II

Empujó la puerta del vestuario de mujeres con cautela y la envolvió un calor húmedo con esencia de eucalipto, así como toda una mezcolanza de olores de productos y afeites femeninos: gel de baño, desodorante, champú, crema hidratante, acondicionadores del cabello, y un sinfín de fragancias más. Buscó un rincón discreto donde cambiarse de ropa entre todos aquellos cuerpos desnudos que se desenvolvían con naturalidad entre charlas y risas, zumbidos de secadores, rumores de duchas y una música ambiental apenas perceptible si no fuera porque Laura estaba alerta, pendiente del más mínimo detalle de todo cuanto acontecía a su alrededor, como le ocurría siempre que se enfrentaba a una situación nueva o a un ambiente desconocido y temía hacer algo inapropiado o ponerse en evidencia. Aquella sensación de inseguridad que se sentía incapaz de controlar, pese a haberlo intentado reiteradamente a lo largo de los años con todo tipo de razonamientos lógicos, la había acompañado durante toda su vida. Era algo que tal vez resultara comprensible en la infancia y la adolescencia, pero en plena madurez, le provocaba un gran enfado consigo misma y un sentimiento de desagrado por no poder dominarse, pese a que se esforzaba por racionalizar lo absurdo de aquellos temores. Sonrió con ironía al recordar un consejo que le había dado Elena en una ocasión en la que se lamentó ante ella de aquel problema: “Cuando te sientas intimidada por alguien”, le dijo, “imagínatelo completamente desnudo, verás como todos tus recelos se disipan de inmediato. En pelotas todos somos iguales”, sentenció Elena. Tenía que recordar decirle a su amiga que aquella fórmula mágica no funcionaba con ella.

Cambió sus ropas de calle por un pantalón pirata deportivo y un top que dejaba su estómago al descubierto, y tras dudarlo unos instantes se puso encima una discreta camiseta que la cubría hasta las caderas, tal como había acabado haciendo en días anteriores. Se calzó las zapatillas de deporte y se encaminó hacia la sala de gimnasia. La clase estaba a punto de empezar y todos los participantes habían tomado posiciones frente al gran espejo que revestía por completo una de las paredes de la sala. La joven monitora, que lucía un peinado imposible —un moño descomunal sujeto por una ancha banda de tela morada del que escapaba una cascada de gruesas rastas de color castaño que se esparcían por su espalda— estaba colocando un CD en el equipo de música y se situaba después frente al espejo, en el centro de la sala. Laura consiguió encontrar un hueco en la última fila gracias a una despampanante rubia, de aproximadamente su edad —a la que ya había visto en días anteriores y con la que había intercambiado algún breve saludo—, que se apartó un poco y, con una amable sonrisa, la invitó a ocupar un sitio a su lado; Laura le dio las gracias con un gesto y cuando la música arrancó, ambas se concentraron en la monitora para seguir sus movimientos, al igual que el resto de sus compañeros y compañeras de clase.

Una hora más tarde Laura regresaba al vestuario, agotada y sudorosa, pero sintiéndose pletórica, cargada de energía y satisfecha consigo misma. El ejercicio había estimulado las endorfinas de su cerebro y se sentía optimista y llena de entusiasmo. Balanceaba despreocupadamente su recatada camiseta en la mano y lucía su cuerpo sin complejos mientras se reía con las ocurrencias de Gloria, la atractiva rubia con la que había compartido espacio, risas, y comentarios ingeniosos a lo largo de toda la clase.

Gloria era simpática y locuaz. Cuando abandonaron el vestuario después de ducharse y vestirse, había sometido a Laura a tal batería de preguntas que ya sabía más de ella que muchos de sus vecinos y otros conocidos con los que trataba a diario desde hacía años. Aun así, todavía le quedó tiempo —a Gloria—, para hacerle partícipe de su propia vida; de suerte que Laura, sin proponérselo, supo que su nueva amiga estaba felizmente casada, que su marido era guapísimo y tenía un importante trabajo de gran responsabilidad que le obligaba a viajar a menudo por diversos países europeos, que tenían un hijo de veinticuatro años, estudiante de Económicas y una hija de veinte que aspiraba a ser modelo; aunque entre ella y su marido habían conseguido que, al menos de momento, continuara con sus estudios de Pedagogía Infantil, mientras trataba de abrirse camino en el siempre difícil mundo de la moda. Y quizá, con el tiempo —pensaban ellos—, se le quitase de la cabeza aquella idea descabellada. Sus dos hijos vivían todavía en el hogar familiar, ya que el tema de la vivienda —explicaba Gloria—, estaba muy difícil para los jóvenes, y ellos, acostumbrados a disfrutar de toda clase de comodidades, no se mostraban especialmente inclinados a prescindir de ellas. Por fortuna la familia disfrutaba de una desahogada posición económica, por lo que podrían ayudarles en ese sentido si fuera necesario, pero Gloria prefería tenerlos cerca mientras fuese posible, aunque lo cierto era que el chico paraba ya muy poco por casa. De hecho, Christian, su hijo, prácticamente vivía con una chica. Con todo, seguía teniendo la mayor parte de sus pertenencias en la casa de sus padres y acudía allí a diario, aunque sólo fuese a comer y cambiarse de ropa; y un poco también —sospechaba Gloria—, para no sentirse tan comprometido con su novia y tener la certeza de que había un lugar al que regresar, si las cosas se torcían. Pero a Gloria ese ir y venir de su hijo de una casa a otra no le molestaba en absoluto, sino que por el contrario, se alegraba de que fuera así; de ese modo, decía, podía seguir viéndole con frecuencia y no se le hacía tan dura la separación definitiva, pese a que comprendía que más pronto o más tarde, tendría que producirse.

—Los jóvenes, ya se sabe... —lo justificó Gloria. Y Laura se mostró de acuerdo con ella asintiendo con la cabeza.

Gloria le explicó también que tenían una casita en la Costa Brava a la que solían escaparse los fines de semana y durante las vacaciones, al menos, así lo habían venido haciendo durante muchos años, mientras los niños eran pequeños —agregó con cierta nostalgia—, salvo en agosto, cuando el pueblo se llenaba de turistas y todo estaba tan lleno de gente que resultaba incómodo. Durante ese período, ellos optaban por permanecer en la ciudad, que se quedaba casi vacía, o realizar algún viaje al extranjero.

—Un día tienes que venir—le dijo a Laura— los chicos ya suben poco, casi siempre prefieren quedarse en Barcelona para poder salir por ahí “de fiesta”, como dicen ellos, con sus amigos. Pero a mi marido y a mí nos gusta seguir yendo. Es agradable poder escaparse de la ciudad de vez en cuando.

El monólogo de Gloria continuó un rato más en el aparcamiento, hasta que, entre una frase y otra, consultó su magnífico reloj de pulsera.

—¡Uf! Con tanta charla, no me había dado cuenta de lo tarde que era...—dijo—tengo que dejarte. A mi marido le gusta encontrarme en casa cuando él llega. No es capaz de hacer nada sin mí...

—No te preocupes—respondió Laura, algo sorprendida por aquel comentario que le resultaba un tanto anacrónico en boca de la guapa rubia—, yo también tengo que irme ya.

—¿Vas a venir el lunes?—preguntó Gloria.

Laura se encogió ligeramente de hombros.

—Si las agujetas me lo permiten... —bromeó, para explicar después—: Llevaba mucho tiempo sin hacer ejercicio, y la verdad es que estoy hecha polvo.

—Tienes que tomar mucha miel, mucho azúcar, zumos y esas cosas. Van muy bien para las agujetas—le aconsejó Gloria.

—Si lo hubiera pensado antes...a estas alturas me parece que ya no queda más remedio que aguantarme.

—Bueno—rió Gloria, comprensiva—Descansa el fin de semana y verás como el lunes ya te sientes mucho mejor. Pero no dejes de venir. Cuando se empieza es mejor no parar. Si no, no sirve de nada...

—De acuerdo. Nos vemos el lunes, entonces.

—Estupendo. Que tengas un buen fin de semana.

—Igualmente.

Se alejaron la una de la otra en direcciones opuestas para recoger sus respectivos automóviles. Cuando Laura abandonaba el aparcamiento en su coche vio a Gloria que salía por delante de ella conduciendo un coqueto mini de color rojo y la saludaba con un gesto, sacando la mano por la ventanilla. “¡Cómo no!”, pensó con una sonrisa maliciosa, “Una rubia explosiva como ella sólo podía tener un coche de ese color...”. Respondió a su saludo y se dispuso a sumergirse en el denso tráfico del centro de la ciudad con una leve punzada de tristeza en el corazón cuyo origen no era capaz de precisar. “Soy mezquina”, se reprochó a sí misma, “¿Es posible que sienta envidia de Gloria? ¿Por qué? ¿Porque tiene un marido que la quiere y se preocupa por ella y yo me siento sola? ¿Porque tiene una verdadera familia esperándola en una casa estupenda? ¿Porque es guapa y simpática y ni siquiera tiene necesidad de trabajar...?”. Esbozó una sonrisa en un gesto de indulgencia hacia sí misma. “Pues sí”, se respondió, “la verdad es que es para morirse de envidia...”, rió para sí. “Bueno, a mí tampoco me va tan mal...”, reflexionó, “tengo a Marta, a mis padres, a Elena; tengo un buen trabajo... En realidad no tengo motivos para quejarme”. Días atrás había leído en una entrevista a una famosa escritora que para ser razonablemente feliz era preferible no mirarse demasiado el ombligo, es decir, que era mejor no detenerse demasiado a reflexionar sobre uno mismo y las circunstancias personales. Le pareció un pensamiento muy inteligente, pero difícil de llevar a la práctica, al menos para ella, que tenía tendencia a darle mil vueltas a todo.

Suspiró y conectó la radio del coche. Se alegró de encontrarse con Joaquín Sabina, interpretando, con su cascada voz de simpático canalla 19 días y 500 noches. Era su disco favorito y nunca se cansaba de oírlo. Se sabía todas las letras de memoria, pero siempre descubría algún nuevo matiz capaz de arrancarle una sonrisa. Sabina tenía la virtud de ponerla de buen humor con la sabia y magistral ironía de sus versos. Para ella no era tan sólo un cantautor, sino uno de los más grandes poetas contemporáneos, el poeta urbano por excelencia, y Laura admiraba aquella capacidad suya de crear hermosas y sugerentes imágenes y saber expresarlas de forma tan sencilla.

Conducía despacio por la Avenida de l’Estadi disfrutando de las espectaculares vistas que ofrecía la ciudad desde allí, con el mar a su izquierda y la montaña del Tibidabo a su derecha. El sol, a medida que se aproximaba el verano, se mostraba cada día más remiso a retirarse para ceder su lugar a la noche, por lo que, en ocasiones, le sorprendía la luna. Por encima de los tejados, una masa sonrosada de nubes, como de algodón de azúcar, se deshilachaba perezosa. Era lo que más le gustaba a Laura de acudir a aquel gimnasio: el camino de vuelta tranquilo y relajado por Montjuïc, con la ciudad a sus pies y acompañada de buena música. Aquellos eran unos momentos que la reconciliaban con el mundo.

Gloria conducía su utilitario hacia la parte alta de la ciudad, y, en contra de la idea que pudiera haberle transmitido a Laura, tampoco ella se sentía muy satisfecha consigo misma: “¡Otra vez he vuelto a hacer lo mismo de siempre!”, se recriminaba a sí misma, “El psicólogo me lo ha repetido cientos de veces: hablas demasiado, Gloria, tienes que hablar menos y escuchar más; los asuntos de los demás también son importantes, al menos, lo son para ellos mismos. A nadie le gusta estar oyendo a una persona hablar sobre sí misma sin parar, la considerarán presuntuosa y maleducada y se sentirán menospreciados...”. “¿Qué habrá pensado Laura de mí? Que soy una charlatana insoportable y una engreída, claro. Seguro que el próximo día que nos veamos ni siquiera me saluda.”. “¡A mi marido le gusta encontrarme en casa cuando llega!”, se parodió a sí misma, “No sabe hacer nada sin mí...”. “¡Seré majadera!”.

Cuando llegó a su casa, después de atravesar la ciudad, dejó el coche en su plaza de aparcamiento y observó que la de Diego todavía se encontraba vacía; quizás habría aparcado en la calle. Eso significaba que tenía intención de volver a salir, tal vez quisiera cenar fuera o ir a tomar una copa más tarde. ¿Por qué no? La noche invitaba a pasear.

Sin embargo, cuando entro en su piso lo encontró oscuro y silencioso. Le extrañó; a aquellas horas su marido ya debería de haber llegado, y si iba a retrasarse la habría llamado... ¡El móvil! No se había acordado de comprobar si tenía alguna llamada. Lo buscó en su bolso con ansiedad, temiendo lo que se iba a encontrar, y tal como esperaba, la pantalla le indicaba que tenía varias llamadas perdidas y un mensaje en su contestador.

—Hola, nena—la voz de Diego sonaba extraña y metálica a través del buzón de voz—te he estado llamando pero no lo cogías, supongo que estabas en tu clase de gimnasia. Bueno, quería decirte que no me esperes para cenar, han venido unos clientes de Madrid y tengo que acompañarles a un restaurante y luego a tomar unas copas, ya sabes como son estas cosas... No sé a que hora llegaré, así que no me esperes levantada. Nos vemos mañana. Te quiero. Un beso.

Sí, ya sabía como eran esas cosas. ¿Cómo no lo iba a saber? Desde hacía algún tiempo las cenas de negocios y los viajes se habían multiplicado.

Se sirvió un whisky con hielo en la oscuridad del salón y salió a la terraza; la primavera estaba en pleno apogeo y hacía buena temperatura. Las luces de las calles y de los edificios iluminaban la ciudad como farolillos en una noche de verbena. La Diagonal, bullía de vida y juventud dispuesta a apurar el fin de semana que ya olía a verano y a fiesta, y ella se sentía ajena, excluida, contemplando el espectáculo desde la distancia con envidia y tristeza, aislada en su palacio como una princesa desdichada, sin tener adonde ir ni con quien estar... No le apetecía cenar sola. Su hijo Christian no vendría, y su hija Rebeca le había dicho por la mañana que pasaría el fin de semana fuera de la ciudad con unas amigas.

Apuró el whisky y se sirvió otro antes de sentarse en la terraza. Roberto, su psicólogo, estaba en lo cierto cuando le decía que a punto de cumplir los cincuenta y siete seguía siendo una niña inmadura y caprichosa; aquella niña preciosa y mimada que sus padres tenían entre algodones y a la que evitaban el menor contratiempo disfrazando la realidad para ella de bonitos colores. Por esa razón, Gloria, no había desarrollado la menor tolerancia a la frustración y se había creado un mundo ficticio en el que todo era maravilloso y perfecto. Se mentía a sí misma tanto como a los demás. Hasta el punto de que había llegado a creerse sus propias mentiras de tal modo que en ocasiones no era capaz de distinguir lo que era real de lo que era fruto de su imaginación. Roberto le decía que tenía que aprender a aceptar los avatares de la vida, sus sinsabores, y aprovecharlos para sacar de ellos una enseñanza positiva que le permitiera crecer como persona. “Desengáñate, Gloria”, le decía, “la vida no es una novela rosa. Todo el mundo tiene sus problemas, más grandes o más pequeños; hay que saber aceptarlos y hacerles frente”. Tenía que ser valiente y afrontar la realidad, que en su caso, decía, tampoco era tan terrible. Tenía que madurar. Y si no hacía el esfuerzo de intentarlo, él no podría seguir ayudándola. No observaba avance alguno en su terapia, y eso le llevaba a pensar que ambos estaban malgastando su tiempo, y ella, además, su dinero. A veces Roberto le preguntaba por qué razón seguía acudiendo a su consulta cada semana, y ella se encogía de hombros y le respondía que le hacía bien hablar con él, que la ayudaba, aunque él no lo creyera; entonces el terapeuta replicaba que si lo que necesitaba era hablar con alguien, desahogarse, podía hacerlo con alguna amiga, que incluso le resultaría más gratificante, y Gloria se veía obligada a confesarle que no tenía ninguna amiga con la que pudiera sincerarse ni hablar con la libertad con la que lo hacía con él. Jamás se le pasaría por la cabeza mostrar el menor signo de debilidad ni descubrir su intimidad ante ninguna de sus supuestas amigas. Había demasiados salones de belleza, centros de spa y exceso de tiempo libre para damas desocupadas y pocos temas de conversación: faltaría tiempo para que todo su entorno estuviera enterado de sus asuntos y murmuraran a sus espaldas.

Sí, claro. Seguramente para un psicólogo joven como él resultaba más estimulante tratar a un psicópata, a un depresivo con tendencias suicidas, a un maníaco compulsivo; hurgar en una mente seriamente perturbada y reintegrar al individuo, una vez recuperado, a su lugar en la sociedad. En todo caso, pensaba Gloria, si era eso lo que le motivaba, tal vez debería haber opositado a prisiones o trabajar en un hospital psiquiátrico, en lugar de montar una consulta de diseño en un palacete de Pedralbes. Por otra parte, dudaba que muchos enfermos realmente necesitados de tratamiento pudieran pagar los honorarios del Dr. Roberto Beltrán... Roberto no tenía “pacientes”, sino “clientes”, y esa denominación en sí misma ya marcaba una diferencia. Tanta, que era uno de los invitados imprescindibles en todas las fiestas de postín que se celebraban en la ciudad.

Pero si lo que esperaba de ella era que se enfrentara a la realidad, lo haría, decidió Gloria de pronto.

Apuró su whisky de un solo trago y se levantó de la silla, resuelta. Fue a su vestidor a cambiarse de ropa y se repasó el maquillaje en el tocador; cogió el bolso, las llaves de casa y las del coche y bajó al garaje. En unos minutos se hallaba inmersa en la noche del viernes con el entendimiento algo nublado, a causa de la excitación y del alcohol. Apenas sin darse cuenta, se encontró frente al restaurante favorito de Diego. Era muy probable que él estuviera allí, lo que no tenía muy claro, era con qué fin había acudido ella. Detuvo el auto en el chaflán opuesto al restaurante que ofrecía una buena perspectiva del interior y, forzando la vista, buscó a su esposo con la mirada sin apearse del vehículo, a través de los grandes ventanales de estilo modernista que permitían ver las mesas decoradas con velas sobre el fondo de arabescos granate y dorado de las paredes —que Gloria adivinaba más que veía, ya que conocía muy bien aquel local—. No le costó dar con su marido, Diego era un hombre previsible, de hábitos arraigados: estaba en su mesa de siempre, la misma que solicitaba expresamente cuando acudían juntos a cenar allí; charlaba animadamente y sonreía como hacía mucho tiempo que Gloria no lo veía sonreír, con un aire tan despreocupado y alegre que incluso le hacía parecer más joven. A Gloria, el corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio sus sospechas confirmadas: aquella no parecía una formal cena de negocios ni eran respetables caballeros encorbatados quienes compartían mesa con su esposo, sino una bella joven —muy joven— de rubia melena, que sonreía a su vez con coquetería y estudiada timidez.

Gloria aparcó su coche en un lugar estratégico desde el que podía observar la mesa en la que se encontraba la pareja sin correr el riesgo de ser descubierta. Necesitaba detenerse a pensar un momento, aclarar la confusión de su mente para decidir cuál debía ser su siguiente paso: ¿entrar en el restaurante y montar una escena? Sabía que aquello sería terrible para Diego; tan preocupado siempre por mantener las apariencias, se moriría de vergüenza... pero ella también. Aunque, no debía precipitarse. Cabía la posibilidad de que Diego no le hubiera mentido y aquella joven fuese una clienta de Madrid, y entonces ella quedaría en ridículo. Que fuese joven y guapa no la incapacitaba para ser una inteligente y emprendedora mujer de negocios. Decidió esperar a que salieran del restaurante y observar su actitud, sería lo más razonable. Conectó el equipo de música del coche y puso en CD que la ayudara a relajarse un poco. Intentó distraerse observando la calle repleta de bares y restaurantes que se iba poblando de alegres y bulliciosos jóvenes a medida que avanzaba la noche. De tanto en tanto, lanzaba una ojeada al restaurante y trataba de restar importancia a cada gesto, a cada sonrisa cómplice, a cada fugaz caricia cuando las manos de ambos se rozaban como por casualidad y se retiraban con presteza mirando a su alrededor con disimulo, como niños traviesos temerosos de ser cogidos en falta. A Gloria, a su pesar, se le estaba formando un doloroso nudo en la garganta que apenas le permitía respirar.

Cuando vio que por fin se levantaban de la mesa se irguió en el asiento del coche y todos sus músculos se tensaron. Los perdió de vista por unos instantes, y poco después, reaparecieron en la puerta del restaurante. La joven reía alegremente, con despreocupada coquetería —ahora que la podía observar mejor tenía que reconocer que era muy bella, de hecho, le sorprendió comprobar que se parecía mucho a ella misma, algunos años atrás...— Diego salió tras la chica sonriendo a su vez. En cuanto rebasaron la fachada del restaurante él tomó a la muchacha por el talle y la atrajo hacia sí, la besó ligeramente en los labios y ella apoyó con ternura la cabeza sobre su hombro mientras caminaban enlazados; parecían dos adolescentes estrenando su primer amor. Gloria salió del coche aturdida, y sin pensar lo que hacía fue tras ellos con el corazón acelerado y la respiración agitada. Eran la viva estampa de una pareja feliz disfrutando de la noche y de su amor, mientras Gloria, siguiendo sus pasos, sentía que la pena le rasgaba las entrañas. Ajena al bullicio y a las risas que la rodeaban, caminaba con paso vacilante, buscando la protección de las paredes en un intento por ocultarse, y al mismo tiempo, por tener un punto de apoyo ante el temor de que le fallasen las fuerzas y se desplomara en plena calle.

Reconoció el BMW gris metalizado de Diego aparcado a lo lejos, y cuando llegaron junto a él, su marido, caballeroso como de costumbre, se dirigió a la portezuela del acompañante y la abrió para que la joven se acomodase en el interior, pero antes, ambos se fundieron en un largo y apasionado beso, y sus cuerpos se adhirieron de tal modo que parecían haberse convertido en uno solo. Gloria se detuvo, pegó la espalda a la pared y contuvo la respiración, abrumada. Se quedó allí paralizada, observando cómo el automóvil arrancaba y la pareja se perdía en la noche, sin duda, con destino hacia algún lugar discreto que les permitiera dar rienda suelta a su pasión.

Desanduvo el camino hacia su coche en estado de shock, sin ver las calles por las que pasaba ni apercibirse de aquella insultante juventud que pululaba en torno a ella sin prestarle la menor atención, ignorando a aquella mujer que caminaba entre ellos como un zombi. Llegó hasta su automóvil y se dio cuenta de que ni siquiera había cerrado la puerta con llave. Se sentó en el interior y accionó el contacto de forma mecánica, pero el coche no respondió; aquello la devolvió a la realidad y el pánico se apoderó de ella. “¡No, por favor, no...! ¡No me falles ahora...!”, suplicó. Repitió el gesto varias veces de forma insistente, pisó el acelerador con ansiedad, con desespero, pero el motor no respondía. Entonces comprendió que había dejado las luces y el equipo de música encendidos durante todo el tiempo que había permanecido allí, y al parecer, la batería se había agotado. De pronto se sintió desamparada, perdida; al borde de la histeria, un grito ahogado de angustia escapó de su garganta, las lágrimas afloraron a su rostro y se entregó desconsolada al llanto, protegida por la intimidad del vehículo.

Tras aquel primer arrebato, siguió sollozando quedamente durante mucho tiempo sin voluntad para interrumpir el recorrido de sus lágrimas y enjugarlas. Pero en algún momento dejó de llorar, sus mejillas se secaron y el dolor se adormeció en su pecho. Respiró hondo, comprobó su aspecto en el espejo retrovisor y trató de recomponerlo un poco, ensayó la más encantadora de sus sonrisas y, con ella pintada en el rostro salió del coche y se dirigió hacia un taxista que se había detenido a su lado, para solicitar su ayuda. Sin embargo, cuando le expuso su problema, el hombre se excusó aduciendo que no llevaba cables para poder recargar su batería. Gloria comprendió que, en realidad, no quería arriesgarse a perder ninguna carrera en una noche de viernes por entretenerse ayudándola, aunque ello supusiera mostrarse atento con una dama y recibir a cambio una buena propina. Le dio las gracias de todos modos y se aproximó a un grupo de jóvenes arremolinados en torno a un automóvil, estacionado cerca del suyo, que permanecía con las puertas abiertas para que se pudiera oír mejor la música a todo volumen que salía de su interior, y que la habían estado observando con admiración, sin el menor disimulo. Pero también ellos se disculparon alegando que aguardaban a unos amigos y tenían que irse enseguida. Gloria desistió. No le quedaban fuerzas para seguir intentándolo. Volvió a su coche, recogió sus cosas y se aseguró de cerrar bien todas las puertas antes de irse; ya se ocuparía de él al día siguiente, o al otro. ¡Qué más daba! Ya se ocuparía de todo. En aquellos momentos lo único que deseaba era llegar a su casa y meterse en la cama. Dormir, olvidarse de todo, descansar...

Mientras esperaba un taxi, sola en una esquina, invisible en medio de aquella barahúnda de hormonas desatadas, se sintió ridícula y fuera de lugar con su conjunto primaveral de Adolfo Domínguez, con su artificial melena rubia cuidadosamente teñida y su exceso de maquillaje; con su obsesión por conservar una juventud que el tiempo, implacable, se empeñaba en arrebatarle —aquellos chicos y chicas que la rodeaban eran más jóvenes que sus propios hijos— y a la que ella se aferraba de forma artificiosa a base de frecuentes visitas al quirófano y continuos tratamientos de belleza.

Todos los taxis que pasaban estaban ocupados, y el taxista al que le había pedido ayuda hacía rato que se había marchado. No veía el momento de alejarse de allí, de que acabase aquella noche de pesadilla; anhelaba llegar a su casa y tomarse una copa tranquila, en la seguridad de su hogar, de su exquisito mundo. ¡Por fin una luz verde! Levantó el brazo con presteza, temerosa de que alguien le arrebatara aquella tabla de salvación. Por fortuna, el vehículo se detuvo ante ella y se introdujo en él ansiosa. Respiró tranquila. El pequeño habitáculo era un remanso de paz en aquella selva de ruido y luces de neón, de desprecio hacia los que no pertenecían a la propia especie, de la más absoluta soledad en medio de la gente; la peor soledad de todas las posibles.

Pensó entonces que ni siquiera se le había pasado por la cabeza llamar al servicio de asistencia de su seguro. Bueno, la verdad era que no habría sabido ni dónde buscar el número de teléfono; ella no estaba acostumbrada a ocuparse de aquellas cosas. En otras circunstancias, habría llamado a Diego. Era lo que solía hacer cuando le surgía algún problema, y él se hacía cargo de todo... Refugiarse en su casa, en la oscuridad de su dormitorio... Tendría que tomarse algún sedante para poder descansar y olvidar aquella noche infausta. Por la mañana, el sol volvería a brillar.