X

Marta recibió a su madre anunciándole que se moría por saborear una de aquellas estupendas paellas que ella le preparaba y que le salían tan bien; era su plato favorito, y Laura, queriendo complacer a su hija tras aquellos días sin verla, corrió a comprar los ingredientes necesarios, dispuesta a darle una agradable sorpresa.

El aceite empezaba a humear en la paellera, donde acababa de echar el tomate y los pimientos bien picados para hacer el sofrito, cuando sonó el teléfono. Dudó un instante antes de decidirse a contestar, tal vez fuera una de aquellas fastidiosas llamadas de telemarketing tan inoportunas como irritantes para las que ya no servía el consabido “lo siento, no me interesa”, con frecuencia la insistencia de los teleoperadores no daba otra opción que colgar el aparato, dejándola con un desagradable sentimiento de culpa. No le gustaba ser desconsiderada con aquellas personas que, al fin y al cabo, estaban ganándose la vida con un trabajo ya de por sí bastante ingrato. Pero también cabía la posibilidad de que se tratase de Elena; ella solía llamar a aquella hora, cuando sus compañeros de trabajo salían a comer, y si no estaba obligada a acompañarlos por motivos laborales aprovechaba para tomarse un rato de descanso, ya que, a contracorriente como de costumbre, se negaba a comer cuando lo hacía el resto de la humanidad; tenía su propio y personal ritmo circadiano: un buen desayuno a las seis de la mañana, un simple café bien cargado al medio día y, al acabar la jornada, se obsequiaba a sí misma con una magnífica cena preparada con los mejores ingredientes sin sucumbir a la pereza, disfrutando tanto de la elaboración como de su posterior degustación.

Laura suspiró mientras se limpiaba las manos y acudía al salón a coger el teléfono. Tenía que poner un aparato con identificación de llamada. Marta siempre se lo estaba diciendo.

—¿Laura?—inquirió una voz femenina que le resultaba desconocida—Soy Ruth.

—¡Ah! ¡Hola Ruth! ¿Cómo estás?

—Muy bien ¿y tú? Perdona que te moleste—prosiguió sin esperar respuesta—. Es que quedé en llamar a Elena y he perdido su número. Podrías dármelo, por favor.

—Sí, claro. Toma nota.

Le facilitó el número de móvil de su amiga y Ruth se despidió después de darle las gracias con un “ya nos veremos por el gimnasio”. Laura regresó a la cocina y tras comprobar el estado de las chirlas y los mejillones que se abrían como en un gemido de dolor al calor del agua hirviendo, removió el sofrito y añadió los aros de calamar. El teléfono volvió a interrumpir su labor y Laura fue de nuevo a cogerlo con un gesto de fastidio. “¡Menuda paella me va a salir hoy!”, se dijo.

—Hola—saludó Elena—¿estás ocupada?

—No, tranquila—mintió—, estoy esperando a Marta.

No habían hablado desde la precipitada huída de Elena de casa de Gloria, y su comportamiento aquel día la había dejado bastante preocupada, pero sabía que no podía presionar a su amiga y debía esperar a que fuese ella misma quien se decidiera a hablar, si es que lo hacía.

—¿Cómo estás?—preguntó, mientras volvía a la cocina sujetando el inalámbrico entre el hombro y su cara, y colaba los mejillones y las chirlas para echarlos en el sofrito.

—Bueno...—respondió Elena en un tono apagado poco habitual en ella—. Estoy un poco preocupada.

—¿Por qué?

—Laura—dijo Elena tras un breve silencio— ¿Tú crees que soy poco femenina?

—¿A qué viene eso?— Laura no pudo contener una carcajada.

—En serio. No te rías—protestó su amiga—Tu sabes que a veces me han tachado de ser demasiado fuerte y decidida, de tener un carácter demasiado agresivo, más propio de un hombre que de una mujer...

—Bueno, sí, tienes un carácter fuerte—respondió Laura con absoluta sinceridad, echando el arroz a la paella—, pero también eres femenina y coqueta, y vistes estupendamente. ¡Pero si sabes de sobra que los hombres se vuelven en la calle para mirarte! ¿Me quieres decir qué es lo que te pasa?

—Laura, contéstame con sinceridad: ¿alguna vez me he insinuado contigo? ¿He hecho algo que te pudiera parecer... equívoco?

—¿De qué estás hablando?

—Está bien—respondió Elena, resuelta—: He tenido un rollo con una mujer.

—¿Cómo que has tenido un rollo?—Laura, sorprendida, se quedó con el cazo de agua, que el arroz parecía estar pidiendo a gritos, suspendido en el aire— ¿Qué quieres decir?

—Pues eso—replicó Elena con impaciencia—: un rollo...sexual.

—Me estás tomando el pelo...—rió Laura.

—El fin de semana, en casa de Gloria. Con Ruth -soltó de corrido.

—¿Con Ruth?

—¡Ya me has oído!—gritó Elena con enojo.

—Pues, me dejas de una pieza. No se que decirte...—respondió Laura añadiendo por fin el agua.

—¿Tú crees que soy lesbiana?

—¿Tú, lesbiana? No sé... quiero decir que... no lo creo—rectificó algo aturdida—Vamos, que en todos los años que hace que nos conocemos nunca me ha parecido que...Pero, ¿Cómo ocurrió? Quiero decir que... ¡Es que no lo entiendo! ¿Qué fue lo que pasó? ¿Te gustó? O sea...

—Me gustó—respondió Elena con valentía—. Bueno, ella tomó la iniciativa y yo pude rechazarla. Pero no lo hice.

—Ya. Y lo que te preocupa ahora es descubrir a estas alturas de tu vida que hay una lesbiana dentro de ti y nunca lo has sabido—concluyó Laura acabando de condimentar el guiso—. Chica, la verdad es que me dejas de piedra...

—Quizás eso explicaría mis problemas con los hombres...

—Mujer, no lo creo. Quiero decir que nos habríamos dado cuenta antes ¿no?

—Supongo que sí... ¡Qué sé yo! Pero también podría ser que como antes era algo que estaba mal visto, se activara en mí algún tipo de mecanismo inconsciente que lo ocultase, y...

—Elena, no te líes—la interrumpió Laura—. Me parece que le estás dando demasiada importancia a un hecho...puntual.

—Es posible—corroboró Elena—. No me atrae Ruth ni nada de eso pero...bueno, estaba fumada, no se lo que me pasó, por alguna razón quise llegar hasta el final, experimentar algo nuevo...

Carpe Diem—sentenció Laura.

—Sí. Carpe Diem—repitió Elena sin mucha convicción.

—Pero bueno, a ti te siguen gustando los hombres ¿no?—preguntó Laura mientras colocaba cuidadosamente las gambas y las cigalas sobre el arroz y bajaba el fuego.

—La verdad es que cada día me gustan menos, si te soy sincera. Pero eso es porque entre los hombres de nuestra edad es difícil encontrar alguno que merezca la pena, y a los que son más jóvenes, les falta un hervor...

—Ya, en eso tienes razón. Pero, ¿te gustan las mujeres?

—¡Qué me van a gustar las mujeres! Bueno, encuentro más interesantes a muchas mujeres que a la mayoría de los hombres, pero como personas, no en un sentido sexual.

—De todas formas, tampoco es tan grave—la tranquilizó Laura medio en broma—, si resultase que ahora cambiases de acera, yo te seguiría queriendo igual...como amiga, claro.

—¡No sabes qué peso me quitas de encima, Laura!—rió Elena, ya más relajada.

—Pues entonces, problema resuelto ¿no?

—Sí, la verdad es que tienes razón. No debería haberle dado mayor importancia. Pero es que, chica, este asunto me ha descolocado por completo. A mi edad ya no estoy para recomponer todos mis esquemas mentales y ponerme a perseguir jovencitas...

Ambas rieron con ganas al hacerse la imagen mental de aquella situación.

—Dicen que una de las fantasías eróticas más comunes entre las mujeres es imaginar que hacen el amor con otra mujer...—apuntó Laura.

—Eso dicen. ¿Tú la has tenido?—preguntó Elena en tono confidencial.

Laura rió con picardía antes de responder.

—Alguna vez se me ha pasado por la cabeza...

—A mí también—confesó Elena, y las dos volvieron a reír.

—Pero eso no significa que seamos lesbianas—concluyó Laura.

—No, claro que no—dijo Elena, y añadió—: Gracias, Laura, me has ayudado mucho.

—Tranquila, ¿para qué están las amigas?—en aquel momento oyó que Marta entraba en casa— ¡Ah! Ya está aquí Marta.

—Dale un beso de mi parte—dijo Elena.

—¡Mmm...! ¡Qué bien huele aquí!—exclamó la joven entrando en la cocina con una gran sonrisa y besando a su madre en la mejilla.

—Por cierto, Elena, tengo que decirte una cosa—anunció Laura mientras apagaba el fuego-Justo antes de llamar tú, lo ha hecho Ruth para pedirme tu teléfono...

—No se lo habrás dado.

—Pues...sí. Me ha dicho que tú se lo diste y que lo había perdido. ¿Cómo iba a imaginarme yo que...?

—¡Joder, Laura...!

—Lo siento, ¿yo qué sabía?

—Tienes razón, cielo. Bueno, no te preocupes, ya me las arreglaré. Un beso. Adiós.

Hacía más de dos semanas que Gloria no sabía nada de Idrissa. Le extrañaba aquel repentino silencio. Desde que se conocieron habían hablado prácticamente a diario. Él le había dado un número de móvil, pero Gloria no lo había utilizado nunca porque siempre era Idrissa quien la llamaba. Sin embargo, tras aquel prolongado mutismo se decidió a marcar aquella combinación de dígitos para encontrarse una y otra vez con un persistente tono de llamada al que nadie respondía... Tras intentar infructuosamente comunicar con él durante dos días consecutivos decidió acercarse al piso en el que vivía el joven. Tal vez le hubiese ocurrido algo, o se encontrara enfermo. O, en el hipotético caso de que ya no estuviera interesado en ella, consideraba que debía decírselo personalmente, darle una explicación, algo que —le constaba—la mayoría de los hombres trataban de eludir, pero ella no estaba dispuesta a permitirlo. Nunca pensó que aquella relación tuviera el menor futuro — aunque Idrissa no se cansaba de repetirle que la amaba y parecía sinceramente enamorado de ella—; aun así, Gloria le había tomado afecto. No quería plantearse nada más; sólo quería vivirlo, disfrutarlo el tiempo que fuera posible y guardarlo después en su recuerdo como un pequeño tesoro. Junto a él había recuperado sentimientos y sensaciones que creía olvidados, perdidos para siempre. Se sentía como si hubiese rejuvenecido diez años, había recobrado la confianza en sí misma, en su atractivo. Ni cremas, ni liftings, ni siquiera la cirugía habían logrado nunca un cambio tan espectacular en su aspecto; el amor, el sexo —estaba convencida de ello—, eran el mejor tratamiento de belleza. Incluso su humor había cambiado: se sentía más alegre y optimista, ya no le importaba tanto lo que hiciera Diego. Era su pequeño desquite, se sentía compensada por todo el daño que él le había hecho, aunque no lo hubiera planeado, aunque en el fondo no pudiera evitar un cierto sentimiento de culpa. Aquello no habría ocurrido si su marido no hubiese cambiado, si no se hubiera sentido abandonada, menospreciada por él. Estaba agradecida a Idrissa. En compensación, ella le había ayudado cuanto había podido, le había apoyado; había sido sincera con él y sólo esperaba el mismo proceder por parte del joven. El piadoso eufemismo “seguiremos siendo amigos” que rubricaba fatalmente la sentencia de muerte de una relación, era más aceptable y cortés que el humillante silencio, el desprecio absoluto a la persona, a su dignidad, a la propia relación, que quedaba de ese modo empobrecida, sucia, desvalorizada. Gloria pensaba que no merecía aquel proceder cobarde. Y sobre todo, no deseaba que aquella bonita experiencia se convirtiera en un mal recuerdo, en algo deplorable y triste, condenado al olvido.

Subió la angosta escalera que llevaba a la vivienda, con decisión, enardecida por la indignación que habían despertado en su interior sus propios y sombríos pensamientos; las certidumbres, los negros presagios que la habían acompañado mientras conducía hasta allí. Se detuvo, extrañada, antes de llamar a la puerta al oír el llanto de un niño procedente del interior y la voz enfurecida de una mujer que obró el milagro de producir de inmediato el más absoluto silencio, aunque Gloria no pudo comprender lo que había dicho. Se decidió a golpear discretamente la madera con los nudillos y la puerta de abrió al instante. Ante ella apareció una joven y robusta mujer negra ataviada con coloridos ropajes, como los que Gloria había visto en documentales de televisión sobre África. Sostenía entre sus brazos a una niña de unos dos años que lucía un gracioso peinado compuesto por un sinfín de pequeñas y erguidas trenzas sujetas con gomas de distintos colores, y tenía el rostro anegado en lágrimas; hipaba en silencio mientras contemplaba a Gloria con sus enormes ojos oscuros y trataba de consolarse succionado su propio dedo pulgar. La mujer, que se hallaba en avanzado estado de gestación, la miraba interrogante.

—Disculpe—balbuceó Gloria—. Estoy buscando a Idrissa.

Su interlocutora, tras hacer un gesto de extrañeza que Gloria interpretó como que no entendía lo que le estaba diciendo, se giró hacia el interior de la vivienda y gritó algo en su idioma; de inmediato apareció un hombre alto y enjuto, también de color, que miró a Gloria con la misma expresión interrogante que había exhibido la mujer momentos antes.

—Busco a Idrissa—repitió Gloria dirigiéndose al hombre.

—¿Idrissa?—dijo él—yo, no sabe. Ido. Otros vienen...van.

Acompañaba sus esfuerzos por expresarse en español con profusión de ademanes de los que Gloria dedujo que Idrissa ya no vivía allí, que otras personas ocupaban el piso y ni siquiera lo conocían.

—¿Sabe donde está?—preguntó, pese a todo, conociendo la respuesta de antemano.

El hombre se encogió de hombros al tiempo que negaba repetidamente con la cabeza.

—Gracias—dijo Gloria con voz apagada tratando de esbozar una sonrisa.

Salió a la calle, desalentada. De pronto lo comprendía todo: aquél debía ser uno de esos pisos “patera” al que se dirigían los emigrantes africanos cuando llegaban a Barcelona, y desde allí se distribuían por diferentes lugares o se iban a otras ciudades, o a otros países; había leído de su existencia en los periódicos. Se preguntaba dónde podría estar Idrissa ¿cómo hallarle? ¿Debía seguir esperando a que él la llamara? Tal vez hubiera encontrado trabajo y se hubiese trasladado a un piso que reuniera mejores condiciones... o se había ido de la ciudad...o quizás había perdido su número de teléfono y no podía avisarla, o estuviera demasiado ocupado... ¿Debería ir a buscarlo al pub donde lo encontró la vez anterior? Le daba un poco de vergüenza volver allí en su busca, no quería que pensara que le perseguía, que le acosaba, ¿y si él no quería verla? Aun así le debía una explicación, se dijo con terquedad, era lo menos que podía hacer.

No quería permitir que las dudas que empezaban a atormentarla penetraran en su cerebro y cobraran allí consistencia; de momento, no tenía ninguna razón para pensar que él la hubiese engañado ¿por qué habría de hacerlo? Estaba convencida de que en verdad era médico; sabía de medicina, se lo había demostrado. Y no cabía la menor duda de que era un hombre culto y educado, ella misma había podido comprobarlo reiteradamente; estaba segura de que había estado trabajando en su país y las duras condiciones de vida lo obligaron a exiliarse, como le había dicho. No podía creer que la hubiese engañado cuando le dijo que tenía unos hijos en Senegal que necesitaban de su ayuda desesperadamente. Tenía la absoluta certeza de que estaba enamorado de ella; se notaba en su mirada, en sus palabras, en la ternura con la que la trataba, ¿por qué no habría de estarlo? Era una mujer atractiva, era agradable y bondadosa, merecía ser amada...

Debatiéndose en aquel torbellino de elucubraciones mentales había llegado hasta su coche aparcado en la Rambla del Poblenou. Condujo en dirección al mar tomando después la calle que bordeaba el paseo marítimo. Rebasado el Puerto Olímpico decidió aparcar y caminar un poco para tranquilizarse y poner en orden sus ideas. Se acodó sobre la barandilla y se entregó a la contemplación del mar en un intento de recobrar el sosiego. Las aguas estaban un tanto revueltas, había sido izada la bandera amarilla y a través de la megafonía recomendaban precaución a los bañistas en catalán, en castellano, en inglés y en francés. Las olas se erguían a lo lejos orgullosas y crecían amenazadoras a medida que se aproximaban a la orilla con un rugido sordo, coronadas de espuma, para languidecer después y acariciar apenas la arena con timidez, perdida ya su bravura, y retirarse presurosas, como avergonzadas de su propia debilidad, sumergirse y alejarse, para cobrar fuerza de nuevo y lanzarse sobre la playa en una danza interminable y recurrente, y, no obstante, siempre distinta.

De súbito, un cierto revuelo turbó la amodorrada paz de los veraneantes que se incorporaban en sus toallas, se detenían en su paseo, interrumpían sus juegos de playa y miraban curiosos en una única dirección: un hombre corría a toda velocidad portando un objeto en sus manos y otro lo perseguía, mientras una mujer, cubriendo sus pechos desnudos y marchitos con sus brazos, trataba de seguirles torpemente.

—¡Mi bolso! ¡Mi bolso!—gritaba la mujer— ¡Me ha robado el bolso!

Gloria reconoció aquella escena al instante. De pronto, comprendió que sabía exactamente lo que iba a ocurrir. Y en efecto: tal y como esperaba, el ladrón soltó su botín cuando estaba a punto de ser alcanzado por su perseguidor, un atlético y atractivo hombre de color que recogió el objeto robado y, entre aplausos y vítores regresó junto a la víctima —su víctima—, que lo aguardaba sonriendo agradecida y contemplándolo embelesada. Momentos después, Idrissa recogía su toalla y la colocaba junto a la de su nueva presa, que se deshacía en ademanes de trasnochada coquetería.

Gloria sonrió con tristeza, con una amarga ironía, mientras los observaba en animada conversación. Su primer impulso fue llamar a la policía, denunciarlo, que lo detuvieran, obligarlo a que le devolviera su dinero y todo lo que le había comprado. Lo expulsarían del país, seguro que era ilegal. Idrissa, “el inmortal...”—se dijo con amargura— más bien, “el superviviente”. Lo que más le indignaba era que ni siquiera se había molestado en alejarse demasiado de la playa en la que la embaucó a ella. Aquél debía ser su radio de acción, la zona en la que él y su compinche, el supuesto ladrón, actuaban habitualmente. Quizás no fuera médico, pero no le cabía la menor duda de que era listo: sabía que nadie lo denunciaría, sabía que ninguna de aquellas maduras e ilusas mujeres se pondría en evidencia ante la policía. Podía imaginar las caras de los agentes mientras les contaba el caso, sus sonrisas burlonas: “Señora, ¿Qué esperaba? Usted se lo ha buscado...”, le dirían sin palabras, con su mirada, con su sonrisa benevolente de vuelta de casi todo; aunque se mostraran amables y compresivos y le pidieran los papeles al joven gigoló y de esta manera se consumara su venganza. Pero no merecía la pena, no estaba dispuesta a pasar por semejante bochorno.

Se enderezó y se dio media vuelta. Echó a andar cabizbaja, dolida, sin volver la vista atrás, avergonzada. Luego aceleró el paso, quería alejarse de la playa cuanto antes, como si de pronto temiera ser descubierta, como si fuese ella y no Idrissa quien hubiese cometido un delito. Caminando sin rumbo, se adentró por una de las estrechas callejuelas de casas viejas y desvencijadas, ocupadas antaño por pescadores y hoy en día por gentes humildes que vivían con la espada de Damocles de la especulación, pendiendo sobre sus cuellos — lo sabía porque había leído sobre ello, e incluso se había planteado la posibilidad de comprar un piso por allí, cerca del mar, cuando el barrio estuviera remodelado—. Muchas de aquellas fachadas estaban apuntaladas con andamiajes por peligro de derrumbe, a la espera de que sus ocupantes se decidieran a abandonarlas en busca de un lugar más seguro y en mejores condiciones de habitabilidad. La Barceloneta ya no era sitio para pobres. La Barcelona del siglo XXI se volvía hacia ella con mirada codiciosa: la soñaba limpia, diáfana, repleta de hoteles de lujo y selectos restaurantes, de nuevas viviendas con magnificas terrazas y vistas al mar, y avenidas repletas de cafés y heladerías para el solaz de los turistas al atardecer, y mayor gloria y renombre de la ciudad.

De pronto, cuando llegó a la calle de l’Almirall Cervera se sintió de pronto agotada, hacía mucho calor y no se veía con fuerzas para caminar de vuelta hasta su coche. Decidió tomar un taxi para que la llevara hasta allí. Le indicó al taxista el lugar aproximado donde lo había dejado, ya que no sabía el nombre de la calle, y sacó un espejito de su bolso para comprobar su aspecto y darse un retoque de polvos compactos que paliasen la leve sudoración de su rostro, producida por el acaloramiento de aquella absurda caminata. Se atusó un poco la rubia melena y se examinó con atención: estaba bronceada y se encontró guapa, a pesar de todo. El taxista debía de opinar lo mismo, a juzgar por las intermitentes y fugaces miradas que le dirigía a través del retrovisor. Gloria se puso las gafas de sol y se entretuvo contemplando la calle distraídamente hasta que llegaron a la zona que le había indicado al taxista, aunque tuvieron que dar varias vueltas para localizar el vehículo.

—Adiós guapa...—dijo el taxista en tono admirativo mientras ella se alejaba en dirección al coche.

Gloria levantó el mentón, orgullosa, y se irguió con una leve sonrisa de satisfacción.

No tenía intención de contar a sus amigas la verdad de lo ocurrido. No reviviría ante ellas aquella humillación. Les diría que Idrissa había tenido que irse. O mejor aún: que ella le había dejado porque no quería seguir engañando a su marido, que era consciente de que aquella historia no tenía futuro y era mejor concluirla cuanto antes. Pero no había prisa. Por el momento, a ojos de sus amigas, seguiría viviendo aquella maravillosa aventura con su exótico amante.