VIII
Gloria había llegado pronto a la cita. Mientras esperaba a Laura y a Elena en la terraza de un café de la Rambla Catalunya, se entretenía observando a los viandantes y pensando en sus nuevas amigas. Le gustaban aquellas dos mujeres. Cada una de ellas, a su manera, era auténtica, muy distintas de las amistades que Gloria solía frecuentar; se sentía cómoda en su compañía, podía ser ella misma sin el temor de saberse juzgada ni criticada, y esa sensación le resultaba muy grata.
La melodía de su teléfono móvil le alborotó el corazón. Al otro lado de la línea, como solía hacer casi a diario, la voz cálida de Idrissa desgranaba en su oído las más bellas palabras de amor, de deseo, de pasión. Y Gloria reía atolondrada, como una adolescente ilusionada ante su primer amor. Su sensualidad, adormecida, había despertado de nuevo con la furia de un volcán que sólo encontraba sosiego en los brazos de su amante, en la sabiduría de su boca, en las caricias que le prodigaban sus manos, en la posesión de su cuerpo rotundo y oscuro... Sabía que aquella relación tenía los días contados, pero estaba dispuesta a disfrutarla todo el tiempo que le fuera posible. Era un regalo inesperado que le había hecho la vida, y no pensaba renunciar a él.
Solían encontrarse con frecuencia en el piso de Idrissa. Gloria siempre llegaba cargada de regalos, ya fueran exquisiteces culinarias, pequeños electrodomésticos o utensilios que hicieran más fácil la vida de los jóvenes; y nunca olvidaba algún detalle especial para Idrissa que aceptaba sus presentes con timidez y le daba las gracias en su nombre y en el de sus compañeros:
—No tienes que comprarme nada—la reprendía con dulzura—el único regalo que quiero eres tú.
—A mí me gusta hacerlo—se disculpaba ella—ojalá pudiera ayudaros más.
De alguna manera, se avergonzaba de su desahogada posición económica al darse cuenta, por primera vez en su vida, de que otras personas en su misma ciudad pasaban auténticas penalidades para sobrevivir; y pese a que Idrissa nunca hizo comentario alguno, ella trataba de hacerse perdonar su bienestar ayudándole de la manera que buenamente entendía.
En una ocasión, en la que Idrissa le dijo que tenía una importante entrevista de trabajo, aprovechó la oportunidad para llevárselo de compras. Necesitaba un traje, le dijo, no podía presentarse allí de cualquier manera. Y pese a las protestas del joven, se empeñó en equiparle por completo y le compró, además del traje, varios pantalones, camisas y camisetas, así como ropa interior y dos pares de zapatos.
El día de la entrevista Gloria esperó noticias de Idrissa con impaciencia. Se sentía igual que cuando estaba pendiente de los resultados académicos de sus propios hijos, aunque la realidad era que ellos nunca se jugaron tanto, ya que, ocurriera lo que ocurriese, siempre tendrían las espaldas cubiertas.
Idrissa no llamaba y los nervios de Gloria iban en aumento, hasta que no pudo soportarlo más y decidió ir a buscarlo a su piso. No encontró a nadie allí. Entonces se dirigió a un bar, al que la había llevado en varias ocasiones, frecuentado casi exclusivamente por africanos. Nada más entrar, le llegó el sonido de una inconfundible carcajada elevándose por encima de la cadenciosa voz de Bob Marley, y los ojos de Gloria atravesaron con dificultad la barrera de humo y oscuridad para llegar hasta la barra, donde se encontraba Idrissa, rodeado de un grupo de amigos. La mirada sorprendida de una bella muchacha de color que estaba sentada a su lado, hizo que el joven se volviera y se le cayera la sonrisa de los labios en cuanto descubrió a Gloria. Saltó del taburete en el que se encontraba y fue a su encuentro.
—Hola Gloria—dijo, recuperando una débil sonrisa mientras tomaba sus manos con delicadeza.
—Esperaba que me llamaras cuando salieras de la entrevista, y como no sabía nada de ti, estaba preocupada...—se disculpó ella en tanto que él la besaba en la mejilla.
—Vamos a sentarnos—sugirió el joven, ensombreciéndose de nuevo mientras la conducía del brazo hasta una mesa apartada— ¿Qué quieres tomar?
—Me da igual—dijo—lo mismo que tú.
Mientras Idrissa pedía las bebidas en la barra ella lo observaba con preocupación; había descubierto en él un gesto abatido que parecía cargar a sus espaldas como un invisible y pesado fardo y le obligaba a encorvar su atlético cuerpo, ofreciendo una imagen muy alejada del alegre y despreocupado muchacho que ella conocía. Y no tardó en averiguar el porqué:
—No he conseguido el trabajo—dijo él, después de que intercambiaran algunas frases pueriles, frunciendo el ceño de pronto y clavando la vista obstinadamente en la negrura del suelo.
—¡Oh! ¡Cuánto lo siento!—exclamó Gloria acariciando su vigoroso brazo.
—Por eso no te he llamado. No tenía ánimos...—Idrissa volvió hacia ella un rostro desolado que la conmovió en lo más profundo de su ser— ¿Qué voy a hacer ahora, Gloria? Tengo que conseguir un trabajo como sea, no puedo seguir así.
De pronto, las risas, la música, el tintineo de vasos a su alrededor, desaparecieron por completo y para Gloria solo quedaron aquellos enormes ojos oscuros que la miraban consternados.
—No te preocupes—trató de animarlo, intentando abarcar toda la corpulencia del joven entre sus amorosos brazos—, todo se arreglará.
Él guardó silencio. Se dejó abrazar como un niño necesitado de consuelo y se quedó muy quieto, acurrucado sobre su pecho, y a Gloria le pareció que sollozaba quedamente mientras ella le acariciaba y trataba de ofrecerle algunas palabras de consuelo, sintiéndose inútil e impotente ante la congoja de su amado.
—Lo siento—musitó al rato Idrissa, separándose de ella y tratando de rehacerse—, no debería molestarte con mis problemas.
—No digas eso—protestó Gloria con dulzura—, no me molestas, al contrario: sabes lo importante que eres para mí y que me preocupa lo que te pase; haré cuanto esté en mi mano para ayudarte.
—Si sólo fuera por mí no me importaría—repuso él—. Yo puedo dormir en un parque si es necesario, alimentarme de los desperdicios de los restaurantes y los supermercados, como hacen otros compatriotas. Hay personas en mi país para las que incluso eso sería un lujo que no se pueden ni imaginar ¿sabes? Yo vine aquí para ayudarles, y no estoy consiguiendo nada.
Hizo una pausa para mirar a Gloria que lo escuchaba en silencio con los ojos empañados por la emoción, y tomando una mano de ella entre las suyas prosiguió:
—Gloria, hay algo que no te he contado...
Ella se enderezó en el asiento y aguardó a que él continuara mientras sentía que el corazón se le aceleraba dentro del pecho.
—Tengo una familia en Senegal: dos hijos pequeños. Están en una situación desesperada, tengo que mandarles dinero enseguida; confiaba en conseguir este trabajo y poder traerlos, pero ahora...
Idrissa no pudo continuar. Se echó a llorar desconsoladamente y Gloria presionó su mano, conmovida, y lo abrazó de nuevo, tratando de confortarle.
—No te preocupes —dijo resuelta—. Yo te daré el dinero que necesitas para traer a tus hijos.
No quiso indagar si alguien más dependía de su ayuda en Senegal, una esposa, con toda probabilidad. Él no hablaba nunca de sus años en el continente africano. Sí lo hacía, en cambio, de París, de la universidad, de los parientes que habían logrado establecerse allí y llevaban una vida acomodada. Y ella tampoco le preguntaba, no quería saber más de lo necesario, no quería descubrir nada que perturbara su idílica relación.
—No quiero tu dinero—rechazó Idrissa, desprendiéndose de su abrazo, ofendido—. No quiero que pienses que intento aprovecharme de ti. Si te lo he contado es porque estoy desesperado. Por eso no he querido llamarte hoy.
—Por favor, acéptalo—insistió Gloria—Ya me lo devolverás cuando encuentres trabajo. Lo importante ahora son tus hijos. Todo se arreglará, ya lo verás.
Él permaneció cabizbajo y en silencio por unos instantes, como si se sintiera avergonzado. Después, levantó la vista hacia ella y la miró con una expresión de profundo agradecimiento.
—Eres muy buena, Gloria—dijo tomando sus manos y llenándoselas de besos—te lo devolveré todo enseguida. Seguro que pronto encontraré un buen trabajo.
Buscó su boca y la besó con más ardor que nunca, y Gloria se sintió plenamente feliz, útil por primera vez en toda su vida.
Una súbita urgencia por estar solos les forzó a abandonar el local precipitadamente. Mientras se dirigían al piso del senegalés entre besos y ansiosas caricias, la honda desesperación del joven se disipó por completo para dar paso a una esperanzada alegría y una enardecida pasión que Gloria compartía pletórica.
Pese a que Laura había decidido no volver a ver a Ernesto, fue incapaz de negarse cuando, al día siguiente de su primer encuentro, recibió un fantástico ramo de rosas con una invitación. Hacía muchos años que nadie le enviaba flores. Y su corazón, menos prudente e intuitivo que su cerebro, tamborileó en su pecho con inusitada alegría al leer el tarjetón en el que Ernesto le reiteraba su agradecimiento por la maravillosa velada que habían compartido y le rogaba que le permitiera invitarla a comer. Tampoco supo decir que no cuando, dos días después, quiso llevarla a la inauguración de una exposición de fotografía que sabía que a ella le encantaba, ni cuando le comunicó entusiasmado que había conseguido dos entradas para la opera y tenía mesa reservada en un exclusivo restaurante. En cada ocasión, Laura se decía que aquella era la última vez que aceptaba su invitación, e, invariablemente, él la envolvía con su poderoso encanto y no era capaz de resistirse. “Una vez más, sólo una vez más”, se repetía... Cuando quiso darse cuenta ya no podía prescindir de él, necesitaba sus dos o tres llamadas diarias, su sonrisa, recrearse en los hoyuelos de sus mejillas, los ramos de flores que llegaban inesperadamente a su casa, a su oficina, verle a diario, contarle cómo le había ido el día y que él la escuchara con interés, como si la discusión que ella había mantenido con su jefe fuese más importante que el posible hundimiento de la bolsa mundial. Se sentía cuidada y mimada como no lo había estado nunca antes. Ernesto tenía la extraña habilidad de hacer que se sintiera única y le hacía olvidar que tenía una familia detrás, una esposa. Siempre estaba disponible para ella, pendiente de su más mínimo deseo; era evidente que disfrutaba complaciéndola, viéndola feliz. Y Laura se sentía más bella y deseable que nunca porque eso era lo que él le transmitía con sus palabras, con su mirada, con cada gesto. Se sentía más viva y real que nunca porque alguien pensaba en ella cada día, a cada instante, y de pronto esa certeza dotaba de sentido a su existencia. Era una parte esencial de la vida de otra persona, de su día a día, y eso hacía que ella existiera de verdad: “si no le importas a alguien no eres nadie, no eres nada...”, se había dicho a sí misma con tristeza en más de una ocasión. Por todo ello, cuando Ernesto la invitó a pasar un fin de semana en Praga, no lo dudó. Para entonces, había dejado de lado todos sus reparos iniciales. Con el beneplácito y total apoyo de Elena, e incluso de Marta, que se alegraban de verla tan radiante, había decidido no dejar pasar aquella oportunidad de ser feliz por inciertos y absurdos temores. Tal vez fuera la última que se le presentara en su vida y no quería tener que preguntarse después qué habría ocurrido si no hubiese sido tan timorata. Ernesto parecía sincero, parecía quererla de verdad, y no se cansaba de asegurarle que su irregular situación personal no se prolongaría durante mucho tiempo más, que estaba poniendo todos los medios para resolverla cuanto antes y poder estar siempre con ella, que eso era lo único que deseaba. Y Laura le creía, quería creerle. Sólo el tiempo diría la última palabra.
—¡Hola! —exclamó besando a Gloria en ambas mejillas y tomando asiento a su lado—¿Hace mucho que esperas?
—No —repuso Gloria—He venido un poco pronto, pero aquí se pasa el tiempo volando, observando a la gente.
Laura asintió con una sonrisa divertida mientras echaba una ojeada a su alrededor.
—Veo que Elena no ha llegado todavía —apuntó. Y añadió con un suspiro—: vendrá acelerada, como siempre.
—Yo no sé de dónde saca tanta energía—comentó Gloria— ¿Cómo se puede trabajar tanto? Me siento agotada sólo de pensarlo.
—Disfruta con su trabajo—explicó Laura—. Le pone la misma pasión a todo lo que hace. Es incansable.
Miró a Gloria de forma inquisitiva.
—Te veo muy guapa—observó—últimamente tienes un brillo especial en la mirada...
Gloria sonrió con picardía. En alguna ocasión había estado tentada de hablarle de Idrissa, pero le daba un cierto reparo.
—Tú también estás muy guapa—respondió, evasiva—Creo que no hace falta que te pregunte qué tal te va con Ernesto...
Y ambas se echaron a reír.
El tráfico estaba imposible. Elena aprovechaba el trayecto en su coche hasta el café donde debía encontrarse con Laura y Gloria para realizar algunas llamadas. Llegaba tarde, como de costumbre. Encontrar el momento para abandonar la redacción de la revista era la tarea más compleja que se le presentaba cada día. Siempre era la primera en llegar por las mañanas y la última en marcharse al acabar la jornada; una llamada de última hora, un trabajo urgente que había que entregar, algún problema que resolver... No era extraño que se llevase trabajo a casa, o incluso que acudiera a la oficina en un día festivo para solucionar algún asunto pendiente. A veces olvidaba que sus colaboradores no vivían el trabajo con la pasión con la que ella lo hacía y les exigía demasiado. Debía recordarse a sí misma que tenían familia, una vida fuera de aquellas cuatro paredes, y que la revista, para la mayoría de ellos, era sólo una forma de ganarse la vida. En ocasiones, eran ellos mismos quienes se lo recordaban, con mayor o menor tacto.
Aparcar por aquella zona sería misión imposible, se dijo, mientras rastreaba las calles con la mirada; probablemente, hasta los aparcamientos públicos estarían llenos. De pronto, vio un vehículo que salía y dio un volantazo para ocupar rápidamente su lugar.
—¡Eh, oiga! —escuchó a sus espaldas.
Salió del coche triunfante. Y entonces reparó en un hombre que se apeaba de un auto detrás del suyo y se dirigía a ella, iracundo, haciendo grandes aspavientos.
—Haga usted el favor de sacar el coche de ahí —le espetó—. Yo estaba esperando para aparcar.
—¡Huy!—exclamó Elena con calma, componiendo un inocente gesto—Pues no le había visto. Lo siento, pero se trata de una emergencia. Seguro que encuentra usted otro sitio enseguida.
Dicho lo cual le dedicó al individuo una encantadora sonrisa y se alejó rápidamente dejándolo estupefacto.
—¡Hola chicas!—Elena saludó a sus amigas y se sentó junto a ellas—Perdonad el retraso.
Estuvieron charlando un rato animadamente y después decidieron ir a cenar juntas. Elena estaba contenta de la amistad que había surgido entre Laura y Gloria. Le caía bien la despampanante rubia; vivía en su propio mundo, pero era muy divertida y resultaba obvio que poseía un corazón que no le cabía en el pecho. Parecía que la vida de Laura empezaba a cambiar; tenía una nueva amiga y había conocido a Ernesto. Elena se alegraba de verla tan feliz.
—Laura ¿sabes algo de la muchacha esa de la limpieza? La del gimnasio—preguntó Gloria tomando un sorbo de vino.
—Teresa, se llama Teresa—respondió Laura, con cierto tono de reproche—Y su hija se llama Beatriz.
—¡Ay! Es que soy un desastre para los nombres...—se disculpó Gloria, y Elena reprimió una sonrisa divertida—Bueno, ¿Qué sabes de ellas? ¿Cómo va la niña?
—Pues por lo que me ha comentado Ruth, parece que las dos están algo más animadas. Aunque Beatriz tiene momentos de bajón, pero está demostrando una gran fuerza de voluntad.
—La verdad es que tiene que ser muy duro—intervino Elena—. Yo no sé como reaccionaría si me ocurriera algo así.
—Si es que a perro flaco todo son pulgas...—soltó Gloria.
—¡Gloria!—la reprendió Laura.
—¡Mujer! Quiero decir que parece que la desgracia siempre se ensaña con los pobres —aclaró. Y dando por zanjado el tema, añadió—: Bueno, ¿Qué os parece si organizamos un fin de semana en mi casa de la playa? Sólo mujeres. Podemos invitar a Ruth, es una chica encantadora y muy simpática, seguro que hará buenas migas con tu hija, Laura. Lo pasaremos muy bien, ya lo veréis. ¿Qué opinas, Elena?
—¡Oh! Pues creo que es una idea genial. Me vendrán bien unos días de descanso.
—¡Estupendo!— terció Laura—. Se lo diré a Marta esta misma noche.
El resto de la cena lo dedicaron a concretar las fechas más convenientes para todas e ir haciendo planes para entonces.
Cuando se despidieron en la puerta del restaurante el calor seguía siendo sofocante, las terrazas estaban repletas de gente que se congregaba en torno a las mesas en animada charla, buscando inútilmente el alivio de un poco de aire fresco, prolongando la noche de verano a la espera de que el calor remitiera y les permitiese regresar a sus hogares y poder conciliar el sueño.