía gritándoles que la dejaran en paz, insultándoles, llorando; en tanto que su madre, desde un rincón, observaba la escena acongojada, dolorosamente sorprendida ante la violencia desplegada por aquella niña en la apenas podía reconocer a su hija.

Otro tanto ocurría cuando llegaba Nelson, el fisioterapeuta, un simpático cubano entrado en carnes y años, que acudía a visitar a la joven cada mañana para su sesión de ejercicios; la rehabilitación también suponía una lucha diaria. Beatriz no soportaba ver su cuerpo mutilado y se negaba a levantarse de la cama. Su madre insistió en que le pusieran una prótesis cuantos antes pensando que de ese modo su hija se sentiría mejor, pero el día que lo intentaron por primera vez se revolvió contra todos con inusitada fiereza.

Nelson parecía inmune a los arrebatos de la muchacha y nunca perdía su buen humor, por lo que Beatriz, tal vez cansada de su propia agresividad, o quizá comprendiendo que nada podía alterar el ánimo del cubano, optó por la resistencia pasiva: se abandonaba en manos del mulato como un muñeco de trapo, con gesto adusto y la mirada obstinadamente fija en algún punto invisible del espacio.

—Vamos, princesa—decía Nelson, mientras la trasladaba de la cama a la silla de ruedas—levánteme ese culito tan lindo y colóquemelo en su trono, si es usted tan amable, que me la voy a llevar a dar un lindo paseíto. Hoy vamos a hacer barra. No, la del bar, no, niña; no me sea sinvergonzona que ya le brillan los ojitos... Bueno, ahora que no nos oye su mamá: si se me porta bien, después la invito a un buen trago de ron.

Nelson era infatigable. Hablaba y hablaba sin parar, bromeaba con pacientes, médicos y enfermeras, y siempre tenía una palabra amable y un gesto de cariño para todo el que se cruzase con él por los pasillos. Era evidente que en el hospital todos le apreciaban y se divertían con sus ocurrencias. Todos menos Beatriz, que le ignoraba ostensiblemente y fruncía el ceño apretando los labios. Sin embargo, esa actitud no parecía hacer mella en el fisioterapeuta, que en sus interminables monólogos le hablaba de Cuba, de su familia—de la que había quedado allá y de la que tenía acá, como él decía—, de los duros años que había pasado en los Estados Unidos; primero en Miami, y después en Nueva York, hasta que por fin, cuando decidió trasladarse a España, su suerte cambió. Le hablaba de la hermosa mulata que lo aguardaba en casa y que había sido su primera y única novia, su amiga y compañera desde que eran niños, y lo había seguido en aquella loca aventura a través del mundo en pos de una vida mejor con los ojos cerrados, sólo por no separase de él, sin quejarse nunca de las vicisitudes que tuvieron que pasar, y a sabiendas de que, probablemente, jamás volvería a pisar el suelo de su querida La Habana. No habían tenido hijos, explicaba, y sabía que esa era una espinita que ella tenía clavada en el corazón, estaba seguro de que habría sido una madre maravillosa; a él también le apenaba, le habría gustado tener unos cuantos negritos a los que regañar y ver crecer con orgullo, pero Dios no lo había querido así... Bueno, al menos, se tenían el uno al otro y...

—¡Cállese de una vez!—le gritó un día Beatriz, sin poder contenerse más—¿No se da cuenta de que no me interesa nada de lo que me cuenta? ¡Sus historias me importan una mierda! ¡Estoy harta de tanta palabrería!

El cubano abrió unos ojos como platos y enmudeció sorprendido. No tanto por el tono destemplado de la joven como por el hecho de que por fin se hubiese decidido a hablar, aunque fuese a gritos.

—¡Vaya! ¡La princesita tiene carácter...!—Replicó componiendo un gesto exageradamente ofendido— Pues yo le voy a decir a usted una cosa, mademoiselle: si tanto le molesta este mulato, ya se me está usted demorando demasiado en echar a correr por ese pasillo y largarse de este hospital.

Beatriz, a su pesar, apenas pudo reprimir una carcajada ante la respuesta del cubano. Y, sorprendentemente, como si hubiera comprendido que aquel hombre tenía razón, a partir de entonces se operó en ella un repentino cambio de actitud: empezó a mostrarse más colaboradora y transformó su mutismo en malhumorados monosílabos. Comía con normalidad y manifestaba, de una forma rotunda y desabrida a todo el que quisiera oírla, que lo único que deseaba era salir de aquel maldito hospital cuanto antes. Como quiera que fuese, aquel cambio los alegró a todos y los llenó de esperanza; al menos era un avance. Tal y como les explicó la psicóloga, aquél era el proceso normal en un shock traumático como el que había sufrido Beatriz: una vez superada la etapa inicial de desesperación y negación de la realidad, había tomado conciencia de lo que le había ocurrido y se encontraba en un periodo de cólera, de enfado contra el mundo; pero aquél era un sentimiento que podía exteriorizar—de hecho lo hacía con contundencia—, y ese era un paso muy importante en su recuperación. Todos a su alrededor debían mostrar mucha paciencia y comprensión y confiar en que aquella etapa también pasaría.

Y así fue, en efecto. Poco a poco, a medida que su mejoría física se hacía patente, también su carácter se iba suavizando y se mostraba bien dispuesta y colaboradora con respecto a su recuperación. De hecho, a su madre le daba la sensación de que Beatriz creía que, si se esforzaba lo suficiente, se produciría un milagro y todo volvería a ser como antes; y eso le preocupaba. Aceptaba de buen grado la presencia de Teresa y las visitas de Blanca y de David, e incluso las de Ruth y algunas de sus amigas del Instituto. Pero a nadie, y menos aun a su madre, se le escapaba la tristeza que, de tanto en tanto, velaba su mirada, y lo lejos que estaba de aquella niña alegre y feliz que soñaba con ser bailarina.

Oscar Vidal había seguido todo aquel proceso desde una prudente distancia. También él acudía regularmente al hospital para interesarse por el estado de la joven, pero nunca se atrevió a acercarse a ella ni a Teresa. Oscar Vidal era el causante involuntario de su desdicha: él conducía el vehículo que segó de un solo golpe el futuro de Beatriz. No era culpable. Todos los testigos coincidieron en afirmar que la niña apareció de repente de entre dos automóviles aparcados y se lanzó corriendo a la calzada con el semáforo en rojo; Oscar no tuvo tiempo de frenar. Pese a ello, desde que ocurrió el accidente apenas había podido conciliar el sueño, él mismo tenía una hija de la edad de Beatriz y podía comprender el dolor de Teresa. Quería ayudarlas en lo que le fuera posible, paliar de alguna manera el sufrimiento que había provocado. Con todo, no podía ofrecerles un apoyo moral, comprendía que no era la persona más indicada, y darse a conocer en aquellos momentos les causaría tanto a la madre como a la hija un trastorno de proporciones imprevisibles. Por otra parte, él era un hombre de negocios, y como tal, no se le escapaban las consecuencias económicas que aquel desgraciado accidente acarrearía en la vida de las dos mujeres. Había investigado, sabía que su situación financiera era precaria, conocía los enormes sacrificios que había hecho Teresa para cumplir el deseo de su hija de ser bailarina, y también sabía que desde el accidente ella lo había dejado todo para atender a Beatriz y no era capaz de pensar en ninguna otra cosa. Pero llegaría un momento en que la realidad se impondría con toda su crudeza y la situación podía hacerse insostenible para ambas. Por ese motivo, cuando apenas faltaban unos días para que Beatriz abandonase el hospital, se decidió a abordar a Blanca.

No le fue fácil vencer la resistencia inicial de la profesora de ballet cuando, tras aguardar a que saliera del centro, después de una de sus visitas, se presentó ante ella y se dio a conocer. Blanca, sorprendida, no le hizo reproche alguno ni lo culpó de lo ocurrido, pero se mostraba reacia a hablar con él. Oscar, comprendiendo sus reservas, le rogó que le permitiera tan solo invitarla a un café y conversar un rato con ella. Quería saber cómo estaban Beatriz y Teresa, dijo, y si había alguna cosa que pudiera hacer por ellas. Ante su insistencia, Blanca aceptó su invitación, pero no pudo evitar sentirse desasosegada e intranquila mientras tomaban un café frente al hospital.

—No sé...—le confesó a Oscar—me siento como si estuviera traicionando a Teresa

—No la está usted traicionando, Blanca—replicó él—lo que está haciendo es tratar de ayudarla. Los dos intentamos ayudarla, y necesito que me diga cómo puedo hacerlo yo. Aunque es mejor que ella no sepa nada de mí por el momento, no creo que pudiera soportarlo.

—Usted no tuvo la culpa, no está obligado a nada.

—Lo sé, pero aún así me siento responsable y quiero colaborar en lo que pueda. Teresa no debe saber quién soy, quizá más adelante, cuando haya pasado un tiempo y las dos estén más tranquilas. Ahora lo único que importa es que no sufran más de lo que ya han sufrido, que, en la medida de lo posible, no tengan que preocuparse de nada más que de la recuperación de Beatriz.

Blanca le escuchaba pensativa. Había algo en aquel hombre que le daba confianza. Tendría unos cuarenta años; el cabello, entrecano, empezaba a escasearle, vestía con una elegante sencillez y su aspecto era bastante corriente, pero ganaba en las distancias cortas gracias quizá a su aire tímido y resuelto a un tiempo, a su mirada franca, a la calidez de su voz y sus ademanes tranquilos, serenos. Sus palabras denotaban un genuino pesar y Blanca estaba segura de que era sincero. Sabía que Teresa iba a necesitar mucha ayuda cuando Beatriz saliese del hospital y volvieran a casa, una casa que habían estado a punto de perder de no haber mediado la capacidad de persuasión, ayudada de cierta dosis de seducción, que desplegó Blanca ante el propietario del piso, ya que Teresa debía varios meses de alquiler y se había quedado sin trabajo. No obstante, el espíritu humanitario de aquel individuo, al que apeló Blanca en reiteradas ocasiones, había tocado techo y, lamentándolo mucho, decía, se vería obligado a tomar medidas y echarlas a la calle si no le pagaban de inmediato. Además Beatriz seguiría necesitando atención profesional, tanto en lo referente a su recuperación física como a la psicológica. Sin embargo, cada vez que Blanca trataba de comentar estos asuntos con Teresa, ella los eludía aduciendo que no tenía la cabeza para pensar en nada que no fuese el restablecimiento de su hija y que ya se ocuparía de todo cuando Beatriz estuviese mejor. Por todo lo cual, a Blanca, la aparición de Oscar le pareció proverbial, y fueran cuales fueren sus motivos, no sería ella quien pusiera ningún impedimento a su buena disposición, sino que por el contrario, estaba dispuesta a convertirse en su aliada y a colaborar con él en todo cuanto estuviera en su mano para ayudar a sus amigas a salir adelante en aquellos duros momentos. También ella consideraba que ya habían sufrido demasiado y que lo último que necesitaban era encontrarse con más dificultades, por lo que decidió explicarle a Oscar con detalle cual era la verdadera situación.

En cuanto Oscar Vidal estuvo al corriente de todo, lo primero que hizo fue liquidar la deuda de Teresa con su casero, habló con Nelson para pedirle que siguiera atendiendo a Beatriz en su casa, ya que parecía haber logrado conectar bien con la niña, a lo que el cubano accedió encantado, y en tanto Teresa no pudiera trabajar por tener que atender a su hija, él les pasaría una asignación mensual. Para ello, dio instrucciones a Blanca con el fin de que le dijera a Teresa que la aseguradora del vehículo que había atropellado a Beatriz se había hecho cargo de todos los gastos. Después, cuando Beatriz ya pudiera valerse por si misma, Oscar se ocuparía de conseguirle un buen trabajo a su madre.

—No lo entiendo—se extrañó Teresa cuando, ya en su casa, Blanca le comunicó aquellas buenas noticias— ¿No dijeron que el conductor no había tenido la culpa?

Blanca se encogió de hombros como dando a entender que ella tampoco lo comprendía, y Teresa no insistió, tenía cosas más importantes de las que preocuparse en aquellos momentos; como del estado de ánimo de su hija que, al regresar a casa y verse confrontada con la realidad cotidiana, con los recuerdos y las ilusiones de un pasado tan próximo y sin embargo de repente tan ajeno a ella, se hundió de nuevo en el desánimo y la invadió el más absoluto abatimiento. Beatriz volvió a enmudecer, pero en esta ocasión su mutismo no era una forma de rebelarse, de mostrar su rabia; no había agresividad alguna ni violencia en su actitud, era mucho peor: era renuncia, claudicación, una infinita tristeza. Nuevamente se negaba a ver a nadie, aunque aceptaba la presencia de Blanca como aceptaba la de su madre siempre y cuando no la importunaran. Con ellas no se sentía obligada a nada, ni siquiera a hablar, no tenía que hacer ningún esfuerzo. Como tampoco lo hacía con Nelson que, en su línea habitual, hablaba y hablaba sin parar en tanto manipulaba el cuerpo de Beatriz como si de una marioneta se tratase mientras la observaba con preocupación, sin exigirle nada a cambio, respetando su silencio y su dolor con la esperanza de poder arrancarle una sonrisa. Se había encariñado con la niña y le dolía verla en aquel estado. Habría dado cualquier cosa por un exabrupto suyo, por vislumbrar algo de vida en el fondo de sus ojos azules. Pero Beatriz se hallaba hundida en un pozo de tristeza. A menudo se resistía a levantarse de la cama, y cuando la forzaban a hacerlo, permanecía sentada en el sofá del salón durante horas, sin querer hacer absolutamente nada, con la mirada ausente, mientras una lágrima silenciosa resbalaba por sus mejillas. Teresa, con frecuencia, tenía que ocultarse en su habitación a llorar su impotencia y volver después junto a su hija para seguir tratando en vano de dar a sus vidas un aire de normalidad. Sólo cabía esperar que el tiempo fuese cicatrizando las heridas del alma como lo hacía con las del cuerpo. Aunque ni ella misma acertaba a imaginar cómo sería eso posible, cómo una niña de quince años podría llegar a aceptar nunca un destino tan cruel.

Oscar Vidal estaba al tanto de cuanto ocurría en la casa gracias a Blanca, con la que solía encontrarse a menudo en un café cercano al estudio de danza, y se mostraba tan preocupado como ella.

—Tenemos que hacer algo para sacar a Beatriz de ese estado de apatía en el que se encuentra—dijo pensativo.

—Es difícil...—argüía Blanca— lo que le ha pasado es muy duro de aceptar para una niña de su edad, y más aún para ella, con el futuro que tenía por delante...

—Lo sé, pero hay que encontrar algo que la motive, que la ilusione de nuevo y la saque de su postración.

—Lo único que podría motivarla sería volver a bailar. Y eso ya no es posible—respondió Blanca, al hilo del pensamiento de Oscar.

—¿Por qué no?—dijo él de pronto.

Blanca lo miró sorprendida. ¿Por qué no? Era obvio por qué no: Beatriz había perdido parte de una pierna en el accidente ¿lo había olvidado? jamás podría volver a bailar. Pero Oscar le sostenía la mirada desafiante; de súbito, sus ojos tenían un brillo extraño y una sonrisa de triunfo distendía sus labios, como si acabara de tener una revelación.

—Beatriz volverá a bailar—declaró resuelto—; sé que parece una locura, pero si ella quiere, volverá a bailar. Y entre todos tenemos que conseguir convencerla de que puede lograrlo.

Apoyó sus palabras presionando con vehemencia la mano que Blanca tenía sobre la mesa, como si de esta manera quisiera transmitirle su entusiasmo, convencerla de que todo era posible, que nada le estaba vedado a nadie y sólo uno mismo podía ponerse límites.

—Hoy día la medicina y la tecnología han avanzado de un modo sorprendente. ¿Tú no has visto en la televisión atletas a los que les faltaba un brazo o una pierna y eso no les impedía competir, seguir desarrollando una carrera deportiva? Buscaremos al mejor especialista del mundo, haremos que diseñen para Beatriz una prótesis tan perfecta que llegará a olvidar que no es parte de su propia pierna. Lo más importante, y también lo más difícil, será convencerla de que es posible, de que puede volver a ser la misma de antes y seguir adelante con sus proyectos, aunque cueste mucho tiempo y esfuerzo. Y esa labor, la más delicada, Blanca, os tocará hacerla a ti y a su madre, a todos los que estáis cerca de ella; con mucho tacto, muy despacio, paso a paso para que no se asuste, para que no rechace la idea de plano y se retraiga todavía más. ¿Crees que podréis hacerlo?

Oscar la interrogaba con una mirada intensa, aguardando impaciente una respuesta, y Blanca pensó que estaba completamente loco. Pero en el fondo de su corazón empezaba a prender una llama de esperanza y se sentía contagiada por el entusiasmo del hombre. Llegó a la conclusión de que estaba tan loca como él, porque sus argumentos la habían convencido y estaba dispuesta a seguirle en su locura ¿qué podían perder por intentarlo?

—Primero tendré que convencer a Teresa...—repuso Blanca, y Oscar sonrió triunfante.

Al final de la tarde habían elaborado un meticuloso plan: en principio lo único que tendría que hacer Blanca sería quejarse constantemente, delante de Beatriz, de la cantidad de trabajo que tenía en la escuela y la imposibilidad de ocuparse de todo ella sola; para suplicarle más adelante, como un favor personal, que se prestara a ayudarla en pequeñas tareas. Beatriz no podría negarse, sentía demasiado afecto por su profesora. Después, confiaban en que fuese la propia atmósfera de la escuela la que acabase por vencer su resistencia, su rechazo hacia aquel mundo que en realidad tanto amaba; que volviera a moverse entre zapatillas de ballet y tutús, que escuchara de nuevo la música de Giselle, o de El lago de los cisnes que ahora se negaba a oír. Más adelante, Blanca le pediría que la ayudara en las clases con las niñas más pequeñas, entonces se vería obligada a dar algunos pasos de baile y, conociéndola, sabía que el gusanillo del ballet volvería a inocularle su veneno. Poco a poco, ella misma se iría persuadiendo de que podía bailar e iría venciendo sus limitaciones, y cuando la viera segura de que de verdad podía hacerlo, habría que dar un paso más, el más arriesgado: le hablaría de un loco empresario aficionado al ballet que tenía un teatro y quería dedicarlo a la danza clásica y le había pedido a Blanca que fuera la directora artística; ese sería un gran paso en su carrera profesional —argüiría Blanca—, pero sólo aceptaría aquel compromiso si Beatriz participaba como bailarina en el primer espectáculo que se montara, aunque sólo fuera en un pequeño papel...

Blanca tomo aire y lo fue soltando muy lentamente sin poder contener una risa nerviosa provocada por la excitación que la embargaba. Se sentía mareada por su propia osadía pero entusiasmada con la idea, mientras, Oscar la observaba sonriendo a su vez con complicidad. El primer paso sería convencer a Teresa de que no se había vuelto loca y de que aquello era posible, y conseguir que la apoyara en todo momento, comentó pensativa. Pero Oscar le sugirió que tal vez fuese mejor no detallarle todo el plan desde el principio para no alarmarla y esperar a que ella misma fuese entrando en el proyecto, convenciéndose por sí sola al observar los avances de su hija, y entonces sí, entre las dos, alentar a la joven para que siguiera adelante y ayudarla a persuadirse de que podía lograrlo, lo que Teresa haría gustosa por ver feliz a su pequeña. Por el momento el objetivo era conseguir que Beatriz se decidiera a salir de casa, inducirla a que lo hiciera sin presionarla demasiado para que fuese asimilando la idea y ella misma tomase la decisión. Cuando lo lograran, habrían dado el primer paso de una larga y dura carrera de fondo, añadió Oscar.

Se despidieron en la puerta del café con sendos besos que sellaron su acuerdo.

—No será fácil—advirtió Oscar—pero lo conseguiremos.

Blanca asintió con entusiasmo, esperanzada. Decidió ir a su casa dando un paseo, tenía ganas de caminar, de saltar, de correr...tenía mucho en qué pensar, y por primera vez, después de aquellos largos meses de angustia, se sintió alegre y optimista, y con el pleno convencimiento de poder llevar a buen término aquel gran desafío.