XIV
El momento con el que Beatriz había soñado durante toda su vida había llegado al fin. Apenas podía creerlo: se encontraba entre bambalinas, ataviada como Julieta con un largo traje de raso y encaje que cubría sus piernas casi hasta los tobillos, y calzaba unas zapatillas de ballet especialmente diseñadas para ella. Blanca, a su lado, no dejaba de acomodarle el vestido, retocar su peinado y dedicarle palabras de aliento. La mano de David, húmeda y temblorosa, que Beatriz apretaba entre las suyas, contradecía con su nerviosismo la débil sonrisa de sus labios, que pretendía ser tranquilizadora; pero la ansiedad que traslucía su mirada lo traicionaba, y era ella quien se sentía obligada a reconfortarlo con la serenidad de su ánimo. Se sentía embriagada por las luces del escenario, por aquel olor a polvo añejo y madera, tan característico de los teatros, por la emoción de aquel instante tan largamente esperado...Al escuchar los primeros compases de Prokofiev que marcaban su entrada en escena se le aceleró el corazón. David la besó ligeramente en la mejilla, “mucha mierda”, le susurró, a la manera en que se desea suerte en el mundo del espectáculo. Miró a Blanca, que presionó levemente su hombro y le sonrió con los ojos velados por las lágrimas. Beatriz respiró hondo e irguió su estilizado cuello. Uno de los bailarines venía a su encuentro y le tendía la mano para que hiciera su entrada en el salón palaciego donde se celebraba el gran baile de los Capuleto, ella la tomó con decisión y se sintió llevada, casi en volandas, hasta el centro de las tablas.
El instante se hizo mágico. Bañada por la luz de los focos, envuelta por la música de Romeo y Julieta, se sentía ligera como un pájaro, y hasta creía que si lo intentaba, sería capaz de volar. En apenas unos segundos pasaron por su mente, como un relámpago, los más duros momentos vividos hasta llegar a pisar aquel escenario: el accidente, el horror de saberse mutilada, la rabia, el odio hacia todos y hacia todo, la impotencia, el abandono de sí misma, la renuncia a seguir viviendo... Y en medio de toda esa desolación, el callado dolor de su madre, el apoyo inquebrantable de Blanca y el amor incondicional de David que no quiso abandonarla por más que ella lo intentó, por más que lo maltrató, que lo despreció, que lo humilló para que se alejase de su lado para siempre, para que llegase a odiarla y no se condenase a sí mismo a compartir su vida con una inválida; y el bueno de Nelson, intentando distraerla y levantarle el ánimo con su charlatanería y sus bromas que no ocultaban, no obstante, su preocupación y su congoja.
Poco a poco, se fue haciendo la luz al final del túnel. Pero eso no significaba que el tiempo del sufrimiento hubiese acabado, al contrario: entonces era cuando empezaba la verdadera lucha; vencer el dolor físico junto con el dolor del alma, sobreponerse al desaliento, dar tres pasos atrás para avanzar tan sólo uno; de nuevo la rabia, las discusiones constantes y acaloradas con quienes más la querían, el llanto incontenible provocado por el cansancio, por el desánimo...Caer, levantarse, volver a caer y levantarse de nuevo, hasta la extenuación, hasta alcanzar el triunfo de su propia superación, hasta llegar a aquel escenario y sentirse capaz de volar...
En el patio de butacas, sumido en la oscuridad, el tiempo se había detenido. El aire se hallaba suspendido en los pulmones de los espectadores que atestaban la sala y que parecían haberse olvidado de respirar. Los rostros expresaban la emoción que les embargaba mientras muchos ojos se llenaban de lágrimas. Los de Teresa, desbordados de amor y felicidad por ver cumplido al fin el sueño de su hija, apretando con fuerza entre sus manos la mano grande y protectora de Oscar que la observaba por el rabillo del ojo, compartiendo con ella aquel momento de dicha que tiempo atrás parecía una quimera, sintiendo que al fin había logrado reparar en parte la infelicidad que sin querer había provocado. Junto a ellos, Laura rodeaba con su brazo los hombros de su hija Marta que sollozaba quedamente, en tanto ella trataba de deshacerse del nudo que se le había formado en la garganta. Al lado de Marta, Elena controlaba sus emociones componiendo una apacible sonrisa, mientras que Ruth, sentada junto a ella, parecía estar a punto de saltar de su butaca y ponerse a dar gritos de alegría en medio del pasillo. Tras ellos se encontraba Nelson, tan emocionado como si presenciara el debut de la hija que nunca tuvo, tratando de sosegar a su espléndida y oronda esposa cubana que lloraba moqueando sin pudor. Gloria, solícita, le proporcionaba un kleenex tras otro al tiempo que impregnaba el aire con la exquisita fragancia de su Chanel nº 5; estaba orgullosamente sentada junto a Diego que, para su sorpresa, en aquella ocasión, había tenido la deferencia de acompañarla.
Sobre el escenario, Beatriz, con el rostro transfigurado por el goce de aquel instante, brillaba como una estrella cuando se asomó al balcón desde el que escuchó los requerimientos amorosos de Romeo; después éste, subió a buscarla y ambos descendieron la escalera tomados de la mano para interpretar el Pas a Deux en el que se juraban amor eterno. Entre bastidores, Blanca y su hijo, así como todos sus compañeros y compañeras del ballet, la observaban atentamente, prestos a acudir en su ayuda, en caso de que lo necesitara. Pero Beatriz se sentía segura, transportada a la Verona de finales de la Edad Media, bailaba totalmente entregada, sin albergar el más mínimo temor. Las limitaciones que le imponía su pierna las suplía dando vida a Julieta con todo su ser; con sus gráciles brazos, capaces de expresar toda las emociones de la joven enamorada; con sus manos, que dibujaban delicadas formas en el aire; con la expresividad de su rostro, con sus ojos, con su sonrisa; con su estilizada figura que se elongaba o se recogía, que se quebraba y se abandonaba en los brazos de su amante para rehacerse después y alejarse de él, abatida, y dejarse de nuevo alcanzar para entregarse rendida a su amor imposible, en una sublime representación de las delicias y quebrantos causados por la pasión. Bailaba con sus bien entrenadas piernas como si ambas le hubieran pertenecido siempre, las bendecía y les estaba agradecida por permitirle encontrarse ahora sobre aquel escenario, como si nunca hubiese odiado y maldecido aquella prótesis que ahora sentía como parte de sí misma. Agradecía a la vida aquella segunda oportunidad que le había brindado, y a todos cuantos la hicieron posible.
Cuando con las últimas notas, se arrastró, herida de muerte, hasta los brazos de su amado Romeo que, creyéndola muerta, se había quitado la vida, y cayó el telón, un denso silencio recorrió la sala. De pronto, el público, como si acabara de salir de un estado de éxtasis, prorrumpió en aplausos y “vivas”, y los bailarines tuvieron que salir a saludar en incontables ocasiones hasta que decidieron no levantar más el telón, ya que el entusiasmo de la concurrencia parecía inagotable.
Después de recibir múltiples muestras de felicitación en su camerino, Beatriz pudo por fin cambiarse de ropa y reunirse con su familia y sus amigos para ir a celebrar el éxito de aquella noche memorable cenando todos juntos en un restaurante próximo al teatro. Sin embargo, llegar hasta allí no resultó tarea fácil para el grupo, ya que a cada paso la muchacha era requerida por algún desconocido que había presenciado el espectáculo y deseaba darle la enhorabuena, por alguna encantadora dama todavía emocionada que quería pedirle un autógrafo, por un ilusionado matrimonio que deseaba fotografiarse junto a ella. La joven, flanqueada por su madre y por su novio, no cabía en sí de gozo. Jamás podría olvidar aquella noche, la más grande de su vida, ocurriera lo que ocurriese después, pese a que Blanca le aseguraba que aquella noche no sería la última, que sólo era el principio de su carrera como bailarina. “¡Bailarina!”, se repetía Beatriz en su interior, “¡había conseguido convertirse en bailarina!”. A pesar de todo, había logrado alcanzar su sueño.
La cena no se dilató en exceso. Beatriz se encontraba cansada después de aquel debut lleno de nervios y emociones, aun así, la velada resultó alegre y bulliciosa, salpicada de continuas bromas y divertidos comentarios que todos celebraban con sonoras carcajadas. Para Teresa fue la noche más feliz de su vida. Había recuperado la sonrisa, su capacidad de reír, después de mucho tiempo. Su hija volvía a ser aquella niña dulce y feliz llena de ilusiones y alegría de vivir que deseaba ser bailarina más que ninguna otra cosa en el mundo, y por fin lo había conseguido; su pequeña, después de tantos sufrimientos, había alcanzado su sueño y ella se sentía dichosa. Además, Teresa tenía a su lado a Oscar, aquel hombre extraordinario que le había demostrado que la amaba tanto como ella a él, aunque no se lo hubiese dicho nunca. Y también estaban todos sus amigos, todas aquellas personas maravillosas que tanto la habían apoyado y sin las que no hubiera sido capaz de salir adelante mientras duró aquella horrible pesadilla que parecía haber llegado a su fin.
Tras la cena, la despedida a la puerta del restaurante se prolongó un buen rato más, pues todos parecían resistirse a dar por terminada aquella entrañable reunión, y cada vez que alguien hacía amago de marcharse, volvía sobre sus pasos para añadir algo más, una última ocurrencia, alguna broma, otro abrazo; hasta que Oscar se decidió a tomar a Beatriz y a Teresa del brazo y se las llevó en dirección al coche, porque era evidente que la muchacha, a pesar de no perder ni por un instante la sonrisa, estaba extenuada.
Ya en el auto, camino del domicilio de las dos mujeres que comentaban alborozadas los acontecimientos de la jornada, el semblante de Oscar cambió por completo y se tornó grave, se desentendió de la charla y se concentró en la conducción con un rictus de honda preocupación en el rostro que contrastaba con la alegría de madre e hija. Aquel repentino cambio no le pasó desapercibido a Teresa que lo observaba a hurtadillas desde el asiento del acompañante con creciente inquietud. Oscar detuvo el automóvil ante la casa de Teresa y se apresuró a bajar para abrirles galantemente las puertas a ambas y ayudarlas a salir. Se despidió de Beatriz con dos cariñosos besos reiterándole una vez más su felicitación, y cuando se volvió hacia Teresa, que le ofrecía la mejilla para darle las buenas noches, la sonrisa desapareció de su rostro y fue sustituida por un gesto de enorme pesar que turbó a la mujer. Ella lo interrogó con la mirada, y entonces Oscar tomó sus manos con ternura y la miró a los ojos.
—Necesito hablar contigo—dijo.
—¿Ahora?—preguntó, extrañada—¿No puedes esperar a mañana, en la galería?
—No—respondió Oscar con firmeza—, no puedo esperar ni un minuto más. Es algo muy importante y necesito decírtelo ahora.
—Está bien—Teresa se volvió hacia su hija que la aguardaba ante el portal—cariño, ve subiendo a casa. Yo voy enseguida.
—De acuerdo, mamá. Buenas noches, Oscar.
—Buenas noches—respondió Oscar forzando una sonrisa.
Beatriz entró en el portal y ambos la observaron en silencio mientras se alejaba hacia el ascensor. Entonces Teresa devolvió su atención a Oscar y escrutó su rostro con preocupación y un incierto temor.
—Bueno—dijo tomando aire para darse valor y disponerse a escuchar lo que Oscar tuviera que decirle, ya que no parecía ser nada halagüeño—, ¿qué es eso tan importante que no puede esperar?
Oscar también respiró hondo antes de responder.
—Teresa—dijo apoyando cariñosamente sus manos sobre los hombros de ella—, sabes lo importante que eres para mí y que por nada del mundo quisiera hacerte daño.
Aquel preámbulo la inquietó. La expresión de Oscar era de un absoluto abatimiento. No alcanzaba a adivinar qué era lo que ocurría, qué había cambiado de pronto para que él se mostrara tan apesadumbrado. Estaba convencida de que su relación marchaba bien, ella se sentía tranquila y segura en su compañía, lo amaba, y hasta aquella noche, tuvo la absoluta certeza de que él compartía sus sentimientos; lo veía alegre y relajado cuando estaba junto ella, y no le cabía duda de que ambos se compenetraban y se sentían dichosos durante el tiempo que pasaban juntos. Sí, era cierto que él nunca le había dicho que la quisiera, pero ella tampoco lo había hecho, simplemente por timidez; sin embargo, lo amaba, y pensaba que él tendría sus razones para no expresarle sus sentimientos abiertamente. No quería presionarle, no quería forzarle, confiaba en él y sabía que se lo diría cuando considerase que era el momento, o tal vez nunca, si hubiera alguna razón que se lo impidiera, pero ella le seguiría queriendo y se sentiría feliz por el mero hecho de tenerlo a su lado, de poder verlo cada día. Con todo, de súbito, todas aquellas convicciones parecían tambalearse y transformarse en angustiosas dudas, en negros presagios.
—Hay algo que te he estado ocultando desde que nos conocimos y que no ha dejado de atormentarme día tras día—prosiguió él—, porque sé que confías en mí y no mereces que te siga engañando, aunque sea por omisión, aunque sea por no hacerte daño. Pero, en mi descargo te diré que nunca pensé que llegaría a sentirme tan cerca de ti, que llegaría a amarte como te amo. Y cuando me di cuenta de ello, ya era demasiado tarde, seguí sin confesarte la verdad porque tenía miedo de perderte...
Ella guardaba silencio y contenía la respiración para no perderse ni una sola de sus palabras. Acababa de decirle que la amaba, pero lo había hecho con una profunda tristeza, como si amarla fuese una fatalidad. No acertaba a imaginar donde quería ir a parar.
—Teresa, querida, perdóname por no habértelo confesado antes—dijo con voz entrecortada. Hizo una pausa para tomar aire de nuevo y, armándose de valor, continuó—: yo conducía el coche que atropelló a tu hija.
En el rostro de Teresa no se movió un solo músculo al oír aquella confesión, al menos, no de un modo evidente. Seguía mirándolo con los ojos muy abiertos, como si no hubiese comprendido bien lo que acababa de decirle, como si esperase que continuara hablando. Pero Oscar pudo percibir con claridad que un relámpago de sorpresa atravesaba su mirada expectante seguido después de una expresión de incredulidad, de negación. Y sintió como propio, como un cuchillo que desgarrara sus entrañas, el intenso dolor que se reavivaba en aquel rostro paralizado por el pasmo, en aquellos ojos que se llenaban de lágrimas, en aquellos labios que se apretaban con fuerza.
—Di algo, te lo ruego...—suplicó, adelantando una mano hacia el rostro de ella.
Pero Teresa dio un paso atrás horrorizada, negando repetidamente con la cabeza, con sus manos, con todo su cuerpo. Abrió la boca como si fuese a hablar, pero sólo pudo boquear, tragar aire como si se ahogara, con la desesperación de un pez que se asfixiara fuera del agua. Entonces se dio la vuelta y echó a correr hacia el portal.
—¡Teresa!—gritó él— ¡Teresa, por favor...!
No podría precisar el tiempo que anduvo conduciendo sin rumbo fijo por las calles desiertas de la ciudad, sin importarle siquiera por dónde circulaba, deteniéndose ante los semáforos en rojo como un autómata, reanudando la marcha sin que su conciencia tomara parte en aquella operación, concentrado en preguntarle a la madrugada si se había equivocado, si había actuado mal. ¿Qué tenía que haber hecho? tal vez nunca debió acercarse a Teresa y a su hija, ¿habría sido mejor mantenerse a distancia? ¿Desentenderse de su dolor y abandonarlas a su suerte? No hubiera podido soportarlo, se habría vuelto loco pensando que había dejado tras de sí un rastro de desdicha, que otras personas sufrían por su causa mientras él seguía adelante con su vida como si nada hubiese ocurrido. Quizás era, en realidad, un egoísta, y con su proceder, únicamente había tratado de apaciguar sus sentimientos de culpa para sentirse mejor consigo mismo, sin pensar en las consecuencias que podrían acarrear sus supuestos actos de buena voluntad, pero estaba seguro de que con su actitud había logrado ayudar a Beatriz y a Teresa a paliar en parte aquella terrible desgracia. No obstante, aun amparándose en esa convicción, no podía apartar de su mente el rostro demudado de Teresa, la tremenda desolación de su mirada. No podía soportar ser de nuevo el causante de su dolor.
Cuando llegó a su casa tenía la sensación de haber envejecido por dentro de golpe, como si cargara de repente con veinte años más sobre sus espaldas. Le estallaba la cabeza, le dolía todo el cuerpo a causa de la tensión acumulada aquella noche, aquellas últimas horas. Se dio una ducha para intentar relajarse y se acostó, pero le resultó imposible conciliar el sueño, la cama se había convertido en un instrumento de tortura en el que daba vueltas como un poseso deseando que amaneciera, temiendo que amaneciera... ¿Qué ocurriría entonces? ¿Cómo se enfrentaría a Teresa? ¿Volvería a verla? Quizás ella no quisiera volver a verlo, quizás no volviera a la galería para no encontrarse con él—pensó de pronto, acongojado—. No podía soportar la idea de tener que vivir de nuevo sin ella, sin verla cada día, sin su mirada, sin su sonrisa, sin la dulzura de su voz...
El timbre del teléfono rompió de súbito el angustioso silencio de la noche, interrumpiendo el flujo de sombríos pensamientos que atormentaban a Oscar.
—¿Diga?
—Soy yo...—la voz queda de Teresa le abrió al instante las puertas del paraíso—no podía dormir...
—Yo tampoco...—dijo él. Y calló, porque estaba tan emocionado por su llamada que no acertaba a decir nada más. Cerró los ojos y se deleitó, por unos momentos, en su recuperada presencia a través del hilo del teléfono, la sentía tan cerca que podía percibir su respiración, sentir su calor, hasta le parecía oler su perfume. Y apenas sin darse cuenta, pronunció su nombre—: Teresa...
—Sé que tú no tuviste la culpa —dijo ella.
—Pero, no debí ocultarte quien era, debí decírtelo desde el principio. Te he tenido engañada durante todo este tiempo porque no soy más que un cobarde, y cada día que pasaba me resultaba más difícil confesarte la verdad. Yo sólo quería ayudaros, nunca pensé que me enamoraría de ti. ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás olvidar que yo...?
—¡Shhhh...!—lo interrumpió ella—No hay nada que perdonar. No hay nada que olvidar.
—Te quiero, Teresa—dijo él.
—Yo también te quiero—confeso ella—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Teresa colgó, y Oscar, en un impulso inconsciente se llevó el teléfono a los labios y lo besó, lo mantuvo apoyado sobre su pecho durante unos instantes y lo acarició como si se tratara de la propia Teresa, como si su espíritu hubiese impregnado el aparato y todavía permaneciera en él. Después, lo colocó sobre su base con suma delicadeza, contemplándolo con infinita ternura, con la misma ternura con la que contemplaría a Teresa. Se tendió sobre la cama y se durmió como un niño con una apacible sonrisa en los labios.